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El Dios del Amor - Epílogo

en Control Mental

El Dios del Amor

                       Epílogo: De cómo la noche nos cantó una nana

            Ya desde pequeño tenía este poder, el poder de hacer que las personas hiciesen lo que yo quería. Nací así. No sé cómo ni por qué. Y todo, absolutamente todo lo que puedas imaginar lo podía hacer.

            Era un chico joven que había tenido todo durante toda su vida. El poder, era un don sobrenatural que hacía que la gente se enamorase de mí nada más fijar sus ojos con los míos, u oírme hablar, u olerme, o tocarme. Y así podía controlar su amor. La gente puede controlar el miedo, controlar el terror de las personas, controlar su libertad y puede someterlos a su voluntad. Sin embargo, nada es comparable con el poder de controlar el amor de las personas. Y eso hacía yo.

            A esa edad, con veinte años recién cumplidos, con absoluto control sobre mi poder, me decidí a hacer de mi existencia en la tierra, la existencia de un Dios. Y los Dioses no se guían por el dinero, ni el poder militar, ni por la cantidad de tierra que tienen en su poder. Los dioses siempre están rodeados de amor. Era un chico fuerte, alto, guapo, inteligente, con un atractivo natural que se multiplicaba por infinito gracias a mi poder. Un cuerpo de nadador olímpico formado en el gimnasio, una inteligencia superior,  y con todo el camino por delante para todo lo que quisiese hacer. Vivía en un pueblecito del norte de España, donde el frío se mezclaba con un paisaje bello y un aire limpio que no podía encontrarse en otro sitio cercano.

            Lo que tenía en mente era darle al mundo el amor que yo sentía por cada poro de mi piel. Había esperado veinte años viendo sufrir a las personas que me rodeaban, creyendo que yo era alguien especial que podía cambiar el mundo pero que esperaba para ver si el ser humano era capaz de cambiar por sí solo y crear del mundo algo mejor. Pero no fue así, y tuve que actuar. Mi corazón amaba a todas las personas del mundo, pero sólo tenía atracción sexual por las mujeres. Así que con la intención de cambiar el mundo organicé mi mente.

            ¿Qué haría? ¿Cómo lo haría? ¿Sería fácil? Tenía que conseguir que el mundo dejase atrás el pasado y se centrase sólo en el amor. Así mismos y al prójimo. Y ya tenía una ligera idea, pero para ello necesitaba una pequeña ayuda.

            Lo primero que hice fue conseguir una secretaria especial. Y nadie había más especial en el mundo que Sarah, mi querida y joven amiga Sarah. Siempre había estado enamorado de ella, desde bien jóvenes, pero nunca había pensado en ella como con otras mujeres. Sin embargo, el tiempo pasó y se convirtió en una jovencita modosita que soñaba con llegar a ser alguien de mayor, con un cuerpo diez y una inteligencia aún mejor. Y en ella puse toda mi confianza.

            Cogí un avión, totalmente gratis, por supuesto, y me dirigí a Canarias, donde ella vivía con su familia. Nada más verme, y a solas para evitar montar un escándalo, me besó largo y tendido hasta quitarme la última gota de aire puro de mis pulmones. Estaba completamente enamorada de mí. Y yo de ella. Sin siquiera un simple hola me quitó la camisa blanca que llevaba rompiendo los botones. Estaba loca por besar y lamer cada rincón de mis pectorales y mi abdomen. Quería sentir el calor que desprendía mi cuerpo. Y la dejé hacer. Sus labios recorrían mi cuerpo como si estuviesen dirigidos por una diosa que quería acabar conmigo. Su lengua jugueteaba con cada centímetro de mi cuerpo y acechaba lo que había bajo mis pantalones. Pero la paré. No había cosa que me gustase más a mí que darle placer a una mujer. Me abalancé sobre ella, la cogí en brazos y me la llevé a su habitación como si fuese un saco de patatas. Mientras ella jugaba a darme palmadas en el culo mientras reía.

