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Los parásitos de la lujuria I

en Grandes Series

Los parásitos de la lujuria I

 

 

 

La suave brisa nocturna mece las copas de los árboles, obligándolas a componer extrañas siluetas. Sus hojas se elevan, caen, se entremezclan; parecen jugar unas con otras, cumpliendo extraños ritos. Hoy no hay luna y la oscuridad se cierne sobre la jungla. Las temblorosas estrellas, frías y distantes, no aportan luz suficiente para discutirle sus dominios a la oscuridad.

No es una noche de tantas; hay algo diferente en el aire, una falsa calma. Pequeños puntos de luz decoran el firmamento, estáticos, aunque uno de ellos parece moverse. Del fondo estrellado surge una antorcha ígnea que se precipita hacia la tierra, dejando tras de sí un largo rastro de humo más oscuro que la misma noche. La bola resplandeciente surca el aire con velocidad y se estrella contra la superficie de un inmenso lago, al pie de una cadena de montañas. El ruido del impacto altera el silencio natural de la jungla, que no recupera la tranquilidad hasta el amanecer.

A la salida del sol, una leve bruma es todo lo que queda del incidente. La selva despierta bajo los sonidos de siempre. Los animales se preparan para sobrevivir a una nueva jornada. Un perro de una aldea cercana aparece entre dos matorrales y se acerca al borde del lago para saciar su sed tempranera. Es un enorme dogo, un bello ejemplar adulto. Su piel negra brilla al contacto con el agua.

Al principio, nada parece ocurrir. El perro lame las aguas tranquilo, pero, a los pocos minutos, algo llama su atención unos metros más allá. Lentamente, se introduce un poco más en el agua, hasta que ésta le cubre las patas. Olfatea el aire y acerca el hocico hasta la superficie. Sin previo aviso, ésta comienza a burbujear a su lado. El perro se agita y empieza a revolverse, intentando desprenderse de algo que se ha adherido a su piel. Da media vuelta y corre hacia la orilla. Decenas de pequeños bichos agusanados se agarran a sus patas y reptan lentamente por su torso, en todas direcciones. El perro parece percatarse del peligro y comienza a gruñir mientras corre. Sonidos roncos salen de su garganta en un volumen ascendente.

Para cuando ha salido del agua está cubierto por cientos de extrañas larvas que se adhieren como sanguijuelas a su piel y reptan con rapidez hacia su cabeza y su cola. Los gruñidos del animal se convierten en lastimeros gemidos cuando las larvas invasoras comienzan a introducirse por sus orejas, por su boca y su ano hacia su interior. Cae al suelo y, poco a poco, tanto su agitación como la intensidad de los lamentos comienzan a ceder hasta quedar en absoluto silencio. Un silencio que es imitado por la inquietante jungla.

 

 

 

 

 

 

Tanzania, 3 años más tarde

 

 

 

La extensa sabana despliega toda su belleza ante los ojos de Letizia, que con la frente apoyada en la ventanilla del avión no logra fijar la vista en el paisaje. Su mente fluctúa entre los viejos recuerdos y la presencia de esta realidad africana. Vino para olvidar, pero se da cuenta de que eso va a costarle más de lo esperado. Manadas de gacelas corren asustadas bajo el ruido de los motores del avión, buscando una línea de arboles que parece demasiado lejana. El mar de hierba se agita al paso de la alargada sombra. A los ojos de Letizia, una cruz negra parece deslizarse a gran velocidad por un terreno verde que parece ondularse. Su efecto hipnótico le obliga a seguirla con la vista varios minutos, hasta que cree percibir en ella un augurio oscuro, indescifrable. Un escalofrío repentino la sacude antes de que la voz de su hija la rescate de su ensoñación.

- ¿A que es precioso, mamá?

- Sí que lo es, Ami. Me alegro de haber venido. -La sincera sonrisa de su hija borra toda preocupación en su rostro. Piensa que, efectivamente, ha sido un acierto realizar este viaje–. Reconozco que cuando me lo propusiste me pareció una locura, pero ahora tengo que darte la razón. Y te lo agradezco.

- Te lo dije, mamá –exclama Amelia satisfecha-. Me entristecía mucho verte con tanta pena. Sabía que algo así nos vendría bien a las dos.

- Pues has acertado. –María sonríe mientras acaricia el rostro de su hija con ternura-. Supongo que tú también lo has pasado mal, cariño. A decir verdad, hacía años que esperaba este divorcio, pero para ti, ver a tus padres separados después de tantos años…

- Mamá, ha sido duro para todos. Lo que importa es reponerse, aceptarlo y seguir viviendo.

