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Nobleza

en Erotismo y Amor

Nobleza

 

Si la hubieran visto, pensarían como yo.

La felicidad de lograrla era tan morbosa, que me dio por presumirla.

No en balde más de uno de mis amigos la deseó, y era quizá porque cumplía con varios puntos en la escala del adolescente promedio, ése que presume saber de mujeres y se la pasa noche a noche revisando si le ha crecido un palmo.

Tampoco, a decir verdad, me preocupaban los otros; hombres maduros que seguramente adivinaban cómo tarde o temprano iba a diferenciarse del mundo de niñas, sin perderse en el común de las mujeres, detenida en el justo medio de las pocas imperecederas: ahí, para algunos, sería la fantasía recurrente, y para otros la invocada necesaria en el ataque de alguna concavidad más mundana…

Detonarla era de lo más sencillo, porque a pesar de todo lo que despertaba jamás [y aclaro que me costó trabajo creerlo] había experimentado más allá de un juego de bocas. Prejuiciosa y nueva, muchos lo saben, es una combinación precisa para la explosión.

Yo también era nuevo, aclaro, y sin embargo no me negaba nada. Acuciado aparte por mi naturaleza obsesiva, agotaba con calor de dieciséis cada punto que le ganaba, sea por juego, por adulación, por un sano chantaje, porque la estación era proclive a andar ligero, porque estábamos solos, porque había penumbra, por lo que fuera…

Así pasé de sus manos a su cuello, del exterior de sus zapatos a debajo de sus medias. De sus plantas a su seno, de sus senos a sus corvas y una tarde en un camión viejo y repleto de gente, bajo una chamarra, a su ombligo como preludio y a su sexo como gran obra.

Desde entonces fueron horas alternadas de arrepentimiento y nuevos avances, y en medio de ellas, lo que más disfrutábamos: la sensación de estar siempre a punto.

Y el día que sucedió, sin descripciones, la tomé como pude, como entendí y como nunca más he tomado a nadie.

Puedo recordar muchas cosas, y la que menos, la que más extraño, es no hallar una sensación exacta para hablar del sabor que había entre sus piernas. A veces me miento y creo en una palabra, pero me niego a pronunciarla por respeto a los años que han pasado en el misterio… para qué venir ahora con eurekas. En su labio izquierdo hallé una muesca que me detuvo a dedos y lengua, pero al final toqué fondo.

Y perdió su virginidad como lo que era, una gitana perfecta en su tarde de bodas.

Era mía.

Y con esa simple afirmación dio por sentado que era la única posibilidad.

Vino después lo mundano, atribuible todo a mí, que desde entonces, supongo, he pensado que una mujer así no merecía título conmigo. Cómo prohibirle a cualquiera saber que ahí estaba el centro del mundo, la entrada al universo…

Pero yo era joven entonces, y no sabía de nada.

Ahora que con la edad puedo reclamar cualquier explicación, muchas noches me siento al borde de la cama a rumiar fantasmas, a maldecir lo que algunos llaman inocencia, y a comprobar cuánto anduve el camino correcto y fui yo mismo quien en un afán de negarlo perdí cualquier oportunidad de las que reclamo en estas horas decantadas como un sueño.

I

Minerva era practicante ocasional de hawaiano por aquellos días, y yo, aún en el más básico de los celos, su seguidor. Esa tarde la vi junto a su hermana y otros nueve pares de pies desnudos en espera de una maestra que no llegaba. Todas eran especialmente torpes, incluso aquella que se esforzaba por hacer sonar su pie largo y soberanamente bruno, no sé si porque con mi cara idiota evidencié cuánto me podía el espectáculo, o simplemente porque le venía en gana hacerse la interesante ante el único hombre.

La reacción de Minerva, especialista en suspicacia se hizo esperar nada. Me echó fuera del salón con el pretexto de un dulce que ni siquiera llegamos a comprar. Yo no di explicación, no porque no hubiera ya ensayado varias, sino porque se abalanzó para meterme la lengua en la boca y llevarme así hasta un rincón del local, donde un par de ancianitas volvieron a su labor de tejido meneando la cabeza.

Hasta ahí habríamos ido de no ser porque mi erección era húmeda y clara, y ella, en un gesto juguetón me susurró al oído una pregunta cualquiera cuya respuesta quedó en el aire cuando observé una escalera y que se perdía en otro piso.

Era la primera vez que pisaba el lugar, así que dije "qué hay arriba", y como fuera un salón cerrado empecé a subir. Ella protestó lo necesario y terminó de hacerlo cuando estábamos frente a un escritorio viejo, una puerta inamovible y un ventanal, todo en el mismo rellano.

