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Quien fui

en Dominación

Quién fui

—Dame más… por favor… más… ah… es tan hermoso… te lo suplico, hazme sentir más…

Mis eternas palabras. Yo tenía el honor de ser la más puta, tal vez no era la que mejor lo hacía, pero de algo sí estaba segura: era la que mejor se lo hacía sentir.

Por favor, pedía cuando estaba excitada. “Por favor, hazme esto, hazme aquello otro” y él me complacía.

Te lo suplico, cuando estaba al borde del éxtasis. Suplicaba por mi placer, era capaz de hacerlo de rodillas y someterme a la peor de las órdenes con gran placer.

“Es tan hermoso”, todo lo que me hacía era hermoso y placentero. Aunque pudiera ser lo más cochino del mundo, mi cuerpo y mi alma lo sentían de una manera hermosa, como no hay en este mundo, como un fuego, un hermoso fuego de mil colores que me consumía por dentro hasta llenarlo todo y quemarme entera. No tenía miedo a ese fuego, si tenía que morir en él, lo haría con gusto, moriría feliz.

Más. Era la más puta, nunca tenía suficiente, mi cuerpo tal vez no pudiera aguantarlo, deshecho entre el dolor y el inmenso y hermoso placer… pero mi alma siempre ansiaba mucho más, hasta el punto de ver aquello que sólo se le está permitido a los ángeles: la hermosa Luz que nos dio vida y existencia a todos. Sí, en aquella vida yo, estando viva y siendo puta, conocí la cara de Dios. ¡Y nunca pude estar más viva que en ese entonces!

Y finalmente, aquellas palabras que no podía pronunciar, salvo en situaciones muy especiales, pero siempre las cantaba en lo más profundo de mi alma “¡Te amo!”. Te amo, te amo, te amo, dame más, hazme más, quiero ser tu puta. Has de mí lo que quieras, sí, métemela, jódeme, te lo suplico, por favor.

Cuánto placer y cuánto bien me hacía cumplir con mi obligación. Y cuando terminaba, siempre le preguntaba si lo había hecho bien, si había sido una buena puta, una buena esclava. Porque su placer y su bienestar por mucho estaban en primer lugar. Porque aún siendo una esclava le amaba como nada en el mundo. Y él me amaba como si fuera la más grandiosa reina, aunque en ese entonces, con quince años, no comprendía el porqué.

Él era un importante gobernante y yo había sido entrenada y traída a él para complacerle, para servirle, para ser su esclava. Él era el que estaba más cerca de Dios y yo una de las que tenía el derecho de estar en su alcoba. La hermosa y majestuosa reina tenía la corona que él le había entregado… pero yo tenía algo mucho más importante: sus ojos, sus manos y, por sobre todo, su corazón.

Yo me sentí tan pequeña la primera vez que llegué a ese enorme palacio blanco y lujoso, con el estilo arquitectónico de los persas, el cual de día resplandecía como la plata de los adornos de mi rey y de noche, como la blanca luna. ¿Era realmente digna de que aquel fuera mi hogar? Estaba tan asustada. No dejaba de mirar a mi alrededor, ni de asombrarme por los lujos que sirvientes y cortesanos lucían en sus atuendos. Todo parecía ser eterno, los nuevos rostros y el tiempo transcurrido.

Por supuesto, no era la primera y me aterraba la posible hostilidad de las otras. Que va, todo me aterraba, en especial las filosas armas que portaban los muchos guardias. Estaba aterrada de hacer algo mal o de no complacer al rey y que, por tanto, me rebanaran la cabeza. Sabía que tenía que hacer todo bien, aunque me exigiera mucho a  mí misma, tenía que ser la mejor si con eso podía salvarme de la muerte. De niña, me contaban que el rey mandaba cortar las cabezas de los esclavos que se portaban mal —eso les contaban a todos los niños para que fueran buenos—.

Ese día me separaron de los demás, me bañaron, perfumaron, maquillaron y vistieron ricamente… sólo para que después, acabara sin ropa.

Abajo había una celebración, el rey festejaba con su familia, su corte, sus sirvientes, sus súbditos y su reina. Arriba, donde yo me encontraba ahora, era una terraza desde donde se podían ver las maravillas del palacio y había una habitación, que consistía en pilares y una cúpula, no había puertas ni ventanas, sólo cortinas translúcidas de un hermoso material que se movían suavemente con la fresca brisa nocturna. Pero no había escape. Del lado de afuera, junto a cada pilar, había un guardia, todos armados hasta los dientes. Dentro, con el propósito de vigilarme, había otro, que parecía indiferente a mí. Indiferente aunque yo me encontrara tendida de espaldas en aquella cama, desnuda, salvo por algunas joyas y abierta de piernas. Estaba completamente indefensa y ni siquiera podía soñar en salir de ahí. Miraba la adornada cúpula, las estrellas que brillaban del otro lado de las cortinas, escuchaba la música de abajo… y rezaba mis oraciones. Si todo salía bien, acabaría viva. Sino, habría sido una buena y corta vida. No podía estar más asustada.