A María no deja de sorprenderle la madurez intelectual de su hija. Como adolescente que es, conserva muchas actitudes de niña, pero mentalmente aparenta una edad superior. Le duele que en el instituto la consideren la empollona de la clase, la niña rarita y solitaria, porque su hija no se merece ese trato. Cierto que no es muy sociable, que posee una voz aniñada y mimosa, pero no es la típica gordita lista con gafas de pasta. Es introvertida, pero guapa, y cuenta con un cuerpo que podría pasar por adulto. Y no se trata de amor de madre: su hija es, en verdad, muy bonita. Su falta de amigos y amigas la irrita. En secreto, María guarda el temor de que quizás haya salido a ella misma, que haya heredado su carácter un tanto asocial.

Amelia no lo sabe, es demasiado joven para entender aún ciertas cosas, pero la razón del divorcio de su madre tiene mucho que ver con ese carácter. Ella cree que la desavenencia entre sus padres procede de una diferencia de intereses. Imagina que los deseos de su padre pasaban por que ambos estuvieran más tiempo juntos, mientras que para su madre, por el contrario, lo primero era el trabajo en la consulta. Podría haber sido un buen motivo, sí. María es doctora y ama su oficio, el cual le ha permitido, además, tener una excusa perfecta para el distanciamiento. Se sabe una persona fría, que descubrió poco a poco que no estaba hecha para la vida en pareja.

Si mira hacia atrás, le parece imposible que lograra mantener su matrimonio durante más de 15 años. El motivo de su reciente divorcio, el pecado que su marido nunca llegó a perdonarle, fue su poco apego al sexo. Ahora que lo ve con perspectiva, María se da cuenta de lo raro que tuvo que hacérsele a él su rechazo. Se casó algo tarde, pasados los 30, casi virgen. Las experiencias que había tenido en su juventud sólo habían servido para reforzar lo que una educación restrictiva le había inculcado. Las sensaciones que le proporcionaron sus primeras experiencias sexuales tuvieron un componente extraño. Por un lado, las disfrutó con una intensidad contenida, como si se tratara de algo externo, ajeno a su propia persona. No se reconocía a sí misma en aquella forma casi sucia de placer. Disfrutaba demasiado para lo que se suponía que debía hacerlo según la educación recibida de sus padres franquistas. Asustada, se olvidó de ello y dejó pasar el tiempo.

Los estudios de medicina posteriores le hicieron perder toda la curiosidad por el sexo, para ella dejó de tener misterio, pero el raciocinio científico nunca logró superar al religioso. Los dogmas inculcados en la infancia son difíciles de cambiar. Tuvo alguna que otra experiencia, pero siempre mantuvo el distanciamiento. Años más tarde, se casó con Luis, un hombre muy guapo, y debido a ello, también muy experimentado. Le quería. Con él logró recuperar el apetito sexual y perder parte de sus inhibiciones, pero jamás logró liberarse de sus prejuicios de juventud. Era consciente de que no le satisfacía como él deseaba.

Al año quedó embarazada, y la llegada de su hija potenció sus antiguos valores, su sensatez de antaño. Sus prejuicios volvieron a tomar las riendas de su vida sexual. No podía conciliar la maternidad, la visión de la familia aprendida en el colegio de monjas, con la suciedad moral del sexo tal como se lo habían inculcado. De repente era madre, y eso lo cambiaba todo. Finalmente ganó la castidad, cansada de la lucha interna entre el amor y el deber.

El proceso posterior fue muy duro. Las amargas discusiones con Luis, su marido, acabaron cuando éste comenzó su doble vida. Por puro rencor, él la fue informando de sus juergas, de las prostitutas, y finalmente de las amantes en las que buscaba lo que ella no quería darle. María no podía reprochárselo, pues se sentía culpable. Finalmente, ambos decidieron que mantendrían la falsa imagen de familia feliz hasta que su hija tuviera una edad determinada, para que la pequeña no sufriera carencias afectivas. Así, ella entre vademecums y horas extras, y él entre amantes y putas, fueron pasando los años. Años, para ella, de absorbente trabajo. Y también de voluntario celibato.

