miprimita.com

Pito de Ceiba

en Sexo con maduros

PITO DE CEIBA.

A Julieta, quien vivió realmente esta historia.

Como ustedes saben, la Ceiba es el árbol sagrado de algunas de nuestras culturas prehispánicas, de los mayas, de manera especial. Es un árbol enorme y frondoso, que impresiona por su magnitud y que se convierte, ahí donde se encuentra, en el eje central de su ecoentorno; pero esto tiene que ver con nuestra historia, sólo desde un ángulo, el gigantesco tamaño de la Ceiba.

Julieta se miraba al espejo, forrado de incrustaciones de nacar, y su hermoso rostro expresaba un fastidio creciente. Sus labios, cuyo dibujo sensual la semejaba a una diosa, mostraban un mohín de hartazgo y cansancio. Buscó en sus ojos, de un color de miel indefinido, casi transparente, ese chisporroteo que incendiaba a los hombres y los enloquecía de inmediato; pero, a su modo de ver, no encontró nada, más que aburrimiento y hastío.

A Julieta no le convencía ni le hacía gracia su supuesta belleza. Hombres y mujeres la admiraban y se rendían a sus pies, pues su ansiedad erótica rayaba casi en la ninfomanía. Practicaba el bisexualismo, y buscaba siempre fórmulas insólitas para satisfacer su ansioso apetito. Pero guapa, o bella, realmente no se sentía, ni lo creía por más que se lo dijeran en todos los tonos y de todas las maneras. Ese día, en especial, después de más de un mes en esa selva húmeda, calurosa y tediosa, con ataques intermitentes de moscos, jejenes y hormigas, se sentía especialmente incómoda con su cuerpo sudoroso, con su pelo ensortijado casi reseco por la falta de un shampoo adecuado y la falta de cremas e ingredientes, a los que nunca fue muy afecta en la ciudad, pero que en ese momento se le antojaban irreemplazables y necesarios, porque no los tenía a la mano.

¿Qué es lo que hacía ahí?, se preguntaba. ¿En qué momento estúpido había decidido acompañar a su novio en turno, Mauricio, del que ni siquiera estaba enamorada, a esa selva fastidiosa? Sólo lo había hecho por curiosidad, por esa extraña atracción que latía en élla siempre que se hablaba del Pueblo; pues estaba plenamente convencida de la necesidad de cambiarlo todo y establecer la justicia social. Había sido comunista, luego maoísta, después trotskysta, y estaba ahora intensamente sumida en el ideario guevarista, que era lo que más la había identificado con su novio en turno. Pero el carácter de Julieta era en extremo voluble y cambiante; jamás se mantenía, en ninguna circunstancia, en una línea fija. Así era en el amor y así era en todos los actos de su vida. Se entregaba con ímpetu cuando alguien o algo llamaba su atención; pero al poco tiempo, esa pasión se desangelaba y el tedio y el aburrimiento le exigían a su naturaleza la búsqueda de otra cosa.

Mauricio, su novio, era un antropólogo social, alto y apuesto, pero guevarista sólo de ideales prestados y superfluos, como cualquier típico revolucionario de cafetín; porque en su vida real, se entregaba sin remordimientos a cumplir las reglas burocráticas de la institución pública para la que trabajaba, de una manera inconcientemente abyecta y servil. Eso también tenía harta a Julieta, ya que esto sólo lo había percatado hasta que había venido con él, y con su compañero de trabajo, a este rincón fastidioso en plena selva húmeda tropical, en el borde de Chiapas y Tabasco. Ella estaba ya harta de él, y para esa misma noche había ya planeado una venganza transgresora.

Felinillo, el guía y acompañante local de la institución para la que trabajaba Mauricio, era un pobre diablo que casi carecía de presencia; se desvivía por élla y estaba atento a todos sus actos y sus pasos, pues Julieta era descarada –Mauricio decía que obscena-, y en ocasiones se mostraba casi desnuda, y delante de los dos se ponía a hacer sus ejercicios de rei-chí, vestida sólo con tanga y minibrasier, para mantenerse en forma.

