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En mala posición

en Dominación

Más fuerte, pienso, cuando grito dieciocho.  Diecinueve, más fuerte. Veinte... mi voz, rugida, llena el comedor de Armando. Antes de cada número, un sonoro bofetón en mis nalgas ha resonado en la estancia. ¡Plas! Veintiuno ¡plas! Veintidós.

Estoy empapada, un poco de sudor, un mucho de flujo vaginal. Mi sexo arde, hambriento, deseoso de recibir las sádicas atenciones de mi amante, colmado por un vibrador de 20 cm que no deja de rotar entre mis labios. Lástima que no llegue a estimular mi clítoris, aunque eso sería el fin, el fin de mi tortura o el principio de una mayor, pues tengo prohibido el orgasmo. Mi Señor no me lo ha permitido aún, no debo desobedecerle.

Apenas hace 6 meses que he descubierto este juego y me vuelve loca. Nunca hubiera imaginado que pudiera ser tan intenso, tan placentero, tan extremo. Siempre me había atraído pero en ninguna de mis relaciones de pareja más o menos formales se dio el juego. No me atreví a demandarlo.

Con Armando he descubierto el Paraíso. Ceder el control completo de la situación, estar en sus manos, permitir que haga conmigo lo que quiera, que me use a su antojo, que me pegue, que me grite, que me insulte, que me ate, que me domine. ¿Cómo una mujer hecha y derecha como yo, con profundas convicciones feministas, impulsora de debates de género en la escuela, puede permitir que un hombre cualquiera la trate así?

Porque he descubierto que me encanta ser una sumisa.

Porque Armando no es un hombre cualquiera.

Al principio del curso era el padre de Nil, uno de mis alumnos. Ahora, cuando encuentra un hueco en su apretada agenda y logramos vernos, es mi amo. Mi Señor.

Treinta azotes en las nalgas han sido el aperitivo. El vibrador percute pero no me llevará al orgasmo. Solo me mantendrá caliente como una...

La bola me ha silenciado. Una ball gag se llama en el argot, una pelota de caucho de 3 o 4 cm de diámetro pegada a una correa que metida en la boca y anudada alrededor de la cabeza no te permite hablar, ni gritar ni quejarte. Es el primer día que la usamos, me avisó de que la compraría, pero no de que hoy sería el día. ¡Buf! Si ya estaba empapada, ahora estoy completamente licuada. Saber que no podré quejarme, que mi indefensión aumenta, que no podré usar la palabra de seguridad, multiplica mi excitación. Cuando lleguen los azotes con el látigo de punta de cuero no sé si podré contener el clímax. ¡Qué bueno está siendo hoy! En poco más de un cuarto de hora me ha llevado cerca del límite.

¡Aaagh! Así debe sonar lo que pronuncio cuando noto el dildo metálico en forma de seta que me acaba de meter en el culo. Me siento llena. Mi anillo anal hace fuerza para acomodarlo, para expulsarlo, algo que unido a la vibración vaginal me está derritiendo.

Entonces lo oigo. ¿Qué coño es esto? grita. Hijo de la gran puta. No es lo que parece, no pienses... La bofetada suena diáfana llenando la estancia. Giro la cabeza pero mi posición me impide ver claramente lo que está pasando por más claro que esté.

Mar, la madre de Nil, la mujer de Armando, ha llegado a casa. Se suponía que debía estar en no sé qué reunión del banco en el que trabaja, eso me comentó su marido, pero es obvio que ha acabado antes de hora. Y por más que él se esfuerce en minimizar la situación y en soltar excusas a cuál más dantesca, ¿qué parece una mujer desnuda arrodillada en el comedor de tu casa, sobre la moqueta que compraste en tu último viaje a Casablanca, con la cabeza gacha apoyada sobre tu cojín de pilates, el que lleva tu nombre grabado, y las manos atadas a la espalda, amordazada, adornada con un vibrador, un plug anal y una bola en la boca?

De ahí la bofetada. La respuesta lógica a la estúpida frase, no es lo que parece.

Siguen los gritos aunque cambian de entonación e intensidad. Se mueven, deben haber entrado en la cocina, o en una habitación. Ahora han vuelto a salir. Oigo a Armando apelando a los niños, Nil tiene una hermana más pequeña, a lo que han construido juntos. Mar le llama cerdo, mentiroso, cabrón y no sé cuántas cosas más.

