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El Dios del Amor - Capítulo I

en Control Mental

Me despertó el sonido de un despertador y la caricia de una mano fría y suave en mi cara. Abrí los ojos y la luz de una cara reluciente y recién limpia me deslumbró. Su rubia melena se entretejía en ella misma con ayuda del agua de una ducha recién tomada. Una toalla húmeda tapaba su bello cuerpo hasta la altura de los muslos: sus turgentes pechos, su delgada cintura, su maravilloso tesoro rasurado. Sus piernas, aún con gotas jugueteando en ellas, se extendían, largas y bien formadas, por la cama, mientras esperaban un mimo.

            Siguió con su mano posada en mi mejilla, acariciándomela, poniendo de vez en cuando su pulgar sobre mi ojo izquierdo. Sarah me miraba enamorada, sonriendo, como lo hacían todas las mujeres con las que me cruzaba, pero ella era distinta. Estoy enamorado de todas y cada una de las mujeres del mundo, pero ella era la primera. Miré al techo y me lo pregunté a mí mismo. “Daría mi vida por ella… si algo le pasase…”, ni siquiera quise terminar ese pensamiento.

-          ¿Qué estás pensando? – me preguntó al ver mi cara dubitativa. Me puse de costado, juntando lo máximo que pude mi cara a la suya. Chocamos nuestras narices.

-          En cómo puedo amarte tanto – le susurré antes de deslizar mis labios por los suyos.

            Deslicé mi mano derecha bajo la toalla para acariciarle un pecho. Su piel estaba suave, con olor a crema de vainilla.

            “No elegimos de quién nos enamoramos. Y no sé por qué yo estaba enamorado de ella, y de todas las mujeres que me rodeaban

            Inmediatamente después le quité la toalla. Miré el despertador que había interrumpido mi sueño, las ocho de la mañana. Aún seguía desnudo, y Sarah ahora también. Era su mañana. La mañana de Sarah. Quería que fuese a desayunar con la sonrisa de felicidad que se queda tras un orgasmo. Como la noche anterior, fui bajando con besos por su estómago, su ombligo, su monte de Venus, de nuevo debidamente depilado en la ducha, y me dediqué a su sexo. Primero lo besé, me encantaba su olor, su sabor. Su clítoris llamaba a gritos a mi lengua, y ésta fue a ella como el esclavo va al amo. Mientras me dedicaba a ese botón mágico elevé mi mano derecha hasta su cara, busqué palpando su boca entreabierta de placer y metí tres de mis dedos. Sarah agarró mi manos con las dos suyas, y lamió mis dedos, en toda su extensión, en todo su tamaño, como si fuese un polo de chocolate que se derretía. Cuando hubo saciado su sed y hubo mojado suficientemente mis dedos, los dirigí directamente a su vagina. Jugué en la entrada a hacerle cosquillas, vacilé en todo su conejito. Miré a sus ojos... y lo que vi me pedía a gritos que la penetrara con los dedos que ella misma había lubricado con su saliva. Así lo hice. Metí dos dedos en su vagina. Lentamente. Suavemente. Continué hasta meterlos cuan largos eran. Lentamente. Suavemente. Acerqué mi lengua a su clítoris, y mientras que mis dedos se escurrían en la vagina, mi lengua jugaba. Lentamente. Suavemente. Tras un rato así comencé a darle velocidad a ambas cosas. Mis dedos entraban y salían de la vagina a una velocidad que sólo el mejor de los pianistas alcanzaría, y mi lengua jugueteaba como la de un niño con un helado del sabor que más le gusta. Sarah se estremecía de placer, agitaba todo su cuerpo, zarandeaba sus músculos y me encerraba entre sus piernas. Pero yo seguía con mi trabajo. Metía mis dedos lo más profundo que podía y movía mi lengua en todas las direcciones y velocidades. Sarah parecía que no aguantaba más. Paré. Puse mis dedos con la palma hacia arriba, aún dentro de Sarah, e hice el famoso movimiento. Los puse en forma de gancho. Diana. Sí. Los ojos de Sarah se abrieron como platos. Diana. Empecé a mover mi mano. El pulgar caía solo sobre el clítoris. Y con tan solo dos o tres sacudidas, los ojos de Sarah se cerraron, se abrieron su garganta y sus pulmones, y no pudo reprimir un sensacional orgasmo. Un grito que muy probablemente los vecinos del edificio de al lado lo escucharon. Y posiblemente también a dos manzanas de distancia. En el orgasmo, yo paré mis movimientos, pero dejé la mano muerta dentro de la vagina, y el pulgar sobre el clítoris. Ningún movimiento en mi cuerpo.

