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Revolución, tortura, ejecución

en No Consentido

La Bastilla fue destrozada en la Revolución, reducida a escombros en los primeros compases del levantamiento popular; el edificio era uno de los símbolos de las injusticias del régimen monárquico. La convención promulgaba las primeras leyes. Los reyes expectantes a los acontecimientos ni imaginaban su fin. Se habló de derechos humanos; incluso Robespierre era contrario a la pena de muerte.

La Revolución no obstante se cobraría sus víctimas. Marat, "el amigo del pueblo", empezó a proclamar soflamas, un misántropo de cuidado que empezó a acusar a los traidores.

Empezaron las ejecuciones y las torturas. La historia recuerda con pavor ese maldito invento: la guillotina. Hasta Robespierre firmó miles de sentencias de muerte: nobles, curas… Una represión brutal. Ejecuciones en París diarias y abundantes.

En este contexto, ingresó Monique de Poirrot en los calabozos, a la espera de una sentencia favorable que la exculpase y no la condujese a la guillotina. Hija de duques vivió despreocupada de los males del pueblo y se entrego a los vicios propios de los ociosos. Sexo y degradación.

Por eso, el día de su ejecución, cuando el verdugo entró furtivo a su celda y la maniató para abusar de ella, la desafortunada Monique confundió aquel trato con aquellos juegos de perversión a los que se entregaba en tiempos más felices. Pero esta vez el dolor fue verdadero: los dedos feroces del que dejaría caer la cuchilla de la guillotina sobre su pescuezo no eran los del trato delicado del capitán de la guardia Antoine Bordeois, su habitual amante.

 

Los dedos gruesos del verdugo, le hacían daño al penetrar en su vagina. La sangre apareció en su entrepierna y aún así recordó gracias a ese trato las sádicas sesiones nocturnas junto a nobles degradados moralmente. Fue su último recuerdo "dulce" antes de ser decapitada.