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En cualquier cantina de cualquier puerto...

en Sadomaso

Nadie se percató de cuando un personaje de estatura mediana, complexión fuerte pero delgada, finas formas hasta eso y andar rudo, pesado, característico de aquellas personas que pasan demasiado tiempo en un navío, entró a una cantina en aquel puerto.

Iba ataviado con un sombrero adornado con una larga pluma blanca y sobre los hombros tenía echada una larga capa bajo la cual, a su paso, se balanceaba una cimitarra.

-¿Le servimos algo, señor?- Preguntó el cantinero.

-Una cerveza y algo de comer.- Respondió con voz ronca.

-¿Carne está bien, señor?

-Si es comestible…- Una efímera sonrisa cínica apareció en la boca del personaje- ¡Y con un demonio, que sea rápido!- Repuso, dándole un puñetazo a la mesa de madera.

La cantina estaba atestada de marineros, pero no pareció importarle. Simplemente se quedaba tranquilo, casi taciturno, sentado mirando hacia abajo antes de empezar a engullir como desesperado la carne, cogiéndola con ambas manos y arrancando trozos con los dientes. Así estaría de dura, que le costaba buen trabajo.

-Dígame, señor, ¿es usted un capitán?- A pesar de los malos tratos del desconocido, el cantinero no se dejaba intimidar o desistir del chisme que bien podría interesarle comprar al gobernador de la isla o a algún cazador de piratas.

-Sí.- Contestó escuetamente, cogiendo la botella de la que el cantinero sólo había vertido un poco en el vaso y empinándosela.

-Nunca lo había visto por estos rumbos… ¿Es nuevo el señor en estos puertos?

-No. Yo sí lo conocía a usted.- Contestó- Pero de hace mucho tiempo.

-¿A dónde se dirige el señor?

-Hacia Portugal.- Contestó con tanta simplicidad, que no se podía saber si estaba mintiendo.

-Ah, ¿viene del Atlántico?

-Naturalmente.

-¿Y ha dejado su barco en el fondeadero? Porque tengo…

-Tiene un bonito pub. Y no se arriesgue a que yo mismo se lo incendie.

El caninero se quedó perplejo y en silencio.

-Lo siento, señor. ¿Desearía la compañía de alguna de nuestras mozas?

Fue la primera vez que lo miró con algo parecido al interés.

-¿Con alguna mujer, se refiere?

-Sí, señor.

-Está bien. Me gusta aquella.- Descuidadamente, limpiándose la boca con la manga de la camisa, señaló para la barra, a donde platicaba un grupo de muchachas.

-¿La rubia, mi señor? Buena elección: Es casi una virgen y vale a usted…

-¿Pregunté, por diez mil diablos?- Se levantó del asiento lanzando la silla hacia atrás y, de un solo empujón, quitó del paso al hombre, que trastabilló- ¿Cuánto puede costar una puta? Tú, muchacha, ven acá.- Le dijo señalándola con el dedo. Ella obedeció, abandonando la conversación que mantenía con sus compañeras- Y usted, déme un cuarto si no quiere verme follar aquí mismo.

El posadero los condujo a un cuarto apenas amueblado, sin ventanas y con una mísera vela semiderretida en el buró de madera, junto a la cama. Cuando se cerró la puerta, permanecieron casi en la penumbra, si no hubiera sido por los haces de luz que se colaban entre las vigas de la puerta.

La muchacha, con las manos entrelazadas sobre el regazo y la cabeza inclinada hacia abajo, tímidamente lo miraba de soslayo.

-¿El señor quiere que me desnude?

-Claro. No esperarás que te coja con ropa, ¿o sí?- Respondió, cruzando las manos sobre el pecho y sonriendo otra vez, caminando alrededor suyo, examinándola de arriba hacia abajo. Sus pasos lentos resonaban por el cuarto- Y deja de hablar como ese estúpido posadero, llamándome "señor", como si darte por todas partes fuera similar a darme de comer.

La muchacha, acostumbrada, se desanudó las tiras de tela entrecruzadas sobre su torso que sostenían su blusa de tela corriente (hacía tiempo había sido blanca), dejando al descubierto dos bonitos senos redondeados, ligeramente terminados en punta y coronados con regulares pezones rosados, del color de la crema de fresas, que al contacto con el aire se endurecieron.

