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La bruja (reescrito)

en Sadomaso

Carmen era una mujer joven, a la que la vida le iba bastante bien. Estaba casada con un hombre rico, lo que le permitía llevar un tren de vida elevado. Vivía en un palacio con muchas tierras que cultivaban sus decenas de trabajadores. Ella, se dedicaba a vivir su vida al margen de los demás. Era una mujer soberbia, que hacia lo que quería, cuando quería y como quería, sin importarle por encima de quien tendría que pasar por encima para conseguir sus metas y quitándose de en medio a quien le estorbaba.

Eso, para el inquisidor de la villa, era un pecado terrible, y había que bajar a esa mujer del pedestal donde se había subido y hacerle pagar, con penitencia, sus pecados hasta que se convirtiera, como Dios manda, en una mujer humilde y de provecho.

Un día de estos. Unos hombres montados a caballo se presentaron en el palacio de aquella mujer. Irrumpiendo en ella sin llamar a la puerta y amenazando con sus espadas al servicio de la casa para que les dejaran pasar. Entraron hasta el mismo salón del palacio donde la mujer estaba sentada, tomando el té. No dijeron nada, simplemente uno de ellos se abalanzo sobre ella, amordazándola y atándole las manos en la espalada, mientras otro le tapaba la cabeza con una capucha. Una vez estuvo indefensa, noto un golpe en la parte de atrás de la cabeza, y después de eso, se desmayó.

La cabeza le daba vueltas, le dolía todo, estaba aturdida y tenía un frio que le calaba hasta los huesos. Cuando abrió los ojos, no sabía dónde estaba. Aquel lugar era extraño para ella. Las paredes eran de piedra y estaba tumbada sobre un camastro de paja, desnuda. Cuando se percató de su desnudez, se asustó. Intento taparse con sus manos. Acurrucándose contra la pared.

Escucho como unos pasos se acercaban despacio desde detrás de una puerta metálica. No sabía quién podría ser. Esa puerta se abrió y de detrás de ella, una figura conocida para aquella mujer se hizo presente. Era el inquisidor de aquella villa. Lo conocía bastante bien. Aquella mujer ya había tenido algún encontronazo con el  inquisidor. Más de una vez se negó a pagar el diezmo e impidió que se hiciera con unos edificios de su propiedad que le querían comprar.

-          ¿Sabes porque estás aquí?

-          No, no lo sé. Pero cuando salga voy a hacer que te cuelguen, desgraciado.

-          ¿Quién te ha dicho que vas a salir de aquí? Puta. Estas aquí por pecadora, porque eres egoísta y soberbia y para expiar tus pecados.

-          No te saldrás con la tuya……

No termino de hablar la prisionera cuando salió el inquisidor de su ceda, cerrando la puerta de un golpe y dejándola allí a la espera que le dijeran que iba a ser de ella.

Las horas pasaban lentas en aquella celda, sin ventilación y sin ventanas. Con la única iluminación de un candil de aceite. Ella golpeaba la puerta llamando a quien quiera que la pudiera escuchar, pero no recibió respuesta. Deambulaba de un lado a otro de aquel cubículo, desesperada, sin saber qué hacer ni que le iban a hacer. Las horas seguían pasando sin saber si era de día o de noche hasta que le dio sueño, se acostó en el camastro intentando dormir y aunque lo consiguió, no pudo descansar. Al despertar. Pensando que aquello no pudo ser más que una pesadilla se encontró otra vez en la misma celda, desnuda aun. El hambre y la sed empezaban a apretarla y a desesperarla aún más sin que nadie apareciese en esa celda. Siguieron pasando las horas. Un día entero paso encerrada y aislada hasta que volvió a escuchar pasos a lo lejos. No comprendía por qué, pero al oírlos se alegró muchísimo.

La puerta se abrió por segunda vez. Esta vez, era un hombre alto y fuerte el que apareció. Se echó encima suya y con una cadena ato sus manos.

-          Andando, ¡Perra!

Le espeto a la cara y tirando de aquella cadena la saco de la celda a empujones. Un largo pasillo de piedra apareció ante sus ojos, estaba prácticamente a oscuras, y no se podía ver el final. Avanzo, acompañada de aquel hombre por ese pasillo oscuro, hasta llegar a una gran sala, donde aquel hombre la puso, justo en el centro, donde todos la pusiesen ver. Allí, el inquisidor la esperaba, escoltado por sus soldados. En total, con el hombre que la había sacado de la celda eran veinte los hombres que allí estaban contemplando su cuerpo desnudo.

-          Te voy a explicar porque estás aquí, puta. Como ya sabes, le he echado el ojo a tus tierras y voy a hacer que me las dones.

Uno de los soldados se acercó a ella. Portaba un papel en la mano que le entrego para que lo leyera. Aquello era una confesión. Una confesión por unos delitos de brujería que no había cometido, donde se la acusaba de practicar magia negra.

-          Cuando firmes ese documento podrás marcharte. Mientras tanto, permanecerás en este agujero.

