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Pretty Women. [Serie Loki #1]

en Control Mental

LA JOVENCITA Y EL LORD

 

La chica estaba acurrucada sobre la cama y con la espalda pegada a la esquina del cuartucho. Se abrazaba las piernas, apretándolas contra su pecho, y se balanceaba rítmicamente adelante y atrás. En la oscuridad de la habitación, rezaba con las lágrimas cayendo por su cara para que todo fuese un sueño. Sí; tenía que ser un sueño. Una pesadilla, eso. Ni siquiera se había besado con David. Solo habían salido un par de veces al cine y a bailar. Tenía que ser una pesadilla. No podía creer que su padre la hubiera engañado, diciéndole que eran unas vacaciones para ver a la familia, y luego la hubiera entregado a estos locos fanáticos. ¡Su propio padre! Había gritado y jurado que no había hecho nada con David, que solo eran amigos. Pero no la creyeron. La llevaron a rastras a la mezquita y la insultaron y escupieron. Al final, el imán dictó sentencia. No podía ser. Tenía que ser una pesadilla. Sí, una pesadilla. Dentro de nada se despertaría en su cama, en Camden, en Londres; en el mundo cuerdo.

 

Pero podía oír a su tío Hassam, a su tío Rashid y a dos de sus primos al otro lado de la puerta. Los oía reírse, vociferar, insultarla, darse ánimos, brindar… Se tapó los oídos con las manos y se meció con más vehemencia. Era solo un sueño. Una pesadilla. Sí, una pesadilla. No podía ser. No podía ser. No sus padres. No su familia.

 

La puerta se abrió y una raquítica bombilla parpadeó en el techo. Como una procesión, entraron los cuatro hombres. Tío Rashid y los primos Ahmed y Abdul ya en calzoncillos, con ojos de lobo y sonrisas de hiena. Tío Hassam, el cabeza de la familia, llevaba una chilaba sujeta al cinto con un cinturón y un puñal enorme pendiendo de él. Con la cara seria, cerró la puerta tras de sí. A una señal de Hassam, los primos se abalanzaron sobre la chica. Uno le aferró por los tobillos, el otro los brazos. Ella pataleó, se retorció, gritó, maldijo, volvió a patalear histérica. No era verdad. Era una pesadilla. No podía ser. Era una pesadilla. No la iban a violar. Era una pesadilla… Los dos jóvenes gruñían y se reían mientras conseguían, a base de fuerza bruta, arrastrar a la chiquilla al borde de la cama. Uno de ellos lanzó un manotazo y rasgó el cuello del camisón de la chica, dejando entre ver unos pechitos adolescentes. Rashid se acercó a ella y metió los pulgares bajo el elástico de sus calzoncillos.

 

Un grito vino de la habitación contigua. Un golpe y sonido de cristales rotos. Otro golpe, como de un mazazo, hizo retumbar la pared de la puerta. El tercer estruendo impactó sobre la puerta de metal como un ariete. Con el cuarto, la cerradura saltó, la hoja se abrió y el gordo mayordomo de la casa, Fawaz, voló por el aire hasta estamparse en la pared de enfrente; rebotó y quedó tendido en el suelo, sangrando por oídos y boca.

 

Los cuatro hombres se habían vuelto, alertados por el ruido. La chica podía ver la puerta de frente por la posición de la cama. Los cinco se quedaron con la boca abierta y los ojos de plato. En el quicio de la puerta estaba de pie un personajillo que no podía describirse de otra forma que un lord inglés. De poco más de metro sesenta, vestía un frac estrafalario con una ridícula cola que llegaba hasta un palmo del suelo; pantalones de raya diplomática y bombín negro.

 

Dulces infiernos —dijo—. Jamás me acostumbraré al calor de Arabia.

 

Hablaba en inglés y su voz estaba justo a punto de ser chillona. Sacó un pañuelo de su bolsillo izquierdo y se secó el sudor de su frente. Pasaba, seguro, los cincuenta; y sobre su labio superior había un fino bigotito perfectamente recortado y perfectamente negro. Completaba el conjunto un bastón en su mano derecha.

 

¡Oh! Les ruego que disculpen la interrupción —dijo, fijándose en los presentes—. Lamento inmiscuirme en esta deliciosa… reunión familiar. Caballeros. —Se inclinó ligeramente ante los hombres—. Señorita. —Otra inclinación, más profunda ante la chica.

 

Los cinco se quedaron mirando al hombrecito. El hombrecito se quedó mirando a los cinco y jugueteando con el pañuelo entre sus manos. Se produjo un silencio incómodo, totalmente absurdo en aquella situación.

 

Por ventura… ¿Habla alguno de ustedes inglés? —dijo.

 

La chica lo entendía perfectamente, pero estaba atónita. Los otros cuatro tampoco se movieron.

 

Diantre —masculló—. ¿Ni siquiera griego clásico? —Ninguna reacción—. Bueno, tendré que improvisar.

 

Se guardó el pañuelo en el bolsillo izquierdo, se colgó el bastón del antebrazo y palpó los bolsillos de chaqueta y pantalón, buscando algo. Con un pequeño saltito, «¡Ah! Sí», se quitó el bombín y sacó de él un papelito doblado en cuatro. Carraspeó y habló casi gritando, como si así pudiera hacerse entender.

 

Yo… —Se señaló a sí mismo—… busco… —se señaló los ojos con el índice y el corazón—… a… —desplegó el papelito—… Nasira Zaídi.

 

El personajillo levantó la vista del papel y sonrió, como si hubiera logrado una proeza. Los cuatro hombres se giraron a la vez hacia la chica. Nasira se encogió, intentando hacerse más pequeña.

 

¡Oh! ¡Espléndido! Tal como imaginaba. —Se felicitó el hombrecito. Guardó el papel y empuñó otra vez el bastón—. La señorita Zaídi… —dijo otra vez gritando y apuntando a Nasira—… y yo… —se señaló de nuevo—… tenemos que irnos. —Finalizó, agitando una mano hacia la puerta como si espantara moscas.

 

La sorpresa había durado suficiente y los hombres entendieron a la perfección. Abdul cerró la boca, frunció el ceño, apretó los puños y se dirigió al hombrecillo. Con un movimiento fugaz, el extremo del bastón cruzó la cara del joven; sonó a hueso roto y Abdul cayó al suelo.

 

Realmente no es necesario… —empezó el inglés.

 

Ahmed se abalanzó sobre él, cortando la frase. Pero el atacado se limitó a apartarse con agilidad y descargar un bastonazo en la nuca, y el chico se desplomó también. Hassam sacó el puñal y Rashid se puso en guardia.

 

En fin —dijo el inglés, encongiéndose de hombros—. Si no me dejan más opción…

 

Ahora fue el personajillo quien se movió, con una velocidad imposible, y hundió el cráneo de Rashid con una certera estocada. Hassam se le acercó y levantó el puñal, queriendo descargarlo de arriba a abajo. El inglés lo atajó, interponiendo el antebrazo izquierdo contra el brazo derecho de su atacante.

 

Señor, ¡es usted un rufián! —dijo.

 

Otro golpe de bastón y la rodilla izquierda de Hassam crujió. El hombre se derrumbó con tal acierto que el cuchillo cortó el brazo del inglés.

 

¡Diantre! —masculló, y soltó una buena patada al estómago de Hassam, que se desmayó.

 

Suspirando, el inglés se ajustó la corbata y estiró sus mangas.

 

¡Diablos! Qué poco me gusta recurrir a la violencia.