Corrección, sí podía. En algún momento de la noche, el rey entró a su habitación, sus sirvientes le quitaron sus elaborados atuendos de gobernante y se fueron. Aunque sabía que no podía mirar al rey a la cara, no pude evitarlo, levanté la vista apenas por unos segundos y lo vi. Y lo que era peor, nuestras miradas se cruzaron. Demonios, era el fin. Pero al menos lo último que había visto había sido algo bueno: una piel blanca y brillante, unos cabellos claros y un cuerpo muy bien torneado para ser una persona de cincuenta y algo de años, hermosamente adornado con brazaletes y collares. Y allá abajo, algo grande que no me atreví a mirar. Lo vi subirse a la cama y colocarse entre mis piernas y sentí su peso. Ahora sí, estaba oficialmente cagada del miedo y cerré los ojos. ¿Qué se suponía que me iba a hacer?

“¿Por qué?” pregunté en silencio a los dioses y a los demonios “¿por qué tiene que pasarme esto?” y sorprendentemente, recibí respuesta. En mi mente, vi al mismo hombre que tenía sobre mí, también desnudo y enjoyado, pero lucía mucho más joven, de unos treinta y pocos años y luego, envejeció de repente hasta su edad actual. Entonces, una voz interna, que no provenía de ser humano, me contestó:

“En tu vida pasada, fuiste su reina y te amó, pero tú te comportaste como una puta. Por eso, como castigo a tu comportamiento, ahora eres su puta”. Maldije a la “puta” que fui en mi anterior vida y sentí deseos de llorar. ¡Aquello no era mi culpa! Pero ni modo, era hora de afrontar mi castigo, fuera cual fuera.

Sentí su fuerte mano pasar suavemente por mi brazo acariciándome.

—Estás temblando —me sorprendió que tuviera una voz con un tono tan dulce.

Abrí los ojos por la sorpresa. Me atreví entonces a hablar.

—Tengo mucho miedo —murmuré apenas y con la voz quebrada.

Él siguió acariciando mis brazos, para luego rodeármelos con firmeza pero de una manera… ¿tierna?

—No tengas miedo —murmuró con suavidad aquella dulce voz y sentí su rostro inclinarse sobre el mío—. Ya verás que va a gustarte, te excitarás mucho —las últimas palabras las escuché en mi oído, mi cuerpo tembló con una sensación extraña y a esas le siguieron muchas otras: confusión, calor, mi corazón latiendo fuerte... y todavía sentía miedo.

Sentí que su gran cuerpo se movía sobre el mío, menudo, traté de ignorar su presencia y volteé el rostro hacia el otro lado, con indiferencia. Miré las cortinas, las velas, el techo… tenía que pretender que no estaba ahí… pero de pronto sentí un dolor en mi interior, un dolor que aumentó mientras él se introducía en mí. No pude contener el grito y lloré del miedo. De pronto, me estaba abrazando, estábamos pegados y él había dejado de moverse… ¿me estaba abrazando?

—No llores, todo está bien —de nuevo aquella voz dulce, que derretía—. Sé una buena chica.

Asentí en silencio y no volví a llorar, la sensación dolorosa pronto fue reemplazada por otra agradable y pude sentir el calor de su majestad dentro de mí. No me moví, creo que mi cuerpo no hubiera podido. El se separó y se tendió a mi lado, aparentemente mirándome —ya no me atrevía a levantar la vista, de modo que sólo veía de su boca para abajo—. Más tarde, volvieron los sirvientes de antes y me cubrieron con las sábanas.

Pero me equivoqué al creer que todo terminaba ahí. El guardia que estaba vigilando del lado de adentro, aunque lucía bastante más joven que el rey, resultó ser uno de los hombres de más confianza de su majestad, su amigo íntimo. Era en único con derecho a defender al rey en su alcoba, era privilegiado y ambos compartían todo… hasta las esclavas. Sin decir nada, se metió bajo las sábanas, entró en mi cuerpo todavía abierto y comenzó a moverse sobre mí mientras el rey solo miraba, por lo que no me atreví a oponer resistencia aunque mi miedo siguiera ahí. Los atributos del guardia no eran mucho más pequeños que los del rey. Al igual que antes, sentí dolor y placer, pero con su majestad, había sentido algo “diferente”, una calidez que este sujeto no tenía. Paro qué más daba, era mi trabajo. El guardia acabó y se tendió a mi otro lado. Estaba en medio de dos hombres que ahora me tocaban como si yo fuera un objeto. De hecho, se suponía que eso era, un objeto sexual.

