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Después de 30 años casados, el matrimonio ha cambiado como un calcetín. En mi caso, sobre todo a raíz de la delicada salud de Tere, mi mujer, aquejada de fatiga crónica que ha acabado imposibiltándola para trabajar, además de limitar en gran mesura su movilidad. Sobra decir que nuestra vida de pareja, íntima, es escasa, por no decir nula. Si no recuerdo mal nos hemos acostado dos veces en el último año y medio.

Con este panorama no me ha quedado otra que buscarme las habichuelas fuera de casa. Curiosamente, he encontrado lo que buscaba en el trabajo. Lógico si pensamos que es el lugar en el que pasamos más horas cada día, obviando fines de semana. Pero impensable pues se supone que vas allí a desempeñar una labor productiva.

En resumen, he tenido cuatro rollos durante los últimos siete años. No es gran cosa, pues solamente el último puede considerarse una relación, pero uno no es Adonis. Ya hace años que entré en la cincuentena, peso 11 kilos más que cuando me casé y me afeito la cabeza regularmente para dejar de parecer un calvo y pasar por un tío a la moda. Con estas características, debo esforzarme más para vender mi producto.

Llevo más de dos décadas en el mundo editorial desempeñando labores de coordinación. Es decir, recibo el manuscrito, lo mando a traducir, corregir, maquetar y fabricar. No es el trabajo glamuroso de un editor, conocer autores, asistir a fiestas, dar entrevistas, pero somos la clase media de la profesión sin la cual la obra no llegaría a las librerías o a los Ipads.

Belén llegó a la empresa hace tres años. Venía fichada de otra editorial, pues su nombre lo dio la propia coordinadora que dejaba vacante su puesto. Este hecho es habitual en el sector pues Barcelona aglutina las tres grandes editoriales en lengua hispana y, aunque seamos cerca de 1000 trabajadores por firma, nos conocemos todos.

Se integró en mi equipo, así que me tocó la labor de integrarla y guiarla en la filosofía de la empresa. Normalmente, un nuevo compañero tarda un par de meses en tomarle las medidas a su puesto. Belén apenas necesitó dos semanas.

De carácter afable y muy extrovertida, su llegada supuso un soplo de aire fresco agradecido por todos. Demostró ser muy eficiente, tanto que llegó a dejar en ridículo a más de un jefe de equipo, entregada, productiva y muy rentable para la empresa pues asumió más trabajo del previsto inicialmente, con óptimos resultados.

Pero el mayor beneficiado en lo personal he sido yo. El hecho de guiarla en sus primeros días me otorgó una ascendencia sobre ella que siempre ha valorado positivamente, correspondiéndome en cualquier necesidad que he tenido. Nos entendemos bien, pues es una mujer de trato fácil y a mí se me tiene también por una persona simpática y colaboradora.

A los pocos meses de haber llegado, instauramos un hábito que ha perdurado hasta hoy. Desayunar juntos. No sólo Belén y yo. También otros compañeros se toman el café con nosotros a las 10 y media, pero lo convertimos en una cita ineludible. Más adelante, buscando yo un poco más de intimidad con ella, fijamos el jueves como nuestro día para salir a comer juntos.

Las tres compañeras con las que me había liado eran una comercial de publicidad, una administrativa y una directora de departamento que se estaba divorciando. A excepción de esta última, con la que me acosté cuatro veces en un mes, se trató de un solo encuentro aprovechando una puerta abierta en mujeres algo promiscuas.

Belén no encajaba en ninguno de los dos perfiles. Llevaba más de veinte años con el mismo hombre, Juan, el hombre de su vida, que había conocido a los 16 años, en una relación que siempre definió de perfecta. Así que mi táctica de seducción debía ser distinta. Opté por la proximidad, la confianza, pero los buenos amigos, los mejores amigos, suelen acabar convirtiéndose en pagafantas, no en amantes. Así que fui virando hacia otros senderos.

Los desayunos primero, las comidas después, nos servían para conocernos mejor, entendernos más, pues procurábamos hablar poco de trabajo, explicándonos el fin de semana, las vacaciones, anécdotas, curiosidades, etc. Belén tenía dos hijos que se acercaban a la adolescencia, así que la previne de lo que se le avecinaba, pues mi hija está acabando la carrera y mi hijo hace dos años que  trabaja en un bufete de abogados. Le aconsejé salidas familiares, excursiones a las que era una gran aficionada. Ella a su vez me recomendaba películas, series de televisión, restaurantes. Cualquier cosa que me aislara de la difícil situación que tenía en casa. Fue allí donde encontré el filón.

Quiero mucho a Tere. Ya no estoy enamorado de ella, pero siento un cariño, una estima, un amor profundo hacia ella que la convierte en la mujer más importante de mi vida junto a nuestra hija. Siempre presenté mi matrimonio de este modo ante Belén, pues es la verdad. Con ello logré que no me viera como una amenaza para su marido, a pesar de que le conté mis tres episodios de infidelidad. Así los definía ella. Yo prefería llamarlos mis alegrías.

A medida que no conocíamos más, que nos teníamos más confianza, nuestro nivel de intimidad fue aumentando, llegando a tocar todos los temas, sexo incluido. Recuerdo la primera vez que hablamos de ello. Surgió pues hablábamos de Gemma, la directora de departamento con la que me acosté varias veces. A bocajarro me soltó, ¿qué tal es en la cama?, acompañado de una sonrisa para dotar de tono de broma una pregunta que había hecho en serio. Le dije la verdad, contándole con algunos pelos y señales lo que habíamos hecho, sin ser soez, pero insistiendo por mi parte que a tenor de mi situación personal tampoco puedo ser muy exigente.

Estas charlas más informales dotaron nuestra relación de un aliciente nuevo en ambos. A mí me permitía hablar de sexo con una mujer guapa con la que me quería acostar, permitiéndome acercamientos sutiles pero a la postre, importantes. Belén, poco acostumbrada a compartir su intimidad con nadie más que su marido, me daba detalles de sus gustos, necesidades e incluso fantasías, que pensaba utilizar en mi beneficio. Además, de dejar de ver paulatinamente la infidelidad como un hecho deleznable, pues en mi caso estaba justificado.

Abrir mi herido corazón por una situación personal difícil era una parte de la estrategia. Intimar, confesarnos, había sido la segunda. La tercera fue introducir en su interior la semilla de la aventura, el anhelo ante lo desconocido, la excitación por probar algo distinto. En este tercer peldaño es donde dediqué más esfuerzos, más tiempo, acompañado siempre de halagos a su persona. A un nuevo vestido, a su paso por la peluquería, a un nuevo color de uñas. Estuve atento a cualquier detalle con el fin de hacerla sentir atractiva, deseada, algo que agradecen todas las mujeres.