Se bajó la falda hasta los muslos y dejó que resbalara por sus bien formadas piernas, mientras posaba tímida pero sensualmente, dejando ver un firme abdomen, con un regular ombligo adornado por un lunar en su lado izquierdo, a la mitad de una tenue línea de sombra que empezaba entre sus pechos y terminaba en las profundidades de una mata de espeso vello rubio con forma de "V", en medio de sus delicadas piernas sonrosadas.

Su figura, en la penumbra del cuarto, asemejaba una perfecta estatua de mármol.

El personaje se acercó y con un cuidado insospechado, le acarició los pechos con ambas manos, como sopesándolos. Enseguida la abrazó y le puso la mano izquierda sobre las nalgas, rozándole el esfínter; la derecha entre las piernas, presionando con suavidad y voluptuosidad su clítoris, respirando contra su cuello.

La joven no pudo evitar dejar escapar un leve gemido. Y él, sumamente conmovido, le dijo al oído:

-Niña, eres tan tierna… ¿Pero sabes que mi corazón no escucha tus suspiros? En cambio, a mi sexo le llegan hasta la médula…

El personaje fue hundiendo el dedo corazón en la abertura de esta vulva, recorriéndola varias veces desde la vagina hasta el clítoris, en donde ponía particular suavidad y atención y, por último, lo cogió entre sus dedos índice y pulgar, masajeándolo como si hiciera una masturbación a un pequeño y humedecido pene- Tiéndete en la cama.- Ordenó.

Ella obedeció extasiada, aspirando con fuerza y extendiendo los brazos a sus costados, como preparándose para la penetración; pero aquel personaje la jaló hasta que sus piernas colgaron de la piecera y su sexo quedó a la orilla de la cama.

Se agachó y, después de mirar un momento el vello pegajoso por el fluido, separado debido a una bonita hendidura donde sobresalía un redondo y rosado clítoris del tamaño de un piñón, brillante y fragante, sacándose el sombrero, aspiró aquel aroma pastoso, dulzón, que únicamente puede ser propio de una vagina estimulada hasta la locura y no tardó en dar un apasionado beso de lengua en aquellos labios.

La muchacha se movió, gimiendo apenas, mientras él lamía el hirsuto monte de Venus, atrapando con los dientes mechones de rizado vello, restregándole luego la mejilla en la grieta, hundiéndole la nariz debajo del clítoris y, mientras, cosquilleando con la punta de la lengua el perineo; justo aquella parte tan sensible y tan deliciosa que se encuentra detrás de la vagina.

Se encargó de acariciar con la boca su estrecho ano, perlado con jugos vaginales que aumentaban su elasticidad. Y, hecho esto, la penetraba con la lengua, sin darle tiempo a la muchacha de preguntarse acerca de los sabores que concebiría, debido a cuánto estaba gozando. Jamás, en toda su carrera de prostitución, había experimentado mayor delicia.

El otro se irguió sobre el cuerpo de la muchacha y la besó en los labios, dejándola saborear su propio flujo vaginal, entremezclado su olor con cierto fuerte perfume anal, de gusto ácido.

-¿Te gusta?- Le preguntaba- Vaya, si está espeso… Casi parece semen.- No se preguntó ni un instante cómo era que ese personaje conocería los sabores del semen porque ella, con los ojos entornados de gusto y la boca abierta, de labios brillosos, asentía, recibiendo el néctar gelatinoso, translúcido y casi del color de la leche, sin que el otro desatendiera su erecto clítoris, que, encarnado, parecía a punto de estallar.

Entonces, la joven cometió un error: Decidió que debía devolverle un poco del placer que él le daba.

Extendió el brazo e hizo ademán de colocarlo entre las piernas de su pareja, quien ágilmente se retiró.

-Señor, disculpe… ¿Es que no le agrada que le acaricien?

El otro permaneció en silencio, enfrente de la joven, ocultando el rostro entre sus ya largos cabellos, de un color castaño casi rubio, ocultando la mayor parte de sus rasgos en la oscuridad.

