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Los parásitos de la lujuria II

en Grandes Series

Los parásitos de la lujuria II

 

 

 

El calor es sofocante dentro de la enorme cueva. El sudor brilla en la piel de las mujeres negras situadas en el perímetro del círculo y se desliza en espesas gotas recorriendo de arriba a abajo sus abultados vientres. Ahora, sus cánticos son más que un murmullo, y aún así, no igualan el volumen de los tremendos gemidos de María. Tumbada sobre el pedestal de piedra situado en el centro de la caverna, su mano entra y sale de su interior con un movimiento giratorio que parece buscar algo que no encuentra. A veces saca la mano y se la introduce, llena de jugos en la boca, hasta la garganta. La saca, escupe en ella con fruición y vuelve a introducirla en su anhelante vagina. El rumor creciente y el hecho de que la estén contemplando actuar como una pervertida intoxican aún más su cerebro. Cuando cree que no existe una excitación mayor, los parásitos instalados en su clítores y sus pezones aumentan la dosis de afrodisíaco, y entonces el placer sube un grado y la acerca un poco más a la locura.

A pesar de la presencia de la silueta animal a su lado, María no puede dejar de actuar como una depravada. Ladea la cabeza para mirar al perro de frente y apenas puede creer lo que ve. Conteniendo el horror que siente, baja la vista recorriendo con sus ojos el enorme cuerpo del cánido. Puede ver cómo el poderoso pecho del animal se infla y desinfla al ritmo de la pesada respiración. De sus fauces mana un constante flujo de saliva, baboso y espeso como la clara de huevo. Dominada por el terror, completamente horrorizada, no puede evitar seguir mirando el aspecto más horrible del animal. El grotesco can, en una posición obscena, sentado sobre sus cuartos traseros, exhibe un miembro en erección monstruoso, hinchado, surcado por venas y por lo que, vistos a un par de metros de distancia, parecen horribles bultos.

La impresión que esa imagen produce en ella es tan fuerte que no puede retirar la vista. El miembro del perro es espantoso, tanto por su tamaño como por su apariencia. Nace de un bulto reluciente, húmedo, tras el cual se asoma una bolsa testicular que recuerda a odres hinchados, repletos de su asqueroso contenido. Bajo la goteante saliva que se derrama sobre él desde las fauces abiertas, el viscoso pene palpita con vida propia. María intenta gritar, pero no lo logra. Sus cuerdas vocales no le responden. No hay cubierta en esa monstruosidad, y bajo la piel -ahora se da cuenta- los bultos internos que había vislumbrado parecen tener vida propia. Venoso, latente, goteante de humedad viscosa, el miembro del animal le produce repulsión. Pero por alguna razón no puede apartar la vista de él. La mujer está horrorizada, asqueada, pero la doctora, la profesional que hay en ella, no puede evitar sentir interés.

Su curiosidad científica por la criatura es como una balsa en el océano de lujuria que la invade. Nota que su raciocinio vuelve durante unos breves segundos, e intenta aferrarse a él para recuperar su cordura. Los parásitos, sin embargo, se aperciben de ello al instante y redoblan los ataques a sus zonas erógenas, inyectándole una nueva dosis de bioestimulantes que la sumen en un desquiciado reencuentro con el placer. Es tan intenso el nuevo ataque químico que la mente de María se nubla de repente. De su boca abierta cae un hilacho de baba involuntario que se desliza por sus enormes pechos siguiendo las líneas de sus abultadas venas. Su mano acelera en su vagina, dándola de sí hasta límites inhumanos. Cuando el pensamiento vuelve a ella es todavía más alienante que antes. “Vamos, sigue, sigue, demuestra lo puta que eres, demuéstraselo a ese macho, a esa polla. Vamos, acércate a él, es lo que quieres: fóllatelo.”

Su parte viciosa comienza a tomar el mando, y María se da cuenta de que perderá la batalla, de que la resistencia sólo puede acabar con su cordura. Mejor plegarse al deseo, por muy sucio que sea, que perder la razón, piensa.

- Sea pues. Pero no rendiré mi mente, aunggggg. Lo haré, follaré con el monstruo pero no seré suya. Sólo por obligación, sólo por obligación. ¿Me oyes, cabrón? Pero tendré el control, no seré tuy…aungggggghhhhh.

