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Adaptación (cómo dejarse llevar)

en Dominación

"Perfecta", pensé. "Está mal que yo lo diga, pero estoy sencillamente perfecta."

Me miré en el espejo para darme los últimos toques. Puede que para muchas personas mi estilo diste de ser elegante, pero a mis ojos estaba más atractiva que nunca. Mi pelo caía sobre mis hombros, perfectamente liso, hasta las puntas, que se enredaban ligeramente dándole un estudiado toque descuidado.

Los ojos pintados de oscuro, como los labios, resaltaban sobre mi piel más bien pálida. El colgante que siempre llevo caía en el sitio preciso, indicando pícaramente el camino a mi escote; y mi cuello se veía largo y delicado, adornado con una gargantilla negra.

La camiseta era sencilla, pero se ajustaba a mis curvas, y los pantalones caídos y rotos que la acompañaban ensalzaban un culo redondo que ha sido siempre mi mayor orgullo.

Cogí el bolso y me dispuse a salir, no soy de las que disfrutan haciendo esperar a la gente; y caminé calle arriba en dirección a su casa, apurando el paso porque muchas manzanas me separaban de mi destino.

En los semáforos creí sentir la mirada de la gente, tal vez por el atractivo con el que parecía haberme levantado aquella mañana, tal vez porque los bajos de mi pantalón recuerdan más a un trapo que a una prenda de vestir. Tampoco importaba. Para mi gusto, yo estaba perfecta.

"Si supieran que mi desaliñado aspecto exterior esconde una minuciosa coquetería, puede que se sorprendieran. Y si sospecharan lo bien que me queda el conjunto que estreno hoy…". No suelo ser tan ególatra, pero me sentía bien conmigo misma y eso se nota por fuera.

Paso a paso llegué a su portal y piqué en el timbre… 5º derecha…. Y esperé.

¿Si?

Soy yo – respondí alegremente

La cerradura del portal se abrió con un chasquido desagradable, y empujé la puerta. En el ascensor, los segundos parecían prolongarse, y el aire se hacía pesado. Me moría de ganas por llegar. ¡Lo tenía todo tan claro en mi cabeza!

"Le haré sufrir un poquito, sólo un poco, y después de una mamada de las que hacen historia, le voy a echar un polvo que no va a olvidar en su vida" pensaba, mientras hacía muecas en el espejo del ascensor.

Llegué a la puerta de su casa, que como siempre me esperaba entreabierta. Sentí el cosquilleo de los nervios en la nuca, las ganas de besarle y de hacerle sentir el hombre más feliz del mundo aumentaban a cada paso que daban mis pies…

Hola, cariño, ¡mira quién ha venido!

Me quedé helada en la entrada del salón. Allí estaba él… y tres de sus amigos de la universidad. No podía ser verdad. Me sentí imbécil mientras mi mente repasaba las horas de dedicación a mi cuerpo, la depilación minuciosa, la elección de la ropa interior. El maquillaje, las cremas… ¡¡¡toda la mañana preparándome para follar y ahora me encontraba con esto!!! Los amigos de Luis son peores que un pinchazo; que una tormenta en pleno agosto: siempre estarán ahí para joderte el plan.

Hola cariño – contesté- ¡qué sorpresa! ¡cuánto tiempo!

Les saludé educadamente, aunque en ese momento lo que más me apetecía era matarles a los cuatro, y les concedí la mejor de mis sonrisas.

Me senté junto a ellos y soporté durante media hora escasa todas las bromitas que se les ocurrieron sobre Luis y sobre mí. "Vaya mujer que has encontrado", "¿cómo te engañó para que salieras con él?"… todo ello acompañado de amplias risotadas y palmaditas cariñosas que a punto estuvieron de desencajarme las vértebras. Tan pronto como pude elaboré una excusa convincente. Ya sabes, amigos con los que habías quedado (que quede claro que tú también tienes vida social) y a los que no puedes plantar. Aunque, eso sí, te encantaría quedarte charlando con ellos. Luis me miró extrañado, sabe que yo no suelo actuar así, y me acompañó a la puerta en busca de respuestas.