El pobre hombre no sabía qué hacer, ni dónde meterse. Los ojos y el rostro se le retorcían, de una manera tortuosa y terriblemente incómoda, pues trataba de disimular que no veía nada ante Mauricio. Ella notaba cómo se empalmaba y le era muy fácil distinguir que tenía un bulto de buen tamaño. Siempre había tenido esa compulsión a mirar el bulto que hacen los miembros de los hombres, para calcular su tamaño y determinar si estaba a la izquierda o a la derecha. Le divertía mucho la situación. Mauricio se indignaba y ponía una cara ridícula y compungida, pero no se atrevía a decirle nada, pues ya habían tenido algunas discusiones sobre eso y élla le había dicho con toda claridad que no iba a soportar que le dijera nada, que era un prejuicioso retrógrada, que de todas maneras lo seguiría haciendo, y que si no le parecía, élla agarraría sus cosas y lo dejaría ahí, sin el menor remordimiento. A Mauricio no le quedaba sino aceptar el hecho.

Más tarde, ya a oscuras, en la cabaña de un solo cuarto en el que se alojaban, acostados cada uno en su sleeping, sobre el piso de tierra, Julieta escuchaba los débiles y ahogados gemidos que Felipillo emitía mientras se pajueleaba, seguramente fantaseando con élla. Eso excitaba intensamente a Julieta, quien, sin tapujos, ávida, a la luz de la luna, acariciaba el miembro de Mauricio hasta que logró que se le pusiera duro como roca. El se evadía, sin embargo, diciéndole que Felipillo los iba a escuchar, que mejor salieran afuera; pero élla le decía que nó, que ahí mismo lo quería, que Felipillo dormía como piedra y que, por lo demás, no le importaba un comino si los escuchaba o nó, pues élla tenía ganas y ya. La discusión cesaba cuando Julieta ponía su hermosísima boquita en su glande y lo lamía con suavidad, recorriéndolo todo, de arriba abajo, aplicando leves y esporádicos mordisquillos a sus testículos, con una maestría mamadora que sumía al pobre de Mauricio en un éxtasis inenarrable, que lo hacía olvidarse de todo. Ella levantaba su delicioso culito, de tal manera, que estaba plenamente segura de que Felipillo tenía el mejor de los ángulos para deleitarse al máximo con sus encantos y continuar enardecido con lo suyo. La sensación de ser observada y de que el otro se masturbara en su honor, la ponía más cachonda y hacía que sobreactuara todas sus acciones, incrementándolas, para que Felipillo se excitara más y más a cada segundo; sus ahogados quejidillos le hacían saber que estaba atento a todo. De hecho, le hubiera gustado que ambos le dieran al mismo tiempo por su vagina y por su culito, pero Mauricio, élla lo sabía a ciencia cierta, era un mojigato en ese sentido, y seguramente también Felipillo se hubiera negado, ya que era un pobre pusilánime, sin gracia ni carácter.

Así transcurrió casi un mes, hasta ese día, en que el hartazgo de Julieta estaba ya impulsándola a tomar acciones cada vez más transgresoras, ya que ese era un rasgo típico de su carácter voluble y variable. Se sentía terriblemente irritada con Mauricio; todo lo que este hacía le parecía mediocre y estéril. Así que a la hora de la comida expresó de manera enfática: "Esta noche tengo ganas de ponerme hasta la madre, ¿por qué no va Felipe hasta el próximo pueblo a traer una botella de ron y nos la tomamos hasta que se acabe?" Mauricio comenzó a entretejer un ridículo sermón, aduciendo que las normas de su trabajo eran muy estrictas en cuanto a la prohibición de beber en las comunidades donde se está investigando; trataba de explicarle que eso no era posible, porque la gente podría tomarlo a mal, que su imagen quedaría deteriorada y eso disminuiría la integración participativa de la comunidad. "Puro rollo", le dijo élla. "En todo caso, si ustedes no pueden tomar porque se los prohíben, seré yo la que me iré hasta el pueblo y ahí me embriagaré en la cantina hasta quedar tirada debajo de una mesa; simplemente porque tengo ganas, ¿lo entiendes?"

