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Recordando mi primera vez

en Hetero: Primera vez

De cómo gané, perdiendo la virginidad con mi primo

He estado recordando algunos pasajes de mi vida. No sé si sea una especie de resumen o corte hasta el día de hoy. La cuestión es que no recordaba hace mucho la primera vez que hice el amor, la pérdida de mi virginidad, mi desfloración. Y como estos días me vino a la cabeza, tomé la decisión de compartirla en estas líneas.

Fui una niña atractiva que tuvo novios desde los 14 años, pero con las presiones y educación rigurosa en casa no había llegado a dormir con nadie. Incluso hasta perdí novios muy amados por mi negativa a llegar más lejos que los toqueteos. Me había hecho a la idea de conservar mi ‘’virtud’’ hasta el día que estuviera convencida de encontrar al hombre de mi vida. El problema es que aún era muy chica para encontrarlo y comprometerme de por vida, y para que un hombre o un jovencito de mi edad diera ese gran paso conmigo. Cuando cumplí 17 años mi regalo fue hacerme novia de uno de los chicos más guapos de mi colonia o barrio; él estaba finalizando la universidad y yo apenas terminando la preparatoria. Lo deseaba desde hacía algún tiempo, pero siempre andaba con alguna chica, creo que no hubo día que no lo viera con alguna mujer. El caso es que un día caminando por la calle para ir a comprar no sé qué, me abordó, le seguí la plática y nos fuimos conociendo, al mes de frecuentarnos yo estaba derretida por su cercanía y sus avances directos sobre mí. Lo invité a mi fiesta de cumpleaños y al día siguiente ya éramos novios. Fue un bonito romance, muy intenso. Él era todo un experto usando las manos en mi cuerpo, me hacía estremecer y más aún, me hacía tener serias dudas sobre mi condición de virgen. Cuando nos quedábamos solos en casa porque mis padres siempre trabajaron todo el día, teníamos mil oportunidades de ‘’portarnos mal’’. Las calenturas eran increíbles, me hacía sentir viva, vibrante, me robaba el aliento con sus besos y siempre terminaba con su mano bajo mi falda de la escuela, y yo mojada y muy nerviosa, me escapaba con pretextos, y luego le hablé claro sobre mis condiciones. Tendría que ser mi novio formal, y comprometerse si quería algo más conmigo. ¿Es él motivo de esta memoria?, no. El noviazgo se fue enfriando, nos fuimos dejando de ver, y cuando estaba decidida a entregarme, él ya no lo quiso, estaba por salir del país a una maestría en Sudamérica. Con el corazón roto me refugié en el ala protectora de mi confidente de toda la vida, mi primo Daniel.

En una familia como la mía, en la que la costumbre era tener 10 hijos en promedio, lo normal era que, luego de varias generaciones, una terminara siendo a los 17 años, tía de un señor de 50 a quien ni siquiera se tiene el gusto de conocer. Con mi primo pasó algo así, él era 10 años mayor, vivía a dos calles de mi casa y nos veíamos por lo menos una vez a la semana desde que yo llegué a este mundo. Era el más guapo de mi familia, un gigante de 1.90, siempre hacía ejercicio y estaba recorriendo el país con la selección de básquetbol de su escuela, empezó una carrera que no concluyó porque siempre tuvo alma de bohemio y artista, volvió locos a mis tíos, sus papás, hasta que se fue de casa, aunque no muy lejos, consiguió departamento en la misma zona, y todo volvió a la tranquilidad. Era un mujeriego tremendo, siempre andaba en líos de faldas, con jóvenes y maduras, hasta casadas.

Cuando era niña jugábamos mil cosas, siempre tenía forma de entretenerme y hacerme reír. Cuando crecí nos volvimos confidentes y siempre nos apartábamos de los demás para contarnos nuestras cosas. Cuando cumplí quince me compuso un poema precioso y me hizo una canción de la que recuerdo la letra pero no mucho la tonada. Notaba que me miraba con otros ojos, pero siempre estuvo la conciencia de ser familia; aún así siempre me decía cosas sobre lo hermosa que le parecía, y que si no hubiéramos sido tan cercanos me hubiera pedido ser su novia. Todo el tiempo estábamos abrazados, o tomados de la mano, metía sus dedos en mi cabello y lo alborotaba todo, a mí me enojaba porque me sentía despeinada, pero a él le divertía y decía que así le gustaba más porque me veía más salvaje.