Cuando llegué al portal tenía el maquillaje rebozado en las mejillas, y el optimismo había desaparecido por completo. Jamás perdonaré a Luis el numerito que me montó delante de sus amigos, y probablemente él piense exactamente lo mismo sobre mí. Estoy harta. Siempre preocupada, siempre detrás de él… para nada. Cada vez me deprime más pensar en el tiempo que perdí preparando aquel encuentro, y el conjunto rojo que compré expresamente para sorprenderle me parece dinero tirado.

Necesitaba tomar algo.

Puse rumbo a un bar en el que me gusta parar. Conozco al camarero, un chico de edad indefinida con el que es agradable conversar.

Pedí una caña, y sentada en la mesa más escondida del local repasé mentalmente la discusión con Luis. Temía haber exagerado…

En ese momento llegó mi caña, con una sonrisa de regalo, por cuenta de la casa.

¿Qué le ocurre a la señorita? – me dijo el camarero con claras intenciones de animarme.

Nada, tonterías, la verdad. Nada que no se pueda arreglar.

Una dama tan encantadora no puede llorar tanto. Se le estropeará el maquillaje.

Una carcajada suya me reconfortó. Le sonreí y me fui al baño para arreglar el destrozo que las lágrimas habían provocado en mi cara, y regresé pensando que tal vez la noche no iba a ser tan mala, después de todo.

El bar estaba desierto, así que Juanjo no tuvo muchos problemas para sentarse en la mesa conmigo. Apuramos una caña cada uno mientras conversamos de nuestras cosas, de formas de ver la vida, de los pocos programas que se pueden digerir por televisión. De coches, de viajes, de música; y una cerveza siguió a otra y a otra, y la lengua se soltaba más a cada sorbo. Me sentía feliz, no se si por el alcohol o porque la presencia del camarero me hacía olvidar los problemas. Las ganas de gritar se iban volando, montadas en el humo azulado de mis cigarrillos.

¿Esperas un segundo? Voy a bajar la persiana y a poner un poco de música, ¿te parece?

Fruncí el ceño e hice un gesto para decirle "estás loco". Él dio una risotada y bailó exageradamente para arrancarme una sonrisa. Resultaba divertido ver su coleta menearse al ritmo frenético de sus caderas. Era agradable ver el brillo de las cervezas en sus ojos. Es sorprendente como puede cambiar tu punto de vista sobre una persona tras unas pocas horas de conversación y bastantes vasos vacíos apilados en una mesa.

¿Sabes? No se si será que tengo la vista enturbiada, pero creo que nunca había tenido una mujer tan bonita y tan cachonda sentada en mi bar y sólo para mí.

Me quedé de piedra. "¿Qué dice este tío? ¿Con lo bien que iba la noche y ahora se pone baboso?" Tardé apenas unas décimas de segundo en reaccionar, pero para él fue lo suficiente para sujetarme las muñecas sobre mi cabeza, apretándolas contra la pared.

Oye, Juanjo, nos lo estábamos pasando muy bien, no creo que sea el mejor momento para estropearlo.

¿Estropearlo? ¿Estropear el qué? Mira que hora es y aún sigo en el negocio. Sabes que estamos aquí tú y yo solos, y que ambos esperábamos lo mismo de esta pequeña… fiesta particular.

Por un momento empecé a preocuparme. Creía que el jueguecito se me había ido de las manos. Sopesé mis posibilidades. La persiana del bar estaba abajo del todo, y la música, aunque no muy alta, bien podría ocultar mis gritos. Traté de tranquilizarme, convencida de que podría razonar con él. Pensé en Luis. El imbécil se comporta como un crío, pero me quiere y me respeta. No debí discutir con él.

Juanjo, por favor, déjame – dije en un tono que quería ser autoritario – no me apetece jugar contigo.

En ese momento, la expresión del camarero cambió completamente. Pasó del ansia a la sorpresa, y de ahí a la furia en cuestión de segundos.