Cuando cumplió el plazo, su marido, Luis, le recordó el vencimiento del pacto y sus intenciones de divorciarse. Ella recibió la reclamación con más alivio que pesar. Una larga vida de mentiras por fin se acababa. Pero el sentimiento de liberación se vio menguado por la tristeza que percibió en su hija Amelia. Ami, ahora una preciosa adolescente, llevaba tiempo sospechando algo raro en la relación de sus padres. Algo no encajaba a sus ojos, percibía una sensación de frialdad, pero aún así, el divorcio le sobrevino como algo inesperado. Sin embargo, la chica supo reaccionar rápido, y cuando le propuso a su madre hacer un viaje turístico a la misteriosa África las dos juntas, “para olvidar penas”, María no tuvo más remedio que acceder, aunque sólo fuera por el bien de Amelia.

Y aquí estaban ahora, a ojos ajenos, una morena cuarentona bien conservada y su rubia hija adolescente, sobrevolando las misteriosas tierras africanas junto a un guía y un piloto de aquel país en una pequeña avioneta turística. Dos aventureras occidentales en tierras primitivas.

-Mira, la vegetación y el terreno cambian– dice Amelia, sacando a su madre de la ensoñación, señalando con el dedo la naciente línea de árboles y las cercanas montañas.

-Estamos aproximándonos a una de las zonas más misteriosas de toda África –les aclara el guía acercándose a la ventana. Su piel negra brilla bajo regueros de sudor –. Es uno de los pocos lugares inexplorados que quedan en el mundo. Cerca de esas montañas, al otro lado del lago Ngawe, vivía la tribu de los Samani, la última muestra de lo que podríamos llamar civilización conocida. Misteriosamente, los Samani desaparecieron hace un par de años sin dejar rastro. Completamente. Era un sitio de paso obligado para los exploradores que se aventuraban en la cordillera, y fue uno de ellos, precisamente, el que descubrió el poblado completamente vacío hace ya más de dos años.

Madre e hija se miran y sonríen. Les resulta evidente que el guía se está ganando su sueldo, contando una historia que habrá repetido centenares de veces con la intención de hacer más exótico el viaje.

- Es todo un misterio –prosigue-. Hay quien asegura que los espíritus de las montañas, hartos de que la tribu diera cobijo a los profanadores occidentales que se encaminaban a explorarlas, bajaron una noche y se llevaron a todos con ellos, hombres y mujeres, niños y viejos. Incluso a los animales.

- Qué lástima que no podamos verlo, ¿verdad? – pregunta Amelia guiñándole el ojo a su madre. Su voz dulce, aniñada, contrasta con el tono ronco del guía.

- Oh, al contrario, vamos a pasar justo por encima.

Ambas se sorprenden y se acercan con cierta emoción a las ventanillas. Ya no hay rastro de las hierbas altas. Ahora un verdor salvaje se ha apoderado de la superficie. Una jungla cerrada, sin apenas claros, oculta toda actividad a su vista. Los minutos pasan, y de repente, un inmenso lago parece abrir la arboleda bajo el bimotor.

- Estén atentas, el poblado está muy cerca del agua.

María y Amelia se pegan aún más al cristal y comprueban que, efectivamente, un grupo de chozas se apiña a poca distancia de las calmadas aguas. El vuelo rasante del aeroplano les permite apreciar con nitidez los espacios vacíos entre las rústicas viviendas, los montones de polvo acumulados entre las pequeñas construcciones y, en definitiva, la ausencia de vida en el poblado. Ngawe sonríe satisfecho al ver la expresión de sus dos clientes.

El avión continúa volando a escasa distancia de la superficie del agua, y tras un viraje brusco, se dirige hacia la orilla opuesta, hacia las misteriosas montañas. Las aguas brillan cegadoramente, y la presencia de los primeros picos se torna más solida. María mira a Ngawe preocupada.

- ¿No deberíamos coger más altura? Esas laderas comienzan a estar muy cerca.

- Mmm…, cierto, voy a decirle al piloto que no haga exhibiciones.

Madre e hija siguen con la vista al guía mientras éste se dirige hacia la cabina y abre la puerta. Lo que logran entrever a continuación las sume en un tremendo pavor. Con la mano sobre el pecho, el piloto se retuerce en un rictus de dolor, mientras grumos espumosos ensucian las comisuras de sus labios.

- ¡Dios mío, infarto! – exclama la madre.

Mientras ambas gritan aterrorizadas, Ngawe se esfuerza en desplazar al piloto e intenta sentarse a los mandos. Lucha contra la inercia y la gravedad, pero no logra enderezar el vuelo. Los motores rugen al ser forzados, la orilla prohibida se acerca velozmente y las aguas amenazan con engullir el avión. Madre e hija se abrazan y miran por una de las ventanillas previendo el choque. El impacto es brutal, acompañado por un sonido atroz, y acto seguido, por la más absoluta oscuridad.