Volví a besarla, frenético, con las protestas como fondo musical anduve a dedos su vagina hasta que me quedó claro que estaba a punto y le quité la gloria de calzones de algodón que llevaba antes de chuparle un pie y penetrarla. Todo fue alzar la vista y observar tejados de ciudad, y mientras ella se mordía una mano, yo pensaba en la posibilidad real de que alguien apareciera: seguía pensando en eso cuando ella se acomodaba la falda y me pedía que no bajara detrás de ella con una sonrisa cómplice.

Me quedé ahí viendo mi rostro reflejado en el vidrio, jugando con la idea de que iba a hablar con otra voz, y luego con la seguridad de lo que podría responderme si le preguntara por ella así, tirada sobre un escritorio, plantas al aire, sexo abierto y mojado diciendo su propia letanía. Lo habría invitado a pasar para que probara.

Y pensando en ello escribí sobre el cristal con la humedad que había quedado en el camino.

II

Pasé por inocuo en su casa, y todas las tardes llegaba temprano con el simple propósito de verla atravesar enfundada en toalla desde el baño a su cuarto, donde se vestía con el único fin, creo, de tener un pretexto para desvestirse. Muchas veces conté los siete pasos que dejaba marcados en la loza. Muchas veces sorprendí a su madre mirándome mirarla, y una vez a su padre siguiéndola también hasta que, descubierto a su vez por mí, sonrío estúpidamente y se fue con su verga de palo a otra parte. Ahora creo que hubiera sido un amante patético pero esforzado, una lástima de apéndice entre sus muslos, o el perro que lame el incesto como una herida vieja. De cualquier modo ella era ajena.

Teníamos la costumbre recién descubierta de usar los muebles de su casa mientras estábamos solos. A ella seguía preocupándole ser sorprendida y a mí no serlo. Mientras rondaba libremente sus pezones, mis trabajos se concentraban en no ensuciar la falda que, arrollada hasta su cintura, se venía abajo con los vaivenes. La posición me frustraba tanto que me separé. Ella me miró con lágrimas en los ojos y yo le pedí, le exigí que se despojara del vestido. Ella insistió en que cualquiera podía llegar y entonces alguien me avisó del justo medio.

Viviendo en un piso alto, una de las recámaras daba al patio común. La mitad de su cuerpo se asomó y sus nalgas, todas mías, comenzaron a darme la bienvenida. Con ambas manos separaba sus labios, y acabé por subir una de sus piernas a un banco que andaba por ahí. Por el resquicio que la ventana vi a un vecino que la saludaba y cómo ella, cínica, levantaba la mano. Aumenté la fuerza para recibir sin magia de por medio toda una lección de cómo una mujer se divide en dos. Estuve a punto de terminar mientras marcaba con las yemas su espalda baja cuando mencionó que su hermano y sus primos venían. Cruel y caliente pedí nombres sin dejarla retirarse y hasta el sonar de la puerta me eché hacia atrás. Abrió en condiciones febriles y los recién llegados la siguieron con la mirada hasta topar conmigo que, desde el quicio del baño sonreía. Si se creyeron o no que venía saliendo, me encantaría preguntárselos alguna vez. Si algún perdido reconoce la escena, gracias por no decirlo aún.

Pero su venganza fue serena, pues segundos después ella apareció envuelta en la toalla más raída y delgada que encontró, so pretexto de darse un baño. A través del algodón claro sus pezones eran guijarros, y más de uno le vio el culo al subir el escalón del baño. Uno de ellos, el más cínico se atrevió a mirarme, pero ya en mis adentros repetía la pregunta eterna… Quién de ellos, al probarla, podría decir que no era perfecta…

III

Pero yo seguí siendo el único hombre en su vida. Con qué gusto hubiera recibido la noticia de que su vecino y ex novio le había propinado algo de verga, un poco, el que la decencia de los amores adolescentes permite, o el que la inocencia perdida pide cuando no se escuda en su rima la decencia. Cuántas veces vi pasar al muy imbécil frente a nosotros, con el pretexto de ir a platicar con su hermana, para darse un banquete de redondeces justo porque yo así lo quería, porque a sabiendas de la hora en que llegaba pedía telas ligeras, porque aumentaba el ritmo con los pasos para que la sorprendieran bañada en sudor, oliendo a sexo como una hembra que celebra todo lo que de ella brota… pero no, si había reacción, maldita mi suerte, jamás la percibí.