Cuando terminé mi relación con aquél novio que quise mucho, no tenía más que a Daniel para refugiarme. Y así lo hice. Lloré muchas veces por horas en sus brazos a causa de mi roto corazón. Y sin darme cuenta apenas, todos mis 17 años los pasé sin novio. Me buscaban algunos chicos, pero ninguno me gustaba. Me di cuenta de que no podría tener con ninguno la confianza que tenía con mi primo. Recuerdo que llegué a fantasear con él, y me avergonzaba muchísimo, pero eso ocurre cuando pasas demasiado tiempo con alguien, es casi inevitable.

Estaba a un mes de cumplir mis 18 años, la adultez, la independencia, ser mujer, poder ir a donde quisiera, jaja, cómo no. Pero así se siente una, o todas. En mi pensamiento ya no estaba esa idea arcaica de las virtudes femeninas. Quería sentirme mujer, y tener a mi hombre. El problema era que ya nadie me fumaba. Cuando salía con mis amigas o grupo de amigos, siempre eran los mismos, no había oportunidad de socializar con nadie. Mis amigas ya me habían presentado a cuanto pariente y amigo tenían y ninguno me gustaba. En fin, estaba por llegar a la edad adulta y mi vida era un desastre.

Con mi primo teníamos ya tiempo con la costumbre de apartarnos las tardes de los viernes para platicar, filosofar sobre la vida, discutir de música y libros, comentar películas y contarnos nuestra semana en su departamento. Siempre estábamos completamente fachosos: mezclilla, playeras, el pelo alborotado, fumábamos como locos y de vez en vez nos tomábamos algo con alcohol para romper las reglas, mis reglas, porque él era un liberado de muchos años atrás. No sé cómo fue ocurriendo el cambio, pero me empecé a arreglar como si fuera a una cita con un hombre con todas las intenciones. Bien peinadita, blusas o playeras ajustadas, hasta faldas y de todos los largos; lo único que no llegué a usar fueron tacones, siempre sandalias o zapatillas; perfume, y labiales ligeros. Nos sentábamos frente a frente compartiendo una mesita de madera, nuestras rodillas chocaban por la enorme estatura de Diego. Siempre había queso y pan, y a veces aceitunas o ajos en conserva con zanahorias. Luego de horas de conversación o discusión, si nos cansaban las sillas nos sentábamos juntos en el piso, sobre una cobija que extendía sobre la duela, recargados en la pared, y si él notaba que me incomodaba, me rodeaba con su brazo para que me recargara. Visto de esta manera, y luego de tanto tiempo, tengo con claridad todo: era obvio que ocurriera.

Leíamos, eso sí lo recuerdo, En busca del tiempo perdido, y discutíamos sobre las formas de vida en otras culturas, y los preceptos morales, y las costumbres. De repente terminamos hablando de mi relación con los hombres, y como él sabía todo de mí y yo de él, las diferencias nos hacían discutir acaloradamente sobre lo que cada uno percibía como correcto. Para él no había reglas, debía ser la vida quien equilibrara las cosas; para mí, en ese tiempo, las reglas eran indispensables para evitar el caos. Nos tomamos casi dos meses en cerrar esa lectura de Proust que modificó un poco mis ideas y me llevó a otras lecturas, a otras películas, más a lo erótico, a lo sensorial, a lo íntimo.