¡Vamos a dejar las cosas claras! Tú me has estado calentando la polla y la cabeza toda la noche con tus historias estúpidas sobre novios y amigotes que no soportas. Te he escuchado, te he invitado a tomar algo, he puesto música, y creo que después de todo esto, lo que me merezco es un besito… pero cariñoso, sin trampas…

Sus manos apretaban mis muñecas contra la pared. Podía sentir su aliento rozar mi frente para luego bajar lentamente por mis mejillas hacia mi boca. Durante un momento se detuvo, tal vez deleitándose en el instante que precede al beso, y entonces sentí sus labios sobre los míos, incapaz de reaccionar. Me limité a observar su expresión, tan tranquila, pausada como si yo consintiera ese beso. Cuando se separó, abrió los ojos y me miró.

Era contradictorio. La fuerza que ejercían sus manos sobre las mías no se correspondían con la dulzura de sus ojos. Esa mirada… no parecía capaz de hacerme daño. No había maldad en sus actos, sólo deseo. Un deseo animal que le impulsó a actuar así. Dejé de preocuparme, y pensé que no sería tan mala idea darle un escarmiento a Luis. Era muy probable que pudiera camelarme a este infeliz para darle una alegría al cuerpo.

Parecía que el buen humor matutino había regresado, y volví a sentirme tan optimista y enérgica como antes de la bronca. De todas formas, ya que había comprado este maldito conjunto de puta con clase, bien podía estrenarlo con este melenudo de aspecto encantadoramente descuidado.

Le tranquilicé con la sonrisa más tierna que conozco, y le devolví el beso con toda la dulzura que pude. Él me miraba absorto, y yo le solté la carga pesada:

Quiero que me ayudes a vengarme de mi novio… ¿lo harás?

Su mirada desconcertada apenas podía contener el "si" que ocultaban. Genial. Si bien mucha gente no comprende el placer de la más sutil dominación, yo creo que todo el sexo en sí mismo está empapado de ella. Qué mujer no se ha aprovechado de sus encantos femeninos para conseguir algo. Qué hombre no se ha mostrado nunca rudo para impresionar a una mujer. El ser humano es un animal, aunque en su afán por ocultarlo, reserva el instinto para las cosas más básicas: sobrevivir, y follar.

Mi camarero estaba absorto observándome, y soltó mis muñecas. Creo que se esperaba algo más parecido a una buena ostia en la cara que una propuesta semejante. Para aclararle las dudas, me deshice lo más sensualmente que pude de mi camiseta y mi pantalón, luciendo (al fin) mi conjunto de sujetador y tanga color burdeos. Volvía a sentirme fuerte, a sentirme bien. Sabía que mi cuerpo estaba delicadamente depilado, y que el olor que desprendía era a sexo puro. Sabía que estaba perfecta para excitar a mi camarero.

Me senté en una de las mesas. Separé lentamente una pierna sin dejar de mirar a mi cómplice víctima a los ojos, y empecé a juguetear rozando mis senos y mi ingle. Quería enloquecerle, incitarle, provocarle, que fuera él quien comenzara a tocarme sin necesidad de que yo se lo pidiese.

Mi camarero pareció comprender y obedeciendo más al instinto que a mis incitaciones, se abalanzó sobre mi cuerpo. Me besó apasionadamente, y nuestras lenguas se fundieron en un beso profundo y sensual que terminó de despejar mis dudas. Sus manos no sabían estarse quietas. Recorrían mi cuerpo con avaricia y lujuria. No encontraban tiempo para tocarlo todo, probarlo todo, saborearlo todo. Su boca seguía sobre la mía cuando sus dedos trabajaban sobre el cierre de mi sujetador. Le dejé hacer. Se le veía muy decidido, y sinceramente, en ese momento sólo deseaba fundir mi cuerpo con el suyo sin que nada, ni el más mínimo trozo de tela, entorpeciera nuestras caricias.

En cuanto la prenda cayó, se abalanzó sobre mis senos. Devoraba mis pezones, los lamía, los mordía suavemente. Su saliva llenó mi pecho, lo que a mi se me antojaba muy excitante, y que producía esa fría caricia cuando respiraba sobre ella.

