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Érase un Joven Predicador

en No Consentido

 

 

Me tenía hasta el gorro escucharle decir que iríamos al infierno.

Yo, sentado en la primera fila del auditorio, cabeceaba. No creo que alguna vez alguien me hubiera visto con semejante cara de aburrimiento. Como es obvio pensar, yo no me encontraba ahí por gusto ni por necesidad.

Él gritaba al micrófono y no paraba de dar vueltas alrededor del escenario. “Del escenario, porque no es más que un actor”- Pensé. Y decía que iríamos al infierno, que era el enviado de Dios y acusaba de herejes a los científicos, a quienes estando en lo correcto o no, su trabajo les había costado llegar a conclusiones serias sobre el Origen del Universo. Me pareció que habíamos vuelto a los días de la inquisición y no me hubiera sorprendido para nada oírlo afirmar que la tierra es plana y sacar una hoguera para quemar vivo a todo el que pensara como yo.

Bostecé. Bostecé y él seguramente me vio. Tampoco me importó. Después de todo, mi padre era el imbécil de junto que aplaudía como enajenado, al igual que todos los demás que se habían dejado cobrar medio salario para asistir a un lavado cerebral en serie.

Yo, a mi más o menos corta o larga edad, ya era lo suficientemente consciente y espabilado como para saber que aquello que decía, era demasiado necio como para ser verdad.

Y hablaba tanto, pero tanto sobre el pecado que suponía cualquier acercamiento a lo sexual; Sodoma y Gomorra, Onán y su semen, que terminó llenándome de morbo. En cierto momento de duermevela, me lo imaginé culeando con Caín, en pleno jardín del Edén, con una manzana en la boca, que entre chupada y chupada, se iba alargando, alargando… Se transformaba la fruta del pecado original en una larga macana roja; en el instrumento sodomita preferido del Diablo y después en su estirado pene, de donde emergía el atractivo arcángel con lengua de serpiente, que introducía hasta las amígdalas del hercúleo Caín; el hombre de velludo pecho, de potentes piernas nutridas por los vegetales que amablemente había ofrecido a un dios que lo despreció, de amplio abdomen fibroso que recibía las embestidas del enclenque predicadorcillo y de tan hermosa fisonomía que reía, reía, reía y babeaba sobre la espalda (donde Cristo había llevado su cruz) del engañado que quería ser como Abel. Asesino jamás condenado que tendía las posaderas al primer carnicero con destellos fulgurantes que le pedía encular un cordero decapitado, sin pensárselo una sola vez.

Y estaba el predicador afortunado, con la boca llena de verdad y de lefa, cogido entre dos fuegos o, como se ha dicho siempre, entre la espada y la pared: Entre una espada filosa que le perforaba la tráquea y una pared curvada, contra la que sus carnes rebotaban como un pistón. O viceversa.

Pero volviendo drásticamente a la realidad, el joven, por cierto de mi misma edad, continuaba gritando y juzgando desde escena. De cuando en cuando me volteaba a ver, como esperando que con sus palabras, de un segundo a otro, cambiara por completo mi forma de pensar. Que me arrodillara y gritara que había tenido una revelación.

De hecho, para esos efectos me había obligado mi padre a ir: Para que me arrojara a los pies del párroco más pedófilo y gritara que estaba viendo a arcangelitos desnudos descender de su boca o de su ano.

Pero me era imposible, porque… ¡hablaba tanto de sexo…! En la televisión, no había más que salir una pareja acariciándose en cualquier telenovela cutre, que mi cuerpo reaccionaba: Mi mano, mágicamente, aparecía frotándose un bulto de considerables dimensiones por debajo del pantalón, que ya olía a semen y me sublimaba hasta las viriles mujeres que Buonarroti plasmó en la Sixtina. Y ahora, con tales alucinaciones… Había un pedazo de carne tan enhiesto, que se decía listo para atravesar la cúpula que en la iglesia siempre había sobre mí y coronarse la uretra en la base de la cruz. Alzarla hasta los mismos cielos sin ningún pecado.

¿Qué pasaría si…?- Sonreí para mí mismo, con la cabeza caliente y el corazón latiendo- ¿Aquí mismo?