-¡Ah, niña, qué más quisiera!

-¿Entonces, mi señor? Vuelva, se lo ruego. Tengo fama de hacer unas excelentes felaciones.

Como respuesta, su pareja se llevó la mano a la cabeza, como si se hubiera dicho el mayor colmo.

Pero la muchacha, de pronto, creyó que lo había logrado convencer, ya que el misterioso personaje se desembarazó de la capa, se desabrochó la camisa y se desamarró la venda que oprimía sus hermosos y turgentes senos, que la muchacha, como en un sueño, alcanzó a ver a la poca luz.

-¡Una mujer!- Exclamó, sin darle crédito al hecho.

-Ahora que lo sabes, intenta darme una felación.- La retó ella sarcásticamente adelantando las caderas, bajándose el pantalón y mostrándole una salvaje y abundante mata de pelo castaño rizado.

-Mi señora…- Dijo tímidamente la joven, tras unos instantes de duda- ¿Podría decirme, al menos, su nombre?

-¿Mi nombre? Elisa Bell Kensington. ¿Pero cuál es la diferencia ahora con el hombre que conociste?- Le preguntó, volviendo a subirse el pantalón, airada- Porque, niña, maldita sea, de todas formas pagué por tus servicios.

-Ninguna diferencia, señora.

-Ninguna, excepto una.- Le contradijo- Una y, después, un par de ellas.- Bell comenzó a pasear nerviosamente por todo el cuarto- Niña, ¿tenías que hacer ese jodido movimiento? ¡Maldita sea, con lo bien que lo estábamos pasando…!

-Disculpe, yo pensé…

-Jódete. Cuando una está gozando, lo menos que debe de hacer es pensar, ¿entiendes?

-Entiendo…

Bell, de improviso, con los ojos brillantes de coraje, se volvió hacia la muchacha y, cogiéndola de las muñecas, la lanzó sobre la cama. Bell cayó sobre ella, con una de sus rodillas oprimiéndole la boca del estómago.

-De verdad lo siento.- Resolló con un hilo de voz- No me haga daño, por favor.

En cambio, recibió una fuerte palmada en el seno izquierdo.

-¡Calla!- Le ordenó.

La joven, asustada, intentó protegerse volviéndose de lado, pero lo único que logró fue acrecentar la violencia de Bell, quien le cogió un endurecido pezón y lo oprimió entre índice y pulgar, aumentando la fuerza hasta que le vio enrojecerse.

-Vas a descender del Cielo muy drásticamente.- Le avisó Bell, cogiendo la vela que se hallaba en el buró de junto- ¿Dónde cuerno están los fósforos…? Ah, ya…- Palpando la superficie del buró, alcanzó una cajita de fósforos y sacó algunos, sin dejar de presionar bajo sus piernas el precioso cuerpo de la rubia.

-Por favor, señora… hagamos de cuenta que yo no vi nada…- Sollozaba la joven, asustada.

-¿Que no viste nada…?- Bell se estrujó los pechos, con ambas manos- ¿Acaso estas tetas, que son más grandes y maduras que las tuyas, te parecen nada?

-Pues no…

-Entonces, no hay más que hacer. Serás castigada por tu atrevimiento.- Al encender la vela, dejó ver una cínica sonrisa- Cuida de no moverte demasiado.- Le quitó el platillo a la vela y la colocó, en precario equilibrio, sobre el esternón de la joven. Una gota de cera derretida no tardó en resbalar sobre su piel. Le hubiera ardido perfectamente, de no ser porque el miedo le paralizaba los sentidos. Entonces, Bell tomó la vela y la inclinó sobre uno de los delicados pezones de su amante. Ella, estremeciéndose de miedo, pudo sentir su calor cada vez más cerca. Y una gota más, perló, como si se tratara del rocío que se posa sobre un botón de rosa, pero que dolía como si le hubieran mordido con una trampa de acero, su hermoso pezón, que se retrajo enseguida.

Un alarido cimbró las paredes, pero no evitó que se repitiera la operación con el arrugado pezón contrario. Después, hizo desparramar sobre ambos el hirviente pozo de cera transparente que se formaba alrededor del pabilo de la vela y, encontrándose con el tibio cuerpo de la joven, se convertía en una pasta blanca, que formaba una gruesa capa irregular sobre sus pechos, como si decenas de falos hubieran descargado.