Comenzaba la estación de frío, que siempre llega muy fuerte y el cambio hace que todo mundo se enferme. Dos semanas faltaban, apenas 14 días para que yo fuera capaz de cambiar mi vida o de ser cobarde y dejarla perpetuarse en el desastre de soledad en que estaba. Mis 18 se aproximaban amenazantes e irreversibles. Sobre esa cobija platicábamos de su última conquista que lo había dejado hacía quince días porque el esposo de ella se enteró y amenazó con dejarla en la calle. Para él quince días sin mujer era el peor de los infiernos, y yo lo sabía; y tal vez con eso en mi mente, aproveché para dar un paso adelante, y dejarlo a él que diera dos hacia mí. El frío era terrible, habíamos tomado dos copas de vino tinto con el acostumbrado pan y queso. Llevaba puesto, bien recuerdo, un vestido de cuadritos a la escocesa bastante cortito, medias gruesas rojas, abajo del vestido una blusa gris de cuello redondo, el cabello suelto, como a él le gustaba. Él lo de siempre, mezclilla rota, camisa blanca lisa, chamarra de cuero. Me le recargué de espalda obligándolo a rodearme con su brazo. Le dije que tenía frío y él me quitó el cabello de la nuca y me lanzó una bocanada de vaho tibio que me erizó todita y me puso la piel de gallina. Se dio cuenta y rió como un niño grande. Eso me encantaba de él, a pesar de la vida tormentosa que había elegido, seguía siendo tan niño como siempre. Le pregunté qué sentía de estar quince días sin tener sexo y me reviró preguntándome qué sentía el tener una vida sin sexo. Bromeamos con ocurrencias y respuestas veloces, sagaces, exponiendo nuestra rapidez mental. Al final nos rendimos reconociendo que la vida así era un terrible desperdicio. Le dije que quería de él un regalo para mi cumpleaños, que quería que él me hiciera mujer, que le daría mi virginidad a cambio de su silencio y discreción, su ternura y experiencia, su paciencia. Nadie lo sabría nunca, sólo él y yo. Muy nervioso y fuera de sí me dijo que no, que estaba loca, que éramos familia, que no era posible, pero no se alejó, me seguía abrazando y hasta me apretaba más en su emoción contenida, nos estábamos hablando al oído, rozábamos la piel de nuestras mejillas, sentía sus labios tocando mi oreja al hablar. Cuando terminó sus ‘’no’’ sin convencerme, me giré a él y lo besé en la boca como tantas veces lo había imaginado. Primero se quedó quieto, inmóvil, pero al verme seguir, me devolvió esos primeros besos que recordaré como si me los hubiera dado ayer. La tarde ya estaba avanzada y debía ir a casa, aún así me tardé más de lo ordinario para que no le quedaran dudas de mi decisión. Lo toqué, lo acaricié desde el pecho hasta su sexo, sus piernas, lo besé por toda la cara, el cuello, hasta los hombros. Y él tímidamente pero con licencia de mi parte, me recorrió entera, así pequeña junto a él, con sus manos. Cuando se aferró a mis nalgas mientras nos besábamos deseé que el tiempo se detuviera para terminar de una buena vez desnuda entre sus brazos. Me tuve que ir para no levantar sospecha en casa. Sabían siempre que estaba con él, y nunca recibí ninguna amonestación o advertencia. Mi madre sólo me veía con cierta mirada que las mujeres entendemos, nunca dijo nada. Esa noche no dormí.

Tuve que aguantar una semana sin verlo, un tormento. Físicamente mi cuerpo lo anhelaba, había borrado memoria de novios pasados, estaba completamente deseosa de entregarme a él, a pesar de todo, de los 10 años de diferencia, de su vida morbosa, de ser mi primo. Sólo quería ser suya.

Cuando el viernes llegó estaba tan nerviosa que sentía mi sexo adolorido. Tenía mucho miedo pero también la confianza de que nadie era más indicado que Diego para dar ese paso tan importante. Me puse muy guapa, mi faldita de tablas abajo de la rodilla, medias no muy gruesas, una camiseta sin sostén, una blusa azul, entonces usaba calzoncitos de señorita decente, jaja, no había descubierto ni estaban de moda las maravillosas tanguitas que uso ahora a diario. Habíamos quedado de vernos más temprano, dos horas antes. Normalmente la cita era de 6 a 8 pm; esta vez sería desde las 4 de la tarde.

Cuando llegué me abrió un hombre hermoso recién bañado, el pelo mojado y oliendo maravillosamente a perfume, muy masculino, impecablemente limpio, camiseta blanca, mezclilla, descalzo, para comérselo. Esperó a que me lanzara a sus brazos dándole un beso para afirmarle mis intenciones. Me preguntó si estaba decidida y me dijo que estaba en total derecho de echarme para atrás si lo había pensado mejor. Sin palabras le puse los brazos al cuello y lo jalé para comerle la boca a besos. Me dijo que confiara en él, que lo haría muy despacio y con delicadeza para que fuera el mejor momento de mi vida.