Ella sabía que si firmaba ese papel, le estaría entregando a la iglesia todos sus bienes. Se quedaría sin nada. En la más absoluta miseria. Pero si no lo hacía ¿Qué le depararía el futuro en ese sitio?

Ella era una mujer orgullosa, no iba a permitir que un tipejo como ese la intimidase. A sí que rompió aquel papel en dos y lo tiro al suelo. Eso no le gesto nada al inquisidor. Que le hizo un gesto con la cabeza al soldado que estaba junto a ella. El comprendió lo que le quería decir, y con una risita la saco de aquella sala, por una puerta lateral hasta otra sala. Esta vez, no era una habitación vacía. Había toda clase de máquinas y aparatos de tortura diseminados por doquier. Donde aquella mujer quisiera que mirase, había algo pensado para infringir dolor.

Esta vez. Solo en inquisidor. Acompañado de otros tres verdugos estaban con ella. Uno de los verdugos cerró la puerta de la sala de torturas, impidiendo así cualquier posibilidad de escapatoria. Dos de los soldados ataron cuerdas a sus muñecas y tiraron de ellas para obligarla a mantenerse con los brazos en cruz, mientras que el otro, con un látigo de cuero, se situó a su espalda.

-          Vas a firmar la confesión? Puta

-          ¡Nunca!

-          -Muy bien. Tú lo has querido

Y justo al decir eso un chasquido rompió el silencio de aquella sala. Un fuerte latigazo golpeo su espalda, seguido de un grito de dolor. Después de eso. Otro más. Y otro más. Fueron diez en total los latigazos que aquel verdugo descargo con toda su fuerza sobre la espalda frágil de aquella chica. Pero no se detuvo hay. Mientras los otros dos soldados seguían tirando, con cada vez más fuerza de sus extremidades, hasta el punto de casi dislocárselas. El verdugo que la había azotado le puso unas pesas, colgadas de sus pezones. Mientras lo hacía, la miraba a los ojos. Podía notarse como el deseo de follarsela lo invadía. Una sonrisilla se dibujó en su cara mientras colgaba aquellas pesas de sus tetas. Aquello si le dio miedo. No había pensado por lo orgullosa que era que aquellos hombres pudiesen violarla. Pero ahora se había dado cuenta de que sí. Aquello le dio más miedo que la tortura. Podía soportar todos los golpes que le dieran, pero no soportaría que abusasen de ella. Una vez colgó las pesas. Regreso a su anterior ocupación. Esta vez, el objetivo de sus latigazos fue su culo, donde descargo otros diez golpes.

Por ese día había sido suficiente para demostrarle a que se enfrentaba y el inquisidor ordeno llevarla otra vez a su celda. Mientras la llevaban atravesando salas y pasillos, la chica miraba en todas direcciones intentando encontrar una salida o alguna prisionera más. Pero no había nadie más allí, excepto ella. Estaba sola.

La metieron en la celda de un empujón y le dieron un poco de agua y un plato de algo con una pinta asquerosa, pero que se comería, puesto que hacia un día entero que no se llevaba nada a la boca.

-          Tienes suerte, puta de que el inquisidor no nos deje tocarte. Porque estamos deseando tener la oportunidad de jugar contigo. Sigue así de cabezota y veras como el inquisidor nos a permiso. Nos vas a hacer muy felices a todos.

Le susurraba prácticamente al oído mientras acariciaba su muslo con la mano. Los otros dos verdugos se reían de aquello, dándole la razón.

Fue otro día más el que paso entero allí sola. Esta vez, lo paso tumbada en el camastro, acurrucada como un bebe, llorando por lo que aquel soldado le había dicho. No quería confesar, pero si no lo hacía, se convertiría en la puta de aquellos hombres, quien sabe por cuánto tiempo y lo que le harían.

Otra vez esos pasos. Esta vez no se alegró. Todo lo contario. El miedo invadió su cuerpo. Comenzó a asustarse, intento esconderse pero no tenía donde hacerlo. La puerta se abrió. Otra vez ese hombre.

-          ¡Buenos días puta! ¿has dormido bien?

Entre risas la sacaron de allí y la llevaron otra vez a aquella sala. Donde el inquisidor ya estaba esperando. Sentado en una silla, tenía en la mano otro documento enrollado. Ella ya sabía lo que era aquello. Volvió a hacerle la misma pregunta que el día anterior, recibiendo la misma respuesta. Esta vez, el verdugo la agarro del pelo y la llevo hasta un potro, donde con fuerza la inclino, para poner sobre su cuello y sus muñecas la otra mitad de la madera que la inmovilizo, inclinada. Una barra de hierro arata a sus tobillos separo sus piernas lo suficiente como para dejar su coño perfectamente accesible. Esta vez no fue un látigo lo que el verdugo cogió, sino una vara larga. Y no fue solo uno, su no que fueron dos los verdugos que se situaron tras ella con varas. Alternados en los varazos, castigaron sus nalgas. Con cada varazo se señalaban en su piel aquellas varas. Pero la mujer no dio su brazo a torcer. Mientras tanto, el tercer verdugo, coloco una antorcha bajo su pecho, a una distancia adecuada para no quemarla pero en a que el calor fuese insoportable. La mujer gritaba cada vez más sin obtener clemencia. Durante un rato la tuvieron así, hasta que el inquisidor ordeno retirar la antorcha y cesar en los varazos.