 

Nasira se había encogido un poco más a cada hombre que caía, pero no había podido apartar la vista. Ahora contemplaba al hombrecito, que se arreglaba las ropas. No entendía absolutamente nada, pero tenía claro que aquel desconocido la había salvado de la violación y la lapidación. No sintió ni una pizca de pena por sus familiares caídos. Quizá estaba en shock, como decían en las películas; porque lo cierto es que tampoco se sentía con muchas ganas de echarse a llorar, histérica. Sencillamente: estaba flipando.

 

Tú sí me entiendes, ¿verdad, monina? —preguntó él. Nasira asintió, despacio—. Lo imaginaba. En fin. Si me hubieras hecho de traductora quizá podríamos haber evitado esto. —Giró sobre sí, contemplando la habitación y los cuerpos—. Aunque, sabiendo lo que iba a pasar aquí, supongo que no te importará que me haya sobrepasado un poco, ¿verdad?

 

Ella también había mirado los cuerpos, pero levantó la vista al verse interpelada. El inglés le sonreía con una expresión divertida, casi cómplice; a pesar de que el lado izquierdo de su boca se levantaba con un gesto ligeramente canalla, los ojos eran limpios, casi se podría decir que bonachones. Si no lo hubiera visto ella misma, Nasira podría haber jurado que aquel hombrecito era inofensivo. Pero su capacidad para la violencia, seguida por esa actitud amable, la tenían totalmente confundida. Sin embargo, el hombre esperaba, paciente, a que ella respondiera, con esa expresión de abuelito bueno. Nasira no pudo hacer otra cosa que sonreírle en respuesta.

 

¿Q-Quién es usted? —preguntó Nasira.

Oh, eso no importa, pequeña —respondió él—. Vamos. Salgamos de aquí.

Pero… ¿Quién… Cómo ha sabido…

¿Cómo voy a saberlo? —cortó él—. Por tu madre, claro.

¿Mamá?

 

Nasira se levantó junto a la cama y se llevó las manos a la boca, atisbando a la puerta, esperando ver aparecer a su madre de un momento a otro.

 

¿Dónde está mamá? —preguntó ella.

Luego te lo contaré todo. Pero ahora tenemos que irnos. Vamos. —El inglés le ofreció la mano izquierda.

 

Unas gotas de sangre cayeron del antebrazo del hombre y atrajeron la atención de Nasira. La chica fue más rápida. Con cara de preocupación se agarró al brazo, taponando el corte con la palma de su mano.

 

¡Está herido! —dijo.

No es nada. No es nada. —El inglés se rebulló enseguida, apartando el brazo bruscamente, como si el contacto con la chiquilla le repeliera—. Es solo un cortecito. Sanará en seguida. Ven, tenemos que irnos ya.

 

El hombre se dirigió a la puerta rápidamente. Ya en el umbral, se giró al notar que Nasira no le seguía. La chica estaba plantada en el mismo lugar. Se observaba con fascinación la palma manchada. La sangre en la mano hormigueaba sobre su piel y desprendía un calor agradable. Le llegaba un olor delicioso de la sangre; los brillos y sombras del liquido sobre su palma producían colores extraños y formas hipnotizantes. El impulso llegó de pronto, de no se sabe dónde, y ella ni siquiera se planteó resistirlo.

 

¡Detente! ¡No puedes… —gritó él.

 

Pero ya era tarde. Con un movimiento fluido, Nasira había acercado la mano a su boca, había sacado la lengua y lamido un buen trozo de palma, probando la sangre. Al instante, un mareo, flojedad en los músculos, cabeza embotada y derrumbe. Desde el suelo, desmadejada y a punto de perder la consciencia, lo último que Nasira pudo oír fue la voz del hombrecillo que la había salvado; le llegó floja y cavernosa, como si el inglés gimoteara desde el fondo de una cueva.

 

Oh, querida. ¡Qué contrariedad!

 

*************

 

DE COMPRAS

 

Caminamos por North Rodeo Drive, en Beverly Hills, Los Angeles. Es media mañana y el sol es agradable. Llevamos casi una hora de tiendas. Cuando le dije a mi clienta a dónde íbamos a ir de compras, casi grita de emoción. Le encantó la idea. ¿Y a quién no? La avenida con más glamour del barrio más pijo de Hollywood. Las mismas aceras y tiendas de aquellas secuencias en Pretty Woman. «Queremos que nos hagan la pelota», decía Richard Gere, y eso es lo que he estado propiciando. La nueva moda de los personal shoppers me ha venido de perlas. Las tres entramos y salimos de tiendas de moda como buenas amigas.

 

Sí, esta vez me he moldeado un cuerpo de mujer. No es habitual que me transforme en mujer, la mayoría de mis trabajos tienen que ver con negocios, guerras o política; y en esos campos los hombres suelen atender más a un hombre que a una mujer. Atención de verdad, quiero decir: a un hombre le escucharán sobre tácticas militares e inversiones financieras; a una mujer, le mirarán todo el rato las tetas. Así que uso su propio machismo contra ellos de una forma un tanto retorcida, como un caballo de Troya. Pero hay trabajos, como este, en el que hace falta otro tipo de persuasión. En estos, me gusta jugar con un punto débil de las mujeres: la envidia. En un lugar recóndito y casi inaccesible de la psique femenina, hay un recoveco en el que la mujer quiere parecerse o ser como esa amiga —o rival— que tiene delante: ser tan guapa, tan triunfadora, tan fuerte de carácter o tan deseada por los hombres. Ese punto es solo accesible para otra mujer; porque solo con otra mujer se desactiva esa defensa casi permanente: el miedo a que te quieran meter la polla. Y, cuando se encuentra ese punto… Ah, entonces es todo coser y cantar. No se necesita a penas sugestión: las ideas penetran en la mente del objetivo como gotas de agua en una tierra árida.

 

Llevo toda la mañana dejando caer esas ideas y sugestionando el carácter de mi clienta. La señora Amanda Mullen es la esposa del congresista Mullen. Cuando acepté el trabajo me hizo mucha gracia, porque el congresista Mullen fue elegido en uno de los estados más conservadores de Bible Belt estadounidense. Un montón de votantes temerosos de Dios y cumplidores de los mandamientos. Son unas “bellas personas”: los homosexuales son el mal, el sexo es el mal, los ateos son el mal, la investigación con células madre es brujería… Cuando termine con la señora Mullen, su marido lo va a tener muy difícil para seguir en esa carrera hacia la presidencia que tan bien ha estado llevando hasta ahora.

 

Ha sido muy divertido. Al principio, Amanda se ha mostrado algo reticente. En las primeras tiendas, pretendía elegir vestidos recatados y cerrados. Pero ha contratado a un personal shopper para que le aconseje en moda, ¿no? Así que eso he hecho. He usado a Bianca como cebo. Mi sierva porta la misma apariencia que en aquella misión en Frankfurt; le gustó aquella combinación medio árabe, medio europea. Aparenta estar a mitad de la veintena. Es alta, y los tacones la convierten en una hembra por la que volver la cabeza. Tiene la piel de un tono oliváceo claro, y los ojos verdes. Su pelo negro cae casi hasta la cintura (hoy lo lleva recogido en una alta cola de caballo) y su figura… Hasta la muy heterosexual y conservadora esposa del congresista se ha quedado fascinada a primera vista con esas piernas kilométricas, ese culito prieto y esos pechos turgentes de tamaño ideal, cuyos pezones apuntan hacia delante, retadores.