            La senté en la cama, en una habitación con un estilo propio, pero cataloguémoslo como pijo. Cosa que hacía ponerme más a cien. Su cara me pedía placer, y en eso era yo ya un experto. Me abalancé a quitarle la blusa azul que llevaba, que dejaban ver tímidamente unos pechos que me volvían loco. Talla 90. La perfección. Su sujetador me ponía en bandeja de oro las preciosas tetas de Sarah, pero se lo dejé puesto de momento. Me apresuré a quitarle los shorts que llevaba, azules, como la camiseta, y las zapatillas marca último modelo del mismo color. Ahora solo estaba en unas finas braguitas que intuían un coñito rasuradito y rosado, y un sujetador que me ofrecía unas tetas que me encantaban. Y me sonreía pícaramente. Me volví loco. Me acerqué a sus labios y comencé a besarla como si me fuese la vida en ello, como si nunca antes hubiese besado a nadie, como si fuese lo que me mantenía vivo. Era pura pasión. Comencé a besar su barbilla, bajé a su cuello, mordisqueé sus hombros deslizando el sujetador hacia abajo y no pude resistirme más. Rompí la cuerda del sujetador con mis propias manos sin dejar de besar su fina piel. Sarah se estremecía y suspiraba con cada beso. Tiré lo que quedaba del sujetador al suelo, y las tetas de Sarah me llamaban como el canto de una sirena a un marinero. Y no pude resistirme a ese canto. Me acerqué a sus pechos y jugué con ellos durante horas, encerrados en la habitación. Jugábamos a besarnos con la parte superior desnuda. Cansados de reír y calientes como monos nos tumbamos bocarriba sobre la cama a admirar el techo y hablar un poco.

            Empecé a contarle lo que quería hacer. Mi misión. Mi destino.

-          Te quiero, Sarah.

-          Yo te amo – me respondió.

-          Tengo que contarte algo – Sarah me interrogó con la mirada –. Quiero cambiar el mundo.

-          ¿Cambiar el mundo? ¿Cómo? – me preguntó.

-          Sé… sé que puedo cambiarlo, sé que puedo – respondí.

-          Sé que puedes – dijo besándome.

            Continuamos besándonos durante un largo rato. No había ni hambre ni sed. Sólo ella y yo. Besé cada centímetro de su piel de nuevo, y esta vez seguí bajando a su abdomen. Me concentré en su ombligo, lo besé, soplé, lamí, y seguí bajando. Las braguitas blancas aún seguían en su sitio, pero estaban mojadas de lo cachonda que estaba. Las saqué de su sitio mordiéndolas, y luego las deslicé con las manos por sus piernas. Su rosada rajita lucía como la luna en la noche o el sol en el día. Se puso seria. La sonrisa se le había borrado dejando en su lugar una cara de mujer en un cuerpo joven. Estaba a punto de convertirse en mujer. Estaba a punto de perder la virginidad.

            Besé sus muslos, y me fui guiando hasta su ingle. Olía a niña que estaba a punto de pasar a mujer. Ese olor que solo se encuentra en el cielo, junto a los ángeles. Besé su coño, sus labios mayores escondían el tesoro que todo pirata quiere encontrar. Los besé. Una y mil veces. Su cuerpo se estremecía y tiritaba. Me centré en el clítoris; comencé a jugar con ese botón celestial haciendo letras imaginarias en él. De lápiz mi lengua. En dos minutos el placer que sentía Sarah se dejaba ver en su cuerpo, y se oía desde su garganta. Alcanzó un orgasmo descomunal que ahogo con un mordisco en la almohada. El orgasmo parecía no acabarse. Tras cinco minutos aún gemía del placer que había alcanzado. Yo seguía allí, encerrado entre sus piernas, sin poder moverme y sin hacer nada hasta que me liberase de la presión que me hacía con las piernas cuando se calmase de tanto placer. Tras más de cinco minutos se calmó. Era su primer orgasmo. Un orgasmo que retuvo en su cuerpo cada vez que se masturbaba pensando en mí mientras chateábamos, ella desde Canarias y yo mi casa.

            Fue así como descubrí que el poder que tenía me permitía hacer que las mujeres se corriesen como nunca se han corrido, relajando todo su cuerpo y expulsando puro placer por cada poro.