            Llegué a asustarme. Porque tras cinco minutos seguía estremeciéndose como en el segundo uno. Su coñito desprendía lentamente un líquido translúcido que poco tenía que ver con la orina. Mi mano quedó empapada. Tras siete minutos de reloj –tenía el despertador al lado- las convulsiones cesaron. La cara de Sarah era la cara que tiene una persona cuando la felicidad se apodera de ella. Era la felicidad, la alegría en sí misma.

            Cuando hubo recuperado la compostura se sentó en la cama, con las piernas cruzadas sobre ella. Se acercó a mi cara y me besó. Un beso de gracias. Un beso de total amor. Yo también estaba sentado en la cama, pero mis piernas colgaban por el lateral.           Cuando paró de besarme intentó agacharse hasta mi pene, erecto, contento por lo que acababa de presenciar. Pero no, no se lo permití. Era su mañana. La mañana de Sarah. Quería que fuese a desayunar con la sonrisa de felicidad que se queda tras un orgasmo.

            Me metí en el baño. Ella se quedó en la habitación, vistiéndose para ir a desayunar. Me miré al espejo y me di cuenta que no sabía en qué día vivía. No recordaba qué día era. No me preocupó. La ambición de cambiar el mundo se reflejaba en mi pupila. Me di una ducha. Era invierno, eso lo sabía, pero no sabía el día, ni el año.

            Una ducha con agua caliente aclaró mis ideas, y unos conocimientos que yo no creía que tenía se filtraron hasta mi cerebro, haciéndome pensar en unos datos históricos que yo nunca había estudiado ni memorizado.

            Desorientado por lo que me acababa de ocurrir, me puse la toalla de faldón y busqué una ropa que no había traído. En ese momento recordé que había viajado sin maleta alguna, nada más tenía la ropa con la que llegué. No había otra opción. El pantalón parecía limpio y, recién duchado, me metí en él sin ropa interior alguna, tendría que salir a comprar esa misma mañana. ¿Pero qué día era? Ni idea. Aunque no le daba demasiada importancia, el run-run de mi memoria intentando recordarlo me mantenía despierto. No encontraba la camisa, por ningún lado. Así que me fui a desayunar con el torso descubierto.

            Antes incluso de llegar a la cocina se percibía el olor a café y pan tostado. Estaba todo reluciente sobre la mesa de la cocina. Un café caliente elevaba un vaho que se mezclaba con el olor de las tostadas con aceite. Encontré mi camisa. Sarah la llevaba puesta. Estaba de espaldas a mí, ajena a mi presencia, sacando del tostador las últimas tostadas para desayunar. La camisa le quedaba grande, a la altura del culo. Quizás si elevase los brazos para coger algo por encima de ella se le viese por completo. No llevaba nada más. Únicamente mi camisa. Ni ropa interior, ni ropa demás. Sólo mi camisa, con mi olor, con mi perfume. Así es como nos gustan las camisas a los hombres. Se dio la vuelta y me vio.

-          Buenos días, amor – me susurró desde lo lejos. Es verdad, no nos habíamos dado los buenos días.

-          Buenos días – le contesté - ¿estamos solos?

-          Sí, mis padres se han ido a no sé donde – me dijo con su dulce voz.