Para evitar alertar al posadero, a las demás prostitutas y a cualquier marino que se encontrara ahí, oportunamente Bell había tapado la boca de la joven embutiéndole uno de sus guantes negros; como el otro no le cupo ya en la boca, enfadada, lo tomó por uno de los dedos y, levantándole las caderas a la asustada muchacha, se lo metió por el culo. Después, para hacerle olvidar el ardor que sentía en los pechos, la abofeteó firmemente dos o tres veces, mordiéndole voluptuosamente los labios y después las mejillas, gruñendo bestialmente mientras le hincaba su dedo medio en el coño, jalándola por los pelos. Hizo una pausa únicamente para llevárselos a la nariz y después a la boca, oliéndolos y saboreándolos ávidamente. Enseguida trató de hacerse un espacio en el culo de la joven, que intentaba lubricar tanto con su saliva como con los generosos jugos de la muchacha, pese a que ésta continuaba asustada. Bell lo advirtió.

-Y aún así estás mojada. Dime, niña, ¿te gusta sufrir o tu coño tiene sentimientos propios?- Se rió. La joven, adolorida y humillada, no vio caso en responder- Anda, muévete… voltéate, alza el culo….- Ella se colocó boca abajo apoyada en las rodillas y en los codos. Sus nalgas se irguieron, imaginó Bell, como un par de montañas. Y entre estas montañas, pudo apreciar un agujero pequeño, redondo, rosado y arrugado. El guante se había salido de esta hendidura cuando la muchacha se volteó, así que ahora Bell procedió con su propio dedo, que metía y sacaba, como un pistón, lubricándolo a veces escupiendo con tremendo tino en el centro del ojete. Cuando decidió que había entrado suficiente aire en este conducto, le ordenó:

-Tírate un pedo.

-¿Cómo?- La muchacha creyó no haber escuchado bien.

-Que te tires un pedo.- Y le palmeaba las nalgas, abriéndolas y cerrándolas.

-¿Cómo quiere…?- Comenzó a decir. Pero Bell no estaba en posición de pensar.

-¿Cuántas formas tienes de tirarte pedos? ¡Tírate uno!- Después de algún esfuerzo, el rosado y contrahecho esfínter se relajó, dejando pasar una ventosidad transparente; sin olor y apenas siseando entre sus nalgas. Bell se rió- Muy bien, ahora cágate.- Le dijo, volviendo a atornillar su dedo dentro del al ano de la muchacha; después, fueron dos. El ano se contraía, mostrando un poco de su interior rosado, casi rojizo. Pero como Bell no veía venir la caca, le preguntó- ¿Qué demonios pasa?

-Me da vergüenza…- Bell estalló en carcajadas, todavía metiéndole los dedos, que ahora eran tres. Y, cuando Bell sintió que le tenía el ojo del culo suficientemente dilatado, de un solo envite, sorpresivamente, le metió la mitad de la gruesa vela, que se había apagado, por el extremo opuesto al pabilo, que era el más ancho, como si estuviera atornillándosela dentro del culo. La muchacha gritó espantosamente. La cera derretida que quedaba escurrió por sus enrojecidas nalgas. Bell la empujó para que quedara boca arriba y descubrió que todavía tenía pegada al pecho. Se la arrancó con los dientes.

La pobre muchacha pegaba unos alaridos espantosos, que encantaban sobremanera a la cruel Bell: Ahora le mordía también los pezones hasta paladear el gusto oxidado de la sangre. Se había olvidado de la vela y había reservado el goce para sus dedos, que todos cuanto podía, se hundían en la raja de su culo, del que se había escapado un poco de suave mierda amarillenta. Mientras tanto, las manos de la víctima arañaban los brazos de su voluptuoso verdugo, que gemía y gruñía de gusto. Ahora, esas montañas se habían convertido un en volcán del que manaba una lava hedionda.

Empujándola hacia atrás, Bell le hizo abrir las piernas y encendió otro fósforo.