            Cuando se calmó del todo, una sonrisa sustituyó la cara de goce. Aún tenía esa sensación de alivio, esa sensación de frescor y puro gusto que queda tras un orgasmo. Pero yo quería más. Y ella también. Cogió mi cara de entre sus piernas con las manos y la acercó a la suya para besarme. Tras un largo rato besándome tomó ella la iniciativa y fue directa a mis pantalones sin rodeos. Me los arrancó haciéndome un poco de daño en los pies, pero eso daba igual en ese momento. Mis calzoncillos tardaron poco tiempo en seguir el mismo camino que los pantalones hacia el suelo. Ya estábamos los dos desnudos, piel con piel, sangre con sangre. Mi erecto pene parecía que iba a estallar, y el líquido preseminal hacía que brillase más. Sarah, inexperta, me pidió instrucciones. Con la mirada le ordené qué hacer. Agarró mi pene con una mano y comenzó primeramente a soplar lentamente sobre el glande. Con la otra mano acariciaba tímidamente la bolsa escrotal.

            Yo tumbado boca arriba, admirando un cielo que se abría en el techo con cada soplido y cada masaje, mirando a mi amada Sarah de reojo. Dejó de soplar para dar pequeños besos por todo el largo de mi pene, con tanta dulzura que creí estar entre algodones. Por un momento pensé que iba a estallar, pero el placer que me daba esos besitos no era nada comparado a lo que venía. Apuntó el glande a su boca, y poco a poco, como si fuese un chupa-chups la fue deslizando dentro de su boca. Su saliva se mezclaba con mi líquido preseminal, mi pene fluía en el interior de su boca, y ella disfrutaba al darme placer. Era impresionante. Su primera mamada y era como aquella. Sus ojos buscaban mi mirada perdida en la gloria de aquel goce. Era un regalo de felicidad absoluta. Era un sentimiento de dicha, de gusto, de alegría. Empezó a sacar y meter mi pene en su boca con gran habilidad y velocidad. Parecía gozar con mi pene dentro de su boca. No podía más. Me apresuré a decirle que me iba a correr. Intenté sacarla de su boca, para no correrme dentro de ella, pero me lo impidió. Me dijo aún con la boca llena que quería sentir mi esencia dentro de ella. Como el elixir de la vida. Con la mitad de mi pene dentro de su boca comenzó a masturbarme con una mano. Y no pude aguantar más. Mis ojos se pusieron en un blanco total. Me corrí. Durante un minuto entero mi pene no paraba de segregar semen. Me corrí y parecía que no iba a acabar de correrme nunca. Un minuto entero con un orgasmo que comenzaba en mi corazón y fluía hasta todo mi cuerpo. Todos mis músculos se tensaron aguantando durante unos segundos más aquella sensación de goce. Se tragó todo. Y fue así como descubrí que mi poder también le daba a mi simiente algo especial. Cuando la saliva de Sarah entró en contacto con mi semen, la joven se corrió del gusto que sintió. Era como si estuviese saboreando el néctar del amor en su máxima esencia. Era sentir en su lengua la ambrosía que les daba la inmortalidad a los dioses. Se corrió, se corrió y se corrió en un orgasmo interminable que hacía que sus pies flaquearan y cayó tendida en la cama hasta que el semen se metiese en su estómago.

            Sonrió pícaramente. A mí no se me bajó la erección en ningún momento. Estaba tan tensa que incluso dolía. Sarah puso sus manos sobre mi pecho y se alzó hasta mi cara hasta besarla. Por entre sus piernas, cogió mi pene con la mano derecha, y mientras se aupaba levemente con la izquierda apuntó el glande a la entrada de su vagina. Me miró y me interrogó con la mirada “¿Dolerá?” pareció preguntarme. Intenté responderle lo más agradablemente que pude.

-          Puede que al principio duela un poco, pero si aguantas gozarás… - le respondí

            Y así lo hizo. “Hazlo muy lentamente” intenté decirle. Pero mis palabras se quedaron en una simple articulación, aunque pareció entenderme. Sin dejar de mirarme empezó a agachar su pelvis y a introducir mi pene dentro de sí. Muy lentamente, para que no doliese en demasía. Clavó los ojos aún más intensamente en mis pupilas, con la boca medio abierta, dejando que pequeñas quejas se formasen en su garganta.