Alcé la vista hacia el predicador malévolamente, mientras dirigía la mano derecha a mi muslo. El dedo pulgar me masajeaba el gigante de carne.

Y él seguía pronunciando las palabras “lujuria” y “pecado” con tanta emoción, que me incitaba aún más.

Separé un poco mis rodillas y resolví acariciarme entre las piernas con un poco más de descaro. Incluso, agarrada la confianza y agarrado el pito, comencé a sobarme, con la palma, hacia arriba y hacia abajo. Lenta y beatíficamente.

Sentí un escalofrío en la espalda y, cuando el muchacho predicador se volvió a verme, se quedó mudo por unos instantes, notando cómo cogía el bulto que se me comenzaba a formar debajo del pantalón café claro, ya húmedo, sudoroso y fragante.

Después, pasándosele el temblor, continuó hablando.

“¡Mejor para ti! ¡Ya sabes a lo que te expones si te atreves a ponerme esa cara de inquisidor otra vez!”- Le dije con la mirada, sintiéndome poderoso. Ahogándome con adrenalina.

¡Pero me encontraba en primera fila! Así que él no podía evitar, de cuando en cuando, dedicarme tímidas miradas. Y en menos de media hora, quizás el muchacho decidió que, lo prudente, sería enfrentarse a este endemoniado ser lúbrico que lo retaba: ¿No sermoneaba eso mismo? Y volvió a ponerme esa cara de inquisidor, mientras el estúpido de mi padre aplaudía violentamente.

Me enfadó.

Mi suéter estaba colgado en uno de los brazos de mi butaca, así que, cuando el ridículo no miraba, me lo coloqué alrededor de la cintura; metí una mano por debajo de éste y me bajé el cierre del pantalón. La euforia era tan intensa, que pensé que todo el mundo había escuchado el “zip” de los dientes de metal.

“¡Ah, estoy a punto de hacer la locura de mi vida!”- Me reí.

Y cuando él volvió a mirarme, ahí estaba yo, con la misma sonrisa cínica, las piernas abiertas, el suéter cubriéndome la entrepierna de todos los espectadores… Mas no de él. Y me lo había sacado; es decir, un bonito pene aún blanducho, pero que ya revelaba la puntita brillosa y rojiza, con su agujerito mirándole, todo rodeado por una espesa mata de pelos negros rizados, que sostenía con tres dedos y, cuando el chico abrió la boca, azorado, lo meneé tirando del pellejo como diciéndole: “¿Quieres un poco? ¡Pues ven por él!”

¡El pobre estaba aturdido! Dio un traspié y estuvo a punto de caerse en el escenario. Yo reí. Con esto, hice que mi padre se volviera a verme, amenazador.

Y descubrió mi pequeña travesura.

Rojo de vergüenza o de coraje, me arrastró afuera del salón. Y yo, como de cualquier forma iba a ser castigado, salí enseñándole el dedo medio al joven predicador, tapándome las piernas con el suéter, porque llevaba todavía el pito colgando.

Esa noche, estuve encerrado en mi cuarto.

Mi padre, escaleras abajo, no sé qué haría. Quizás rezó padrenuestros sin parar. O se cosió a pajas, el muy sinvergüenza pedófilo de mierda. Pero yo me estaba desternillando de risa. Y la cara del predicador, me movía a hacerme una masturbación tras otra, pero sin tirar el semen en la tierra, como Onán… ¡No! Aquello hubiera sido un pecado terrible. En cambio, cuando el espeso líquido saltaba a mi vientre, lo recogía con dos dedos y lo paseaba por mis labios un momento; después, lo tragaba con deleite, tras escupirlo sobre mis pezones, esparcirlo y volver a metérmelo en la boca, volverlo a recoger y lubricar con éste mi ano perfumado.

¡Ninguna vez me había condenado! Me había redimido desde pequeño, tras la última vez en la que, escondido tras un árbol en los jardines del colegio, mi semen había humedecido la lánguida tierra. Me había masturbado millones de veces después, pero sin desperdiciar una sola gota: Desde que me imaginé en la iglesia manchando el cabello de la niña de apretadas trenzas que se sentaba frente a mí los días de catecismo y mi ropa interior se salpicó de semen y de vergüenza. Después, callando a mi conciencia, lo habría salpicado sobre los muslos hirvientes de una compañera mayor y sobre los pechos planos de mis amigos, que también me enseñaron a gozar. Lo había hecho saltar en la medicina blancuzca de mi padre que después le di a beber con una cuchara con toda piedad y sobre las barbas de los santos. La había soltado desde el puente donde río abajo se bañan las muchachas vírgenes… Pero jamás la había vuelto a tirar en tierra, donde los pecadores la pisaran.