Pero la cosa tampoco terminó ahí. La fiesta en el piso de abajo seguía. Y en el de arriba también. El Rey se sentó y me sentó de frente sobre él, introduciéndose de nuevo en mí y el guardia me tomó por la cintura y, sin contemplaciones, introdujo su enorme miembro por mi puerta de atrás. Ese sí que era dolor y no juego, grité y, sin darme cuenta, abracé a su majestad, sin siquiera saber si eso estaba permitido. Pero él no pareció molestarse. Entonces, ambos empezaron a moverse, primero a diferentes tiempos y luego, de una manera acompasada, mientras yo sentía ardor, que acabó siendo un placer incluso mayor que el de antes. Cuando acabaron, su majestad y su guardia cambiaron lugares y el rey me dio por atrás y me gustaba que me diera por atrás. Se suponía que tenía que gustarme, era una puta y, si no actuaba como tal, y no complacía al rey ni me mostraba complacida, este guardia que ahora me miraba directo a la cara, podía romperme algo más que el culo. Así que gemí libremente, sin guardarme nada.

Cuando terminaron, el guardia se levantó, se vistió, tomó sus armas y volvió a su lugar como si aquello no hubiera ocurrido.

Aquellas sábanas eran una sola mancha de sangre. Caí rendida sobre ellas, incapaz de reaccionar y sin poder moverme. Me hubieran arrastrado como una bolsa de papas y no me habría importado. Y el rey se quedó ahí y fue la primera vez que dormí con él. Me quedé con la duda de si lo había hecho bien, pero en ese momento, no me atreví a preguntar.

Lo de aquella noche se repetiría muchas otras veces. Y cada vez me gustaría más.

Mi parte favorita era cuando me daba por atrás, me encantaba que me diera por atrás y sentir su cuerpo sudoroso y caliente pegado a mi espalda, sentada, a gatas, tirada de bruces o en la pose que fuera. Me encantaba sentirlo jadear y gemir y más si pegaba su rostro a mi nuca o a mi mejilla —alcanzaba perfectamente porque yo era pequeña de estatura y me encantaba sentirme pequeña e indefensa, pero a la vez protegida—.

Y cada vez que lo hacíamos, veía la Luz y entendía que esa Luz nos estaba cuidando y que nos amaba mucho, con un amor que en este mundo no existe. Corrección, lo sentía también a través de mi rey.

Esas manos grandes y fuertes me hacían sentirme muy bien, tenía una especie de romance con esas manos. Mi cuerpo se movía solo y de forma frenética aunque apenas sí empezara a tocarme, como pidiendo que me atravesara. Me enloquecía, perdía control de mí, sentía que todo ardía cada vez más hasta que el mundo se desdibujaba y sólo existíamos él y yo, independientemente de que el guardia estuviera adelante o no.

El guardia también lo hacía bien, pero nadie lo hacía tan rico como mi rey. Le gustaba que le contara en voz alta como me sentía y a mí me encantaba contarle. A veces, mi excitación era tanta que abría la boca para responderle y tan sólo salían gemidos. Incluso en algunas oportunidades hacíamos de cuenta que yo era una esclava mala y tenía que castigarme, por ejemplo, sujetándome de los brazos mientras me daba por detrás, estando yo de rodillas. O me hacía desear tanto algo, pero sin dármelo hasta que se lo suplicara a gritos, con las palabras más sucias que hubieran ¡Era de lo más divertido! El rey parecía perder años y ser mucho más joven al jugar ¿un rey jugando? Eso no se veía todos los días. Y también era muy excitante.

Me gustaba experimentar y descubrir secretos y diferentes maneras de complacerle, se podía decir que era una máquina de absorber información útil. Me encantaba que me dijera lo puta que era. No había mejor halago para mí que me dijera que era una buena puta, la más puta, la que más lo excitaba, la que sabía las cosas que le gustaban…

…y si además me lo decía mientras cogíamos, yo desfallecía de gozo. Me gustaba fantasear con la idea de que quizás ni la misma reina tenía semejante suerte. Y yo le respondía “Sí, mi rey, soy tu puta”; “Sí, mi rey, soy la más puta”, “Sí, mi rey, es tan hermoso” (y no era de palabras, de verdad era hermoso o al menos desde mi punto de vista). Yo era muy feliz siendo su esclava y me sentía alegre cuando me elegía para acostarse conmigo. No estaba admitida a decir que “no” a nada, ni a desobedecer ninguna orden, pero tampoco era como si quisiera negarme.

Y con el paso del tiempo, me fui… o nos fimos dando cuenta de que aquello no era simple devoción al rey, ahí había amor. Sí, dije Amor. Yo quería la felicidad del rey y e rey quería mi felicidad —me lo decía abiertamente— y no había nada que discutir.

Sé que me decía palabras muy amorosas y puede que ahora no las recuerde, pero no olvidaré cómo me hizo sentir.