 

Poco a poco, se ha dejado influenciar por nosotras y ha ido probándose ropas con cada vez menos tela y cada vez más aberturas. Sus cuarenta y dos años están muy bien llevados. Los dos embarazos le han dejado unos pechos opulentos y han redondeado sus curvas. Su media melena dorada enmarca una cara amable y dulce. Es la típica madre de tu amigo de la infancia, siempre con una sonrisa en la boca y una caricia en la cabeza; la mujer dulce pero sensual, experimentada, a la que espías por la ventana a los trece años y con la que te haces las primeras pajas.

 

Al probarse las primeras faldas por encima de la rodilla, Bianca ha elogiado sus piernas fuertes por el jogging; me encanta que mi chica sepa hacer su trabajo. He sugestionado a un par de clientes masculinos en la segunda tienda, cuando Amanda se ha probado un vestido veraniego de tirantes, escote palabra de honor y falda a medio muslo con vuelo. He aprovechado ese vestido. Cuando se lo probaba en el probador, le he dicho a Bianca que entrase y le diera un par de consejos. He notado el susto y la adrenalina de Amanda cuando ha entrado mi sierva. Es tremendamente fácil utilizar esas oleadas de impresiones y hacerlas trabajar para mis propósitos: con un pequeño toque, la alarma se ha convertido en excitación; el pudor en exhibicionismo y la adrenalina ha ayudado a humedecer su coño. «Oh, ¡qué casualidad! Los tirantes del vestido son muy finos. Es mejor que lo use sin sujetador, señora Amanda. Tranquila, nadie se va a dar cuenta». Bianca es una artista de la manipulación. Claro que se han dado cuenta.

 

Un toquecito a la mente de Amanda y sus pezones se han puesto duros. Dos toquecitos a dos clientes de la tienda, y no podían apartar la vista de mi clienta (con el consiguiente mosqueo de sus novias). Un toque pequeño al dependiente, que es un yogurín de gimnasio, y ahí va una sincera alabanza por lo bien que le queda el vestido y lo guapa que está. No ha costado nada convencer a Amanda para que se lo deje puesto y siga la mañana con él. Cuando salimos de Dolce & Gabbana, no tengo que hacer absolutamente nada para que unas cuantas cabezas se giren, ni para que haya miradas lobunas de los hombres y envidiosas de las mujeres.

 

¡Me encana este vestido, Victoria! —me dice mientras pasamos por delante de Prada.

Es que te queda divino, querida —le contesto—. Y vamos a hacer que te quede aún más divino.

¿Ah, si?

Sí. —Sonrío—. Vamos allí.

¿Allí? —Amanda sigue mi dedo y ve que señalo a Gucci.

Zapatos, querida. —Le guiño un ojo.

 

Su cara se ilumina como la de una niña a la que le van a regalar un poni. Me va a encantar saborear sus sensaciones en esta tienda. Todavía no se ha acostumbrado a exponerse, aunque va calando la idea. Va calando la idea porque sí que le gusta que la miren. Ya me he encargado yo de que la humedad de su entrepierna susurre a su cerebro el morbo que le produce acaparar la atención. Con los zapatos, voy a eliminar otra barrera.

 

Tengo un pequeño déjà vu cuando entramos. En 1875 fui a una boutique en París. Entonces, como ahora, los ricos no hacían nada tan prosaico como recorrer los estantes buscando género. ¡Qué vulgaridad! Para eso había dependientes y sirvientas bien serviciales y atentos. Una jovencita rubia y un buen mozo moreno se nos acercan nada más entrar. La chica me va a estorbar.

 

Bianca, ¿por qué no buscas un bonito bolso para la señora Mullen? —le digo.

Por supuesto, señora Victoria.

 

«Llévate a la chica», le ordeno mentalmente.

 

Bianca se las ingenia para llevarse a la rubia. La entretendrá el tiempo suficiente. Me meto en la mente del chico, que se llama Rick, y hago que nos lleve a una butaca algo apartada. Es una posición perfecta: si me quedo de pie en el lado adecuado, puedo cubrir lo que pase. Comento algunos detalles con Amanda y mando a Rick a por algunos pares de zapatos para probar. Antes de que se aleje, dejo una semilla en su cabeza:

 

«La madurita tiene un buen polvo».

 

La idea germinará por sí sola mientras el chico está en el almacén. Amanda me comenta lo contenta que está con mi ayuda. ¡Ah, genial! Ha perdido la noción del tiempo. Cree que llevamos más tiempo de compras del que llevamos en realidad. Eso me viene de perlas.

 

«Empiezas a estar algo cansada —la sugestiono—. Empiezan a dolerte los pies».

 

Un poco más de charla intrascendente y Rick vuelve con algunas cajas de zapatos. Amanda se prueba los primeros. Da unos cuantos pasos que aprovecho para reafirmar su imaginario dolor de pies. No dejo que le gusten esos primeros. El segundo par tiene unos tacones más largos. Amanda los mira con recelo, pues no está acostumbrada a ese tamaño.

 

No te preocupes, querida. Solo unos pocos pasos y te acostumbrarás —la convenzo.

 

Cuando se pone en pie, hago que Rick se ponga en tensión, alerta. Amanda camina vacilante. Cuando pasa al lado del dependiente, empujo con la mente. El tacón se mueve a penas medio centímetro, lo justo para que pierda el equilibrio. Rick, artificialmente ágil, la sujeta. Hago una pequeña jugarreta con los músculos del mozo: su mano va a parar justo debajo del esternón. Castamente sobre la parte alta del vientre, sin duda; pero zonas de la mano y el antebrazo tocan directamente con la parte baja de los pechos de Amanda. Noto el cosquilleo que recorre su espalda y le eriza los pelos de la nuca.

 

Uno.

 

Rápidamente, le inserto una idea: «Te duele un poco el tobillo».

 

¡Querida! ¿Estás bien? —pregunto.

Sí, sí. No es nada —contesta.

 

Intenta apoyar el tobillo que supuestamente se ha torcido, pero deja salir un quejidito y se vuelve a apoyar en Rick. He estado mirando su mente y no he notado dolor; ni real ni imaginario. Mientras el mozo la ayuda a sentarse, miro un poco más hondo. «Ah, zorrilla —me digo—. Te ha gustado el toque de un macho». Sonrío mentalmente, esto se está haciendo casi solo.

 

¿Seguro que estás bien, cielo? —me preocupo—. Puedo llamar al hotel y hacer venir un chofer.

No, no. No es nada, en serio —dice ella—. Es solo que me duelen un poco los pies de andar toda la mañana.

Por favor, señora. Permítame que le ayude con eso.

 

Rick se arrodilla a los pies del sofá de Amanda, le quita los zapatos con delicadeza y comienza a masajearle los pies. ¡Jo, jo, jo! Y ni siquiera he tenido que sugerirle nada. ¡Este chico es un tesoro!

 

En un primer momento, Amanda se pone tensa. No es lo mismo que le toquen a una por encima de la ropa a que esté piel con piel. Aumento las sensaciones placenteras que está recibiendo, al tiempo que atenúo ligeramente su vergüenza. Con cuidado. Con cuidado. El truco está en hacer que ella se deje caer, no en empujarla. Al final, recuesta su cabeza en el respaldo, cierra los ojos y ronronea; ha aceptado el contacto y lo disfruta.

 

Dos.