 

 

 

La negrura es interrumpida por destellos de una realidad difusa. En la tenue claridad, María recibe ráfagas de imágenes, sensaciones lumínicas seguidas de oscuridad. Entre medias, percibe escenas sin sentido, que van y vienen como la llama de una vela zarandeada por el aire. La presencia de un grupo de mujeres negras a su alrededor, algunas de ellas embarazadas… lamentos lejanos de hombres que parecen sufrir un gran mal… una mujer de pechos enormes que mastica una extraña pulpa para, a continuación, escupir una espesa papilla blanca en un cuenco de madera… dos jovenes preñadas que pelean entre sí mientras la miran a ella, y luego parecen abrazarse y besarse… de nuevo la mujer de pechos enormes aplicándole un extraño ungüento de fuerte olor en el vientre y dándole a beber un caldo lechoso… el difuminado rostro de su hija, sujetada por los brazos, bañado en lágrimas… Y finalmente, una negrura carente de matices.

 

 

 

De lo primero que se da cuenta María al despertar es de que está desnuda encima de una especie de mesa pétrea, una plataforma parecida al altar de las iglesias. Cuatro argollas la tienen sujeta por las muñecas y los tobillos, obligándola a mantener abiertos brazos y piernas, como un aspa humana. La sensación de calor es también agobiante. Conforme se aclara su cabeza, empieza a tomar conciencia del lugar en el que está. Es una cueva enorme, escasamente iluminada por un pequeño número de antorchas. Según va recobrando la vista comienza a distinguir lo que parecen siluetas humanas. Están de pie, en círculo junto a las paredes de la cueva, en una especie de graderío bajo, a dos metros sobre el suelo. Todas son mujeres, todas desnudas, todas negras. Muchas de ellas parecen embarazadas. Todas la miran. La vergüenza la embarga, pero no puede hacer nada, está tan expuesta como indefensa.

-¡¿Quiénes sois?! ¡¿Qué estáis haciendo?! ¡¿Por qué me habéis atado aquí desnuda?! –Sus gritos son maximizados por el eco de la cueva, pero María no recibe respuesta alguna, sólo las mismas miradas inquisitivas. Inmediatamente recuerda lo más importante-. ¡¿Y mi hija, qué habéis hecho con ella?!

No hay respuesta. Letizia se revuelve violentamente sin ningún resultado. Está a punto de repetir las preguntas cuando, de repente, oye un sonido a su derecha. Un grupo de mujeres, portando varios cuencos en las manos, descienden del graderío por la única rampa que baja de él. Tienen la mirada perdida, y se acercan a ella en absoluto silencio.

-¿Quiénes sois? ¿Qué os pasa? ¡Respondedme, por Dios!

Sólo el eco le contesta. Por encima del pavor que empieza a apoderarse de ella, Letizia tiene tiempo para darse cuenta de una serie de detalles. El primero, la voluptuosidad de los cuerpos de estas mujeres, que no está en consonancia con la juventud que se ve en sus rostros. Parecen adolescentes, pero están tan formadas como una mujer en plenitud. Nada que ver con las fotografías de las mujeres ajadas de las tribus perdidas en la jungla tal como las presentan las revistas y los documentales. Una de ellas luce un vientre prominente, parece estar embarazada.

También le llama la atención un sonido leve, gutural, que proviene de una zona oscura a su izquierda, entre el círculo de mujeres y unas rocas bajas, alejado de ella. Parece una respiración fuerte, casi asmática, que no suena a nada humano. Intenta afinar la vista y cree atisbar un par de enormes ojos que al instante desaparecen.

Las mujeres llegan hasta ella. A pesar de lo inútil de sus ruegos, María sigue imprecándolas, se agita sin resultado alguno. Ve cómo la rodean mientras la joven embarazada queda al margen. Introducen las manos en los cuencos y las sacan embadurnadas en un producto oleoso, translúcido, parecido a la clara del huevo. Ante su sorpresa e indignación, las seis jóvenes comienza a extenderlo sobre su cuerpo. El contacto es cálido, suave, pero por no querido, sumamente desagradable.

- ¡No me toquéis, hijas de puta! ¡Dejadme, dejadmeeee!