Y así siguen, mientras yo, la zorra, insulto del que mi amante abusa conmigo durante el juego pero ahora, en boca de la herida mujer, se me clava en el estómago, sigue inmóvil sin poder escapar de la situación más surrealista en que un ser humano pueda hallarse.

Trato de moverme, de bajar las caderas para caer de costado, pero hoy Armando me ha atado a conciencia. No solamente tengo las muñecas en la espalda, a la altura de la cintura. De las esposas de cuero rojo que me atenazan sale un cordón rígido que me une a alguna parte del mobiliario, tal vez a la maneta de la puerta de la terraza, que me impide variar mi posición.

Arrodillada, a cuatro patas, como una vulgar perra, otro calificativo de uso lúdico entre mi amado y yo, expuesta, para uso y disfrute de Mi Señor, mientras el matrimonio sigue discutiendo, rugiendo, llorando. Armando sobretodo, como un mocoso destetado.

¿Quién lo iba a decir? Mi poderoso amo dominante gimiendo como un bebé. Arrastrándose a los pies de su mujer rogándole que le perdone, que no soy nadie para él, que no le importo. Solo una fulana que un día se cruzó en su camino y él cayó como un imbécil.

Hijo de puta. Lo grito. Pero solo lo oye mi cabeza pues con la bola en la boca mi garganta solamente produce saliva. Mucha saliva.

Tengo que desatarme como sea. El cabrón de Armando no lo va a hacer, es obvio que ya solo tiene ojos para su mujercita y yo necesito escapar de aquí. Forcejeo con los brazos, con las rodillas. Muevo las caderas, los pies. Pero solo logro tener una rampa en el dedo corazón del pie Izquierdo y aumentar el entumecimiento de mis brazos.

¡Cagón Dios! Aquí puedo decirlo, oírlo en mi mente. No así en el colegio pues somos una congregación Jesuíta. Estiro el pie para tensar el músculo y mitigar la rampa. Tenso el gemelo. Hago fuerza con los muslos. Empujo con los glúteos. Pero no logro más que sentir el plug más intensamente en mi recto. Aprieto para calmar mi musculatura anal, pero consigo lo contrario. Intensas descargas recorren mi escroto hasta llegar a mis labios vaginales que se mueven libres, incontrolables, acariciados por ondas eléctricas propulsadas por 2 pilas R6.

¡Dios! Mejor quedarme quieta. Cuanto más me contorsiono, mayor es el roce del aparatito entre mis piernas. ¡Mierda, mierda, mierda!

Estoy al borde del orgasmo. ¿Cómo puede ser? Armando y Mar siguen discutiendo, lamentándose, aunque han bajado la intensidad de los insultos y los reproches. Les oigo pero ya no les comprendo. No entiendo lo que dicen pues mis oídos, mis sentidos, están focalizados en tratar de evitar lo inevitable.

Por más quieta que esté, por más tenso que ponga el cuerpo, no logro mitigar las vibraciones, no logro detenerlo. Ha cobrado vida propia. Jadeo. Gimo. Rebuzno amordazada. Extraños sonidos surgen de mi garganta anegando mi boca, que gotea impúdica sobre la moqueta, igual como mi vagina.

Entonces lo noto. Una presencia a mi lado. No es Armando. Es Mar. ¿Qué te pasa pedazo de puta? ¿Te duele estar así atada? Pues te vas a joder, así te vas a quedar hasta que se me deshinche el papo, me suelta con toda la rabia que solo una mujer engañada puede escupir.

-Te vas a enterar, zorra –continúa. –Te vas a enterar de lo que es bueno...

Y entonces sucede. Ha cogido la fusta con la que su marido suele azotarme y la ha usado. En mi espalda. Fuerte, muy fuerte. Otra vez. Y otra, y otra. También en las nalgas. En mis brazos. En mi espalda de nuevo. Y el plug me aprieta. Y el dildo vibra.

-Toma puta, toma fulana. ¿Duele verdad, zorra? Pues esto no es nada. Cuando acabe contigo no te reconocerá ni tu madre, mala pécora. Vas a pagar lo que le has hecho a mi familia, a mis hijos…

Gimo, jadeo, bramo, rebuzno, rujo mientras me tenso en cada descarga de ira arrojada contra mi cuerpo. Las lágrimas anegan mis ojos, mis labios babean descontrolados, mis uñas se clavan en mis dedos.

Y entonces el cuerpo de la indefensa profesora de música se estremece en convulsiones incontrolables, estridentes, antinaturales, incapaz de evitar la onda expansiva del orgasmo más intenso de toda su vida.

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