Saca la mano de su interior, empapada en jugos, blanca transparente. Lechosa. Se levanta entre espasmos y se acerca al animal, Apenas se tiene en pie. Mantiene hasta el último momento la esperanza de desmayarse ante la monstruosidad de lo que va a hacer, ante la repulsión y el asco que le produce aquella bestia, y especialmente ante el deseo abrasador de hacerlo, tal es su intensidad. Esperanza inútil, pues como en una película a cámara lenta, sin nada que estorbe su percepción, es total, asquerosa, lascivamente consciente de la terrible realidad. De cómo se coloca delante del jadeante monstruo y se sitúa, piernas abiertas, encima del gangrenado miembro, mirando con fascinación y repulsión a partes iguales cómo los semienterrados parásitos palpitantes, como gusanos tras la piel roja, recorren la longitud de la exagerada erección del perro. De cómo, intentando resistirse al impulso, una nueva oleada de sucio placer, desde sus pezones, desde su clítoris, la obliga a abandonarse a rendirse, a buscar la satisfacción prometida en aquel monstruoso y rezumante trozo de carne.

A su alrededor, en correspondencia a sus actos, el coro de mujeres alcanza el volumen más alto y retumba en las paredes. Enfebrecida por el deseo, la voluntad de María va perdiendo la batalla. Se sitúa a pocos centímetros del babeante hocico del perro y, poco a poco, las piernas totalmente abiertas, tiritando los músculos por el esfuerzo, desciende hasta el empapado miembro del monstruo. Entre gemidos, percibe el contacto del enorme pene con su vulva. Mientras los humores del perro se mezclan con los suyos, María siente toda la repulsión, el tremendo asco y a la vez inmenso placer que la pecaminosa unión carnal le proporciona. Desde los pezones, desde el clítoris, las pulsaciones se vuelven ya intolerables, la conducen a un delirio que no tiene fin. Como descargas eléctricas, pinchazos obscenos se repiten cada dos segundos en sus senos y vagina. La cadencia lenta, insistente, la vuelve loca. Su ritmo pulsátil, su presencia, no para ni cuando, dejándose caer, comienza a introducirse el rebosante pene.

- Ah, ah, ahmmmm… ¡aaaaaaahm! – grita ya sin freno, reproduciendo en su mente unas palabras que, sabe, parten de alguna zona oscura, oculta toda la vida en su interior. “Así, asíiiuuummm. ¿Ves cómo te gusta, guarra? Eso es, eso es. Eso es lo que quieres, ser su perra, su sucia y puta perra.” Los movimientos de María, perdida en un candente frenesí, se hacen cada vez más rápidos. Sube y baja sobre el erecto trozo de carne, sintiendo todos y cada uno de los asquerosos bultos, esos que ahora sabe que son larvas, parásitos procedentes del infierno. El fino hilo de cordura que aún mantiene le hace alejar su cara de la del perro, que continúa mirándola con intensidad. Charcos de baba caen de sus fauces, de los colgajos rojos entre sus dientes, mientras respira sonoramente. María, con el cimbreo en sus entrañas, se echa hacia atrás, hasta apoyar las manos en el suelo. El perro sigue sentado firme, sin hacer un solo movimiento, y ella se aleja de sus fauces inclinándose hacia atrás todo lo que puede. Aún así, la baba le cae sobre el vientre, empapándola, y baja en riadas hasta la obscena unión de ambos. El pulso eléctrico de las larvas continúa estimulándola sin descanso. Uno dos, uno dos…

- ¡Ungggggghhhhhh!

Ella aumenta el movimiento sobre el pene de la bestia, forzando el roce de los bultos contra las paredes internas de su vagina. El sonido del chapoteo y de sus gritos se mezcla con la salmodia de las otras mujeres y es aumentado por el eco en las paredes de la caverna.

- ¡Ss, sssí, síiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!

El placer es ahora indescriptible. María, echada hacia atrás. Con las manos en el suelo, mira cómo se abulta su vientre en cada penetración, cómo el miembro del animal empuja desde dentro su intimidad con brusquedad, hasta que parece pugnar por atravesarla. Pero es ella la que está haciendo todo el movimiento, la que se escupe en el montículo que aparece y desaparece a la altura de su ombligo.

- Vamos, cabrón, vamos, haz que me corra, haz que me corra, jodeerrrrr. ¡Ahrggggggggg! -grita María, pero el desahogo no llega.

El perro sigue sin moverse, es ella la que hace todo el trabajo, es ella la que lo está follando. Su cuerpo comienza a convulsionarse; hace minutos que ha llegado al límite de su resistencia. “Sí, fóllatelo, puta, fóllate a este asqueroso animal. Métete su horrible polla hasta el fondo, hasta que te reviente. ¿No eres capaz de hacerle gozar, no eres lo suficientemente cerda?”