Perdidos los nervios, María comienza a proferir los primeros insultos entre lágrimas. No recuerda cuánto hace de la última vez que se expresó así, pero suenan doblemente impropios en su boca. El líquido se mezcla en su cuerpo con el sudor que el excesivo calor de la gruta le está provocando. El volumen de los gritos aumenta cuando empiezan a extender el viscoso ungüento por sus genitales y sus senos.

-¡¡¡Dejadmeeeee!!!

Las mujeres, ajenas a sus quejas y su agitación, continúan su labor durante un buen rato e introducen sus manos por debajo del cuerpo de María para cubrirle la espalda, las nalgas y el dorso de las piernas. Finalmente, cuando se han asegurado de que todo el cuerpo ha quedado embadurnado con el viscoso líquido, se retiran dos pasos hacia atrás. María comienza a llorar con intensidad, ahora sin proferir palabra. No sabe qué está pasando, pero sospecha que lo que sea sólo es un preludio.

La joven que se mantenía apartada ahora se adelanta. La luz de las antorchas se refleja en su abultado vientre. María ve con impotencia cómo se arrodilla entre sus piernas abiertas, forzadas por las ataduras, y mantiene su rostro a medio metro por encima de sus genitales.

- ¡¿Qué haces?! ¡¡¡No!!!

De repente, la chica abre la boca como si tuviera arcadas. Al tercer movimiento, comienza a regurgitar una baba espesa, blanquecina, una espuma que comienza a caer sobre el vientre de María deslizándose en pequeños riachuelos hacia los lados. Con los ojos abiertos por el horror, la doctora ve cómo algo desciende al fin desde la boca de la chica negra hasta su propio ombligo. Es como una pequeña babosa, una estrecha larva de apenas unos centímetros de largo. Entre pavorosos gritos, observa indefensa cómo el bicho se arrastra hacia su vagina y contacta con ella.

- ¡Dios mío, por favor, no, ayúdame, noooo!

Los gritos crean ecos en la cueva. María ve, pero también siente, cómo, ajena a sus plegarias, la pequeña larva se introduce bajo el prepucio de su clítoris y se enrosca como una funda sobre su glande, como si este fuera una semilla y el gusano su viscosa piel. Entre lágrimas, contempla cómo la chica continúa expulsando líquido por la boca, y cómo dos larvas más caen sobre su cuerpo y se arrastran hacia sus pechos. Al igual que la primera, se arrastran por su piel hasta llegar a sus pezones, donde se enroscan fuertemente cubriéndolos también por completo.

Dios mío, Dios mío, por favor, sácame de aquí”, repite María mentalmente entre lágrimas. Una vez realizado su cometido, la joven negra se retira y se une a sus compañeras. En fila, lentamente, vuelven las siete a la grada. Todo queda en un silencio espeso en el que sólo se oyen los sollozos y las súplicas de la mujer blanca. Hasta que, de repente, las espectadoras comienzan a emitir simultánemamente un murmullo que más parece una salmodia, un cántico a bajo volumen.

María, en el centro de la cueva, se tranquiliza en parte. Sigue tendida en lo que ahora sabe que es un extraño altar, con brazos y piernas extendidos por las argollas. Su piel brilla a lo largo de su cuerpo debido al ungüento, y sobre su vientre relucen dos pequeños charcos de líquido lechoso. No quiere mirar a los tres gusanos incrustados en su cuerpo. El calor es agobiante, la atonta, y el murmullo tiene efectos relajantes. De pronto siente algo y rápidamente enfoca la vista hacia abajo.

Una extraña sensación pulsátil comienza a apoderarse de su clítoris. “No, por favor, eso no”, grita internamente. De repente, un agudo pinchazo de apenas un segundo en la misma zona acaba con su grito. “Unghhh.” Inmediatamente, una sensación intensa comienza a apoderarse de ella, una pulsación regular, como de succión, parte de su clítoris. Abre bien los ojos con la cara sumida en el espanto y ve que, o bien el pequeño botón que era antes su clítoris o bien la ahora vibrante larva han crecido hasta ocupar el triple de su tamaño anterior. El espanto se apodera de ella, pero lo peor está aún por llegar.

Entre la marea de pánico que la inunda comienza a darse cuenta de que las pulsaciones en su clítoris y en los pezones van en aumento, y debido a ello, a partir de cierta intensidad, el cometido de las larvas queda revelado.

Placer.