El pobre de Felipe no decía nada, sólo los miraba abrumado, sin tomar parte en la discusión, que palmo a palmo iba ganando Julieta, hasta que por fin, derrotado frente a la decisión inexorable de élla, Mauricio envió a Felipe por la botella, encargándole también refrescos y hielo, si podía conseguirlo.

Julieta no cabía de contenta. Su plan marchaba a la perfección, como siempre que se proponía algo. Ella sabía que el metabolismo de Mauricio era muy débil para soportar el alcohol. En las pocas ocasiones que habían tomado juntos, bastaba una sóla copa para que comenzara a tartamudear y a perder el equilibrio; luego, a la mitad de la segunda copa, se quedaba invariablemente dormido, con ese sueño pesado de la embriaguez, en la que nada podía ser capaz de despertarlo. El mal humor de Julieta desapareció como encanto.

Felipe fue hasta el pueblo y regresó mucho más rápido de lo que se había imaginado. Se sentaron en la mesita desvencijada de la cabaña y Mauricio sirvió sendas copas. Tal como lo tenía previsto, a los primeros tragos su novio empezó a tartamudear; pero estaba eufórico y explosivo. De repente, sin venir a cuento, riéndose a carcajadas, dirigiéndose a Felipillo, le dijo muy enfático, en su torpe tartamudeo: "¿Sabes, Felipe, cómo le apodan a Don Tomás?" "¿A Don Tomás, al viejo Don Tomás?", respondió el aludido. "Sí, al viejo Don Tomás, el más anciano del pueblo" –dijo entre su tartamudeo Mauricio. "Nooo, psss nó" –contestó Felipe. Mauricio estalló entre carcajadas alcohólicas. "¡Pues le dicen… Pito de Ceiba!"-y se carcajeó hasta casi desternillarse de risa. "Y ayer que salimos al campo, a localizar unas hierbas curativas que el viejo únicamente conoce, pude darme cuenta de por qué le dicen así" –Las carcajadas le impedían continuar con su torpe narración. Julieta le miraba desconcertada y atenta. "Le dicen Pito de Ceiba -dijo Mauricio entre sus risas y tartamudeos-, porque tiene la verga más grande que yo haya visto en mi vida. Como se puso a mear, yo le solté el viejo dicho de que un mexicano nunca mea sólo, y me puse a miar también, a su lado … y vaya que me llevé una sorpresa… ¡El viejo tiene el pito más grande que haya yo visto en mi vida! ¡Es enorme –decía entre su hilaridad de ebrio-, casi del tamaño de todo mi brazo extendido! ¡Un burro se le queda pequeño!"

Felipe comenzó a explicar que Don Tomás tenía más de 85 años, que aunque tuviera un pito así de grande, era casi seguro que ya no le funcionaba por la edad. Ambos se desternillaban de risa comentando que seguramente Don Tomás habría llenado la felicidad de muchas hembras de la región. Julieta los observaba en silencio… una morbosa idea comenzó a revolotear en su cerebro. Como lo tenía previsto, al servirse la tercera copa y darle un trago, Mauricio cayó en el sueño de la embriaguez y se quedó dormido, recargado en la mesa.

La sóla idea del pito de Don Tomás, añadida a las copas de ron, había puesto a Julieta en el colmo de la cachondería; y el único hombre ahí, a la mano y activo, era Felipe, que, intimidado, apenas se atrevía a mirarla de reojo, expresando que le daba mucha pena que Mauricio se hubiera dormido. Ella, con un tono meloso y seductor, le decía que no se preocupara, que esa era la manera de Mauricio, y que, en todo caso, era mejor así, que tenía ganas de conocerlo mejor, de platicar más con él. Entre ambos lo tomaron de brazos y piernas y lo acostaron sobre el sleeping… Mauricio estaba perdido en esa inconciencia de la borrachera, desligado de toda realidad.