María mezcla pensamiento y habla, el duelo entre su yo interior y su raciocinio está en su apogeo. Si pierde ahora ya no habrá vuelta atrás.

- No, no, no seré tuya, no me rendiré, noooo. Sé lo que quieres, maldito cabrón, sé lo que quieres…¡oahhhhhhh!

La intensidad con la que se introduce el granuloso miembro es máxima. Hilos de saliva cuelgan entre los dos vientres cada vez que estos se separan, salpicando y emitiendo un sonoro chapoteo al juntarse. A punto de perder el juicio, se da cuenta de que no va a poder resistir mucho más. El placer devorador que siente se ha convertido en todo su universo. Necesita satisfacer su necesidad, necesita correrse más de lo que ha necesitado absolutamente nada en toda su vida. La racional, casta María, comienza a perder la batalla. El placer la transforma, la convierte en un ser pecaminoso rendido a la lujuria en cuya mente ya no hay espacio más que para sucios pensamientos lascivos.

Arriba, abajo, arriba, abajo. Uno dos, uno dos. Chapa, chap, chap, chap… “Esta eres tú, esta eres tú, sí. La auténtica, la verdadera María. Una guarra, una puta, una perra babeante que vive para el sexo. Que nació para recibir placer de su dueño, de sus muchos dueños.” María, sin parar de meterse el chorreante miembro hasta las entrañas, incorpora sus ya cansados brazos, casi dormidos por el esfuerzo, y los coloca a ambos lados de la oscura cabeza del animal. En esta posición, más cómoda, acelera sus movimientos, y el metesaca se torna violento. El placer sube en intensas oleadas desde su intimidad y devora todo su cuerpo. Se siente al borde de la rendición. Si no llega al orgasmo inmediatamente, no volverá a su condición anterior nunca más.

Chop, chop, chop…

- ¡Ahhhhhhhhhhhmgfffffffffffffffffffffff!

El chapoteo y los jadeos resuenan en la amplia estancia convirtiendo la escena en una obscenidad deplorable. Inesperadamente, María se da cuenta de que el coro ya no se oye, las mujeres a su alrededor se han callado, y por el rabillo del ojo ve cómo se besan y se magrean, sudorosas y abultadas, entre ellas, y eso la excita, aunque parecía imposible, aún más. Hasta tal punto que sus jadeos se convierten en gritos, potenciados por el eco que le devuelven las paredes de la gruta. Sólo se la oye a ella, y el volumen de sus gemidos es tal que supera incluso los gritos que salieron de su boca en el parto de su adorada hija.

- ¡Ahhhhh! ¿Qué quieres, cabrón, qué es lo que quieresssahhh?

A pesar del sube y baja, no puede dejar de mirar a los ojos del monstruo, cuya impasibilidad la domina. A la par que el silencio de sus observadoras, cree percibir en el enorme y viejo dogo un sutil cambio, un destello de malignidad satisfecha que sugiere algo nuevo, el paso definitivo a su sucia victoria. María se vuelve loca cuando siente un nuevo movimiento en el interior de su vagina. Las larvas han comenzado a moverse y han convertido el mutado miembro del perro en algo aún más terrorífico. Como si de un vibrador de perlas se tratara, los abultamientos giran y empujan las paredes de su vagina acompasados con el movimiento de subida y bajada, conduciendo a María al paroxismo.

- Nnognnnnnnnnahhhhhhh…sssiiiiiiiiii. Ahmmmmmmmmmmmm

¿Ves cómo quieres más? ¿Ves cómo eres una puta? No tienes fondo, no tienes fondo, pedazo de guarra, sucia perra…”

- ¡Aaaaaaaaaah,mmmmmmm! -Ya no hay gemidos, sólo gritos, tanto es el placer que siente- ¡AHHHHHHHHHH!

La mirada del monstruo la abrasa. Su falo enorme, duro y móvil, hurga en su interior sin piedad, empujado por ella misma. Las larvas enquistadas en su inflado clítoris y en las encarnadas culminaciones de sus hinchados y venosos senos, en continuo bamboleo, le envían auténticos latigazos de lujuria. María, la madura y fría doctora de 47 años, ya no puede más, no es ella misma. Se siente al borde de la transformación, de la casta madre célibe que era en la enferma viciosa en la que, ahora sabe sin duda alguna, se va a transformar. O más bien, se ha transformado ya, pues sin ser consciente de ello, su mirada ha descendido de los ojos del animal a su asquerosa boca chorreante, que la salpica y le inunda el vientre y los pechos, con la que mantenía una precautoria distancia que, poco a poco, se ha ido acortando.