-¡Eres un inconciente!- Recordaba que me había gritado mi padre, de vuelta a casa, conduciendo como un loco nuestra desvencijada camioneta. No me había importado. Por dentro, seguía riéndome y acordándome de la cara del imbécil predicador cuando me vio.

Al la mañana siguiente, muy temprano, desperté con un grito: Me estaba ordenando que me levantara y me vistiera.

Eran vacaciones. Yo no tenía por qué estar despierto temprano en vacaciones.

Y tampoco tenía por qué haber ido a ver al estúpido niño predicador y enseñádole el pito, pero así son las cosas.

Hubiera podido estar la mañana entera, mientras él se largaba con toda devoción a persignarse al prostíbulo, haciéndome lamer los cojones por el perro labrador negro que merodeaba por la cuadra: Le hubiera abierto la puerta a escondidas, ofrecido un pedazo de carne y, sentados en la cocina, ofrecido otro; me hubiera levantado la toalla que colgaba de mi cintura después de bañar, para que metiera su húmeda y fría nariz entre mis piernas, como hacía tiempo el Santo de Asís se había despojado de los mantos de oro o levantado la sotana, con pura inocencia y puro amor. No como yo. No como Abel. Yo era un maldito. Y Abel también. Ni Caín, ni San Francisco.

Mi padre me sacó del ensueño cuando dijo: “Vamos a ir a la iglesia. Te vas a confesar”.

Así que me hizo volver a treparme en la camioneta y, después de quince silenciosos minutos de ver una cruz pendiendo del espejo retrovisor balanceándose como péndulo humano, llegamos a la iglesia.

En realidad no parecía una iglesia. Era una construcción cuadrada, que más bien me recordaba una especie de escuela o de cárcel. No es uno de los lugares más preciosos que haya visitado. Ni siquiera tenía vitrales. Una cúpula gigante y basta.

Ahí, me recibió un cura de cabellos canos y crucifijo al cuello. Amargo, como todos los curas que he visto en la vida.

Me hizo pasar a un confesionario, rezar el Ave María y, por último, desembuchar:

-Tu padre me mencionó que hiciste algo muy malo y tienes necesidad de pedir perdón a Dios. ¿Qué fue?

-Nada…- Contesté, otra vez queriendo partirme de risa al recordar la cara del predicador al ver mi pito.

-Fuiste a la oración, ¿verdad?- Me preguntó.

-Sí, sí fui…

-¿Y querías ir?

-No.

Pensé que el cura iba a comenzar con otro de aquellos sermones sobre los deberes de los buenos cristianos, católicos o la religión que fuera que estuviéramos predicando, pero me equivoqué.

-Lo que hiciste, ¿fue porque querías irte?- Me alcé de hombros. Y no sé cómo, pero el padre, desde el otro lado del confesionario, supo que me había alzado de hombros y prosiguió- ¿Qué hiciste?

-Pues le enseñé el pito al predicador.

El cura algo exclamó para sí.

-¿Y admites que estuvo mal lo que hiciste?- Me preguntó.

-Pues… supongo que sí.- Le dije. ¿Cómo…? ¡Si aún me estaba desternillando! La cara de aquel pobre asexuado había sido de fábula. Ya no me importaba lo que se dijera sobre mí.

Lo cierto es que ya quería largarme de aquel lugar. Me daba claustrofobia.

-Y, si lo tuvieras aquí, ¿estarías dispuesto a pedirle una disculpa?

-Sí, padre.- Respondí, sin tomarle mucha importancia al asunto.

-Bueno, entonces le diré que puede llegar hoy mismo, en la tarde. A eso de las cinco.

-¿Ah…? ¿Él vendrá?- Respingué en mi asiento.

-En efecto.- ¿Qué…? ¿Volvería a ver a ese muchacho? Y no sabía si la parte más embarazosa se la llevaba él o yo- Puedes quedarte aquí hasta esa hora.