Y cuando le preguntaba de su vida anterior y ella creía que dudaba de su virtud, no se daba cuenta que lo único que quería era confirmar que alguien más era dichoso en este pinche mundo gracias a ella.

La última vez que me topé con él, ni siquiera me tomé la molestia de salir del cuarto. Ella le abrió y por única vez cambió su pretexto. Dijo que venía por alguna cosa, no importa, de la hermana. Como un viejo conocido fue al cuarto y me encontró. Sé que al bajar la vista se topó con mi bragueta abierta, y contrario a lo que su atrevimiento le permitía, esa tarde ni siquiera besó a Minerva como despedida, pero ella aún me dejó probar su culo mientras le sonreía desde la ventana.

IV

Siempre he sabido que su hermana me desea. No me pregunten por qué, si yo no doy nada por mí.

Como cada vez pasaba más tiempo en su casa, y cada vez el sexo era más fiero, la tenía recibiendo frente a mí en la única posición en la que la oía gemir claramente. Sus pies descansaban en mis manos, sus brazos estaban por detrás de mi nuca y ella se columpiaba conmigo de pie. Era glorioso el sonido de su sexo y el de su respiración, y aunque yo no tenía libertad para mucho, si alcanzaba una teta en su vaivén, la mordía.

Estábamos en la sala, detrás de la puerta. Esta vez no se oyó la llave, sólo se vio una silueta en la ventana y un ojo detrás de la cortina. Exploté en el momento en que ella, como la acróbata que era daba un salto atrás repitiendo el nombre de su hermana y corría hacia el cuarto. Ahora sí se abrió la puerta y yo, por toda reacción me senté en el mueble más cercano. Su hermana se sentó cerca, con cara seria. Minerva volvió un poco después y asumió el gesto como un reproche, por lo que se refugió en mi que, por toda explicación dije que era cierto, que nos había visto "haciendo el amor". Usé un sinónimo cuando noté que no reaccionaba y a la tercera palabra, como ocurre en estas situaciones, se dirigió por el remoto y encendió el televisor.

Minerva no dijo más y fue a cumplir con su ritual de arreglo. Sobre ese silencio, un poco después, su hermana la siguió. Por más que hice no escuché nada. Luego Minerva fue al baño por razones cien por ciento orgánicas y entonces la cortinilla de la habitación de ambas se abrió.

Mi cuñada estaba desnuda. Sin decir mucho dejó caer la tela con suficiente holgura para que yo la viera. Sus pechos eran grandes y venosos, sus caderas reformadas con cierta gracia y el triángulo de su sexo oscuro y pronunciado. Al girarse me negué a verla, con la seguridad de que nada podía hacerse por ella. De pronto la agraciada menor, la que podía presumir de cualquier cosa era un cartel sin vida. Donde esperaba la seguridad de un juicio, hallé una boca cerrada.

Años después vino a mí, pero sigo pensando igual. Si hubiera tenido un poco de decencia habría adorado el sexo de su hermana, y le habría regalado alguno de los muchos amantes que presume hasta hoy. Varias veces Minerva me preguntó qué hubiera hecho con ella, y yo le respondí en todas que había sido suficiente "hechura" dejar que su hermana recogiera, creyendo que no la veía, esa gota de semen diluida en flujos de Minerva que aún no se secaba esa tarde, cuando ya nos íbamos al colegio.

V

Con el paso del tiempo me fue quedando claro que nada podría yo hacer contra la necedad de Minerva de ser sólo mía. Pensé en no entrometerme más en el camino de su sexo por el mundo, temeroso de servir como llave de clausura a tal prenda, seguro de que, aunque ya no lo escuchara, cabía la posibilidad de que siquiera uno más la descubriera.

Para dejarla, preparé todo. La llevé a un parque, nos montamos los metros de altura de la caseta de vigilancia. La penetré a la vista de quien quisiera y me quedé con sus bragas. Aprovechando la moda, vi el vuelo de su falda claramente dispuesta, y con un pretexto del que yo mismo me asusto la eché a andar por una escalera del metro, seguida de una horda que, apenas levantar la vista, se toparon con sus globos blancos y serios, y en cada paso, con una raja candorosa en una sonrisa vertical.

La vi y los vi, a cuál más expresando que no estaba equivocado. Mi mano izquierda acarició la prenda y corrí en dirección contraria, a perderme.

VI

Si me arrepiento o no, está de más. Lo que sé de ella no basta para escribir otra línea: De mí, pienso igual, pero aún no he encontrado a quien me diga que pruebe y me atreva