Los primeros pasos definitivos se produjeron en primavera. Tere había empeorado aquel invierno, había estado enferma varias semanas y yo lo había pasado mal en lo anímico, pero también en la logística diaria. Llevarla al médico, tratar de llegar antes a casa, atender la intendencia diaria del hogar, etc. Belén me ofreció su ayuda en todo momento, pero solamente acepté un par de abrazos y que me reconfortara tomándome las manos, actos inocentes que fueron derribando barreras, pues se convirtieron en habituales.

Al volver de Semana Santa, más tranquilo pues mi mujer se estaba recuperando, dentro de sus posibilidades, empezamos a  tontear sutilmente. Me encanta estar contigo, era algo que le decía  a menudo, hasta que un día disparé calibrando su respuesta. Ojalá te hubiera conocido antes que tu marido. Vi claramente como sus antenas la avisaban que entraba en terreno minado, pero también percibí que el halago había dado en el blanco.

A partir de ahí, mis galanterías se tornaron más directas, menos inocentes, ante las que no mostró las reticencias anteriores. No solamente posaba mis manos sobre las suyas a la mínima posibilidad. Le apartaba un mechón de cabello castaño de la cara cuando alguno se rebelaba, la tomaba de la cintura para darle paso en una puerta, insistía en lo guapa que estaba. Gestos aparentemente inocentes, que ambos sabíamos cargados de intenciones.

La primera discusión importante se produjo a primeros de junio. Me gustas mucho, se lo solté sin ambages, tanto que daría lo que fuera por dar un paso más. La había tomado de las manos mientras esperábamos que nos trajeran el postre. Me miró fijamente, largo rato, calibrando mis palabras y la respuesta adecuada.

-Tú también me gustas mucho. Lo sabes. Pero me estás pidiendo algo que no puedo darte. Estoy casada, felizmente casada, y Juan no se lo merece.

-Lo sé –respondí sin aflojar el contacto que ella tampoco había deshecho. –Eres la mejor mujer que he conocido nunca, la mejor amiga, la mejor persona, y me pregunto qué sería pasar un día entero contigo. Sueño con ello.

-Por favor, no me pidas algo así. No puedo dártelo. –Hizo una pausa. –Además, ¿qué pasaría después?

Sin ser ella consciente, acababa de abrir la puerta. Poco todavía, pero me confirmaba que ella también se lo había planteado, así que percutí sin agresividad para no romper la baraja.

-Después seguiría todo igual. Lo que siento por ti, lo que siento cuando compartimos mesa, no se borra de hoy para mañana. No puede estropearlo una hora de alegría.

-No puedo hacerlo –insistía. –No debo hacerlo.

Volvimos al despacho en silencio. La carga estaba colocada. Ahora debía planear bien mis movimientos para detonarla ordenadamente.

No desayuné con ella al día siguiente ni tampoco el lunes. El martes se me acercó a primera hora para llevarme a un aparte cerca de los lavabos donde nadie pudiera escucharnos. Me pidió compartir la media hora del café. Decliné su invitación. Me duele estar a tu lado como si nada. Tampoco comimos juntos aquel jueves. Por la noche me entró un whatsapp.

“Necesito que arreglemos esto. Te aprecio mucho y no quiero perderte”.

“Yo también te aprecio mucho, muchísimo. Tampoco quiero perderte, pero no puedo soportar no tenerte”.

No respondió. Estuvo en línea un buen rato, escribió y borró un par de veces, pero no dijo nada más. No fue hasta el domingo por la noche que recibí un mensaje suyo proponiéndome comer junto aquel lunes y hablarlo. Acepté.

No comimos. Tenía un nudo en el estómago y no tenía hambre. Yo sí tenía, pero ya me sacaría algún bollo de la máquina que teníamos en recepción cuando volviéramos. Prefirió pasear por el parque de 2 hectáreas que separa nuestro barrio de la autopista.

-Conozco a Juan desde la adolescencia. Es un marido maravilloso, atento, cariñoso, con el que tengo una vida estable que me hace feliz. Me siento afortunada por ello, pero también muy desdichada por ti pues la tuya no se parece en nada a la mía. Esta semana ha sido muy dura para mí, muy difícil. Te quiero. Eres el segundo hombre al que se lo digo. Me he dado cuenta estos días, al no tenerte cerca, por lo que no quiero prescindir de ti. Pero tienes que comprender que no puedo poner en riesgo a mi familia.

-Lo que has sentido esta semana tan difícil para ti es lo que llevo sintiendo desde hace meses. –Primero apelaría a nosotros, luego apelaría a mí. –Yo también te quiero. De un modo distinto a mi mujer como seguro que tú me quieres de un modo distinto a tu marido –asintió, -pero tenerte a mi lado es una tortura para mí. No me basta con ser amigos, con darte la mano. Quiero abrazarte, necesito besarte, demostrarte con hechos lo que siento por ti. -No puede ser. -Lo necesito. Como bien has descrito, mi vida no se parece en nada a la tuya. En casa no me espera una familia maravillosa, tampoco tengo una cuadrilla de amigos con los que disfrutar. Sólo te tengo a ti.

-Es muy fuerte lo que me pides. Compréndelo, no es fácil.

-Sé que no es fácil, pero sólo te pido darnos una alegría. Tenemos confianza suficiente. Somos adultos. Ambos sabemos que nunca dejaré a Tere ni tú dejarás a Juan. Les queremos demasiado y lo último que pretendemos es hacerles daño.

-Les haríamos mucho daño.

-Solamente si se enteran. Para ello, deberíamos decírselo nosotros. Yo no lo haré. ¿Tú lo harás? –Negó.

Volví a casa aquella noche convencido de haber acabado con su resistencia. Me equivoqué. Me hacía promesas, pronto, déjame mentalizarme, pero eran vacías. Tuve que plantarme de nuevo para que la puerta se abriera un trozo más.

-Si no puedo tenerte necesito dejar distancia contigo. Es demasiado doloroso para mí. -Surtió efecto. Limitadamente.

El último viernes de julio, el sector editorial prácticamente cierra en agosto, me pidió que la acercara a casa en coche. Yo vivo a 40 kilómetros de Barcelona dirección sur. Ella, a unos 10, dirección norte.

Subí al coche muy excitado, aunque procuré no demostrar mi ansiedad. Belén estaba muy nerviosa. Conduje con calma, adulándola, pues como siempre estaba preciosa, aunque vistiera informal con un tejano de verano y una blusa clara. Habríamos recorrido la mitad del camino cuando me pidió desviarnos por una carretera que parecía llevar a un camino particular, hasta que señaló una arboleda bajo la que nos detuvimos.