-No lo sé…- Dije, buscando algún pretexto.

-Tu padre ya se ha ido.- Contestó.

¡Vaya…! ¡No era la primera vez que el muy cabrón me dejaba sin avisarme!

Y el cura me sentó en una banca durante horas, a rezar el rosario, cosa que yo no hice. Primero fingí hacerlo, pero después, notando que estaba solo, me dieron ganas de repetir una buena masturbación… Sí, sería todo muy beatífico… ¿pero me atrevería?

Me encontraba mirando inquisitivamente los ojos cerrados del agonizante Cristo en la cruz, como preguntándome si de verdad se percataría… ¡Qué expresión la suya…! Pensé que aquella no era una mueca de éxtasis mortal, sino de otro tipo. Al cogerme los huevos con la mano izquierda, sosteniendo el rosario con la derecha, pensé en si a él no se le sentiría un bulto semejante por debajo del trapo sucio que le habían acomodado tan sensualmente en la cadera.

-A loor tuyo.- Le dije.

Me saqué por la bragueta la rojiza punta, que a diferencia de él no estaba circundada, pero ahora se mostraba tan enhiesto, que el frenillo ya estaba tirante…. ¿qué tal tirar el semen en la pileta de agua bendita? ¿Qué tal en la copa del padre, para que se lo beba como vino y comulguemos? ¿Qué tal remojar en él las ostias, antes de comérmelas yo mismo, después de paseármelas por el arco del triunfo? Y comenzaba a masturbarme lenta y deliciosamente, cuando apareció por la puerta este joven. Escuché sus pasos detrás de mí y me subí el cierre rápidamente. La erección se me desinfló por el miedo de pensar que era el desgraciado cura quien entraba.

-Buenas tardes… ¿Está el padre?- Inquirió.

-¿Es que no me recuerdas?- Me adelanté a decirle.

Su tez se tornó lívida:

-¡Ah, sí…!

-¿Ah, sí…? Pues el padre me dijo que te ofreciera mis disculpas.- Y algo me iba a decir este muchacho a propósito de poner la otra mejilla, con su carita de ángel, cuando volví a cogerme, por encima del pantalón, el bulto- ¡Entonces dile que te las ofrecí, igual que las bolas, lamepitos asexuado, hijo de la mierda del culo de Di…!”

Un cuarto de hora más tarde, me encontraba en las catacumbas de la iglesia.

En sí no eran catacumbas de verdad, sino un largo pasillo subterráneo donde se depositaban los osarios y las urnas con cenizas de los condenados, que habían pagado una vida de pecados y dinero para descansar en una lóbrega cajita bajo una cruz enmohecida.

Tampoco sabía por qué estaba yo ahí.

Sólo sabía que, por segunda vez en dos días, me estaban castigando.

El lamepitos asexuado de mierda no había dicho nada, obviamente. Pero cuando el padre abrió la puerta de improviso y miró con fijeza mi sonrisa cínica, después la asustada cara de angelito del otro… supuso que algo digno de castigo le había hecho.

Ni siquiera me puso a confesar.

Con voz severa, me dijo que lo esperara en las catacumbas.

Y ahí estaba yo, con las manos dentro de los bolsillos del pantalón de mezclilla, caminando en círculos intentando descifrar, a la baja luz que provenía de las escaleras (pues no había sabido encontrar el interruptor eléctrico y estaba oscuro, húmedo, como boca o culo de lobo), algún nombre en las placas de bronce que había en los muros, fuera de donde, supuestamente, estaban los nichos con cenizas o huesos.

-¡Puaj!- Exclamé cuando me asomé a un rincón con el techo bajo, para leer una de esas placas. Una telaraña se había enredado en mi cabello. Intenté quitármela con las manos, pero aquello estaba demasiado pegajoso.- Esto parece una maldita historia de terror.

Se preguntarán ustedes por qué, teniendo un padre tan religioso y un cura que me sigue los pasos, soy como soy. Bien; a mi favor o no, es lo único que he aprendido en la escuela: A maldecir, a responder dulces vulgaridades a las chicas que riendo me muestran los pezones entre los botones de la blusa, a medirme el pito con otros chicos en los vestidores y a jugar juegos obscenos con ellos… ¡La galleta: El que se corra al último, se come las lechadas de los demás! Ese es mi juego favorito. Yo casi nunca pierdo, pero cuando pierdo… ¡Qué delicia! A veces, me constriño los huevos hasta que no puedo más y descargo último a propósito.