 

Amanda está macerando en su calentura, pero ahora es Rick el que no avanza. Busco en su mente. Sí, ahí está. Tiene miedo a propasarse, podrían despedirlo. No pienses en eso, muchacho. No seas cenizo. Mira que pies más deliciosos. Mira la cara de gozo de esa hembra. Escucha los gemiditos… Hago que Rick se fije en los pies; Amanda sigue con los ojos cerrados. Utilizo la mente para subir un poco más la falda de la mujer. «Sshh. No has sentido eso, querida». Poco a poco, él solito, Rick va subiendo en sus caricias. Ahora mira fijamente el dobladillo de la falda, bajo el cual puede intuirse la oscuridad de unas braguitas azules. Hace círculos con sus manos, frotando y amasando músculos. Ya va por los gemelos y se encamina a la rodilla. Inundo la mente de Amanda. No con palabras, sino con sensaciones primarias. «Gustito, morbo. Calor. Hormigueo. Un poco más. Un poco más». El placer llega a la mente de Amanda en oleadas como las olas en una playa; cada una de ellas satura sus sentidos un par de segundos. Espero una que sea más profunda. Ahora. «Separa las piernas».

 

Ni siquiera se ha dado cuenta de la orden ni de su propia acción. Pero Rick sí. Aprovecho el instante de confusión. «Esta guarrilla quiere más», sugestiono al chico. Se sonríe. Los dos se han olvidado de que estoy aquí; ya me he encargado yo. Tarda un par de segundos en ocurrírsele, pero al fin… Se inclina y besa lascivamente una rodilla, sus manos rodeando el final del muslo de ella. Amanda jadea quedamente. Otro beso, los dedos aprietan bajo la corva; otro jadeo. Un lengüetazo. El pecho de Amanda sube y baja profundamente. Lo noto en su mente. Ya casi, ¡ya casi!

 

¡Y tres!

 

¿Estás mejor, querida?

 

¡Toma corte de royo! Que cabrón soy a veces. Pero no, cielo. No. Aún no es el momento. No es que sea malo. ¿Yo? Pobre de mi, si soy un angelito. Pero las cosas tienen que hacerse bien, a su debido momento. Cuando se separan y vuelven a ser clienta y dependiente, no dejo que nazca el sentimiento de vergüenza. Por el contrario, alimento en la mujer la sensación de frustración. Dejo que saque sus propias conclusiones. Y las saca, vaya que sí.

 

Con un tempo perfecto, Bianca llega seguida por la rubia dependienta. Han seleccionado cinco bolsos para que los vea Amanda, pero la cabeza de mi clienta está en otra parte. No hace falta el poder de leer la mente para notarlo: su vista huidiza, sus respuestas cortas, su agitación en el sofá… El cuerpo le hierve de excitación no satisfecha. Su mente no quiere estar allí; quiere ir a otro sitio. Pero no sabe a dónde. Yo me encargo de que se le ocurra: «Al cuarto de baño».

 

Amanda se excusa y se dirige al aseo. Mando a la dependienta y a Rick a devolver el género no seleccionado. Bianca y yo nos quedamos sentadas en un sofá de tres plazas, lado a lado. Mi chica me mira a los ojos y puedo ver que ella ve en su mente lo mismo que yo. Amanda entra en uno de los reservados de los aseos. Las manos le tiemblan cuando se sube la falda y desliza sus braguitas por sus piernas. Sentada sobre la tapa del retrete, con la espalda reclinada en la pared, una mano amasa sus tetas mientras la otra magrea con ansia su chocho. Bombardeo su mene desde la distancia con imágenes impúdicas. «Soy inocente, señoría —bromeo para mi mismo—. Esas cosas se le están ocurriendo a ella solita».

 

Hago que Amanda se vea a sí misma de rodillas, mamando una gruesa polla que le llena la boca; su propia baba cae sobre sus tetas. El olor a hombre la embriaga, su lengua degusta, gime cuando descubre que le encana chupar. La hago imaginarse a cuatro patas, moviendo el culito como una perra salida, mientras un negrazo enorme se le arrima por detrás. Noto reticencia por el color de la piel del hombre, pero no la dejo germinar. Provoco una oleada de morbo y anticipación, ¿por dónde pretenderá meter esa gorda verga? Se muerde el labio inferior con lujuria al entender que le da igual cualquiera de sus dos entradas.

 

Ahora, en la fantasía, ella está acostada boca arriba, tumbada sobre el torso de un hombre enorme; pellizcándose ella misma las tetas y con las piernas abiertas, expuesta. A su alrededor hay hombres y mujeres desnudos: negros, latinas, nativos americanos y hasta asiáticos; se masturban mirándola, la muy casta ramera es fuente de sus placeres. Su racismo heredado hace que la situación gane en vergüenza: se siente sucia, guarra, rebajada por estar a merced de esa gentuza inmunda; y esa vergüenza se mezcla con el placer de forma que la humillación sea el combustible para el motor del morbo. El hombre que tiene a su espalda le mete la polla en el culo. Ella se pellizca los pezones con fuerza y agita la cabeza, los dientes apretados. Es el colmo, es una cerda y cabalga hacia la corrida. Pero le demuestro que su mente es capaz de ir más allá. Otro hombre se arrodilla frente a ella y se la clava por delante. En el cuarto de baño, noto como los dedos de Amanda entran y salen de su coño a una velocidad endiablada, que su clítoris está inflamado, que sus nalgas se rebozan en los jugos que manan de su vagina. Justo antes de que estalle, en el momento exacto, hago que la imagen de Bianca aparezca en su cabeza. Mi esclava mora se pone en pie con una pierna a cada lado de la cabeza de Amanda. Ella mira hacia arriba: ¿lo va a hacer? ¡Lo va a hacer! La última frontera, el sumun del pecado. La Bianca onírica se acuclilla y estampa el coño moreno sobre la boca de Amanda. Ésta solo tiene una opción y la toma: abre la boca, saca la lengua, prueba el sabor de una mujer, y se corre con un alarido que podemos oír desde nuestro sofá.

 

Los clientes y el personal de la tienda se miran unos a otros y hacia la puerta de los aseos. Algunos se sonríen con picardía, otros tuercen el gesto. A mi lado, Bianca respira agitadamente. La miro a los ojos y sus pupilas están dilatadas. Le sonrío y me pilla por sorpresa. Enrosca su mano derecha tras mi nuca, tira de mi y me estampa un beso endiablado. Su lengua me recorre la boca en tan solo un par de segundos, de su garganta se escapan gemiditos. Mi sierva se ha puesto muy caliente; me gusta, pero los negocios son lo primero. Nos cubro con un manto psíquico y todo el mundo en la tienda sencillamente nos ignora.

 

La agarro de la coleta y estiro, apartándola de mi boca. De sus labios, curvados en un delicioso mohín mitad dolor y mitad suplica, escapa un quejido que levantaría la tranca de un muerto. Le mordisqueo la barbilla y le hablo en susurros, mis labios casi pegados a los suyos.

 

¿Te has puesto cachonda, perrita?

Sí, Maestro. —Su voz es ronca y cargada de deseo—. Tenéis una mente retorcida.

Así que te gusta que sea retorcido —digo.

Me he corrido cuando habéis roto la barrera lésbica de Amanda, mi Amo —jadea—. Sois un artista.

Y ahora quieres más, ¿verdad? —Paso la lengua por sus labios, pero me retiro justo antes de que saque la suya.

Sí —suplica.

Te has portado bien en esta misión, mi putita. Dentro de un rato te permitiré empalarte en alguna polla junto a Amanda.

Pero os quiero a vos. —Casi llora e intenta volver a besarme.

¡Compórtate, zorra! —Estiro más de su pelo—. La misión es lo primero. —Contemplo dos lágrimas que se deslizan por sus mejillas—. Haremos una cosa. Voy a dejar que lleves tú el asunto a partir de aquí. Ya sabes lo que quiero: máxima humillación pública, pero que Amanda sucumba suavemente.