Extendió la cobija en el piso, nos sentamos juntos como siempre, me dio mi copa de vino servida al borde y brindamos porque el momento había llegado. Me notó algo nerviosa y se dedicó a acariciarme mientras me contaba cosas chuscas. Entre el vino, sus manos y sus chistes me tuvo más relajada y dispuesta. Le pregunté cómo lo haría y no quiso decirme, sólo que no sería en su cama, sería sobre esa cobija que sólo había sido nuestra y que él no había compartido con nadie más, con ninguna de sus mujeres pasadas. Aprovechando la facilidad de movimiento que nos da traer falda, me senté sobre él, de frente, lo besé mucho, creo que no he besado como esa tarde a nadie en mi vida. Me abrazaba, me recorría con sus manos hasta las nalgas y las piernas, me dio en sus besos su lengua deliciosa por primera vez. Y de mi boca pasó a mi cuello y sus manos por fin se metieron entre mi ropa hasta tocar mi piel. Una por una fue quitando prendas hasta dejarme en calzoncito, medias y zapatillas. Seguí sentada sobre él y lo ayudé a quitarse su camiseta. Me acariciaba el pelo y me empujaba suavemente hacia abajo mientras lo besaba en el cuello, en el pecho sin vello, en su duro abdomen hasta llegar a un caminito de vello que me indicaba la dirección de lo que ya estaba anhelando. Desabrochó su pantalón y ayudé a quitarlo. Gran sorpresa descubrir que no tenía ropa interior. Frente a mí un enorme pene palpitaba creciendo poco a poco; no era muy largo, pero era de un grueso atemorizante; instintivamente lo tomé con mis manos. Entonces no era experta en eso, pero él me fue dando instrucciones. Primero besitos en el glande, luego abrir la boca para recibirlo, apenas me cabía en la boca. El sabor entonces me pareció muy extraño, más el que se escondía bajo la piel de su prepucio, pero al mismo tiempo tener eso en la boca me hacía estremecerme toda. Mi cuerpo ardía, sentía mis mejillas llenas de sangre, mis orejas calientes, mi cara enrojecida, mi vulva humedecida. Me quitó de ahí, me dijo que estaba muy excitado, que me deseaba desde hacía años, desde que me veía mujer. Me recostó y se puso sobre mí, besándome deliciosamente, sin prisas, sin nervios, esperando a que yo me excitara mucho y lo dejara seguir avanzando. Se puso en cuclillas con su enorme pene a todo lo que daba apuntándome de frente, me quitó el calzón, las zapatillas y las medias. El frío era intenso pero más las ganas de tenerlo sobre mí, dentro de mí. Fue bajando de mi boca a mi cuello, besando mi cuerpo mientras sus dedos encontraban mi intimidad dispuesta, después su lengua encontró el mismo destino y me excitó de tal forma que en poco tiempo me estaba regalando el primer orgasmo de mi vida. Me separó las piernas y con sus dedos abrió mis labios vaginales, apenas me tocaba y sentía un dolor latente. Vio mi reacción y me calmó diciéndome cosas lindas y recordándome que lo haría con mucho cuidado. Ingresó su dedo meñique hasta el himen, acarició excitándome de nuevo, y repartiendo la humedad de mi vagina adentro y afuera, chupó el dedo degustando mi sabor, repitió una y otra vez, luego me dio a probar y cuando le estaba chupando el dedo se ubicó entre mis piernas y me avisó que el momento había llegado. Comenzó a jugar con el glande en la entrada de mi vagina, mezclando nuestras humedades, luego me dio a chupar dos dedos y me indicó ponerles bastante saliva, luego los llevó a su pene y lo humedeció completamente. Se acomodó sobre mí y empezó a meter el glande. Fue lento, medido, generoso y paciente. A mí me dolía la sola aproximación de su cabezota a mi himen intacto. En posición de misionero no pudo, o más bien yo no lo dejé por mi pánico. Me propuso cambiar de posición y nos pusimos como al principio, yo sentada sobre él, o hincada en una pierna y probando si podía dejarme caer encima; tampoco, estuve cerca, quise romperme pero la punzada era terrible. Nos relajamos un rato a base de besos, más vino y caricias. Entonces me decidí a sentir el dolor de una buena vez, le dije que probáramos de nuevo. Me propuso ponerme en cuatro, así lo hice y primero se dedicó a darme un oral que me tenía ya loca al borde de un nuevo orgasmo, se paró atrás de mí y fue bajando hasta hacerme sentir su gordísimo miembro abriéndome la vagina; cuando topó con el himen se detuvo y empezó un mete saca rítmico y delicioso. Le dije que no se detuviera, que de una vez por todas lo hiciera. Apreté los dientes y clavé la cara en el piso. Recuerdo el dolor al romper la membrana de mi doncellez, apreté con las manos nuestra cobija y luego con una mano lo detuve pegado a mí porque no resistía el dolor en su movimiento. La punzada terrible fue bajando de intensidad y entonces yo misma inicié un movimiento de vaivén. Lo sentí entrar por completo y pegarse a mi cuerpo. Me sentía atravesada por completo, abierta, violada, pero feliz. Lo había hecho con el hombre indicado. Sacó el pene de mi cuerpo y mi sangre corrió por mis muslos, estaba hecha un desastre y su pene también. Me espanté mucho por la cantidad, y Diego me calmó advirtiéndome que eso era normal, que algunas mujeres sangrábamos más que otras. Luego me revisó la vagina y me dijo que estaba hecho, que era oficialmente una mujer y extraoficialmente, pero cierto también, su mujer. Luego me acostó y me dijo cosas que no olvidaré, me limpió con una toalla húmeda, y nos besamos hasta sentir su pene pugnando por entrar de nuevo en mi cuerpo. Se dedicó a comerme los senos hasta hacerme pedirle que me hiciera suya, y lentamente y con algo de dolor volvió a introducirse y me hizo el amor, ahora sí, como todo un experto amante. Nos volteamos, quedando sentada sobre él y me hizo cabalgarlo. Poco a poco se fue quedando el dolor en un lugar aparte y el placer se convirtió en locura, y supe lo que era gemir y gritar de gusto. El orgasmo que sentí me hizo llorar lo que el dolor no había podido. Salió de mí y descansamos. Más vino y comida. Plática, besos y risas. Felicidad y plenitud.