Las clases, si es que las tenemos, son una mierda.

Hay sólo dos institutos en este lugar: Uno es particular, pero con colegiaturas para niños ricos, así que el holgazán mi padre no puede costearla (y ni pensar en conseguirme una beca). Ahí están los hijos del gobernador y todos aquellos mercachifles de la alta sociedad. Yo estoy en el otro. Y les digo que es una mierda.

Otra cuestión que se preguntarán ustedes, quizás no, es por qué mi padre y el cura son quienes han de castigarme todo el tiempo. Bien, esto es porque mi madre murió al darme a luz (pero no lo conviertan en mayor drama del que es; odio que la gente me haga preguntas sobre esto sólo para parecer cortés. Es muy incómodo). Después, mi padre se volvió un fanático religioso. Quizás a falta de mujer, las faldas del cura le excitaron. Quizás le gusta que los hombres con falda le soben.

Y ahí estaba yo, fisgando los nichos, cuando escuché abrirse la puerta que de hacia las escaleras que dan a esta porquería de lúgubre sitio.

Quise hacerle una mala pasada al cura; esconderme y hacer como que ya me había ido, pero las suelas de goma de mis zapatos deportivos hicieron un rechinido al volverme. ¡Tanto que me gustaba oír este rechinido en los -tan sensuales- jugadores de cesta punta y ahora me había delatado!

El cura me llamó. Y cuando acudí, pude ver que llevaba una larga vara de madera en la mano izquierda.

-¿Sabes cuál será tu castigo?- Negué con la cabeza, aunque casi me podía caber en la cabeza que el hijueputa me fuera a azotar- Hoy vas a limpiar las catacumbas.

¡Vaya! ¿Con que ese era el maravilloso castigo?

Pero aún había algo que no cuadraba:

-Padre, con esa vara no puedo limpiar nada.

-Ah, ¿esto? No, no… Esto…- Levantó la vara y, dando golpecitos en la palma de su mano derecha, se me acercó- Esto es para que te enseñes a respetar a jóvenes tan talentosos como al que ofendiste hoy.

¡Vaya! ¡Pero si ni siquiera le constaba que le hubiera ofendido…!

-Entonces, ¿me va a golpear con eso?- Y quise reírme: ¡Aquel anciano al que fácilmente podría tumbar de un empujón! Aunque obviamente no quería lastimarlo, por peor que me cayera… ¿Pero qué tan fuerte me podía pegar?

-No. Yo no te voy a golpear. Yo no…- Repitió- Pero es algo que mereces.

Y volviéndose hacia las escaleras, llamó, con un ademán, a un hombre de unos treinta y cinco que antes había visto en esa misma iglesia, pero con quien no había cruzado palabra. Según tenía yo entendido, de niño había sido acólito y después, en vez de conseguir un empleo como la gente, se había largado a la capital. Había regresado a este pueblo de mala muerte, enfundado en un traje de cura, hacía dos o tres semanas.

-¿Él, entonces?- ¡Y sí que era alto, de manos gruesas y espaldas anchas! ¡Un buen verdugo! Pelo corto, espeso y negro. Rasgos no toscos, pero tampoco delicados, mucho menos amables. Boca de labios regulares y siempre serios. Ojos también oscuros, como pozos profundos. Y hoy, tomando la vara que detenía el padre, me pareció muy amenazante.

Detrás del verdugo vestido de sacerdote, apareció una figura enclenque.

-Acércate, hijo.- Lo llamó el padre- Quiero que veas lo que le sucede a los jóvenes malos, que no obedecen las sagradas normas de la Santa Madre Iglesia. Esto es lo que hay que hacer antes de que se conviertan en delincuentes; en el demonio encarnado.- Las luces se encendieron y, cuando mis ojos se acostumbraron a la brillantez, miré aquella sombra delgada. Era el bobo predicador, quien se me acercó- Tu próximo sermón, quiero que sea sobre esto.- Y el otro asintió.