-          Méteme dentro de ti – pude decir

            Sarah cambió la cara. Pasó de una cara de dolor, de un dolor leve, a una cara de satisfacción, una cara de gusto. Empezó a botar sobre mi pene cual amazona. La amaba. Botaba sobre mí, dándole igual qué o quién pudiese escucharnos empezó a gritar de placer. Yo, sin embargo, no oía sus gritos de goce. Estaba absorto en su cara, en su mirada, en su boca desencajada, en su nariz pizpireta. Todo su rostro subía y bajaba con cada bote dándome placer. Estaba absorto también en el sonido de su corazón, que bombeaba sangre a todo su cuerpo, a cada centímetro de su piel inmersa en un agua llamada placer. Sus pechos se movían al son de cada sacudida, junto a su pelvis.

            La paré en seco cogiéndola por los brazos y mi pene quedó incrustado en ella totalmente. Me incorporé y junté mis labios con los suyos. Mientras nos fundíamos en un beso ella hacía pequeños movimientos circulares con el culo y la pelvis, haciendo que mi pene, ajeno ya a mi mente, disfrutase por sí solo. Durante varios minutos estuvimos fundidos, unidos en un ovillo de pasión, en un cúmulo de sensaciones, nuevas para ellas, maximizadas para mí.

            Cambié de posición. Esta vez me puse yo sobre ella. Dejé que su rubia melena descansase sobre la almohada, que sus tetas reposasen sobre sí mismas, y que su pelvis quedase hipnotizada por la mía. Sin haber sacado el pene de su vagina comencé a penetrarla. Una embestida, otra, otra. No me cansaba de ver su cara desencajada, sus ojos fuera de sus órbitas en blanco. Una cara de placer puro. Tampoco me cansaba de sus suspiros. Ni de su boca abierta esperando mi lengua.

            En la misma posición y sin parar de embestir pasé todo mi peso a mi brazo izquierdo, para tener una mano libre. Cogí su mano izquierda. Ella clavó su mirada en mí, con un brillo en su pupila que hacía más verde el iris de sus ojos. Llevé su propia mano hasta su boca, para que lamiese dos de sus dedos. Luego, dirigí su mano hasta donde se unían nuestros sexos, y me apresuré a rozar su clítoris con ella. Con este gesto le pedí que masajease su clítoris a la vez que yo la penetrara. Se estaba masturbando, y Sarah no iba a aguantar tanto. Con un raudo movimiento atrajo mi pecho a su pecho, puso su boca junto a mi oído y pude oír como un orgasmo recorría todo su cuerpo y se convertía en un grito, en un suspiro, cuando atravesaba su garganta. El cuerpo de Sarah empezó a convulsionar, a estremecerse. Su piel se erizó, sus músculos se tensaron y se relajaron a la vez. Tras cinco minutos abrazados, fundidos por un calor que nos unía cayó sobre la cama exhausta. Agotada, pero como nunca antes satisfecha. Feliz. Tan feliz que creyó estar muerta.

            Me tumbé a su lado. Aún tenía una erección, y al tumbarme en horizontal, bocarriba, junto a Sarah, mi pene apuntaba directamente a mi cara, a la altura del ombligo. Me esperé unos minutos a que Sarah recobrara el sentido de dónde estaba, pues pareció levitar.

            Ambos estábamos agotados, pero yo aún tenía el pene erecto. Sarah volvió al mundo, vio mi pene y lo cogió con su mano izquierda. Comenzó a subir y a bajar su mano por todo su largo. Lo apretó y empezó a masturbarme, mientras con la mano derecha me acariciaba el pelo y me daba pequeños besos por toda la cara. Yo disfrutaba. Un ángel me estaba masturbando. Y besando. Y acariciando. No tardé en correrme. En llegar a un segundo orgasmo. El semen se perdió sobre mi estómago y sobre mi pene, pero Sarah no lo soltó en ningún momento. Estuvimos diez minutos sin movernos, disfrutando del momento.

            Tras estar tan calientes nos enfriamos, y decidimos meternos bajo las sábanas de una cama desecha. El calor de mi amada bajo las sábanas. Tumbado a su lado, besándola. Y entonces, la noche nos cantó una nana con sus gotas de lluvia.