-¡No, por favor no, señora!- Chilló la muchacha, pero Bell la calló con otra bofetada, introduciendo su mano en la boca y llenándole la garganta de su propia mierda. La joven tosía y escupía, mientras Bell paseaba el fósforo por encima del clítoris de la pobre, sin tocarlo, pero poniéndola nerviosa con su calor. Ella, queriéndose zafar, hizo un movimiento brusco y el clítoris alcanzó a rozar la flama, aunque ésta se apagó con los jugos vaginales. El tremendo ardor que sintió al contacto con el fuego, que le hizo pegar un chillido agudo y sentirse tan desmayada que acabó de cagar la cama, fue más o menos aliviado por un escupitajo de Bell sobre su Monte de Venus. Ahora, aparte de sexo y mierda, olía a pelos quemados.

A Bell no pareció importarle, porque lanzó su coño contra el de la joven y, cogiéndola por los tobillos, se restregó contra ella, quien lloraba, ardiéndole el clítoris como si aún se le estuviese abrasando, cuando rozaba contra los vellos de Bell o contra su largo y enhiesto clítoris, que aunque apenas alcanzaba los dos centímetros y medio de largo, ya era una medida notable. El de la víctima, mientras tanto, estaba rojo como una cereza e hinchado, pero la cruel Bell la agitaba de tal forma, que la pobre ya no sabía qué le dolía más y tenía que cogerse los sangrantes pechos con las manos para que no le rebotaran violentamente, como badajos de campana contra la barbilla, las costillas y entre sí. Pero, después, Bell le besó el clítoris de tal forma, paladeando sus jugos, que la saliva le hizo un profundo bien y su cuerpo respondió con un espasmo, aunque no cesó de quejarse.

-¿Pero qué…?- La puerta se abrió de improviso: El posadero, alertado por los gritos, que ya no eran normales, había decidido interrumpir hacía un minuto y, con tantos gritos y con tanto goce, ambas no se habían percatado de que éste intentaba abrir la puerta.

-¡Ah, bestia…!- Bell se volvió, furiosa- ¡Cuando estaba a punto de descargar como un hombre…!

Los ojos desorbitados del posadero se fijaron primero en los pechos de Bell; después en su peluda raja castaña, sobre la que emergía la punta de un delgado y rojizo clítoris; al último, se fijó en la pistola que Bell había sacado de su gabardina y con la que le apuntaba, directamente a la cabeza.

-¡No…!- Chilló la prostituta, abalanzándose contra Bell, a quien no le tomó más que un movimiento de hombro para quitársela de encima. Después, disparó.

Repuesta del golpe, la prostituta lloraba sobre el cadáver del posadero, quien había caído fulminado, pero Bell ágilmente la quitó de encima y cerró la puerta. Escuchó cómo los parroquianos, alertados por el balazo, llegaban en tropel. Mientras ellos forcejeaban con la puerta y la muchacha otra vez sollozaba, se vistió de nuevo. Cuando terminó, cogió a la joven por el brazo y la hizo levantarse.

-¡Déjeme en paz!- Gritó la otra, con el rostro descompuesto por el llanto.

-Calla.- Le lanzó su blusa y su falda hacia la cara- Ahora, vístete también y acompáñame, antes de que rompan la puerta y nos cojan.

-¿Qué…?- La joven alzó la vista, con sorpresa- ¡Estuve obligada a complacer su salvajismo, pero no estoy obligada a acompañarla!

-Que te vistas- Bell se caló el sombrero-, o a ti también te harán culpable por la muerte de este imbécil.

-¡Claro que no!

-Como tú quieras.- Y, atrayéndola hacia sí, le dio el beso más largo que la joven en su vida hubiera recibido. Y, recordando el goce anterior al suplicio, la prostituta hizo ademán de seguirla- Tú me complaciste y, ahora, yo estoy dispuesta a salvarte la vida.

-¿Promete usted no volver a castigarme?

-Confórmate con saber que gozarás. Anda, espérame afuera.- La prostituta dudó. Pero cuando varios marinos lograron abrir la puerta y se precipitaron dentro del cuarto, salió corriendo y ya había sido la primera en dirigirse hacia el barco de Bell.