¿Yo so-sola? —Se retira un poco para mirarme a los ojos. Veo que está algo asustada, es la primera vez que le doy esa responsabilidad—. No sé si podré.

Claro que podrás, mi dulce sierva. —Suelto su coleta y le seco las lágrimas, acariciando sus mejillas con ternura—. Has aprendido mucho y estás lista. Controla tu calentura, actúa bien y esta noche te daré tu recompensa.

¿Re-Recompensa, mi Señor? —Sus ojos brillan de sorpresa y expectación.

 

Pego una de mis mejillas a una de las suyas y le susurro al oído.

 

Te permitiré que uses tu apariencia de Lolita; porque, ¿sabes?, ahora caigo en que hace mucho tiempo que no te sodomizo con mi forma de licántropo durante una noche entera.

 

Descargo un latigazo de visiones bestiales en su mene al tiempo que congelo su garganta para que no grite. El orgasmo que siente Bianca es tan fuerte que convulsiona y se retuerce, tengo que sujetarla para que no caiga del sofá. Apoya la cabeza en mi hombro, intentando recuperar el aliento.

 

Cuando consigue reponerse, levanta la cabeza y me mira. Sus cejas curvadas en tristeza. Es falsa, lo noto. No está apenada, sino que intenta jugar conmigo. Su vertiente manipuladora es lo que más me gusta de ella.

 

Mi Maestro es cruel —me dice con un puchero.

No soy cruel, zorrilla. —Le sonrío—. Soy retorcido y eso te encanta.

 

Me devuelve la sonrisa de una niña traviesa.

 

- - -

 

Caminamos por la calle. Hemos dejado atrás Gucci. Cuando Amanda ha salido del baño, las miradas de casi todos los de la tienda se han clavado en ella. Bianca no ha perdido ni un segundo y ha usado esa avalancha de ojos como combustible para nuestra clienta. Pobrecilla: ella que creía que masturbándose en el baño se iba a calmar, y solo ha conseguido ponerse aún más cachonda. Andamos en silencio. Yo sonrío y admiro la arquitectura humana, son ingeniosos estos mortales. Es refrescante delegar un rato. Por el rabillo del ojo veo que Amanda y Bianca están concentradas. Mi clienta camina un poco extrañamente. A ver, a ver… ah, claro. Su chochito está empapado y le molesta. Oigo en mi cabeza el murmullo de los pensamientos de ambas.

 

Amanda está hecha un lío. En su mente, no deja de llamarse a sí misma con nombres soeces: puta, degenerada, zorra… Pero no puede negar la evidencia; y la evidencia es que está caliente como una caldera pensando el pollas negras y en coños chorreantes. No va a dejar de pensar eso en breve, por la sencilla razón de que Bianca se encarga de refrescar los recuerdos de la paja del baño y hacer que se le ocurran nuevas obscenidads cada vez que nos cruzamos con un viandante.

 

Sé dónde podemos terminar la mañana —dice Bianca.

¿Sí, querida? —pregunta Amanda, saliendo de su ensimismamiento.

Con algo para la temporada de baño —responde, y señala al otro lado de la calle.

 

Sublime. Mi sierva ha dado justo en el clavo. Ralph Lauren. Moda para hombre y mujer. La tienda estará llena a estas horas de seductores hombres. Cuando yo digo que Bianca ya está preparada…

 

Pasamos a la sección de verano y Bianca espanta mentalmente a los dependientes. Amanda está casi derrotada y se deja arrastrar, como una autómata, por el parloteo de Bianca. No puede pensar en nada más que en llegar al hotel y masturbarse una y otra vez hasta quedar saciada. Intenta auto engañarse: Masturbarse no será pecado si lo hace para no sucumbir a la tentación del adulterio. Pobre infeliz. Bianca elige un bikini blanco y escueto, acompañado por una especie de poncho de rejilla, cuyas grandes aberturas entre los puntos consiguen el efecto de absoluta transparencia.

 

¿No será demasiado provocativo? —Habla con un hilo de voz y me mira suplicante, intentando encontrar un punto de apoyo.

 

Es el momento de darle la puntilla.

 

Para nada, querida —contesto—. Es la moda y estarás preciosa con ese conjunto.

Déjeme que la ayude, Amanda —dice Bianca, y la clienta ya no opone resistencia.

 

Me quedo deambulando por la tienda, pero en mi mente contemplo la escena con toda claridad. Bianca y Amanda entran en el probador. La rubia ya ni siquiera se sorprende. El espacio es reducido y la joven queda dentro del espacio personal de la madura. Con sonrisa coqueta y mirando a los ojos de Amanda en el espejo, Bianca desabrocha los botones de la espalda del vestido. Sin dejar que la rubia se vuelva, sino obligándola a mirarse en el espejo de cuerpo entero, la morena desliza los tirantes del vestido y la tela cae al suelo. Amanda no puede evita relamerse al ver su imagen casi desnuda en el espejo.

 

Sin apartar la mirada, Bianca desliza solo las yemas de los dedos por la cintura de Amanda, hasta llegar al elástico de las bragas. Estira, y la prenda baja enloquecedoramente lenta por las piernas. Bianca se acuclilla. Pasa el índice por la pantorrilla derecha de Amanda y esta levanta una pierna para sacar un lado de la braguita. Otro dedo en la pantorrilla izquierda, y ya no hay ni un solo centímetro de la piel de la madurita que no esté expuesto.

 

Bianca se pone en pie tras Amanda. La braguita el bikini es de esas que se anudan a los lados. En una jugada osada, la joven mete la mano izquierda con la braguita de baño entre las piernas de la rubia; el pulgar y la muñeca rozan largamente los labios mayores de la temblorosa rubia. Pasa la derecha por la cintura y recoge el extremo al otro lado. No se priva de acariciar tórridamente la piel de Amanda mientras ata los nudos. Con el sujetador en una mano, abraza por detrás a la jadeante clienta, apretando sus tetas contra la espalda. Acomoda las tiras de tela sobre los pechos de la rubia y un dedo se escapa, travieso, para rozar un pezón. Amanda respinga y gime a la vez. Por último, pasa el poncho sobre la cabeza. El pelo queda cogido y Bianca lo aparta con delicadeza, aprovechando el cuello desnudo para depositar un caliente beso, mientras sus ojos se clavan en los de Amanda en el espejo.

 

Ven, querida. —La llama tuteándola—. Vamos a enseñarle a Victoria cómo te queda.

 

Mientras caminan por los pasillos de la tienda, Bianca lanza oleadas mentales que atraen las miradas de todos sobre los muchos centímetros de piel expuesta de Amanda, que camina cabizbaja y sonrojada. Me encuentran junto a un mostrador de corbatas, y Bianca hace que Amanda modele para mi en mitad del pasillo.

 

Estás arrebatadora, querida —le digo.

Gr-gracias —susurra ella, cohibida.

 

Un dependiente se acerca, pues estamos junto al mostrador que es su área.

 

¿P-puedo ayudarles en algo, señoras? —Tartamudea y no puede apartar la vista de Amanda.

De hecho, nos vienes de perlas —dice Bianca—. No estamos convencidas de que este conjunto favorezca a la señora.

¡Sin duda! —afirma él—. La señora está muy bella. —Bianca arquea una ceja, incrédula.

Seguro que en tu contrato dice que tienes que ser zalamero.

Claro que no, señ…

Calla. No creo a tu boca. Pero hay una parte de ti que no puede mentir. —Bianca llama al muchacho con un dedo—. Ven.