El pobre Felipe no se hallaba… era evidente que no sabía qué hacer ni qué decir. Su timidez le parecía a Julieta torpe y fastidiosa. "Dime una cosa, Felipe –le dijo en un tono cachondo y malicioso-, ¿verdad que te fascina observarme cuando hago mis ejercicios?" El aludido tartamudeaba y no encontraba respuesta alguna; quería decir algo, pero sólo le salían expresiones monosilábicas, torpes e incompletas. "¿Verdad que el pito se te pone tieso cuando me estas viendo?" –continuó élla. El le juraba que nó, que él era incapaz de eso, que Mauricio era su jefe y su amigo y que él era incapaz de faltarle al respeto a él y a élla. Que él era casado y quería mucho a su mujer… Tanta estupidez decía, que Julieta estaba a punto de mandar al diablo su idea inicial, pero su cuquita estaba urgida, pues la idea del Pito de Ceiba le ronroneaba intensamente en el cerebro y se transmitía a todo su cuerpo. "No te hagas –le dijo acercándosele- crees que yo no he notado cómo se te para éste?" -Y, diciéndole, le agarró el miembro con la mano y se lo estrujó- "¿Y cómo te masturbas y me observas cuando estoy con Mauricio?".

El tonto reaccionó como un niño pillado en falta. No hallaba qué hacer y se retorcía queriendo alejar su miembro de la mano de Julieta, que se lo acariciaba por sobre el pantalón, tratando de parárselo. "Vamos –le dijo élla-, qué más te da. Si el pobre de Mauricio está inconciente y nunca va a saber lo que pase entre nosotros." Lo fue acosando hasta la mesa, y bajándole el cierre, metió la mano y le sacó el instrumento, que permanecía aún dormido, por el nerviosismo que tenía. El le suplicaba que no siguiera, que Mauricio podría despertar y que no sólo perdería su trabajo, sino que incluso podría golpearlo. "A ver –le dijo Julieta-, ¿dime que no te gusta esto?" Y, diciéndolo, comenzó a mamarle el pito con suavidad, y, curiosamente, quizá por el alcohol, a Julieta le pareció delicioso su olor y su sabor, muy diferente al de Mauricio, más picante y más ácido. Felipe sólo atinaba a murmurar un continuo "ayyy… qué delicia… qué delicia" Y el pito comenzó a responderle, mientras élla lo metía y lo sacaba de su boca. "¿Ya ves que sí te gusto?" –le decía. Felipe le dijo ahora que sí, que le fascinaba, que le volvía loco, y la acariciaba de una manera torpe y lujuriosa. Julieta lo acostó de espaldas, sobre la mesa, y lo despojó y se despojó de sus ropas. Seguidamente, se montó a horcajadas sobre Felipe y encajó hasta el fondo su verga en su húmeda vagina. El indiciado estaba frenético y loco, le acariciaba las tetas, se las chupaba con fruición, le apretaba las nalgas y le acariciaba con un dedo su culito, mientras murmuraba por lo bajo: "maaaamaaaaciiitaaaa… maaaamaaaaciiiitaaaa… ¡nunca había sentido nada tan delicioso!" Ella adivinó que Felipe se iba a venir, y aceleró su propio ritmo para venirse al mismo tiempo. La verga de Felipe palpitaba y chorreaba sus entrañas. Ambos quedaron desfallecidos, sudados y exhaustos. Después, vino ese extraño silencio y ese vacío que siempre precede a la relación sexual cuando ha terminado la urgencia y se carece de afecto. Cada uno, a la callada, se fue hacia su sleeping, cada uno sumido en su propio pensamiento.

Al otro día, Julieta se despertó más temprano que sus hombres… sus hombres… pensó. Ambos lo eran ahora y eso le inspiraba una socarrona sonrisa. De una cosa estaba clara; después de haberse cogido a Felipe, toda la noche, estaba segura de ello, estuvo soñando con el famoso Pito de Ceiba. No quería quedarse con la duda de su enorme tamaño; así que cuando despertó, estaba más que dispuesta a encontrar la forma de conocer esa magnífica bestia, aunque fuera un anciano quien la portara. Preguntó y rápidamente le indicaron donde vivía Don Tomás. Dio muy fácilmente con su casa, tocó a la puerta, y ahí estaba, el propio Pito de Ceiba, en persona, salió a abrirle. De manera inconciente, su mirada se dirigió a ese lugar en el que debería ser notorio el gran bulto, según lo había descrito Mauricio. Pero Don Tomás usaba un pantalón demasiado holgado, que impedía distinguir con claridad qué armas portaba y de qué clase. Sin embargo, la figura del anciano se le hizo muy agradable. Era un viejo interesante, delgado, y muy bien conservado, pues no parecía un anciano, sino únicamente un hombre mayor, maduro y respetable, de edad indefinida. Sus ojos eran expresivos y llenos de vida; su manera de hablar y su voz le inspiraron ternura y confianza. Un viejo sabio, se dijo.