Los atónitos presentes se apartaron cuando Bell encendía otro fósforo.

-Apáguelo ahora mismo.- Le ordenó un marino dos veces más grande que ella. En cambio, Bell, sonriendo al darse por vencedora, tiró la caja al pecho del muerto y también el fósforo encendido. Los marineros corrieron apagarlo golpeándolo con las merdosas sábanas de la cama, mientras Bell casi dulcemente los hizo a un lado con los dorsos de las manos, alejándose del fuego y de la lluvia de mierda encendida que volaba por encima de su cabeza.

Y la ahora célebre asesina, partió hacia su barco. Entró a cubierta cuando un par de marineros sobaban los pechos y la adolorida entrepierna de la joven, quien se revolvía entre sus fornidos y tatuados brazos.

-Déjenla; ¿no ven que está sangrando?- Dijo Bell, aunque con una sonrisa sarcástica, como evidenciando que aquello era lo último que le importaba. Los apartó y la llevó, sin ninguna dulzura, hasta su camarote, que era el camarote del capitán- Descansa y procura estar repuesta para mañana, porque entonces vas a tener que satisfacerme también y doblemente. Y no te preocupes por mis marineros… ya habrá oportunidad de que cojas con todos.

La muchacha, imaginándose siendo penetrada y desgarrada por los hercúleos miembros de la tripulación, que debían de ser cientos de veces más poderosos que el clítoris de Bell, desconsolada se echó a llorar. En cambio, Bell la atrajo hacia sí y, acariciándole el pelo, le plantó un beso en la frente.

-Descansa.- Dijo otra vez, haciendo ademán de salir del camarote, pero enseguida se volvió- Por cierto, ¿cómo te llamas?

-Jean.- Respondió tímidamente.

-Jean…- Repitió para sí. Después, le sonrió, para desaparecer por la puerta.

Jean, extrañada por el cambiante comportamiento de la mujer pirata, se tendió en la cama, con dolores que todavía le durarían semanas.

Su cansada vista se posó en un cuadro, en medio de tantas marinas y paisajes de puertos: Era un hombre, de escasos treinta y cinco años, ojos grandes castaños, formas enérgicas pero armónicas, bigotes no muy largos pero un poco curvados hacia arriba, boca plena y una casaca azul, con botones de latón y una bandolera de cuero sobre su hombro derecho que cruzaba su ancho pecho, seguramente conteniendo al final una espada. "Capitán Jack Kensington"- rezaba la placa dorada atornillada a la parte media inferior del marco.

-Quizás el marido de Bell…- Murmuró Jean para sí.

Y era cierto:

Mientras Bell ordenaba izar unas velas y arriar otras, manteniendo el rumbo hacia el Oeste, recordaba melancólicamente a su adorado Jack, quien hacía menos de tres meses había muerto colgado de la horca por semejantes fechorías a las que ella misma había cometido apenas.

Bell lo había visto pender del cadalso, con los ojos vidriosos saliéndosele de las órbitas. La casaca azul que siempre usaba, se abría al balanceo de su cuerpo, dejando ver que lucía una firme erección. Y miraba a Bell, entre la multitud. Ella estaba masturbándose enérgicamente en loor de él, con las faldas enrolladas sobre los muslos, gozando al mismo tiempo que a su adorado se escapaba el aire de la tráquea y lanzaba sus últimos estertores. Se convulsionaron juntos; una, por el goce y otro, por la muerte.

La ahora capitana recordó, con lágrimas en los ojos, el día en el que Jack había arribado a aquella misma cantina en el puerto, cuando Bell era tan sólo una adolescente. Había aguantado estoicamente sus perversiones, igual que Jean había aguantado las suyas. "Ya verá Jean cómo es la prostituta más afortunada del mundo".- Se dijo Bell, acallándose con un roce de la mano las punzadas de su clítoris, sonriéndole a un marinero que se había dado perfecta cuenta de este movimiento y a quien, al ver a Jean, el pene ya se le había puesto como un bauprés. Así que Bell fue a acompañarlo, propinándole sendas mamadas al instrumento que solía encular con tanto cariño a su amado capitán Jack Kensington.