Aún charlamos, argumentamos, unos minutos hasta que pareció que lo tenía claro. Que estaba dispuesta a dar el paso. Lo di yo. Solté sus manos que había tomado, alargué la izquierda para acariciarle el rostro y me acerqué para besarla. Me recibió pasiva, sin abrir los labios. Me aparté mirándola, eres preciosa, la besé suavemente de nuevo, me gustas muchísimo, repetí el beso, te quiero, afirmé para besarla con más ganas hasta que abrió la boca y me lo devolvió. Mi mano bajó a su cintura mientras la suya me tomaba de la mejilla. Yo también te quiero, respondió cuando nos separamos. Volví al ataque. Esta vez el morreo fue largo, encontré su lengua. La sentí más relajada, aún no entregada, así que no quise precipitarme, aunque mi mano quería ascender hacia su pecho. Lo hizo en el cuarto o quinto morreo. Subió por su costado hasta cubrir aquel monte pequeño. Suspiró, apretando mi nuca para fundirnos más. Lo acaricié. Desabroché un botón, otro, acaricié el contorno del sujetador. Desalojé su boca para que mis labios recorrieran su cuello. Con el tercer ojal libre, su seno apareció cubierto por una copa blanca. Lo tomé con la mano apartándola para desvestirlo. Mi lengua lo recorrió hasta que coronó el pezón, pequeño, rosado, succionándolo con ansia. Entonces noté sus brazos, apartándome.

-Para, para. No puedo. No puedo hacerlo. –La miré sorprendido, tratando de esconder mi decepción. Abrochándose la blusa pidió: -Llévame a casa, por favor.

“Lo siento” fue el lacónico whatsapp que me entró aquella noche. No la vería en tres semanas, así que no respondí tratando de poner tierra de por medio. Ella, en cambio, sí me escribió varias veces, preguntándome cómo estaba, qué hacía, por qué no le contestaba.

Había trazado el plan y pensaba seguirlo a pies juntillas, pues estaba seguro que me llevaría a puerto. Uno de los últimos mensajes que me envió me apremiaba para volver a vernos el primer día de trabajo. Tampoco lo respondí. Para añadir más dramatismo, el último lunes de agosto, primer día de curso para nosotros, no fui a trabajar. Aduje dolencias estomacales ante mi jefe, asegurándole estar bien para el día siguiente.

A mediodía sonó mi móvil. Desde el despacho. Sabía que era Belén.

-Te echo de menos. –No respondí. Dejé que el silencio de la línea lo hiciera por mí. –No sabes lo mal que lo he pasado estas semanas. No te lo imaginas…

-Sí lo sé, porque llevo meses así. –Ahora fue ella la que se quedó muda. –Sin vivir –sentencié.

La vuelta fue dura, pero productiva. No desayunamos ningún día, ni comimos juntos el jueves, aunque ella trataba de acercárseme con la más estúpida escusa. Hasta el viernes a mediodía que me sorprendió.

-El martes es tu cumpleaños. –Sí, el 1 de septiembre. –Te prometo que te daré un regalo especial. Uno que deseas con todas tus fuerzas. -Se me iluminó la cara, pero la que respondió dando palmas fue mi polla que saltó como un resorte. Le sonreí, agradecido, no tienes que hacerlo. –Yo también deseo hacerlo.

El lunes confirmé que el tema iba en serio. Salimos juntos al acabar por la tarde acompañándome hasta el coche. Al quedar solos, pues coincidimos cuatro compañeros en el ascensor, me pidió que reservara una habitación de hotel para mediodía.

Pasé una de las noches más nerviosas de mi vida, comparable a la espera de la Selectividad, por edad yo tuve Reválida, o a algún examen de fin de carrera. Me vestí con mis mejores galas, en lo que a ropa interior se refiere y rescaté un paquete de preservativos del cajón de mi mesita. Quedaban tres y no estaban caducados.

Tenemos una hora para comer, siendo de 2 a 3 el horario más habitual, aunque el margen establecido en el que se puede salir es de 1 a 4. Quedamos a las 2 en la puerta del hotel, pues no queríamos que nadie nos viera yendo hacia allí, pero yo bajé antes pues la impaciencia me podía. Durante la mañana, Belén me había dedicado varias sonrisas seductoras, que me confirmaban la cita.

Realicé el check-in antes de que llegara y la esperé ante el ascensor. Entramos en él cogiéndonos de la mano. Estaba guapísima con un vestido entallado de una pieza  de tonos morados y turquesas, el cabello suelto hasta los hombros y un poco de maquillaje en labios y pómulos resaltando su belleza.

-Estás preciosa. -Tú también, mintió. -¿Nerviosa? –Asintió, ¿y tú? –Taquicárdico. -Sonrió ampliamente. Nos sentíamos como dos adolescentes a punto de consumar una fechoría.

Había elegido el hotel por estar en una calle secundaria, con poco paso, en dirección contraria a la zona donde estaban los restaurantes que solíamos frecuentar en la empresa. Principalmente buscaba intimidad, pero me había sorprendido que alquilara habitaciones por horas, a un precio que me pareció ajustado, 20€/hora.

Entramos en la habitación, 313, aún asidos de la mano. No era muy amplia, pero la cama era de matrimonio y el baño, con ducha, era suficiente, incluyendo secador, algo que yo no iba a usar pero ella podía necesitar. El mobiliario era sobrio, aséptico incluso, en tonos claros.

Ella dio el paso. Giró su cuerpo para encarar el mío, me pasó los brazos por la nuca y me besó. De verdad, con la boca abierta, mandando la lengua en tareas exploradoras. No me hice de rogar. Correspondí con ansia, devorando aquellos labios que había catado cinco semanas atrás. La agarré por la cintura pero a los pocos segundos, notando su nivel de entrega, las bajé a sus nalgas, duras y rotundas. Profundizó en el beso, su lengua entró más en mi boca. Mis manos apretaron aquel par de delicias para que su cuerpo sintiera más el mío.

La diferencia de altura, unos quince centímetros, evitaron que nuestros pubis se unieran, pero notó mi polla en la cintura claramente. Tanto, que cuando mis manos ascendieron por su espalda, se separó de mí, dándose la vuelta, para que sus glúteos se frotaran en mi paquete mientras mis manos amasaban aquel par de maravillosas tetas.

Le besé el cuello. Suspiró ofreciéndomelo obscena. Mis manos sobaban, mi paquete se refregaba. Me gustas mucho, susurré en su oído, llevo meses soñando con esto. Yo también, respondió. No sé si era cierto o no, pero se giró volviendo a besarme con pasión.

Mis manos volvieron a sus posaderas pero se detuvieron poco rato, pues las moví investigando bajo la falda. Noté su piel, suave, 18 años más joven que la mía, ascendiendo hasta sus nalgas que noté directamente pues llevaba tanga. Ahora era ella la que me besaba el cuello. Me dejaba hacer verbalizando cuánto la deseaba. Mis manos tuvieron que abandonar su conquista pues de mi cuello sus labios bajaron por mi pecho, abriéndome los botones de la camisa hasta llegar al cinturón. Ascendió de nuevo hasta mi boca para reanudar el morreo lo que me permitió desabrochar la cremallera del vestido que acababa en su cintura posterior. Tiré de la tela desde sus hombros para que cayera al suelo. Para poder admirarla, rechacé su beso. Me separé un par de palmos de Belén, la miré con deseo enfundada en un conjunto de ropa interior negro con poca blonda, ¿te gusto?, con locura, mientras me lanzaba a comérmela, del cuello hasta los pies pasando por sus pechos que no desnudé, su estómago que recorrí, su pubis que olí.