Placer sin mácula, sin miramientos. Un placer devorador de inequívoco contenido sexual. “No, por favor, eso no.” Sus senos, al igual que su cada vez más castigado clítoris, empiezan a adquirir peso, más tamaño, más cuerpo. Ramificadas venas comienzan a marcarse en sus pechos, en dirección a unas cada vez más amplias aureolas. “No, no, ¿qué le está pasando a mi cuerpo?.”

- ¡No, nnnoooo…! -protesta María en voz alta. La intensidad de las pulsaciones aumenta lenta pero decididamente, y ella comienza a sentir sus efectos. Poco a poco la humedad hace acto de presencia en su vagina. Sólo el horror descarnado de la situación le permite evadir, de momento, la propuesta placentera. El murmullo de fondo va creciendo con la misma velocidad del placer que la infecta.

Allí, extendida impúdicamente sobre la piedra, en el centro de ese extraño ruedo, su mente científica toma el mando y comienza a darse cuenta de su verdadera situación. El bebedizo que entrevió en sueños, el aceite extraño, los bichos pegados a sus partes erógenas...; una suma de afrodisíacos imposible de resistir. Seguramente, el placer aumentará hasta límites insoportables, y llegará al orgasmo, y luego… ¿y luego qué? Su imaginación renuncia a adentrarse en impensables y horrorosas posibilidades. Desgraciadamente, pronto saldrá de dudas.

Las oleadas de placer cada vez son más violentas, menos sutiles. Principalmente desde los puntos tomados por las larvas, pero también a través de la piel. El calor que siente no tiene que ver sólo con la temperatura de la cueva. María comienza a agitarse, a alzar las nalgas involuntariamente, a mover las caderas. Su cabeza se mueve a ambos lados, sus labios están mojados por una lengua que no puede evitar repasarlos. Hacía tanto tiempo, tanto tiempo...

De repente, con un clack imperceptible, las argollas se abren, devolviéndole la libertad de movimientos. Los murmullos se recrudecen. Ahora es su oportunidad de escapar, de salir corriendo. Pero no puede, hay necesidades már urgentes que cubrir. Sin poder evitarlo, sus manos comienzan a posarse en sus zonas erógenas, ahora profanadas por las repulsivas larvas. Las nota duras, pero a la vez envueltas en una blandosidad viscosa. El tamaño aumentado de sus senos, de su más que erecto clítoris, ahora del volumen de una almendra, le produce una extraña, lasciva sensación al contacto. “Oh, ohhh, Diosss.” Sin apenas darse cuenta, se está masturbando, moviendo las larvas enquistadas cada vez más fuerte. “Oh, Dios mío, ohhhh.”

Introduce dos de sus dedos, tres, en su vagina, profundamente, hasta hacerse casi daño. Con la otra mano, alza uno de sus hinchados senos y muerde violentamente la aureola, eludiendo la asquerosa larva, aún sujeta al erecto pezón. “No, qué estoy haciendo, ¡qué estoy haciendo!” La salmodia a su alrededor inunda su cerebro. Mira a las decenas de mujeres que la contemplan, que cantan para ella en éxtasis, con los ojos en blanco, excitadas por ella, y, ahora se da cuenta, para ella. Algo hace clac en su cerebro, pues donde debería surgir la vergüenza surge algo opuesto, la excitación. Ya no sólo es física, ahora también es mental. Todas esas mujeres la miran, y eso, en vez de avergonzarla, la hace sentir sucia. Y caliente.

María ya sólo susurra, no tiene fuerzas para otra cosa que no sea la autosatisfacción. Debe llegar al orgasmo, correrse, no sólo para acabar con esta situación, para que las larvas se desprendan, sino porque desea, como no ha deseado nunca nada, hacerlo. El problema es que cuanto más ahínco pone, más lejos se sitúa su cordura. María lame sus senos, delimitando el perímetro rosado de su aureola, siguiendo las ahora marcadas y sobresalientes venas con la lengua. Mordiscos cada vez más sentidos le producen enormes chupones en ambos pechos, ahora marcados por cardenales y relucientes de saliva.

¿Quieres correrte, guarra?” La voz la pilla por sorpresa. Mira alrededor mientras se sigue magreando el cuerpo, pero no hace falta comprobarlo, sabe que la frase ha partido de su propia cabeza. La educación recibida comienza a huír de ella ante el deseo voraz, demoníaco que la devora. ¿Es su propia voz, su propio pensamiento oculto desde hace muchos años, liberándose; las barreras y los tabúes impuestos por su educación cayendo? “Vamos, sigue así, puta.”