Yo me aferraba a su pelo, largo y liso como una tabla, como si fuera lo último que me quedara en este mundo, y dirigía suavemente sus movimientos para encontrar esa caricia, ese beso, que me trasportara más allá del pecado. Él, obedientemente, se afanaba en darme placer, esmerándose en cada mordisco que propinaba a mis pezones, en cada pellizco que daba a mis nalgas.

La música continuaba, pero llegaba a mí como algo lejano que no merecía mi atención. En ese momento, todos mis sentidos estaban sobre aquel hombre que besaba mi vientre, dando cada beso un poquito más abajo que el anterior, y haciéndome cosquillas con su breve perilla. La impaciencia me recorría el cuerpo, acrecentando el placer que sentía cada vez que recibía uno de esos ansiados besos.

Mis gemidos comenzaron a hacerse cada vez más obvios, y él, animado quizás por ellos, se deshizo delicadamente de mi tanga. Y allí estaba yo, totalmente desnuda, entregada a aquel hombre que en apenas unas horas me había hecho olvidar todas las normas y las leyes de la decencia. Un cuerpo que me incitó aprovechándose egoístamente de mi debilidad, que consintió en colaborar para destrozar mi relación con Luis. Podía verme en el espejo de la barra, gimiendo como si se me fuera la vida en ello, agarrada a él con desesperación y suplicándole que no parara por nada de este mundo.

Pero las prisas no suelen ser buenas, y en esta ocasión, el ímpetu con el que comenzamos hizo que los previos fueran más bien breves. Deseaba que me lamiera, que me llenara entera de saliva, y que recorriera los rincones más íntimos de mi cuerpo haciéndome enloquecer, pero su excitación terminó dominándole. De un empujón me tiró hacia atrás, sobre la mesa, mientras se desabrochaba apresuradamente los pantalones. Sacó su pene y lo acarició durante unos breves segundos, mientras buscaba la entrada al placer de ambos.

Me penetró lentamente, dejando que mis caderas tomaran un ritmo casi subconsciente, mientras mi cuerpo se adaptaba a su miembro lentamente. Colocó mis piernas sobre sus hombros, besándolas y acariciándolas mientras bombeaba con todo el cuerpo, haciéndome sentir su peso sobre mi espalda, dolorosamente aplastada contra la mesa.

Mis gemiditos iniciales se habían convertido en auténticos gritos, entrecortados por sus empujones; y mis manos se crispaban sin saber donde aferrarse.

Abrí los ojos y le vi observándome, con la mirada fija y cargada de lujuria. Yo opté por darle el placer de un bonito espectáculo, y me dejé llevar gimiendo aún más fuerte, pellizcando mis pezones, y susurrando insultos. Me apetecía jugar a la mujer arrepentida y asustada con él, así que intenté esquivar sus acometidas. Sólo conseguí incitarle a empujar más fuerte y más profundo, violentamente, consiguiendo así una penetración tan intensa que me llevó a un placentero orgasmo, llenando el local de gritos desacompasados.

Todo iba bien hasta que mi espalda se arqueó exageradamente, debido al dolor de una embestida muy profunda que me recorrió el cuerpo. Le miré extrañada.

Juanjo, oye, ten cuidado… me has hecho mucho daño… no me la metas tan fuerte…

Pero mi camarero parecía en otro lugar. Bombeaba rítmicamente, aferrando mis piernas cada vez más brutal y dolorosamente. Estaba totalmente descontrolado, y me follaba tan apasionadamente que no parecía consciente de mis palabras. Yo había perdido la autoridad sobre sus actos, y se deleitaba yendo y viniendo por mi cuerpo a su antojo.

El sudor recorría su cuerpo haciendo que su camiseta se oscureciera por las manchas de humedad. Su mirada estaba fija en mi coño, que, imagino, ofrecía un espectáculo maravilloso al ser penetrado. En el bar sólo se escuchaba el chasquido húmedo de su cadera al chocar con mis nalgas, y mis suaves protestas, suplicándole que disminuyera el ritmo.

Mis manos se crispaban cada vez que sentía su polla en lo más profundo de mi cuerpo, horadándome y tratando de llegar aún más allá. Su cadencia era rápida, constante; para mí realmente una tortura que me desesperaba. Quería que terminase de una vez, que se corriese y me dejase marchar. Era absurdo pensar que yo era quien pretendía abusar de él en un principio.