Quedé en cuclillas unos segundos, no muchos pues uno ya no tiene edad para según qué ejercicios, mientras ella me acariciaba cuello, cara y cabeza. Me incorporé lentamente, sin dejar de devorarla siendo sus manos las que tomaron vida propia desabrochándome cinturón y pantalón para que cayeran acompañando al vestido.

Aunque deseaba que lo hiciera, no me agarró la polla ni me quitó el bóxer que me había comprado la tarde anterior. Así que tomé de nuevo la iniciativa. Dando dos pasos adelante, provoqué que cayéramos sobre la cama. Me quité los zapatos y el pantalón, lanzándome a devorar aquel cuerpo perfecto. De sus labios pasé a su cuello, de éste a sus pechos que desnudé para engullir como un crío de leche. Eran pequeños, así que me metía en la boca casi la mitad. Mis manos, mientras, agarraba el pecho libre la izquierda, medía el calor de su entrepierna la derecha. Sus piernas se abrieron cuando acaricié sus labios, aumentando los suspiros que mis succiones habían iniciado.

-Bésame, bésame –me pidió cuando la masturbaba. Pero nos era sumamente difícil pues sus gemidos eran cada vez más intensos, hasta que se tensó llegando a un orgasmo que me pareció pequeño.

Me apartó la mano de su sexo de un suave manotazo, reanudamos los besos y ahora fue ella la que asió mi pene entrando en mi ropa interior. Me masturbó suavemente, con pausa, besándome mientras yo la agarraba de la nalga izquierda pues habíamos quedado ladeados, cara a cara.

-Para o me correré –tuve que pedirle. –Llevo demasiado tiempo sin sexo.

Sonrió. Se la veía feliz, contenta de haber venido, pero las dudas de las semanas anteriores me apremiaron pues no quería que se me echara atrás y me dejara a medias. Me levanté, dejando caer el bóxer, tomé un preservativo del pantalón y me lo enfundé admirándola tumbada, sin sujetador y las piernas ladeadas en un tímido gesto de coquetería.

-Quiero hacerte el amor –anuncié.

-Quiero que lo hagas –respondió moviendo el cuerpo para quedar boca arriba y separar las piernas.

Me arrodillé entre ellas. Besé su estómago, bajé por su pubis mientras mis manos tiraban de la tela hasta que se la saqué por los tobillos. Una flor rosada, con un fino caminito castaño me esperaba apetitosa. No dudé. Me acomodé entre sus piernas, que dobló para facilitarme la tarea, y entré en un profundo suspiro que sonó en estéreo.

Me agarró de la nuca para besarme, mientras nuestros cuerpos se acoplaban en un vaivén rítmico que pausé tanto como pude, pues de otro modo me hubiera corrido en menos de un minuto. A los cuatro o cinco, noté que llegaba, así que desalojé la cueva para besarle los pechos, bajar por su  abdomen y perderme entre sus piernas. Recorrí sus labios y el clítoris mientras sus caderas se movían y sus gemidos se intensificaban. Pero no llegó al orgasmo. No quiso llegar. Me paró poniéndome la mano en la barbilla, al tiempo que me pedía, métemela de nuevo.

No aguantaría mucho. Ella lo sabía, así que cuando ralenticé el ritmo para evitar acabar, me tomó de las nalgas ordenándome, no pares, no pares.

Nos quedamos un rato en la cama. Sonriéndonos, acariciándonos, preguntándonos qué tal, incluso adormilados. Tanto que tuve que pagar dos horas cuando el polvo no había durado ni media.

Aquella noche fui yo el que mandó el mensaje. “Gracias por el mejor regalo de cumpleaños de mi vida”. Su respuesta y las réplicas posteriores nos tuvieron conectados más de una hora.

Pasaron varios días en que yo me encontraba en una nube mientras ella circulaba por una montaña rusa. Al principio estaba muy contenta, feliz por haber derribado una barrera, me dijo, por haber sido mala, especificó en otro momento; pero a los dos o tres días aparecieron los remordimientos que tuve que contrarrestar apelando a nuestra amistad, a haberme regalado uno de los episodios más felices de mi vida, a haberme concedido un deseo por el que le estaría eternamente agradecido.

Viendo el devenir de los días posteriores, tuve claro que podía repetir la experiencia. Mi intención inicial había sido tirármela, meta conseguida, pero el polvo de media hora me había sabido a poco y su proximidad a mí, su confianza conmigo, mayor ahora que antes del día de mi cumpleaños, me conferían esperanzas para continuar con el juego varias semanas más, si no una buena temporada. Pero para ello, debía volver a jugar bien mis cartas.

Si me ceñía al plan inicial, primero había apelado a mi necesidad, a mi insoportable soledad amorosa para que se apiadara de mí, para que sintiera premura por ayudarme. Había funcionado. Como también lo había hecho haber logrado un nivel de intimidad, de confianza mutua, que la llevara a quererme, a necesitarme. El tercer eslabón de la estrategia consistía en hacerle desear, plantearle, algo prohibido. No me pareció que hubieran ido por ahí los tiros, pero había nombrado en algún momento la excitación provocada por haber sido mala, así que decidí tirar de ese hilo, sin obviar los dos anteriores. Para ello contaba con nuestras largas conversaciones de whatsapp nocturnas.

Volvimos al hotel dos semanas después. Dos semanas y dos días exactamente pues fue el jueves a mediodía. Volví a pedir la habitación 313, me la concedieron. Volví a llegar antes. Volví a realizar el check-in solo. Volví a esperarla ante el ascensor. Volvimos a subir cogidos de la mano.

Me había costado convencerla para repetir. Incluso había tenido que forzar ligeramente la máquina, razón por la que el encuentro no fue lo placentero que esperábamos.

Digamos que el modus operandi fue parecido. Besarnos, desnudarnos, acariciarnos, pero esta vez quise llevarla al orgasmo, pues estaba convencido que el primer día no había llegado. Así que le dediqué una buena comida de bajos, algo que suele garantizar llevar a una mujer al clímax, si le pones la dedicación y el tiempo suficientes, claro. Pero me detuvo a los pocos minutos cuando su respuesta era más intensa. Así que supuse que prefería llegar al orgasmo mediante penetración, por lo que el juego consistía en dejarla a punto y penetrarla. Nada más lejos de la realidad. Nos acoplamos, me besaba, abrazaba, seguía mi ritmo, pero su  nivel de excitación se encontraba lejos del de hacía unos minutos. Decidí cambiar de posición, quedando ella encima para lograr una penetración más profunda. Tampoco así, con el agravante que acabó por desconcentrarse.