Sin decirme una sola palabra (¿y qué podían decirme? ¿Que por milésima vez iría al infierno?), de imprevisto, el joven con sotana me sonó un vergajazo en la espalda.

Yo me doblé enseguida. Después, caí de rodillas, bajo el dolor que me pareció una mordida.

-¿Tienes algo que decir?- Inquirió el padre- Ahora, ¿sientes lo que Nuestro Señor tuvo que sentir para redimirte de tus pecados, de los que ahora tan cínicamente quieres disfrutar?

Volteé. El estúpido del niño predicador me veía con lástima.

-Vete a tomar por el culo.- Le dije, alzándole otra vez el dedo medio.

El muy estúpido me crispaba los nervios.

Y yo crispaba los del cura y los del verdugo, quien me dio un segundo golpe a lo largo de toda la espalda.

-Pero parece que no le ha ahondado lo suficiente. Este muchacho es tan maligno, que seguramente ni una llaga se le ha hecho.- Dijo el cura.

¿Ellos me molían a golpes y yo era el maligno?

-Levántate la camiseta.- Tronó el otro.

Yo obedecí cuando lo repitió, porque quería mostrarme valiente y, sobre todo, como si mi voluntad, hasta el último, fuera la que se impusiera a cualquier circunstancia… Total,  ¿por cuánto tiempo me podía azotar? ¿Veinte, treinta vergajazos?

Me quité la playera, agachándome. Mi curva espalda marcada, mis pezones ovalados, mis costillas simétricamente salidas, mis axilas peludas y una línea de vello debajo del ombligo; un cuerpo joven casi de hombre quedó al aire.

-¿Ves esas marcas rojas…?- Le preguntó el padre al pequeño estúpido- ¿Ves cómo han caído…?- Y se dirigió al matón- Dale la vara al chico. Y tú, forma una cruz en su espalda, para que jamás olvide la carga de sus pecados.- Parecía indeciso. Pero por la piedad de mi alborotada alma, alzó el brazo y me dejó una marca roja a la altura de las dorsales.

-¡Arrepiéntete!- Me gritó el cura hijo de puta que le había endilgado la vara al otro, por miedo de que le respondiera y, siendo un viejo, no se supiera defender. Aún menos que yo- ¡Pide perdón!

Pero yo no me pude contener y, veloz, volteé para soltarle al crío un puñetazo en la cara: ¡Si quieres sangre, sangra tú!

-¡Basta! ¡Hemos sido demasiado tolerantes contigo!- Gritó el cura joven, volviendo a blandir la vara, mientras el chico salía, cubriéndose la nariz con las manos, junto con el preocupado hijueputa viejo, que desaparecieron cerrando la puerta tras ellos.

Entonces, sucedió algo excepcional: El verdugo me alzó en vilo por la cintura y me colocó de espaldas a él, me hizo agachar, me cubrió la cabeza con mi propia camisa y, de un tirón, me zafó la abotonadura de los pantalones, dejándomelos a la altura de las rodillas.

¿Acaso me iba a nalguear como a un crío? ¡Bah, pero estando en la primaria, mucho tiempo atrás, ya me habían dado vergajazos en el culo, por mi pésimo comportamiento!

Se hizo un silencio, pero sólo mientras se le pasaba la sorpresa de verme con boxers del “satánico” grupo musical AC-DC, llenos de rayos blancos en fondo color negro. La lengua de uno de ellos, emergía muy sutilmente de la mitad del boxer.

Después, también me los bajó. Y me hizo permanecer agachado, con el culo al aire y la verga colgando frente a mi nariz. Pude observar en ella la cicatriz de un piercing ampallang que hacía dos años me había atravesado el glande, por una apuesta, pero me había tenido que quitar porque, recibiendo clases de natación, temía que se me infectara y, peor, que mi padre la descubriera al verme en traje de baño. Era capaz de arrancármela con unas tenazas junto con el pito.

Escuché los pasos del verdugo: Cerró la puerta con seguro y volvió.

Uno, dos, tres azotes con la vara, que se sentían tan dolorosos como descargas eléctricas. Sí, antes ya me habían azotado, pero jamás con tanta saña.

Las carnes de mi culo, originalmente blancas, debían de estar enrojecidas al borde del desangramiento, pero mi boca permanecía sellada, aunque dejaba escapar algunos quejidos.