Me daba palmadas de vez en cuando en los muslos, o se inclinaba hacía delante para pellizcarme y amasarme las tetas. A veces intentaba hablar, pero parecía resultarle difícil articular palabras al ritmo que estaba imponiendo. Susurraba cosas sobre mi cuerpo, sobre la calentura que tenía, sobre lo mojada que estaba. Parecía haberse olvidado de mí, pero continuaba magreando mi cuerpo dándome punzadas de placer que me hacían tolerar mejor sus brutales embestidas.

Allí no quedaba ni rastro de aquel hombre simpático y hablador que me había conseguido embaucar. Sólo podía ver a un animal, un ser que no parecía comprender ni razonar. O quizás, a alguien tan morboso y tan cabrón que disfrutaba haciéndome sentir utilizada, pero totalmente consciente de mis reacciones.

Nunca sabré con toda certeza si sus movimientos se debían a la excitación más instintiva o a la calculada fantasía de un lobo vestido de cordero.

Su ritmo aceleró indicándome que su orgasmo estaba próximo. Quería que al menos se corriera como nunca, que guardase un recuerdo imborrable de mí, y que contase a sus amigos las maravillas que le hice sentir. Volví a mis grititos de ánimo y a los insultos que tanto parecieron gustarle.

En el momento del clímax, se apartó para correrse en mi vientre, llenando mi piel de tortuosos senderos blanquecinos.

Apenas sin hablar nos limpiamos, nos vestimos, y nos despedimos. Ninguno parecía tener nada que decir, y la situación resultaba violenta para ambos. Cuando me ayudó a subir la persiana me dedicó una dulcísima sonrisa, que me recordó el motivo por el cual acaba de hacer todo esto, tranquilizándome y alejando el arrepentimiento.

¿Volverás? – preguntó.

Sabes que si.

Lo lamento si me he excedido, pero debes saber que mi forma de entender el sexo le resulta extraña a algunas mujeres.

Le sonreí. Yo le comprendo perfectamente porque comparto parte de sus fantasías, aunque es la primera vez que las ponía en práctica al otro lado... acostumbrada a que mis caprichos sexuales fueran satisfechos por una pareja entregada a mí por amor.

¿Crees necesario ese comentario?

Por un segundo pensé que querías parar en serio. No sabía si los intentos por zafarte eran reales o fingidos.

¿De verdad lo dudabas? – pregunté con un tono inquisitivo.

La verdad… – y añadió tras unos segundos de reflexión – la verdad sabía que estabas disfrutando tanto como yo. Y nada me gusta tanto.

Le di un beso rápido que le rozó los labios y me giré para irme.

Cuando volvía a casa, lucía una sonrisa estúpida. La experiencia me había fascinado. Quizás me gustase la situación, o puede que realmente Juanjo tenga un don para volverme loca. Reflexioné unos segundos al respecto, y reí internamente ante mis propios pensamientos.

Apenas había recorrido dos calles desde el bar, y miré el móvil. Tenía un mensaje. De Luis, vaya. Eso me hizo sentir un poco culpable, pero ese sentimiento tenía que ser evitado a toda costa. Leí lo que ponía… lo de siempre. Que lo sentía, que volviera por su casa cuando pudiera, para hablar y solucionarlo.

En ese momento pensé en él con ternura. Era tan bueno conmigo, tan comprensivo… giré 180 grados y me dirigí a su casa, en busca del cariño que sólo él me supo dar, pero... algo fallaba. Algo no estaba bien. Si volvía a su casa, y hablaba con él, ¿tendría que cargar con el peso de un engaño durante toda mi vida? ¿O bien me sinceraría con él?

Por unos instantes, mi cabeza se convirtió en una tempestad de dudas. Me senté para tratar de razonar y entonces, el instinto me dijo lo que tenía que hacer.

Un tímido "hola" sorprendió a mi camarero, que me lanzó una amplia sonrisa desde el suelo. Estaba agachado con aire despistado, cerrando, por esa noche, la persiana de su bar.