Me detuve. ¿Qué pasa? Nada. Ya estamos, pensé, cuando una mujer empieza con la retahíla de nadas estás apañado. Cinco minutos después lloraba a moco tendido abrazada a mí pecho. Los remordimientos acababan de hacer acto de presencia y percutían con toda intensidad. Mierda, pensé, mientras trataba de calmarla en mi papel de amigo, confidente, amante, hermano del alma. Tardó un buen rato en tranquilizarse, tanto que volví a pagar dos horas de hotel. Curiosamente, bastó que me abrazara intensamente cuando ya se había desahogado, para que mi inerte miembro despertara de nuevo apelando a sus urgencias. La miró sorprendida. Es por ti, bromeé simpático. Pobrecita, dijo en un tono levemente infantil mientras la acariciaba suavemente. No la dejé pensar. Me acomodé apoyando la nuca en el cabezal de la cama mientras mi mano tomaba uno de sus pechos. No dijimos nada más hasta que mi polla explotó.

Aquella tarde, conduciendo de vuelta a casa, me planteé acabar con el juego pues intuí que no tenía mucho más recorrido. Me supo mal, pues Belén me gustaba mucho. Además, me había quedado con las ganas de verla chupando, mi práctica favorita, algo que sabía que ella le hacía a su marido, pero me resigné a perdérmelo planteándome nuevas metas. Pero, de nuevo, me equivoqué.

Serían más de las 11 cuando me abrió por whatsapp.

“¿Estás durmiendo?”

“Aún no”.

“Siento lo de antes. No sé qué me ha pasado”.

“Que eres una buena persona” respondí comprensivo ante la posibilidad de que no estuviera todo perdido.

“Gracias, pero no te lo merecías. Me he portado como una tonta. Como una cría”.

“Ojalá todas las crías fueran como tú. Te quiero”.

“Yo también te quiero”.

Charlamos unos minutos más, mostrándome a una mujer indecisa entre la traición a su marido y la ingratitud hacia mí. Asomé mi lado más benévolo, condescendiente incluso, ofreciéndole el amplio hombro de su amigo del alma. Honesto, desinteresado y compasivo. Picó el anzuelo.

En el trabajo éramos uña y carne, mientras de noche nos confesábamos como dos confidentes enamorados. No la apremié, ni le propuse otra salida. Simplemente indagué en sus motivos, en sus sentimientos, ayudándola a desentrañarlos como haría un buen amigo.

Fue el último viernes de septiembre. Había tenido una semana horrenda, coronada con una mañana en la que casi acaba llorando después de una trifulca monumental con una editora. Como tantas otras veces acudí al rescate, animándola, levantándole el ánimo. Media hora antes de salir me lo propuso. ¿Quieres llevarme a casa hoy? Claro que sí, por ti lo que haga falta, respondí.

No dijo nada cuando nos detuvimos en la arboleda. Como tampoco había dicho nada cuando indiqué con el intermitente que me desviaría por aquel camino particular. Charlamos un rato, más de media hora, del trabajo, de la mala experiencia matinal, hasta que viendo que volvía a cabrearse, le pedí cambiar de tema.

-Lo que te mereces es disfrutar. Pasarlo bien, no dedicar el fin de semana recordando las malas artes de Estela –la editora de marras.

-Cuánta razón tienes –respondió, sonriéndome antes de abrazarme.

Estuvimos así unos minutos, enamorados, hasta que deshizo el abrazo pues se está haciendo tarde. Al mover el brazo derecho, el que me había rodeado a la altura del pecho mientras yo la tomaba de los hombros, me rozó involuntariamente el paquete. La tenía dura. La había tenido a media asta durante todo el trayecto, toda la charla, pero se había levantado orgullosa al abrazarnos pues su posición con la cabeza en mi pecho me había hecho fantasear con empujar su testa hacia mi entrepierna para que me la chupara. Pero no se lo dije.

Cuando exclamó divertida, mira cómo estás, preferí responderle que siempre estaba así cuando ella andaba cerca, más aún cuando la mujer más guapa de Barcelona me abrazaba. Complacida por mi comentario, henchida en su orgullo femenino, miró su reloj de pulsera para afirmar:

-Es tarde, ya debería estar en casa, así que tendré que aplicarte un calmante rápido.

Me desabrochó el pantalón, la liberó y empezó una paja que me supo a poco a tenor de mis intenciones, pero que apaciguaba mis necesidades. Estiré el brazo izquierdo para levantarle la camiseta floreada de manga tres cuartos para llegar a sus tetas. Ante la incomodidad, se la quitó, así como el sujetador para dejarme el campo libre. Me corrí imaginando que la agarraba de la cabeza y se la metía en la boca.

Repetimos el viernes siguiente. Fui yo el que se ofreció a llevarla. Esta vez no hubo charla pre-partido. Nos besamos, acariciamos, masturbamos, hasta que me montó para cabalgarme. Que llevara falda nos había facilitado el trabajo.

Tenía a Belén dónde quería, pero no la tenía cómo quería. Comprendí que podíamos mantener el juego semanas, meses incluso, pero polvos aburridos y pajas infantiles no eran lo que yo consideraba una relación completamente placentera. Esa mujer podía aportar mucho más así que mis artes debían dedicarse a ello.

Habíamos tenido relaciones cuatro veces y no se había corrido ninguna. O tal vez una, el primer día, pero no estaba seguro. Indagando, por whatsapp sobre todo pues era cuando se soltaba más, me di cuenta que Belén mitigaba su culpabilidad siendo poco activa conmigo, pues percibía nuestros encuentros como un favor que le hacía a un buen amigo. Este razonamiento me había funcionado para tirármela, pero ahora jugaba en mi contra, así que emprendí con todas las de la ley la estrategia me excita ser una chica mala, que complementada con la comparación a la que podía someterla relacionándola con las otras tres mujeres de la empresa con que me había acostado, me acabarían otorgando el premio gordo.

Gemma, Maite y Esther me ayudaron mucho más de lo que ellas nunca imaginaron cuando se abrieron de piernas. Físicamente, ninguna era tan guapa como Belén, pero a su manera, todas habían sido mejores en la cama. Con la primera aproveché la ocasión, pues necesitaba cariño en un momento complicado como es una ruptura, así que me la tiré cuatro veces. Lo mejor eran sus tetas, grandes y bien puestas, y que una vez, de las cuatro que me acosté con ella, me dejara correrme en su boca después de que rompiéramos el único condón que tenía.

Maite, la comercial de publicidad fue la primera mujer con la que me acosté estando casado. Era una loba. Se corrió cuatro o cinco veces en un par de horas. Yo lo hice dos veces y me dejó seco. Por lo que sé, al menos tres compañeros más de la empresa se la beneficiaron antes de que cambiara de aires.