 

El chico avanza hacia Bianca sin poder apartar la vista de la mujer en bañador. A nuestro alrededor empieza a congregarse la gente. Mi asistente no se corta: va directa a la entrepierna del muchacho. El movimiento es captado por el rabillo del ojo de Amanda, que se muerde un labio.

 

Oh, querida —dice Bianca—. A juzgar por esto, el bañador te queda divino.

 

Oigo murmullos de los mirones que nos rodean.

 

No. Esto que noto no puede ser real. —Bianca sonríe coqueta al dependiente—. ¿Tienes un calcetín en los calzones?

 

Tengo que morderme la lengua para no reír. Bianca es una mala zorra.

 

Con un movimiento ensayado y ejecutado mil veces, mi asistenta baja la cremallera de la bragueta, mete la mano y saca una verga dura y cabezona. No es ningún portento, pero debe medir más de un palmo; es gruesa y venosa. Los ojos de Amanda están abiertos como platos, y su lengua humedece los labios. Oigo las palabras de Bianca resonando en la cabeza de Amanda:

 

«Mira esta polla, está así de dura por ti. Este yogurín, que podría conseguir a cualquier mujer, tiene unas ganas locas de follarte. Mira a esa pelirroja, no pierde de vista tus tetas. Apuesto a que te las mamaría hasta que te sacara la leche. Y esos dos negros, ¡fíjate! Tienen sus trancas a reventar dentro de sus pantalones. Cualquiera en esta sala te desea. Míralos. Quieren follarte y usarte como la puta que quieres ser».

 

No leo la mente de Amanda, no me hace falta. Me bebo la expresión de su rostro. Sus ojos turbios inyectados en lascivia. Es exquisita la expresión de alguien que está cayendo en el lado oscuro de la lujuria humana. Pasea la mirada por la sala. Me entretengo imaginando qué planea hacer con cada rostro que mira. Al pasar por un punto, sus cejas se fruncen ligeramente, solo un instante; luego sigue. Entorno los ojos, ¿qué ha sido eso?

 

Busco con la mirada el lugar hacia el que estaba mirando Amanda, y lo encuentro. Un hombre, al otro lado de la planta, ojea curioso un expositor de gemelos de oro y carteras de piel. Hoooombreee, ¿será verdad? Mientras Amanda cae finalmente de rodillas y se amorra al pene del dependiente, yo lanzo una corriente mental hacia donde está aquel desconocido. Es leve, mucho menos que una brisa; pero la veo moverse y expandirse. Cuando llega a él, sencillamente le rodea; como el agua de un río rodea una piedra. ¡Anda! Parece que alguien está en el lugar equivocado y en el momento menos oportuno.

 

Echo un vistazo: la rubia esposa del congresista ya tiene una polla en cada mano y mama de ellas sin descanso; la pelirroja está agachada tras ella y manosea su coño y una de sus tetas. Este asunto ya está encarrilado. Camino despacio hacia el extraño al otro lado de la tienda y me comunico mentalmente con Bianca:

 

«Tengo que atender un asunto. Termina tú con eso. Vuelvo en seguida».

 

Noto la duda en la mente de mi sierva, pero cuando las órdenes son tajantes, ninguno de mis esclavos pregunta.

 

Me acerco a él despacio, sin prisas. No quiero que se alarme. Cuando estoy a su espalda rompo el silencio.

 

Buenos días, hermano. ¿Poniéndote al día con la moda actual?

 

Se vuelve alarmado y penetro en sus ojos. No tiene más que un siglo de servicio. Pobre pipiolo. Él nota mi intrusión y empieza a asustarse de verdad.

 

¿Quién es usted? —pregunta.

Mejor hablamos en otro sitio. —Le agarro del brazo y una sonrisa sádica me curva los labios.

 

Un vendaval, un tornado a nuestro alrededor y ya no estamos en la segunda planta de Ralph Lauren, ni en California. Estamos en un almacén abandonado en Detroit. Está confuso, baja sus defensas mentales y leo: se llama Baltasar. Su miedo galopa hacia el pánico. Se libra de mi agarre y retrocede; trastabilla y queda sentado en el suelo.

 

¿Quién eres tú? —repite, pero esta vez con voz chillona por la respuesta que puede obtener.

Oh, claro. Mi apariencia. —Levanto un dedo—. Un segundo, querido.

 

Llamas rojas surgen bajo mis pies. Me rodean en espiral, me envuelven, suben por encima de mi cabeza y se desvanecen. Muestro ahora un aspecto de hombre. No es mi imagen real, ¡qué desvergonzado sería eso! No es que este novato vaya a poder contarle a nadie mi aspecto cuando acabe con él, pero mi verdadero rostro es solo para unos pocos escogidos. Tan pocos, que puedo contarlos con los dedos de una mano, y me sobran.

 

Te daré una pista. —Mi sonrisa vuelve a ser sádica; pero, enmarcada por una negra perilla y adornada con unas cejas fruncidas, impone mucho más respeto—. Nunca nadie te ha dicho mi nombre; y, aunque lo conocieras, tus jefes no te permitirían pronunciarlo.

¡E-El Sin Nombre! —grita aterrado.

 

¡Vaya! Aún conservo mi savoir-faire. El pobre pipiolo se ha meado de miedo.

 

Por favor, señor. ¡Por favor! —Se hinca de rodillas a mis pies, no se atreve a mirarme—. No me mate, por piedad. Bórreme la memoria, se lo suplico.

Eso no funcionaría, novato. Tus jefes son “casi” tan buenos como yo escarbando. Aunque… —Me cruzo de brazos y llevo un dedo a mi barbilla, fingiendo pensar. Él levanta la vista un poco, esperanzado—. Podría tomarte a mi servicio, a cambio de tu vida.

Sí, ¡sí, mi señor! —Se agarra a un clavo ardiendo—. Le serviré. Le serviré como el más fiel esclavo.

¡Oh, vaya! Qué rapidez. —Arqueo las cejas en sorpresa teatral—. No sé, no sé. Si traicionas a tus jefes con esa facilidad, ¿qué te impediría traicionarme a mi?

 

Ahora su cara es una expresión espantosa. Se ha dado cuenta de que le he cazado. Se ha dado cuenta de que le he tendido una trampa y él se ha metido de cabeza en ella. Mi risa es lenta, dura y cruel.

 

Eres una cucaracha asquerosa, Baltasar —digo—. Una pústula infecta de la piel de Iscariote. No tengo nada contra tu Órden, pobre diablo. Incluso te habría dado una muerte indolora si hubieses mostrado valor. Pero solo hay un destino para los traidores cobardes como tú.

 

- - -

 

Regreso a Ralph Lauren y no me molesto en cambiar mi apariencia, la misión ya debe estar cumplida. En efecto, sobre el suelo de parquet se desarrolla una orgía digna de Calígula. Amanda está a cuatro patas. Tras ella, un negro flacucho que parece una estrella del rap la encula sin piedad. Frente a la casta esposa del congresista Mullen, una mulata con la piel cubierta de tatuajes, despatarrada, empuja la cabeza de mi clienta contra su coño, que la rubia devora con ansia. Alrededor del trio hay dos parejas también follando sin recato alguno y hasta… ¡Qué ven mis ojos! Una guapa transexual sodomiza a un rubito de aspecto aniñado. Miel sobre hojuelas. Los periódicos y telediarios van a tener material para más de un año. De eso se encargan seis o siete mirones que lo están grabando todo con sus móviles. Algunos de ellos sostienen sus teléfonos con la izquierda mientras se pajean, viciosos, con la derecha.