-¿No tienes nada que decir?- Preguntó.

-¡No…!- Con un nuevo empujón, hizo que me diera la media vuelta. Pero la vara no se detuvo. Grité. ¡Nunca había sentido un dolor parecido! ¡Me había golpeado el pito!

Me lo cubrí con ambas manos, pero él me las tomó por las muñecas y las alzó, con una sola mano. Con la otra me golpeaba el vientre, el pecho. Grité cuando la vara me tocó los pezones, las axilas y, otra vez, la polla: ¡El único dolor de pito comparable a éste, había sido debido al ampallang y ni siquiera entonces había gritado tanto! El segundo dolor más penetrante, había sido cuando el pellejo se me lastimó con los frenillos de un amigo que me la estaba mamando, pero tampoco había llegado a tal altura.

Y seguí gritando y quejándome, revolviéndome como un loco, sin implorar piedad pero llorando, hasta que, por la continuidad de los vergajazos, sucedió un verdadero milagro: El dolor se convirtió, como Cristo convirtió el agua en vino, en auténtico placer.

Mis quejidos se convirtieron en gruñidos y resuellos, mientras mi pito, blando, enrojecido y sangrante por uno de sus costados, estaba cogiendo cuerpo. Los golpes ya se me estaban haciendo costumbre en la polla, que supo encontrarle el gusto y, el tormento, ya le estaba pareciendo a una masturbación, aunque mis piernas todavía temblaban y se doblaban. Me recordó cuando, espatarrado en el asiento del perforador, con el pito enhiesto y la cánula penetrando hasta la médula de mi hombría, comencé a gemir. Y en eso mismo había consistido la apuesta: “Te gusta tanto comerte la galleta y te gusta tanto que yo te pellizque los testículos, que aunque no te has dejado nunca encular, cabroncito, puedo ver que te gusta el sado… Hablando de huevos, ¿tienes los suficientes como para hacerte un ampallang?”

Un nuevo vergajazo que me atinó en los huevos, casi me hizo descargar, mientras contraía todos los músculos de la pelvis y, con los brazos crispados delante del pecho, me comenzaba a frotar los pezones.

-¡Ah, me cago en…! ¡Puto Dios…!- Y con el bombeo de mi blancuzco semen sobre la negra sotana del hijueputa, caí de bruces al suelo. Pero la vara no dejó de golpear. Gracias a mi inoportuna exclamación, se había enfurecido más.

Quizás me hubiera desmayado, si no hubiera sentido la punta de la vara en el ano. Y, después, algo distinto.

-¿Lo sientes…?- Preguntó, a horcajadas sobre mí. ¿Que si lo sentía…? ¿Tenía una especie de esfera del tamaño de medio puño sobre el ano y él me preguntaba si lo estaba sintiendo…? ¿Qué cojones pasaba?- ¡Que si sientes tu ofensa, no mi miembro!- Bramó.

¿Entonces eso era…? ¿Lo que trataba de abrirse paso entre mis nalgas era...? ¿Cómo era posible que un cura me estuviera sobando el agujero con la polla?

Quise escapar de ahí arrastrándome, pero sólo levanté polvo con las manos.

-Dime… Dime si lo sientes…- Repitió, apretando la vergaza contra mi ano, que yo aún hacía mantener cerrado.

-Que sí, que lo siento… ¡Cabrón degenerado! ¡Como la policía se entere…!

-Como se entere, las limosnas hacen una buena suma. Ahora grita… Grita que lo sientes…- Y sin poderlo evitar, comencé a llorar. ¡Sí, me había mostrado muy valiente, pero por supuesto que tenía miedo! Creo que nunca en la vida había tenido tanto miedo… ¡Porque el cura me estaba rompiendo el culo!

-¡Sí, que lo siento…! ¡Ya…!- Sollocé. El dolor era menor al terror que me producía toda esa contradicción.

Y sollozando, fue como mi cuerpo se relajó… y mi esfínter también.

La vergaza cupo entera en mis intestinos, mientras yo sentía cómo el anillo de piel alrededor de ella se dilataba hasta el infinito, me tiraba y me dolía. No tenía ninguna lubricación excepto sus jugos preseminales.