Esther era una administrativa con cara de no haber roto nunca un plato, con la que coincidí en una fiesta de cumpleaños de un amigo común. La chupaba de vicio y me la follé dos veces en una noche, siempre a cuatro patas pidiéndome que la llamara zorra.

Sabía que Belén, ella me lo había confesado, tenía una vida sexual activa y abierta con su marido, muy distinta a la versión que a mí me ofrecía. Así que los mensajes nocturnos comenzaron a girar en torno al sexo casi monotemáticamente. Empezaba halagándola por lo guapa que había venido a trabajar, lo corta que le quedaba la falda, las ganas de meterme en ese escote, para continuar con las cosas que te haría. Me seguía el juego. Le gustaba.

Los mensajes tienen la virtud de marcar una distancia parecida al anonimato de un chat. Dices cosas que pueden ser ciertas o no, pero que te excitan, te dan morbo. Las alusiones a su ropa dieron paso a los consejos sobre cómo quería verla vestida al día siguiente. Me hacía caso. Ponte mañana la falda del último día de la arboleda, le pedí la primera vez que me lancé. Al día siguiente la llevaba, así que desayunando me mostré entusiasmado, atreviéndome a soltarle, ahora mismo te llevaría a la arboleda.

El juego nos mantenía calientes, ella escribía excitada, pues aún no usaba lenguaje soez, pero parecía suficiente para ella. Para mí no lo era, claro, así que solamente logré repetir arboleda una vez en todo el mes de octubre.

Nos estábamos masturbando mutuamente, cada uno en su asiento, mientras nos besábamos, cuando le pedí que me la chupara. Se paró instantáneamente, soltándome la polla como si quemara, negando con la cabeza. Eso me parece demasiado. ¿Por qué? pregunté. Para mí es algo muy íntimo.

Por un momento me pasó por la cabeza parar el juego, vestirme y llevarla a casa haciéndome el ofendido. En agosto me había funcionado castigarla para lograr mis objetivos. Pero estaba muy excitado y necesitaba descargar, así que opté por conformarme con follármela de nuevo y seguir percutiendo de noche.

Fue entonces cuando entraron en juego las compañeras. Las otras, como solía llamarlas con cierto desdén. En su momento me había preguntado por ellas a modo de curiosidad, pero ahora apelé a la competitividad de Belén.

Empecé aquella misma noche. Del me ha gustado mucho tenerte de nuevo, hacía demasiado que no nos veíamos, qué maravilla de cuerpo tienes, qué afortunado soy a tu lado, etc. pasé a describir lo que habíamos hecho para recordarlo. Ella respondía siguiendo el juego, feliz de haberlo hecho, ponía emoticonos para reafirmar o mostrarse falsamente ofendida, pero me confirmaba estar excitada cuando le preguntaba.

Entonces hicieron acto de presencia nuevos personajes. Eres la mujer más atractiva con la que nunca me he acostado. No te cambiaría por ninguna de tus compañeras. No te llegan a las suela de los zapatos, hasta que ella misma se anudó la soga al cuello. ¿Te gusto más que Gemma, que Maite, que Esther?

Los siguientes días hablamos de sexo sin tapujos, cada vez más gráficamente, más suciamente. Poco a poco iba entrando en mi jardín, envuelta en la atmósfera que yo tejía. Describí, con alguna exageración incluida, las habilidades de Gemma utilizando a la vez la boca y las tetas. No me extraña, con ese par de ubres, respondió. Con el tamaño de las mías no puedo hacértelo.

Apelé a la variabilidad e imaginación de Maite, pues follamos de pie, tumbados, sentados, desde detrás. Todas sabíamos que Maite era una guarra. A los hombres nos gusta que lo seáis un poco. ¿Que seamos qué? incidió. Un poco guarras, respondí.

Califiqué a Esther de zorra, directamente, sin medias tintas, pues ella me había pedido que la llamar así mientras la follaba desde detrás. A ti nunca te he puesto así. ¿Te gustaría? Claro. Poner una mujer a cuatro patas es la postura preferida de cualquier hombre. ¿También la tuya? Sí. Quiero follarte como a una perrita. Contestó con tres iconos del gato sorprendido. No había dicho que no.

A los pocos días, guarra, perra, zorra e incluso putilla eran términos frecuentes en nuestros mensajes nocturnos. Polla, coño, chupar, lamer, follar aparecían aún con mayor frecuencia. Me acostaba cada noche más caliente que una antorcha, pero sabía que ella estaba igual.

La primera semana de noviembre teníamos una salida a un proveedor, un taller gráfico, cerca de Barcelona a la que nos acompañaría nuestro jefe, pero solamente podía quedarse las dos primeras horas de reunión, por lo que fuimos en dos coches. Ellos por un lado, pues Esteban vive cerca de Belén, yo en el mío, en el que volveríamos al despacho cuando acabáramos.

El día antes, le había regalado unas medias negras hasta medio muslo, con una nota: “Póntelas mañana. Tengo una sorpresa para ti”.

Cuando bajó del coche de nuestro jefe, embutida en un elegante traje ejecutivo gris y medias negras, supe que me había obedecido. Su ladina mirada me lo confirmó.

Acabamos a las 12.15, una hora después que Esteban se hubiera ido, pero no volvimos al trabajo. Había buscado un hotel en la zona, un Campanile limpio y económico, típico de polígono industrial, al que la llevé. Se mostró sorprendida pero sus gestos delataban más impostura que asombro.

El trayecto no duró más de diez minutos pero me sirvieron para caldear el ambiente. Primero posando mi mano sobre su muslo, acariciando el nylon sensualmente, relatando lo que esperaba encontrar cuando entrara en la habitación de aquel hotel de paso.

-¿Qué Belén ha venido hoy al trabajo? ¿La modosita o la caliente? –Su respuesta fue abrir un poco las piernas mientras mi mano avanzaba hacia el interior de sus muslos. Cuando noté la blonda elástica que sujetaba la prenda, continué: -Parece que ha venido la caliente. Y se ha vestido con medias de guarrilla. ¿Lo eres? –Suspiró abriendo más las piernas con lo que pude acariciar su ingle, notando el calor y la humedad de su entrepierna. ¿Lo eres? repetí. Asintió con la cabeza con los ojos cerrados.

En el ascensor insistí en el juego. No la tomé de la mano, preferí acariciarle las piernas, colando una bajo la falda. Qué sorpresa más agradable, meterme en una habitación de hotel con una guarra. Me agarró de la nuca para besarme con auténtica ansia, jadeando.

Así entramos en la habitación, sorbiéndonos, sobándonos. Belén estaba desconocida. Y yo estaba dispuesto a sacarle todo el jugo. La dejé en ropa interior, de pie mientras me sentaba en el filo de la cama, admirándola. Estás muy guapa, vestida de putilla. Se me echó encima, morreándome. La tomé de las nalgas, asentándola sobre mis muslos, a horcajadas. Subí las manos por su cintura, crucé su barriga y la agarré de las tetas con fuerza. Tiró la cabeza hacia atrás gimiendo.