 

Mi Bianca está apoyada en un mostrador, con la falda remangada y el joven dependiente de corbatas afanado entre sus piernas. Cuando me ve, aparta al muchacho y corre hacia mi con una sonrisa radiante de triunfo. Me abraza por el cuello y me besa con pasión.

 

Lo has hecho muy bien, mi sierva —le digo cuando me deja respirar.

 

Contemplamos el espectáculos unos minutos. La abrazo por la espalda y martirizo sus tetas y sus pezones. Ella aprieta su culito contra mi paquete, anticipando lo que pasará esta noche. Cuando aparecen los primeros policías por las escaleras, es el momento de irse. Hasta otra vida, señora Mullen.

 

*************

 

NASIRA ZAÍDI

 

Las voces que sacaron a Nasira de la inconsciencia le llegaban lejanas y cavernosas. La chica se mantuvo aún con los ojos cerrados, intentando arañar unos minutos más de sueño. Pero, poco a poco, se dio cuenta de que no era un día entre semana en el que tuviera que rezongar camino al instituto; sino que aquellas dos voces hablaban de cosas muy raras.

 

Ha sido un error tremendo, Finnegan —dijo una voz de hombre, bastante enfadado.

Sin duda, sin duda. —Nasira reconoció la segunda voz como la del hombre que le había salvado. Recordó el intento de violación.

Y está en la peor edad —continuó el primero—. Demasiado mayor para los primeros niveles y demasiado joven para los últimos.

Es un gran embrollo, ciertamente. —Finnegan sonaba apesadumbrado.

¡Deja de darme la razón como un loro! Este lío es cosa tuya.

Creía que ya habíamos acordado eso y estábamos buscando soluciones.

No te hagas el listo, Finnegan. —La voz del primero sonó peligrosa—. Estás a un paso de ser despedido.

 

No supo porqué, pero ese “despedido” le sonó a Nasira mucho más grave que solo perder el trabajo.

 

Sobre eso… —Comenzó Finnegan, titubeante; dejó la frase en el aire esperando respuesta.

Ya te lo he dicho —contestó el que parecía el jefe—. Eso es cosa del Comité Disciplinario. Seguramente te caerá una multa, no muy grave. Un par de siglos como mucho.

¿Un par de siglos? —gimió.

No te quejes. Tienes suerte. Si por mí fuera, te cortaría la cabeza. ¿Por qué diablos no llevabas un arma?

No me gustan las armas de fuego —rezongó Finnegan—. Son muy ruidosas. ¡Y se suponía que iba a estar sola!

Eso era porque tenías que haber llegado ¡antes! Como te vuelvas a ir a apostar en los bazares mientras estás trabajando, te corto las manos.

 

Hubo un silencio tenso, pero Nasira pudo oír los pasos de uno de los hombres yendo y viniendo. Intentó controlar su respiración para no delatarse, mientras procesaba lo que había oído. Parecía evidente que algo había salido muy mal en su rescate. Al poco rato, Finnegan habló con voz más calmada.

 

Señor, ¿qué va a pasar con la chica?

¿Ahora te sientes paternal? —se burló el jefe.

No es eso. Es que… Esto ha sido culpa mía.

De eso no hay duda. —El jefe soltó aire, intentando calmarse—. Bueno, ¿qué tal si le preguntamos a ella?

 

A Nasira se le formó un nudo en el estómago.

 

¿A ella?

Sí —dijo el jefe—. Hace un rato que está despierta y escuchando.

 

Nasira sintió que el nudo subía a la garganta. ¿Cómo la habían descubierto? Abrió los ojos despacio, sin moverse, parpadeando un par de veces por la luminosidad de la sala. Estaba acostada en un sofá de cuero negro, junto a una de las paredes de un amplio despacho. La ventana que daba a la calle estaba oscura, era de noche. En mitad de la sala, Finnegan, su salvador, y el jefe la miraban con interés. Era un hombre alto, robusto y… Nasira tragó salia. El rostro y la cabeza calva del jefe estaban cubiertos por entero de tatuajes tribales. La mandíbula cuadrada, la nariz aplastada y los colores de los dibujos (negro, rojo y blanco) le daban un aspecto siniestro. Iba vestido con traje gris plateado, levita abierta y camisa negra. En mitad del pecho colgaba un medallón de plata con un rubí.

 

Despacio, Nasira se sentó en el sofá y se acordó de cerrar su rasgada bata por el cuello, cubriendo sus pechos. Miró de reojo a los dos hombres, con la cabeza gacha.

 

¿Estás bien? —preguntó el jefe.

 

Ella asintió brevemente.

 

¿Seguro? —insistió él.

 

Ella levantó la vista, frunció el ceño y volvió a asentir, con más decisión.

 

Tú madre ha muerto —soltó él.

¡Señor! Cómo… —dijo Finnegan.

Calla —cortó el jefe, y observó con atención a Nasira.

 

Nasira acusó el golpe, por supuesto. Un escalofrío le recorrió la espalda. Pero, al examinarse a sí misma, notó algo muy extraño. No… No le subían las lágrimas, no le atenazaba la congoja. Eso debería ser lo normal cuando le dicen a una que su madre ha muerto, ¿no? Pero lo que sentía Nasira era… ¿indiferencia?

 

¿Sigues estando bien? —preguntó el jefe.

 

Ella arqueó una ceja y contestó en un susurró.

 

Sí.

Pero, ¿cómo… —Finnegan se llevó una mano a la boca, impresionado.

Lo imaginaba —dijo el jefe—. Te llamas Nasira, ¿verdad?

Sí. Nasira Zaídi.

Bien, Nasira. No hay forma de dulcificar esto. Así que te lo diré directamente: eres un demonio.

¡Oiga! ¿Le parece bonito decirle eso a una chica? —Nasira no pudo retener su arrebato.

 

Finnegan dio un respingo, pero el jefe rió a gusto.

 

No me has entendido, fierecilla —dijo aún sonriendo—. El señor Finnegan, aquí presente, es un demonio; como yo. Y, al beber su sangre, te has convertido en diablesa.

Yo… ¿diablesa? —A Nasira a penas le salía la voz—. ¿Esto es una broma?

En absoluto —dijo el jefe. Levantó su mano derecha y una llama azul salió de su palma. Al instante, sostenía un vaso de agua—. ¿Quieres agua para reponerte de la impresión?

 

Y por supuesto que estaba impresionada. Aún más, estaba fascinada. El truco había sido tan bueno que… ¿De verdad había hecho magia? Se miró las manos y no pensó en cómo, ni en porqué. Lo que preguntó fue:

 

¿Yo también puedo hacer eso?

Paciencia, jovencita —respondió el jefe—. Toma. Bebe.

 

Mientras bebía… No podía jurarlo, pero a Nasira le pareció que, bajo todos esos tatuajes, el jefe parecía preocupado.

 

Ahora te daré algunos detalles y tendrás que elegir.

¿Elegir?

Sí. Calla y escucha.

 

Nasira asintió, atenta.

 

Como puedes ver, ni tenemos la piel roja, ni cuernos, ni cola, ni pinchamos a pecadores con tridentes —bromeó—. No somos como nos describen las leyendas cristianas. Elijas lo que elijas, tendrás que pasar unos días aquí. Así que ya te enterarás de toda la historia. Pero, para lo que nos preocupa, te diré que tenemos ciertas habilidades que tú podrías llamar “magia”.