Vamos, sé suya, sólo tienes que acercarte. Te dará más placer. Demuéstrale lo viciosa que eres, lo sucia y depravada que quieres ser. Vamos puta, cómele la boca.” La fugaz sorpresa que siente por ese asqueroso último pensamiento, el saber que procede de sí misma, de su oscuridad interior, sólo dura una fracción de segundo. En seguida desaparece junto a lo poco que quedaba de resistencia, junto al último fragmento de la antigua María.

Enferma de pasión, mientras sigue introduciéndose el falo del animal, María agarra con ambas manos la cabeza del perro y sucia, violentamente, hunde su boca abierta en aquel mar de babas. Busca con su lengua la del animal y la encuentra, pegajosa, empapada, como un filete de carne rezumante que, de repente, cobra vida. La impasibilidad del animal llega a su fin. María, desde el minúsculo rincón de su cerebro en el que aún sigue siendo ella, se da cuenta de lo que eso significa: la bestia ha triunfado. Plenamente. Y ella se da cuenta por su propia rendición, por el escalofriante hecho de que en realidad eso ya no le importa. Está follándose a un asqueroso perro, metiéndose su monstruoso miembro lleno de venas y larvas hasta las entrañas, buscando su lengua dentro de una asquerosa boca rebosante de babas, y lo está disfrutando. De hecho, es lo único que su enfebrecida mente desea en estos momentos. Y percibe con horror, lo único que desea para el resto de su vida, de ahora en adelante, su razón de ser.

El enorme cánido comienza a incorporarse, y María, con el pene aún dentro y la boca hundida en la del animal, ha de agarrarse bien con piernas y brazos para no caerse. A cuatro patas, el perro flexiona lo suficiente hasta que la espalda de ella toca el suelo. Inmediatamente, comienza a poseerla, primero lentamente, luego con furia animal. Sus hinchados testículos rozan el suelo con violencia, creando un ruido de arrastre obsceno. María, mientras, entra en una nueva dimensión de placer, de una intensidad impensable, increíble. La violenta penetración del perro la vuelve loca, hasta tal punto que ya no siente el efecto de las larvas. Está tan fuera de sí que ni siquiera se da cuenta del efecto aumentado que continuán ejerciendo en sus pezones y su clítoris. Ya sólo siente al perro, la bestia que se ha convertido en su amante, en su dueño.

Eres su hembra, eres su perra. Ahora, para siempre. Su perra.” María responde a la excitación que la sumisión provocada por sus propios pensamientos le produce reafirmándolos. Busca con su lengua la garganta del perro ávidamente, pero hunde tanto su boca que las rojas encías se le marcan en el rostro. El caudal de saliva es monstruoso, asfixiante. La espesa baba del animal inunda su boca, su nariz, y cae a chorros por su barbilla. Los inflados y marcados senos chocan entre ellos y se separan, formando una película translúcida, chapoteando, salpicando su vientre. De pronto, la lengua del animal también cobra vida y penetra en su boca, haciéndola expulsar con violencia chorros espumeantes de la comisura de los labios. María abre enormemente los ojos mientras la macilenta y larga lengua del animal penetra en su cuerpo a través de su garganta, hasta el esófago, llegando aún más adentro de ella que el monstruoso pene.

El perro parece dotado de conocimiento y hurga con su lengua más allá de la garganta, llenándole la boca y provocando que su saliva comience a escapársele a borbotones por la nariz, el único punto de fuga posible. La asfixia se une al concierto del placer y conduce a María al borde definitivo del clímax. Las húmedas paredes de la cueva son mudo testigo de la delirante escena. El perro hunde los riñones con firmeza y rapidez, arrastrando los testículos por el suelo en una embestida continua a la vagina de María, ahora un pozo húmedo y dado de sí, cuyas paredes interiores sufren a la vez el movimiento continuo, espiralado, de las larvas.

¿Te gusta cómo te mete la polla, perra? ¿Te gusta cómo revienta tu coño, cómo te da placer? ¿Te gusta cómo te folla, cerda?”

- ¡¡¡MMmmmmm, síiiii, mmmgggggg!!!

Las larvas, de las que María se ha olvidado del todo, siguen sin embargo fuertemente aferradas a ella. Su efecto transformador ha dado a su clítoris el tamaño de una cereza, y a sus senos el de odres marcados por gruesas líneas azules. Entre el delirio placentero al que el perro la somete siente, sorprendida por la posibilidad de subir un escalón más en su calentura, que los parásitos vuelven a dar señales de vida envíándole de nuevo al cerebro violentas oleadas de deseo.