-¡Qué buena estás, guarra! ¿Has venido a que te folle? –Sí, jadeaba. -¿Quieres que te dé caña? ¿Que saque a la zorrita que llevas dentro? ¿Qué te ponga a cuatro patas, como a un vulgar perrita? –Repitió la misma respuesta después de cada pregunta.

La ladeé para tumbarla boca arriba y lanzarme sobre mi presa. Nuestras lenguas se entrelazaban, babeándonos la cara cuando se separaban. Mis manos asían cualquier trozo de carne que encontraban. Su pubis buscaba desesperado la fricción con cualquier parte de mi cuerpo que se le acercara. Sólo Maite había actuado con tanto calor. Se lo dije recordándole sus palabras. Estás más caliente que la guarra de Maite. ¿Eres más guarra que ella? Entonces debes ser una zorra.

-Fóllame. Necesito que me folles –imploró tirando de mi bóxer para agarrarme la polla. –Necesito que me la metas.

Accedí, apartando el tanga sin ponerme el condón. Suspiró profundamente mientras repetía fóllame, fóllame. Lo hice, pero tenía que andarme con cuidado. A los cincuenta y largos cuesta correrse dos veces, así que debía evitar acabar la fiesta antes de hora. La falta de protección, además, aumentaba el riesgo de implosión pues notaba cada terminación nerviosa de aquella ardiente mujer.

Pero llegó al orgasmo en menos de un minuto. Confirmándome que era el primero que tenía conmigo, pues los gemidos, jadeos e incluso gritos que profirió no se parecieron en nada a los que presencié nueve semanas atrás. Por poco provoca el mío con sus intensas contracciones vaginales.

Salí a tiempo, acariciándola primero para volver a lanzarme sobre sus tetas que me comí con ansia, quitándole el sujetador. Rodamos sobre nosotros mismos para que ella quedara sobre mí. Me agarró el miembro pajeándome. Chúpamela, ordené por segunda vez en dos semanas. Siguió besándome, moviendo la mano, pero no tuve que repetir la orden. Iba a hacerlo cuando sus labios descendieron por mi pecho, cruzaron mi abdomen y la probaron. Miré ensimismado como mi hombría entraba en su boca, para lo que tuve que apartarle el pelo. Pero duró poco.

Se incorporó, encajándose a horcajadas sobre mí, para repetirme quiero follar, quiero que me folles. Ella marcaba el ritmo, ella marcaba la velocidad, ella marcaba la profundidad. Yo no iba a aguantar mucho así que la avisé. No llevo condón. Córrete, córrete dentro de mí. Eso hice, concluyendo el mejor polvo que habíamos pegado en nuestra aún corta historia.

Descansamos un rato, tumbados, apoyados el uno en el otro. Acariciándonos sutilmente, recordando, sonriendo. Yo estaba en el séptimo cielo. Ella también. Entonces me sentí incompleto. El polvo había sido antológico pero me pareció inacabado. Quería follármela a cuatro patas, quería convertirla en la perrita de los mensajes. El pensamiento endureció mi masculinidad.

Belén se dio cuenta por lo que la tomó con la mano, divertida. Mira quién está despertando de nuevo. Tú la has despertado, tu belleza, tu cuerpo, tu sensualidad. Las ganas que tengo de volver a follarte. Sonrió complacida.

Alargué la mano para colarla dentro del tanga. Acaricié sus labios, mojados por mis flujos. Si no me hubiera corrido dentro ahora se lo comería. Ella me masturbaba. Se quitó el tanga, se sentó sobre mí y volvió a penetrarse. Pero no funcionó. No estaba lo suficientemente dura, por lo que se salió varias veces.

-Vas a tener que chupármela de nuevo para ponerla a punto –dije. Otra vez la asoló la duda que había cruzado su semblante en el coche. Así que cambié de estrategia. –Quiero follarte a cuatro patas, como a una perrita, pero para ello necesito que me demuestres que eres una guarra. Más guarra que Maite. Más zorra que Esther. Mejor comepollas que Gemma.

Di en la diana. Descabalgó, se arrodilló a mi lado y la engulló. Nada que ver con la mamada precedente. Belén había vuelta a sacar a la guarra. Se lo dije. Chupó con más ganas, lo repetí, más. La tomé del cabello, en una cola de caballo, para poder ver aquel rostro profanado por mi polla. Eres la más guarra, sentencié, más que Maite, Esther y Gemma juntas. Todo mi miembro desaparecía en aquella boca. Seguí insultándola. Siguió engullendo famélica.

La detuve de golpe para no correrme en su boca tirando de la cola para arriba. Su mirada, lujuria en estado puro, molesta por el tirón o por dejarla sin caramelo, me pedía más. La atraje para besarla, en una fusión sucia y obscena. Sabía a zorra. Se lo dije. Ella intensificó la penetración de mi boca. La aparté, poniéndola a cuatro patas. Me puse detrás. Abrió bien las piernas, bajando el torso para que la encajara.

-Te voy a follar como a una perra. ¿Quieres que lo haga? –Asintió. -¿Eres una perra? –Asintió. Entré, tomándola de las caderas, sin dejar de hablar. -¿Qué eres? –Una perra.

El único pero que le pongo a aquel encuentro fue que no se corrió de nuevo. Nunca lo he logrado.

Desgraciadamente, volvieron los remordimientos. Los días posteriores al Campanile estaba inquieta, huidiza. Le di espacio pues me pareció lo óptimo. Chateábamos de noche pero el hilo viraba hacia la culpabilidad. No debemos repetirlo, apareció varias veces en la pantalla de mi teléfono móvil.

Pero diez días después, volvíamos al juego precedente, hasta que el viernes me pidió que la llevara en coche a casa. Paramos en la arboleda, cómo no, donde me hizo una mamada de campeonato. Para lograrlo, habíamos pasado al asiento posterior donde practicamos nuestro primer 69. Volví a calentarla de camino, volvió a correrse intensamente mientras nos degustábamos invertidos. Me la follé a pelo de nuevo, en la postura del misionero. Me había confesado que se había ligado las trompas hacía cuatro años cuando acabamos la sesión del hotel.

Fuimos un par de veces más a la arboleda, hasta la tercera semana de diciembre en que decidimos realizar una escapada más larga. Esta vez celebrábamos su cumpleaños. Organizamos la excursión para el día anterior a su efeméride, pues el 17 de diciembre quería dedicarlo a su familia. Así que para el miércoles 16, Belén se apuntó a un seminario sobre edición online al que no fue excusándose en una punta de trabajo de última hora, mientras yo llamaba a Esteban a primera hora de la mañana para comunicarle que me quedaba en el hospital que habíamos vuelto a ingresar a mi mujer. Ningún problema, no te preocupes. Espero que se recupere pronto.