Ella le inventó un cuento de que quería colectar algunas plantas que una tía suya requería para ciertas dolencias, y que su esposo, Mauricio, al que él conocía, le había explicado que Don Tomás sabía las propiedades de todas las plantas de la región. Don Tomás la miraba encantado, pues le parecía una mujer muy hermosa. Le dijo, con modestia, que sí, que conocía algo de plantas y que con mucho gusto iría al campo para recoger algunas de las que necesitaba, para luego llevárselas a su cabaña. Pero eso no era lo que quería Julieta. Le dijo que élla quería acompañarlo para aprender algo de su conocimiento; que a élla le gustaban las plantas y que le parecía muy interesante ir con él, para ver cómo las localizaba y las cortaba. Don Tomás se sintió muy a gusto con la idea, entró por su sombrero, su machete y un morral, y ambos emprendieron la marcha por uno de los senderos que salía del pueblo.

Mientras caminaban, Julieta le preguntaba por el nombre de las flores, de los árboles, las plantas y las aves que aparecían a su paso. Don Tomás lo conocía todo y se lo explicaba de una manera sencilla y armoniosa. Llevaban como 15 minutos caminando; el pueblo había quedado ya lejos, y habían abandonado todos los senderos internándose en el bosque. Don Tomás se metió entre unos arbustos, recolectando algunas plantas, que iba metiendo a su morral de una forma meticulosa. Estaba dándole la espalda a Julieta, y élla, con decisión impetuosa, se despojó de sus ropas y quedó tan desnuda como cuando vino al mundo, pero mucho más maravillosa, porque a sus 22 años su cuerpo era tan perfecto como lo podría haber sido el de la misma diosa Afrodita. Llamó tímidamente a Don Tomás, quien al voltear y verla desnuda lanzó una exclamación de sorpresa y se llevó las manos a los ojos, tapándoselos, pudoroso, diciéndole: "Niña, tápese usted, que puede pescar un resfriado." A Julieta esa frase, y la manera en que Don Tomás la dijo, le pareció deliciosa. Era justo lo que necesitaba para perder toda inhibición, decidida como estaba a conocer la gran Ceiba de Don Tomás. Este permanecía con los ojos tapados, desconcertado por la actitud de Julieta, quien se sentía conmovida y excitada. Se acercó a él, y soplando en su oido, pegando sus hermosísimos senos a su cuerpo, le musitó que la planta que más quería élla conocer era esa gran Ceiba que decían que portaba. Al pobre hombre le temblaban las piernas, mientras Julieta lo acariciaba lentamente, sintiendo la dureza de los músculos de su espalda y de sus brazos, acostumbrados a las duras fatigas del campo. Don Tomás murmuraba: "Niña, qué se busca, si yo no soy ya más que un pobre anciano."Julieta estaba extasiada. El olor que emanaba Don Tomás era un olor distinto al de todos los hombres y mujeres que élla había probado. De repente, sintió cómo el enorme bulto de Don Tomás comenzó a cobrar vida… lo sintió en su entrepierna… ¡Por Dios que era eso algo tremendo! Llevó la mano ahí y quedó todavía más sorprendida… ¡Era impresionante, deliciosamente impresionante! Las piernas de Don Tomás seguían temblando, pero su pito descomunal seguía creciendo, lleno de nueva vida. "Niña… qué hace usted… niña… no se burle usted de mí" Le juró al oído que no se burlaba de él, mientras seguía acariciándole la gigantesca polla, que no paraba de crecer, lo que la tenía desconcertada, y hasta ligeramente atemorizada, pues al sentirla, ya no sabía si podría aguantarla, así de grande era.