-Ohhhh, ooohnonnnnnnn. – María se frota violentamente el clítoris, cada vez con mayor velocidad, la mano asiendo la larva.

De repente, todo sucede a la vez. El murmullo, que ya era casi un vocerío, cesa. En el silencio resultante, María, en medio de su agitación, escucha de nuevo a su izquierda la pesada respiración en la oscuridad, ahora muy nítida. Dos ojos rojos la miran desde la oscuridad. Pensar en un hombre oculto, viéndola en ese estado, aumenta su excitación. Se ha dado cuenta de que cuanto más depravada es la situación, cuanto más sucia, más caliente está. La imagen de un pene aparece en su mente, una imagen ajustada al enfermizo estado de exitación que siente. Un monstruoso, duro y encharcado miembro goteante. Sus dimensiones, su solidez, su viscosidad, su color rojo sangre, resaltado sobre la piel negra, se apodera de su cerebro. Y en un momento, un susurro se reproduce en su cabeza: “Ven y fóllame, puta. Vamos, guarra asquerosa, ven aquí y métete esta horrible polla en las entrañas”.

 

 

 

- ¡Aaaahhhhhhhmfffffff! – El grito resuena en la gruta. Ebria de lujuria, aprieta hasta el dolor, hasta que sus dedos se hunden en los globos carnosos que ahora son sus senos, dirige su boca hacia la larva que había estado evitando hace un momento y, violentamente, se la introduce junto con el erecto pezón en la boca. Y succiona, succiona aquel horror viscoso adherido a su piel hasta el paroxismo. La mezcla de asco y placer intensos la golpean como nada lo ha hecho en su vida. El placer con el que la larva, inyectando sus líquidos internos en el pezón, la obsequia, crea una adicción inmediata. María chupa profiriendo enormes ruidos de succión que resuenan por toda la cueva. Las mujeres, en silencio, observan cómo la saliva se le escapa por la comisura de los labios y crea riachuelos en sus enormes pechos, siguiendo el curso de sus grandes venas.

María siente sus pezones duros como piedras, pero a la vez infinitamente sensibles. Aun siendo consciente de la monstruosidad de aquellos parásitos, sólo el placer parece real en esos momentos, un placer sucio, asqueroso, pero irrefrenable. Agarrando ambos senos con las manos, en pleno paroxismo, hunde los dedos en ellos, succiona y muerde ambos pezones con saña, sin saber cómo puede detener las intensas sensaciones que le están proporcionando, y la vez, no queriendo que eso ocurra. Pero debe acabar, debe llegar al fin de alguna forma o se volverá loca.

Sí, he de llegar al orgasmo, he de acabar”, se dice María, “o de lo contrario perderé la cordura”. El frenesí sigue aumentando hasta el punto de conducirla al borde de la irracionalidad. Muerde aquellos pechos ahora enormes, cuyas crecidas dimensiones y venosidades la excitan aún más.

- Disfrutas, ¿verdad, guarra? – Los alienados pensamientos salen ahora de su propia boca, cada vez en un tono más alto- Siempre has sido una guarra. Todos, todoasss estos añosssss, ahhhhhhhhh, sí, una sucia, asquerosa ¡putaaaaaaammmm!

Enajenada completamente, María no parece una mujer, sino un animal. Babea sobre los enormes pechos, deja caer su saliva en hilos cada vez más gruesos. Los moratones y las babas le dan un aspecto indecentemente sexual, obsceno. Poco a poco, los hilos de saliva se convierten en tímidos escupitajos, e inmediatamente en espesos y blanquecinos lapos. María está fuera de sí y se escupe sobre los pechos violentamente.

- ¡Ptuajjj! Sí eso es, ¡jjjpuaj! Vamos, zorra, cerda, córrete, córrete – dice tirándose al suelo en lo que espera sea el inicio del anhelado orgasmo. Con la baba pringando su obscena boca, su garganta, sus senos, tumbada sobre el frío empedrado dirige su mirada al centro de sus abiertas piernas. La larva sigue pulsando sobre su agrandado clítoris, tres veces mayor de lo normal. María dirige sus escupitajos hacia su vagina, con gran acierto. Su cuerpo tiembla de forma descontrolada. Cuanto más sucia se ve, más se excita.

La imagen es pesadillesca. La casta y seria doctora de 47 años, la serena madre educada con rigidez, ya no está. Ha sido sustituida por un animal sexual de cuerpo voluptuoso que se masturba y se escupe de forma demente mientras grita obscenidades. Mira con ansia a su brazo como si fuera el enorme miembro negro, goteante y venoso que se ha apoderado de su mente. Acerca su mano derecha a la boca, se la introduce hasta la garganta y la saca embadurnada de saliva. Hilos espesos unen sus dedos a sus labios.