El plan era pasar el día juntos, a pie de playa pues el tiempo acompañaba. De madrugada hacía fresco, pero a mediodía rozábamos los 20 grados. Ella tomaría el tren como cada mañana para ir al trabajo pero bajaría dos paradas antes donde yo la esperaría en coche para pasar el día.

A las 9 menos cuarto entraba en mi coche vestida para matar. Falda roja hasta medio muslo, con un poco de vuelo, blusa marfil de botones muy grandes, fáciles de desabrochar, y una chaquetita fina de lana también clara. Y mis medias favoritas.

Conduje hasta Sitges, pueblo costero al sur de Barcelona, bonito, elegante, bohemio y de buen comer. Además de cuna del colectivo gay. Desayunamos en una terraza del paseo marítimo donde aproveché para entregarle mi regalo, un conjunto de ropa interior morado con medias a juego. Luego me lo pongo, prometió.

A las 11 ya estábamos en la arena, tomando el sol sobre la toalla-pareo doble que había tomado prestado de casa. Tere no la echaría en falta. No nos desnudamos. Solamente nos quitamos los zapatos y Belén las medias en un acto sensual que imitó el despojo de guantes de Rita Hayworth en Gilda.

No dejé de acariciarla ni un segundo, mimándola, haciéndola sentirse deseada. Sin exabruptos, ni lenguaje soez. Ya habría tiempo para ello. Pero no podía controlar las manos.

Había reservado en el Restaurante Bon Estar, de excelente relación calidad precio, donde disfrutamos de un buen arroz, para encamarnos en un pequeño hotel alejado de la playa buscando privacidad.

Ahora sí, desde el postre había arrancado la terapia de calentamiento. Quiero quitarte la falda. Quiero acariciarte las nalgas. Quiero lamerte las ingles. Belén respondía mordiéndose el labio superior, sonriendo orgullosa. Para cuando entramos en la habitación, el lenguaje se había vuelto soez. Acércate guarra, sacaré a la zorra que llevas dentro, eres mi putilla.

Pero no me permitió continuar por allí. Me tumbó en la cama, vestido, ordenarme quedarme quieto, mientras de pie bailaba al son de una canción de salsa que reproducía con su teléfono móvil e iniciaba un strip-tease que me puso como una moto.

Lo primero que perdió fue la falda que cayó al suelo abandonada. La blusa le hizo compañía a los pocos segundos. El sujetador tardó en abrirse, en ceder, pero acabó volando por encima de mi cabeza. El tanga descendió lentamente por sus perfectas piernas mientras me mostraba irreverente el culo en pompa. Las medias y los zapatos eran fruta prohibida.

Se me acercó felina, mostrándome aquel cuerpo que tanto anhelaba, pero no me permitió tocarlo aún. Un rápido cachete en mis manos me detuvo. Tomó la bolsa del regalo, abrió la caja y se vistió con la mayor de las lentitudes, mirándome pícara. Ahora me recordaba a Marilyn Monroe.

Cuando acabó, me ordenó desnudarme, completamente, si quería que se me acercara. Obedecí al instante, sin parsimonia ni salero. Cuando estuve completamente desnudo, vino hacia mí, besándome, lamiendo mi cuello, babeando mi torso hasta que llegó a mi entrepierna. Sin dudarlo, acuclillada entre mis piernas, engulló mi miembro hasta la base, en un movimiento lento pero constante que nunca había visto en ninguna mujer. Subió despacio apoyando las manos en mis muslos, una en cada uno. Volvió a descender, ahora mirándome fijamente. Llegó al tope y ascendió. Sus ojos clavados en los míos, mientras sus labios agasajaban a mi polla… fue la hostia. La mamada no era de campeonato. ¡Era olímpica!

Por desgracia para mí, por suerte para nuestro devenir futuro, paró. Le devolví el favor, realizándole el mejor cunnilingus que fui capaz después de degustar cada poro de su cuerpo, pero tampoco la dejé llegar al orgasmo. Quería que lo alcanzara con el coito. Follando.

Empezamos en la postura del misionero. Rodamos y montó encima de mí. Hoy era ella la que hablaba, la que me pedía que la follara, la que me llamaba cabrón, la que me ordenaba que le diera caña. La llamé guarra, ¿así quieres que te folle guarra?, la llamé zorra, volvimos a rodar para que la quedara debajo pero le di la vuelta, para poder levantarla de las caderas y dejarla en cuatro. Antes de tirar de su cuerpo para levantarlo, le besé la nuca, le mordí el cuello, y la llamé puta. Me la has chupado como una puta. Ahora te follaré como una perra.

Temblaba cuando la penetré. La agarré del cabello con la mano derecha mientras la sostenía de la cintura con la izquierda. Gemía con fuerza, al ritmo de mis estocadas.

-Eso es perra, te mueves como una perra. ¿Lo eres? –Sí, bufaba. –Dime qué eres. –Una perra. -¿Qué más eres? –Una zorra. -¿Qué más? –Una guarra. -¿Qué más? –Repitió perra.

Me detuve. Extrañada giró la cabeza, implorándome que continuara. Además del juego, paré por exigencias de mis huevos, pues estaba a punto. Volví a preguntar. Una zorra. Belén movió las caderas para continuar, pero se lo impedí tirando del cabello. No continuaré hasta que me digas qué eres. Una guarra, una zorra, una perra enumeró desesperada. Te equivocas. Eres algo peor.

-Una puta. -¿Qué eres? Una puta, repitió. Reanudé el vaivén. Dime qué eres. Soy una puta. Soy una puta. Soy una puta. Ambos cogimos carrerilla para corrernos a los pocos segundos. Primero yo, a continuación ella.

***

Sitges fue la cumbre. También el fin. Algo tan impredecible como un accidente escolar, el hijo menor de Belén se rompió la muñeca jugando a fútbol en el patio, puso punto final a la mejor relación erótico-festiva que he tenido nunca con una mujer. La llamaron al despacho primero, al móvil después, pero no respondió. De haberlo hecho la hubieran oído autodenominarse puta.

A Juan sí lo encontraron, así que tuvo que salir del trabajo para llevar al crío al hospital. También la llamó, varias veces, pero el teléfono estaba silenciado. Entrábamos en Barcelona cuando le dio por mirarlo y se encontró con todo el percal. Fue entonces, circulando por la Diagonal cuando supe que todo había terminado.

No pude hablar con Belén con un poco de calma hasta la vuelta de vacaciones de Navidad. Solicitó un cambio de departamento para no tenerme cerca, pues no soportaba mi presencia. Me echaba la culpa, aunque ella se sentía la mayor culpable.

Había logrado salvar su matrimonio, aunque se aguantaba con pinzas. La explicación que le dio a su marido fue le he hecho un favor a un pobre hombre mayor que me daba pena.

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