En mi posición predilecta te recibo, con la espalda rozando tu pecho por ratos cada que bajas para morder mi cuello... El resto del encuentro nos unen sólo tu pubis y mi parte trasera, mi rincón más preciso y esa parte tuya que deseo lengüetear.
Esas manos rudas se vuelven de seda para aferrar mi cintura, para jalarme delicadamente y atraer mis caderas. Somos dos personas que se conocen de años y saben cómo hacer que el otro se derrita, cómo invitar con la mirada a reunirnos en la penumbra de nuestra habitación, acostados bocarriba sobre esta vieja cama que también usamos para soñar. Cada ocasión es nueva y cada vez es como cuando éramos novios.
Hoy también comenzamos ya desnudos a colocar las manos justo donde nos gusta más. Sabes con qué presión y a qué ritmo, dónde pellizcar y cuándo prefiero que me encajes las uñas.
Dejo que crezcas y que tus dedos se deslicen por mi vientre que ya no es de veinteañera ni lo volverá a ser jamás. Vuelvo la cabeza para buscar tus labios, para meterme en tu boca y que me retengan tus dientes, así hasta que me hagas hervir y te acerque sin prisa el condón. Luego no espero, me pongo de rodillas y bajo la espalda para que resbales dentro mientras apoyo mi peso en las manos, mientras mis senos se mueven con furia y rebotan contra mi rostro. Te mueves y yo cierro los ojos por ratos, los abro y ahí están tus piernas detrás de las mías. Del lado izquierdo hay un espejo y tu silueta se confunde con la mía, nos agitamos como un animal monstruoso que respira entrecortadamente.
Pueden pasar horas o minutos, qué importa si tengo tu calor y al fin llegan los temblores, no sé si son tuyos o míos y después viene un hormigueo con suspiros y a veces una maldición.
Nos quedamos quietos antes de que te dejes caer bocarriba sobre el colchón. Busco tu pecho para que me abraces y digas mil veces que es infinito tu amor por esta mujer que es tu esposa y tu amante autorizada por todas las de la ley.