            No hacía falta hablar más. Nos sentamos los dos a desayunar. El sabor del café, entre amargo y dulce de azúcar, y las tostadas con aceite me recuperaban del esfuerzo que la noche anterior y esa misma mañana había realizado. Además, me hizo recordar algo. Sarah disfrutó de su café y sus tostadas tanto o más que yo. El café me hizo recordar que traje algo conmigo. Me levanté, y saqué del bolsillo trasero de mis jeans una pequeña libreta donde apunté algo que no recordaba. Me volví a sentar. Con la taza de café en una mano, dando pequeños sorbos de vez en cuando y bajo la atenta mirada de Sarah –sentada al lado de mí-. En la libreta únicamente habían escritas estas palabras:

“Conquistar el amor del mundo”

            Esas únicas palabras sirvieron para que mi mente formase un plan. Inmediatamente empecé a escribirlo en la libreta. No quería que ningún cabo quedase suelto. Era sencillo, conquistar el amor del mundo. Era el único que podía hacerlo. Sarah me miraba por encima de la taza de café que se bebía. La amaba. A ella. A todas. Pero sobre todo a ella. Terminé mi taza de café. Y cerré la libreta.

            Sólo entonces me acordé que Sarah estaba estudiando Historia en la universidad. Era su primer año, pero era increíblemente inteligente y aplicada en el estudio. Até cabos y deduje que yo había adquirido los conocimientos que ella tenía en su cabeza simplemente acostándome con ella. Sarah. Cuántos descubrimientos hice con ella. Ahora entendía cómo yo podía saber cosas que no me planteaba saber. Había conocido a muchas mujeres jefas de departamento en las mejores empresas. Diplomadas. Licenciadas. Estudiantes de carrera. Profesoras de las más prestigiosas universidades del mundo, y de las no tan prestigiosas. Todas ellas me habían enseñado por arte de magia todo, absolutamente todo lo que sabían a ciencia cierta. Fue como si Sarah hubiese conectado bien un chip que tenía en mi cabeza y que guardaba cientos, miles de conocimientos.

            Me di cuenta entonces que sabía de química, de física, de matemáticas. De artes escénicas, pintura, música, danza. De biología y geología. Medicina y enfermería. Diez idiomas distintos, entre los que destacan el chino y el alemán. Psicología, pedagogía y criminología también estaban dentro de lo que conocía. Todas las dudas que le podían asaltar a alguien podía responderlas. Y las que no podía las investigaba por métodos propios.

            Qué fácil sería desde entonces saber sobre todo. Todo estaba a mi disposición.

            Y no sólo sabía los conocimientos de la mujer con la que me acostaba. También sus sentimientos, sus esperanzas y pasiones.

            Por eso, cuando Sarah dejase de ir a la universidad no tendría problema alguno para aprender junto a mí. Incluso más que en la universidad. Le daría libros para que se cultivase en el arte de la literatura. Y la amaría más que a todas las cosas. Se lo conté y aceptó antes incluso de que yo pudiese terminar mis palabras. Le expliqué que dejaría de ver tan a menudo a sus amigos y no tan amigos, incluso a sus padres. Pero siguió aceptando. La idea de ser mi mano derecha le calentaba tanto que no pensaba con claridad. Pero ni en frío se negó. Aceptó a pesar de todos los inconvenientes que le explicaba. Y de esa manera se convirtió en mi secretaria personal. En mi mano derecha. En mi fiel aliada en la cruzada hacia el amor.

            Cogimos un avión hacia lo que decían que era la capital del mundo. Sí. Estados Unidos. Washington D.C. Y más concretamente a la Casa Blanca. Si quería cambiar el mundo primeramente tenía que conseguir que el líder político más importante del mundo me escuchase. Y lo hizo. No me costó nada entrar y reunirme con el presidente de Estados Unidos. La gente que allí había, agentes de todo tipo de unidades anti-criminales me abrían camino a mi paso. Y llegué con el presidente. Y como cualquier persona que mantenía más de dos palabras en conversación conmigo cayó enamorado de mí. De un ángel. Un ángel en la Casa Blanca. Le expliqué mi plan.

            “Con mi intervención en todos los medios de comunicación seré capaz de dar al hombre y a la mujer la capacidad de amar, y le robaré la capacidad de odiar. El amor. Cuan corta palabra y tan largo su significado. Verá. Atacando al ser humano con el amor se acabarán esas guerras estúpidas que están haciendo. Estadounidenses y afganos conviviendo en el mismo lugar. La franja de Gaza será cuna de la pasión. Seguidores de la Biblia y seguidores del Corán dándose la mano. Sí. Le estoy hablando de la paz mundial. La era total de tranquilidad. Ningún criminal. Ningún asesinato ni homicidio. Todos se amarán. Y no habrá violencia. La violencia es lo contrario al amor. Nadie matará por amor. Harán lo que yo les diga. Se lo prometo.”