No me iba a ir de ese departamento sin satisfacer completamente a mi hombre. Le pedí hacerlo de nuevo. Le dije que quería verlo estallar de placer, que quería que me usara para su gozo. Me dijo que no era necesario, que podía esperar a la siguiente vez, y que era necesario seguir haciéndolo frecuentemente para que ya nunca me doliera. Le contesté que con todo gusto lo haría con él mil veces, pero que esa misma tarde yo lo haría mío. Entonces fui yo quien bajó a sus profundidades a regalarle el mejor oral posible en ese tiempo, cuando estuvo a punto lo monté y cerrando mis ojos lo cabalgué hasta que avisó que terminaba. No teníamos condones, así que no era posible dejarlo adentro. Lo saqué y dejé que todavía tuviera arrestos para ponerme en cuatro y cogerme desde atrás en un arranque dominador, salvaje y desbocado, hasta que entre gritos y jadeos salió de mi sexo y se vació sobre mi espalda y mis nalgas. El resto de la tarde lo pasamos entre caricias y besos, abrigados con nuestra piel y nuestra cobija, la que adoré y que usamos mucho tiempo más, muchas veces más.

Luego de esa tarde, nos seguimos viendo cada semana, con un amor imposible, intenso, inagotable, sexo delicioso y loco; fueron 6 meses de relación con un hombre que me cambió la vida porque dicen, y dicen bien, que la primera vez lo marca todo. La mía fue maravillosa y por eso ahora la recuerdo con tanta emoción. Llegué a la adultez siendo mujer y lo festejé a su lado en su departamento, muchas veces, y en algunas otras partes, ocasionalmente.

Después de esos seis meses nos separamos por un viaje de él a Estados Unidos por cuestiones de trabajo. Nunca nadie lo supo, lo imaginaron, lo sospecharon, pero nunca a ciencia cierta. A Diego siempre lo he amado, como amante, como novio furtivo, como primo, como amigo y confidente. La distancia fue poniendo todo en su lugar, llegaron novios a mí, luego mi esposo; y una esposa a él, que le dio 4 hijos que veo como si fueran míos. Nunca volvimos a mencionar el tema, fue lo que tenía que ser, en el momento justo, por el tiempo que estaba previsto. Por ello fue perfecto. Dolió separarnos, pero mis alas estaban fuertes y listas para la vida que me esperaba.

Gracias siempre, Diego.