 

´´Pero no las tenemos de forma “gratuita”. Nuestra raza tiene una misión y todos nosotros cumplimos trabajos. Ya te enterarás más adelante qué trabajos hay para elegir. Ahora, lo importante. —El jefe se acuclilló frente a Nasira, quedando sus ojos a la misma altura—. Uno de los términos que pactó tu madre con nosotros fue que, cuando te rescatáramos, te proporcionaríamos una nueva identidad y una nueva vida, alejada de tu familia. Te íbamos a borrar la memoria y te íbamos a colocar con unos padres adoptivos muy simpáticos. Pero —el jefe levantó un dedo apuntando a Finnegan—, bebiste su sangre.

 

´´Ahora mismo estamos… —Se levantó e hizo un arco con el brazo, señalando al edificio—. Bueno, no te diré el país. Pero sí te puedo decir que esto es un centro de entrenamiento para nuevos reclutas. Normalmente, los nuevos llegan aquí con varios años menos de edad que tú. Pero estoy convencido de que, si decidieras quedarte, podrías alcanzar el nivel de los otros jóvenes que tienen tu edad; con unas cuantas clases de refuerzo, claro. ¿Qué edad tienes?

 

La pregunta pilló por sorpresa a Nasira y tardó un par de segundos en responder.

 

Cumpliré diecisiete la semana que viene.

Bien, bien. Las pruebas finales se hacen a los diecinueve años. Si las superas, serás acepada en nuestra raza como adulta, tendrás un trabajo y serás dueña de tu vida.

 

´´Por otro lado… —El jefe hizo una pausa, indicando que había otra opción—. Como hace pocas horas que has tomado la sangre, aún estamos a tiempo. Puedes someterte a un tratamiento. No es agradable, pero en dos semanas tu cuerpo estaría purgado. Te borraríamos la memoria y vivirías con tus nuevos padres sin recordar nada de esto.

 

´´Así que, ahí está. Es tu decisión —terminó.

 

El despacho quedó en un silencio denso. Cada uno en sus propios pensamientos. Nasira se sintió desbordada de información, pero extrañamente serena. Demasiado serena.

 

Señor…

Llámame Ismael

¿Cómo el de Moby Dick?

Sí —rió Ismael—. Pero yo no cazo ballenas.

Claro —sonrió ella. Pero luego volvió a ponerse seria—. ¿Por… por qué no estoy llorando o… o angustiada o… algo?

Oh, eso. Es fácil. —Se cruzó de brazos—. Normalmente se necesitan solo dos o tres gotas de sangre para convertir a un humano. Tú tomaste más que eso. Podría decirse que tienes una sobredosis. Tus emociones “humanas” están dormidas. No te preocupes —la tranquilizó—, en unos días volverás a la normalidad… en ese aspecto.

¿Por eso me ha dicho todas esas cosas ahora y tan… a lo bruto?

Correcto. Así tendrás más tiempo para procesarlo todo antes de tener que lidiar con emociones.

Ah.

 

De nuevo, unos minutos de silencio. Esta vez fue Ismael quien habló.

 

¿Tienes más preguntas?

Yo… quisiera saber cómo murió mi madre —dijo Nasira en voz baja.

Bueno. —Ismael vaciló—. Como te he dicho, tenemos trabajos. Y uno de ellos es firmar contratos… Eeem… Conceder deseos. Y… en fin… Nuestros contratos solo se saldan con un pago: el alma.

¡¿Mi madre está en el infierno?!

No, no. ¡Para nada! Ya te he dicho que no somos los demonios cristianos. De hecho, el infierno no existe. Tu madre solo… descansa en paz.

 

Esta vez, Nasira deseaba poder llorar. Así que era cierto: su madre había muerto para salvarla. Aunque no fue auténtica gratitud lo que sintió, sí que se sintió en deuda con la mujer que le había dado dos veces la vida. Lo que sí fue real, o al menos eso quiso creer, fue la rabia asesina que sintió contra su padre y sus tíos. Esos machistas, hipócritas, fanáticos malnacidos que habían provocado toda esta situación.

 

Nasira miró el vaso vacío que sostenía en las manos y recordó como Ismael lo había hecho aparecer de la nada. Recordó cómo el flacucho Finnegan había apalizado al gordo Fawaz hasta matarlo a golpes, y la agilidad con que había derrotado a cuatro hombres en segundos. Pero, sobre todo, recordó la impotencia y la angustia que había sentido encerrada en aquella habitación, esperando que cumplieran la sentencia.

 

Nasira se dijo que no quería volver a sentirse así. Decidió que no iba a volver a sentirse así nunca más. Lucharía con uñas y dientes para convertirse en una mujer a la que nunca, nadie, jamás pudiera pisar.

 

Alzó la cabeza y miró directo a los ojos de Ismael.

 

Me quedo —dijo.

 

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CONECTANDO A XXX.XXX.XXX.XXX… OK

EJECUTANDO PROTOCOLOS DE OCULTACIÓN… OK

INICIALIZANDO ENCRIPTACIÓN DE LA COMUNICACIÓN… OK

CONEXIÓN SEGURA ESTABLECIDA.

 

[23:14.08] LOKI: Buenas noches, senador. ¿Ha leído la prensa?

[23:14.39] CONTRATO 28640: Sí. ¡Sí! Sublime. Magnífico. Mullen está acabado para siempre. Y los republicanos lo van a tener muy difícil, jajaja.

[23:15.02] LOKI: Me alegro mucho de que esté satisfecho.

[23:15.20] CONTRATO 28640: Gracias, gracias.

[23:15.49] LOKI: Ah. Hablando de gratitud…

[23:16.01] CONTRATO 28640: ¿Sí?

[23:16.50] LOKI: ¿Conoce el monumento en memoria de J.F.K. en Dallas?

[23:17.33] CONTRATO 28640: No lo he visitado nunca.

[23:18.00] LOKI: Es un lugar precioso. Junto al monumento, hay un parque con árboles y bancos. Una delicia.

[23:18.31] LOKI: En una de las esquinas de la plaza hay una heladería, Giovanni’s. Hacen unos helados exquisitos.

[23:18.58] LOKI: Dentro de dos días, a las 12:45 de la mañana, llevará a su hijo James a ese parque. Le dará un billete de diez dólares y le dirá que compre dos helados mientras usted lee el periódico.

[23:19.16] LOKI: Despídase con afecto de su hijo, senador. Porque cuando entre en la heladería, no volverá a verlo. El pago por mis servicios habrá sido saldado.

[23:20.12] CONTRATO 28640: Sí, sí. Claro. Allí estaremos.

[23:20.36] LOKI: ¡Vaya! Me sorprende, senador. Normalmente, mis clientes suelen resistirse más.

[23:21.08] CONTRATO 28640: Un trato es un trato, ¿no?

[23:21.20] LOKI: ¡Bien dicho! Me gustan los hombres de palabra.

[23:22.14] LOKI: ¿Senador?

[23:22.39] CONTRATO 28640: ¿Sí?

[23:23.01] LOKI: Sé que está en contacto con el FBI y que planea tenderme una emboscada para atraparme.

[23:23.22] LOKI: También sé el nombre de sus dos amantes y de sus tres hijos bastardos.

[23:23.45] LOKI: Y me he tomado la libertad de cancelar su seguro de vida, senador. De modo que ni su esposa ni sus hijos cobrarán un centavo cuando le encuentren a usted despellejado y descuartizado en el desierto.

[23:24.10] LOKI: Eso, claro está, si es que salen vivos del incendio de su casa.

[23:25.15] CONTRATO 28640: ERES UN HIJO DE SATANÁS

[23:25.30] LOKI: Se equivoca, senador. Satanás no tuvo hijos. ¡Menos mal! Me habría sentido muy fastidiado por tener que cuidar de mis sobrinitos. JAJAJAJAJA

 

CONEXIÓN FINALIZADA.