            Esa misma mañana el presidente ordenó a su gente que preparase todo para que pudiera hablar a todo el mundo. Se organizaron reuniones multitudinarias en todas las ciudades del mundo alrededor de una pantalla gigante. Saldría dando un discurso en todas las televisiones, en todas las cadenas, en todas las radios. Daría mi discurso en todos los idiomas que habría en el mundo –no me costaba nada aprender un nuevo idioma, solo necesitaba a una mujer-. Todo el mundo estaría atento a mis palabras y a mis gestos. Los líderes políticos de todos los partidos estaban de acuerdo conmigo. Y todo cambiaría.

            Dos días más tarde allí estaba yo. En lo que decían que era la capital del mundo, rodeado de personas que no conocía pero que me trataban como a El Mesías. Un atril me esperaba frente a un público formado por miles de personas que vitoreaban mi nombre. Y aún ni siquiera había hablado. Cientos de cámaras me apuntaban desde detrás del público. El traje que uno de los más prestigiosos modistos del mundo me hizo ese mismo día relucía sobre todas aquellas cabezas. La corbata me ahogaba un poco. Por primera vez en muchísimo tiempo me estaba poniendo nervioso.

            Carraspeé la garganta y todos callaron. ¿Cómo podía empezar? ¿Qué tenía que decir? Alguien desde el público me animó a hablar con un “vamos, chaval” en perfecto castellano. No atiné a ver quien fue. Ya está. No más nervios.

            Y empecé a hablar.

            Cuando terminé de explicar todo, la gente que me escuchaba se quedó con la boca abierta. Con un brillo en los ojos de ilusión. De esperanza. Si existe Dios y todo lo que dice la biblia era cierto, estaba seguro de que iría al infierno por eso.

-          Los que tengáis pareja, id ahora y amaos. Los que no charlad y conoced a alguien a quien amar – concluí.

            Se terminó el mundo tal cual lo conocíamos y la esperanza puesta en mí era global. Rompieron en aplausos todas y cada una de las personas que estaban viéndome por televisiones, oyéndome por radios.

            Se acabó el dinero y se perdonaron las deudas. Se trabajaría igual, de la misma manera, pero gratis, con la alegría de que todo el mundo haría lo mismo, con la certeza de que todos trabajarían por un mundo mejor. Todo era gratis. Pero no habría excesos. Los antiguos ricos viajaron y dieron de sus pertenencias a los más necesitados de África y Asia. Los dictadores bajaron de sus castillos y abrieron sus puertas a un mundo mejor. La comida no escasearía nunca, pues no se derrochaba nada. Y solo se comería cuando se tenía hambre. Todo. Absolutamente todo lo que habría imaginado cualquier persona ahora era posible. Se acabó la política y los partidos. Se acabaron las luchas de ejércitos, tan sólo servían ahora para ayudar al más necesitado.

            Todo el mundo cambió tras mis palabras. Todos. Los que no me vieron en persona me vieron en televisión. Los que no podían en la televisión me escucharon por la radio. Y los que aún no me habían visto alguien se encargaría de que viese un video de la charla.

            Se terminó el mundo tal cual lo conocíamos. Creé mi propia dictadura anárquica. Yo, por alguna razón celestial, era el líder. Pero no mandaba sobre nadie. Hice que el amor que se escondía dentro de los corazones de todos los seres humanos ocupase todo el cuerpo. Ya no había problemas. Ya no había discriminación. Ni racismo. Ni pederastia. Ni malos tratos. Ni bombas nucleares. Nada.

            Había cambiado el mundo. Para siempre. O al menos hasta que yo muriese, que esperaba fuese mucho tiempo. Era época de paz y amor. Y nada cambió eso.

 

            Un año más tarde el mundo vivía una época que nunca había vivido. Todos me idolatraban. Todas me pretendían. Todos me ayudaban a cualquier cosa. Pero no aceptaba.