Sientes ese picor, ¿verdad? Te gusta, guarra. Quieres que aumente, que sea más intenso, ¿eh, puta?”

Sin que María llegue a verlo, numerosos filamentos diminutos, escondidos en el interior de los parásitos, se endurecen convirtiéndose en cientos de pequeños alfileres que se clavan directamente en los pezones y el clítoris a los que están enganchados. El microscópico dolor multiplica el placer, y María por fin estalla.

- ¡Mmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmmahhhhhhhhhhhhhhhhh AHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH!

El orgasmo es brutal, una sensación más allá de cualquier dolor que haya conocido, pero de signo contrario. Ni todos los orgasmos experimentados en su vida juntos podrían competir con este infarto de placer. María empuja su boca y hunde más aún la lengua del animal en su garganta, chupando con vicio la carnosa y empapada lengua en una felación bucal imposible y sucia. Pasan los minutos y nota con espanto y a la vez obscena alegría que el orgasmo se prolonga más de lo debido, que parece no disminuir en absoluto.

Córrete, furcia, córrete, córrete, córrete… ¡Uahhhha! Méate, guarra, sucia puta.”

Abandonada ya toda decencia, chorros de orina espesa escapan de la vagina de María mezclada con sus flujos, mientras el perro, en medio del tremendo orgasmo de la mujer, continúa su movimiento de mete saca. Con las últimas fuerzas que quedan en ella, ladea la cabeza para sacar la chorreante lengua del perro de su boca. Las fuerzas de flaqueza salen de su lujuria, de su recién nacido apetito sin fin. Mientras cabalga al monstruo, mientras sus empapados y marcados senos se cimbrean, mientras la lengua sale de entre sus labios con un ruidoso chapoteo, María grita. Grita como una condenada, como una recién nacida a una nueva vida, a una nueva naturaleza.

- ¡Síiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii! ¡AHMMMMMMMMMMMMMMM! ¡Siiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii! ¡Fóllame, viólame, escúpeme, dame tus sucias babas, monta a esta puta perra!

Y por fin, tras correrse durante varios minutos, en los últimos estertores del orgasmo, cuando este empieza a declinar, María se relame y, aunque el perro sigue empujando en su interior con fuerza, se da un festín con lo que más viciosa la ha hecho sentir, con la acción más asquerosa y depravada de todo el acto. Atrae con fuerza la cabeza del mastín hasta su rostro y se empapa en su boca. Mama su lengua con fruición, sorbe su saliva, bebe de sus babas hasta hartarse, y luego se escupe en los pechos con violencia, sin dejar en ningún momento de mirar al animal a los ojos.

Mírame, mírame, soy tu puta, tu guarra, tu sucia perra.” Su cara está cubierta por una película reluciente, translúcida. En su boca se mezclan pompas y espumarajos. Sus labios escupen una saliva que no es suya. Su mano se hunde en su boca y saca hilos de espesa y grumosa saliva para dejarla caer de nuevo sobre su lengua. Y en esa finalización del éxtasis, siente cómo el monstruo se derrama, por fin, con un gemido ronco, dentro de ella. Y ella lo acepta. Y siente, junto a los litros de líquido espermático del perro, cómo éste se vacía del todo y le traspasa las repugnantes parásitos. Y éstos se arrastran hasta su interior, hacia sus lugares más íntimos.

Aunque declinante, el orgasmo aún se mantiene, y María percibe que cuanto más juega con las babas del animal, más tarda en desaparecer su infinito orgasmo. El último resto de su mente racional se da cuenta de que, como en un experimento pauloviano, está siendo condicionada, pero ya no le importa, lo acepta, e incluso lo desea. Juega con la boca empapada del animal, sorbe directamente de entre sus dientes los espumarajos blancos y juega con ellos. Escupe a la boca del animal y luego recupera sus propios salivazos. Se escupe a sí misma, se escupe toda. Estruja y apura el contenido de sus propia nariz y se introduce en su boca la mezcla, y la traga. Mete la lengua en las fosas nasales del perro en busca de sus más recónditos humores. Hace gárgaras con la saliva del monstruo y la engulle, y de nuevo vuelve a explorar el interior de la enorme boca, sorbiendo estridentemente, con furia, con lujuria inhumana.

María ya no es María, es otro ser. Se ha transformado, y la lujuria vence a la repugnancia, mezclándose con ella en un cóctel explosivo, pecaminoso. Sigue chupando la lengua del animal, y sorbiendo su saliva, y escupiéndose en los venosos pechos, hasta que, poco a poco, llevada al borde de la resistencia, pierde el sentido y se sume en un intenso sueño.

 

 

 

sosick