- ¡Tiene que ser ahora, tiene que ser ahora! -grita.

Acto seguido, vuelve a bajar la mano y la empuja hacia el interior de su intimidad. Su vagina es un charco, la enorme cantidad de flujo debida a la excitación y los acertados salivazos le hacen la tarea más fácil. Con determinación, hunde su mano completamente, de golpe, provocándole un dolor que inmediatamente se convierte en placer.

- Síiiiii, oh ¡síiiiimpfffffffffffffffffff! -La mano entra y sale cada vez con mayor violencia, girando 45 grados sobre sí misma, como si quisiera agrandar su interior, pero el orgasmo no llega- Sí, por favor, síiiiiahhh. ¡Vamos puta, vamossss! Ahhhhhh.

Arqueada sobre sí misma, tirada en el suelo, con la mano entrando y saliendo violentamente de su vagina mientras se escupe en ella; bañada en saliva y en sus propios flujos, María está tan absorta en su objetivo, en su demente lujuria, que no se da cuenta de que el oculto observador ha salido de las sombras y, parsimoniosamente, se acerca hacia ella, dejando en el suelo un rastro similar al que dejaría una enorme babosa. Se detiene a un metro de ella, se sienta de nuevo a horcajadas, con un rezumante y granuloso miembro en erección y fija su mirada en ella.

María, con su mirada periférica, logra por fin captar su presencia. Su rostro se congestiona horrorizado cuando logra ver la fuente del movimiento y del ahora mucho más perceptible gemido respiratorio. Un perro viejo está sentado a unos metros de ella. Tiene un aspecto terrible, ajado, una cabeza enorme y un cuerpo en el que se destacan varias venas en las patas y el pecho. De su boca, grande como la de un San Bernardo, manan goterones de baba. La enorme lengua, fibrosa, gruesa, roja, difuminada por la saliva, cuelga desde los dientes al igual que los deformados labios, que, tumefactos, forman pliegues como jirones que dejan ver, entre espumarajos, las encías carmesíes del animal.

El horror ante la visión del dogo impacta en su cerebro y pugna durante unos segundos con la lujuria y la excitación enfermiza que la han sacado de sí misma. El corrillo de mujeres reanuda el canto, ahora con mayor intensidad. Las larvas incrustadas en su cuerpo aguijonean e inyectan un nuevo tipo de afrodisíaco en sus zonas erógenas. El nivel de excitación sería insoportable, pero los mismos parásitos la mantienen despierta y receptiva. La mirada de María se desvía de las fauces del animal a su pene, y descubre que es exactamente el que ha estado ocupando su mente durante los últimos minutos. Horrorizada y excitada a la vez, sabe por fin la finalidad de todo esto, cómo acabará. Ahora más que nunca, debe correrse para que eso no suceda.

- ¡Nooarggggggg! Vamos, vamos, córrete, ¡cóoorreeeeteeeeeeee! – Su grito de desesperación reverbera en las paredes de la gruta, pero no lo logra, y cada vez más excitada, dominada hasta el límite máximo por la mayor de las lujurias, se da cuenta de que no podrá evitar lo que va a pasar a continuación, lo que va a ocurrir de todos modos. Como si el sexo no realizado en sus largos lustros de celibato se hubiera acumulado y estallado en este momento, María no puede contener el caudal de placer que la posee.

La mirada del perro, su deformidad carmesí, rezumante, su boca babeante, todo, la llaman a abandonar el control, a dar satisfacción a su necesidad hiriente, al pozo sin fondo en que los parásitos han convertido su sexualidad.

Vamos, perra, fóllatelo, es lo que quieres.”

- No, nonnn, por favor, noahhhh.

Fóllatelo y sabrás lo que es el placer definitivo, perra.”

- Nooo. No me corro, no me corro, ¡¿por qué no me corrooo?!

Sé su perra.”

Y de pronto sabe que los parásitos, los asquerosas larvas asentadas en sus pezones, en su clítoris, no la dejarán llegar al orgasmo, que seguirán insuflando en ella la necesidad sin dejar que se corra, hasta que se dé por vencida, hasta que se rinda al monstruo. Y María, babeante y con los ojos en blanco, comprende que no hay escapatoria.

 

 

 

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