-          Veo que con dolor físico no voy a ser capaz de arrancarte una confesión. A si que voy a pasar al dolor psicológico. Yo ahora me tengo que ir y te voy a dejar en manos de mis ayudantes. pórtate bien con ellos.

El inquisidor salió de allí. Dejándola sola con aquellos hombres

-          Por fin vamos a disfrutar contigo, zorra. Prepárate por que te vamos a hacer nuestra putita.

Dijo el verdugo mientras acariciaba el coño de la prisionera con su mano. Se bajó el pantalón, dejando su polla dura al aire, que puso justo a la entrada de la vagina de ella. Que inútilmente suplicaba que no lo hicieran. Se la metió entre gritos de dolor, ay que estaba completamente seco. Pero no le importo. Empezó a follarsela sin compasión. Metiéndole la polla una y otra vez hasta que su cadera golpeaba el culo de la prisionera. Se la metía una y otra vez hasta que se corrió dentro de ella, dejándose caer sobre su espalda. Tras él. Los otros dos verdugos hicieron lo mismo. Corriéndose en su coño

Pero no quedo ahí la cosa. Uno a uno, los veinte soldados que estaban en aquella mazmorra fueron pasando por su coño. Todos ellos se la follaron, corriéndose dentro de ella.

La dejaron en aquel potro. Con la leche de veinte hombres derramándose por sus muslos hasta que el inquisidor regreso.

-          Vaya…. Creo que mis hombres se lo han pasado muy bien contigo. Puta. ¿Vas a firmar?

-          No

Dijo la mujer entre lágrimas. Sabiendo que la tortura seguiría. La tumbaron en una especie de cama de metal conectando unos electrodos a las patas de esa cama. Entonces. El inquisidor le repitió la pregunta. Con la negativa de la prisionera una descarga eléctrica recorrió todo su cuerpo, y luego otra, y luego otra hasta que la prisionera grito ¡Vasta!

-          ¿Quieres que pare?

-          Si por favor. No lo aguanto más. Firmare tu maldita confesión.

-          Has obrado bien

Los soldados la soltaron a una orden del inquisidor y la llevaron ante el arrodillándola. Éste le paso el documento y una pluma que le entrego a la prisionera. Ella, firmo el papel, condenándose a si mismo y entregando todas sus posesiones al inquisidor.

-          Muy bien bruja serás juzgada y condenada para siempre. Ahora vamos a marcarte para que todos vean lo que eres

Uno de los soldados saco de una hoguera un hierro al rojo vivo, con la marca que se le ponía a las brujas mientras que otros dos soldados la inmovilizaban con una de sus nalgas en posición para ser marcadas.

La chica al ver eso empezó a chillar y a suplicar que no le hiciesen más daño, que no la marcasen.

-          No me marquéis por favor. Ya he firmado.

-          Lo siento bruja. Tenemos que marcarte.

-          No por favor. Hare lo que sea

-          ¿Lo que sea?

-          Si, lo que sea.

-          Está bien. Tú lo has querido

El inquisidor ordeno soltarla. Ella se quedo sentada en el suelo. Observando atónita como este se sacaba la polla.

-          Muy bien puta. Chúpamela, si no quieres que te marquemos a fuego.

La chica se acercó despacio a él, quedándose de rodillas. Agarro la polla del inquisidor con la mano y se la metió en la boca. Comenzó a chuparla mientras escuchaba como se reían de ella y la insultaban. El inquisidor la agarro del pelo marcándole el ritmo arriba y abajo una y otra vez entre sus jadeos. Al rato, apretó la cabeza de la prisionera contra su cuerpo, hundiendo la polla hasta su garganta y corriéndose dentro de ella, llenándola entera.

Después del inquisidor, fue el turno de los tres verdugos que estaban aun con ella. Esta vez, la prisionera no tuvo más remedio que colaborar y comenzó a comerle la polla a uno de ellos mientras que otro la agarro por la cadera, metiéndosela en su coño. La prisionera mamana polla mientras recibía pollazos. Se esmeraba en hacerlo bien para que terminasen pronto y la dejasen en paz. El otro verdugo llevo la mano de la prisionera hasta su polla para que le hiciese una paja. Se turnaba la boca de la chica con el primero hasta que ambos se corrieron también. Por ultimo. El verdugo que le follaba el coño descargo su leche dentro de ella.

Cuando los tres terminaron con la prisionera confesa. La arrastraron por toda la galería hasta su celda por orden del inquisidor. Encerrandola de nuevo sola.

Ella no sabía que sería de su vida ahora, Si la soltarían dejándola en paz, la mantendrían allí de por vida o la juzgarían y ejecutarían. Esa noche no dormido de la angustia a la espera de que aquella puerta se abriese otra vez para saber cuál sería su destino