Como pudo, hizo que Don Tomás se acostara en el suelo, y, aunque se dejaba hacer, no dejaba de murmurar: "Niña… qué es lo que está usted haciendo… no está bien… qué va a decir su marido." Mientras, élla ya lo había despojado de sus pantalones, y ahí estaba… ¡Ese pito era la cosa más grande que Julieta había visto en su vida! Sintió una enorme necesidad de mamarlo, como nunca antes le había sucedido en su vida. Su glande apenas cabía en su boca… y palpitaba impetuoso, como si fuera un animal vivo, independiente del anciano; como si tuviera vida propia… y el olor que emanaba… era un olor como de canela y almizcle, mezclado con nardo… jamás había probado Julieta algo más delicioso. Lo recorría con la lengua y los labios de abajo a arriba, de arriba abajo, en una sinfonía erótica que la enloquecía y que enloquecía también al viejo Don Tomás, que gruñía como oso, como jaguar, como fiera en celo, con su pito descomunal entrando y saliendo de la boca de Julieta. Lo mamó y lo mamó, hasta que ese enorme Pito de Ceiba casi gruñía por sí mismo y comenzó a palpitar, como si estuviera sucediendo un terremoto. Una impetuosa descarga de semen le inundó toda la boca… era increíble… nadie, en toda la vida y experiencia de Julieta se había venido así de esa manera.

Pero ni con esa tremenda venida el Pito de Ceiba se rindió; cierto es que disminuyó un tanto su original dureza, pero ahí estaba, erguido y palpitante, esperando la culminación de la batalla. Los ojos de Don Tomás brillaban ahora lúbricos y lujuriosos… su cuquita chorreaba anhelosa, a raudales, exigiéndole su sacrificio. Don Tomás no aguantó más y tomó ahora la iniciativa; con una rara mezcla de rudeza y amabilidad, la volteó, la puso en cuatro patas y comenzó a penetrarla por detrás, dirigiendo esa punta gigantesca directo a su bizcochito… El dolor que sintió Julieta al ser penetrada era horriblemente placentero… era como ser poseída por un burro. Don Tomás actuaba como un fauno mitológico… estaba plenamente conciente de su dominio, del enorme poder de su gran Pito de Ceiba, que poco a poco, la iba penetrando distendiendo al máximo todos los músculos de su vagina… jamás, jamás, jamás, había Julieta sufrido y disfrutado algo igual… el viejo era un brujo, una bestia, un hechicero, venido de otra dimensión o de otro mundo. Ambos resoplaban, gruñían, gemían y sudaban a chorros. Julieta sentía su vagina llena al máximo… sentía que la iba a reventar, a destrozar, pero estaba encantada con esa mezcla de sensaciones… La intensidad del placer era infinita… la dimensión del tiempo se había borrado. Don Tomás bufaba y gruñía… Julieta aullaba de dolor y placer entremezclados… el ritmo de sus movimientos se intensificaba y se precipitaba al desenlace. Las manos de Don Tomás apretaban con sabia fuerza sus tetas y sus pezones, que estaban tan duros, que parecían a punto de estallar… La mordía en la nuca, le daba sabias nalgadas… y ambos gruñían… hasta que por fin, llegó lo inevitable, aunque a Julieta le hubiera gustado que nunca llegara… ambos estallaron en un orgasmo simultáneo, apoteótico, único, más universal que el universo mismo. Nunca Julieta sintió tal luminosidad, tal conjunto de sensaciones únicas e inenarrables… era como estar en medio de una erupción… ambos quedaron exhaustos y abatidos.

No tiene caso seguir narrando lo demás. Julieta no quiso volver a ver a Don Tomás, ni se despidió de él cuando se marcharon. Sabía que si lo volvía a ver, nunca jamás saldría ya de ese pueblo, pues ahora entendía la naturaleza sagrada de la Ceiba.

A Don Tomás no le extrañó que Julieta no se despidiera de él. El sólo podía estar agradecido con todos sus dioses ancestrales, por haberle enviado a esa Diosa, sin que pudiera entender del todo cuál era su mérito, para que una divinidad así, expresión de la fertilidad y la vida, se le hubiera entregado así, en la última etapa de su vida. El recuerdo de élla, de su entrega, era para él un milagro maravilloso, que ya nunca se le desprendería.