-¡Hijo de…!- Chillé. Pero él me tapó la boca con la mano y apuró sus movimientos.

-No blasfemes.- Indicó.

Me sentía morir. Me dolía tremendamente y no encontraba una sola traza de placer en ese tormento. Hay de vergas a vergas. Pero después, como buen adorador de Sodoma, empecé a cogerle el gusto y me meneaba debajo de su cuerpo. Sus testículos chocaban contra los míos y lo escuchaba gruñir en mi oído.

A un envión de su rabo, sentí cómo los intestinos se me sacudían y, cuando la sacó dispuesto a volver a embestir, ¡prrrrrrropppppppp! con una sonora flatulencia, toda mi mierda, aguada, salió disparada. Manché mi ano, mi culo y mis piernas, manché mis pantalones, manché mis boxers, manché el suelo, manché su sotana y manché su verga.

El penetrante olor inundó el lugar. El lugar donde los muertos, se suponía, descansarían eternamente.

-Qué desastre has hecho, cabroncito.- Encaramándoseme aún más sobre la espalda, mi verdugo me amasó fuertemente el amoratado culo. Pasó los dedos por mi raja, metiéndome un dedo. Y me frotó el pecho, pellizcándome los adoloridos pezones, metiendo un dedo en mi ombligo y masajeándome la sanguinante polla, que me ardía.

Todavía se veía el camino de lágrimas por mis mejillas, que me hizo una caricia, dejándome manchado de mierda con sangre desde el pómulo hasta la comisura de la boca.

Era un olor asqueroso. Mi ojete estaba tan dilatado, que hubiese podido meterme una berenjena entera de una sola arremetida sin sentir nada.

Y nada fue justamente lo que sentí, cuando me eyaculó haciendo blanco en él, gimiendo como un animal.

-Sangre… Sí. Con sangre se paga.- Dijo.

Acto seguido, se levantó.

Me escupió en la espalda, me ardió en las heridas abiertas de la vara y, después, me meó encima. Me meó en la espalda, en el culo, en el cabello y en los pies. Su olorosa orina caliente resbaló por mis costados y me llegó al pecho, al pito, a la nariz, escociéndome como si me hubieran frotado vinagre. Me dejé caer en el suelo, desfallecido.

Se santiguó.

Sin siquiera recoger su sotana, subió las escaleras, destrabó la puerta y se dirigió hacia la sacristía.

Yo me quedé tendido ahí, retorciéndome de ardor.

Mi culo abierto parecía que boqueaba como un pez fuera del agua. También quise mear y lo hice, con extraordinarios dolores en el pene y en el ano.

No podía moverme; estaba hecho una llaga, mareado y mis heridas me ardían al irse mojando de pis. Amarilla y olorosa. Quise articular alguna palabra y sólo me entró su salado sabor, que, al final, no desprecié, aunque se mezclara con la mierda que escurría por mi barbilla y la tierra de las catacumbas: Tenía sed.

No me alerté siquiera cuando oí los pasos de alguien bajando las escaleras.

Me percaté de que el muchacho estúpido estaba junto a mí, cuando me comenzó a limpiar los brazos y la cara con un trozo de tela húmedo. No dijo ni una palabra. Estaba cabizbajo y yo no tenía fuerzas para ofenderle de nuevo; languidecía en sus brazos igual que La Piedad Romana.

Con infinita compasión, me limpió el culo de mierda y semen. Me sobresalté cuando sentí otro objeto dentro de mi esfínter: Era el ancho rosario del cura joven. El predicador me lo estaba sacando lentamente y mi ojete se expandía y se contraía bola por bola. Cuando lo sacó y lo limpió, lo besó obedientemente.

Cuando subí a la sacristía, el verdugo continuaba en ese lugar, pero ahora limpio y con una nueva sotana.

Mis ropas apenas evidenciaban un par de golpes de los cuales mi padre no se preocuparía: Jamás me iba a creer que había sido violado.

Mis mejillas enrojecieron por el odio y la frustración.

El joven predicador me dedicó otra sonrisa y yo, como queriendo decirles que ya me vengaría, salí de la sala, cojeando adolorido. 

Sólo me dio tiempo de voltear y mirar cómo mi verdugo le daba una cariñosa palmada en el culo. 

Y él sonrió.

Con esa cara de ángel.