            Las noches de amor con Sarah eran cada vez más apasionadas. En cualquier lado. En su cama, en el suelo, en la cocina, en el coche. En el tejado al calor del amanecer o al frío de las estrellas, en la playa con las olas chocando contra nuestros cuerpos unidos. En la primera clase de los aviones con la mirada indiscreta de las azafatas. Pero aún así. Aún con todo. Aún con el amor que me proporcionaba Sarah. Yo sentía que podía hacer más cosas por las mujeres a las que veía…

            … y desde siempre, una de mis perdiciones, eran las mujeres famosas. Actrices, modelos, cantantes… todas ellas habían ocupado un lugar en mi mente que convertía mis pensamientos en fantasías. Ya le había dado al mundo un lugar donde poder vivir. Todo el mundo esperaba a encontrar el amor para hacer el amor, sobre todo los jóvenes de entre dieciséis y veinte años. Los menores de dieciséis años disfrutaban sin ningún tipo de riesgos de su infancia. Los mayores de dieciséis disfrutaban de su juventud con gente de su misma edad, follando, teniendo relaciones sexuales sin amor a la espera de ese gran amor.

            Las ceremonias de matrimonio cambiaron por completo. Ahora los familiares de las dos familias se reunían, sin cura, sin ninguna autoridad, y los afortunados se intercambiaban unas alianzas. Nada más. Ninguna firma. Sólo la firma que el amor que les había unido enlazaba sus almas.

            Y mientras tanto yo disfrutaba como el que más con Sarah. Pero sabía que podía hacer disfrutar más aún a muchas mujeres.

            Una revelación divina se apoderó de mí. Sarah y yo estábamos dejándonos llevar por la pasión en el banco de un parque de mi pueblo. Porque estaba permitido los actos de amor en público. Todos los actos de amor, incluido el sexo. Y lo vi. Vi lo que haría más feliz a muchas mujeres, mi perdición. Estaba allí, casi abandonado, sucio, descuidado, con todas las ventanas rotas. Las puertas tuvieron la misma suerte que ellas. Un hotel.

            Lo convertí en dos semanas en un hotel de lujo. El más caro del mundo, si se contase con dinero, el más seguro, limpio y cómodo. Diez estrellas. El hotel constaba únicamente de dos habitaciones. Una cocina, y un hall con una gran cama que cubría absolutamente todo el suelo de 200 metros cuadrados. Entrarían unas cincuenta personas conforme a mi plan. Lo primero sería conseguir servicio. Y yo no quería más que mujeres. Se lo comenté a Sarah, brilló en ella la luz de los celos, pero se resignó, pues el amor que sentía por mí lo podía todo.

            El servicio constaría de 15 mujeres hermosas. Estaba formando mi propio harem. Fui a una agencia de modelos y me llevé a las quince mujeres más hermosas que había en el lugar. Ellas aceptaron sin rechistar, pues estarían bajo el mando del ser más importante del planeta.

            Las llevé al hotel. Me tumbé en la gran cama y les ordené que fueran subiendo una a una sobre mí, para follármelas a todas hasta que se corriesen. Y así fue. Una por una pusieron su coño sobre mi pene, se volvieron locas, y se corrieron todas. Cuando una terminaba, Sarah, mi secretaria personal le daba una cofia y un delantal que le dejaba los pechos al aire pero le tapaba el coñito. Irían completamente desnudas excepto por esa pequeñez, simplemente para diferenciarlas del resto de invitadas que habrían. A las seis últimas, una vez folladas, les dimos un sombrero de cocinero y otro delantal. Ellas se ocuparían de cocinar.

            Estuvieron una semana y media aprendiendo su nuevo oficio, y ya lo hacían como si hubiesen nacido para ello, pues ponían el mayor de los empeños en aprenderlo, como nunca había hecho nadie. Por último, me follé a Sarah, que se corrió tres veces seguidas antes de que yo me corriese en sus tetas. Le prometí que cada vez que follara con otra u otras, ella sería la última y haría que se corriese tres veces. Esa promesa la llevé a cabo hasta el día de mi muerte.