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Anal Professions - Platera

en Sexo Anal

Platera es pequeña, de culo suave, tan caliente que parece llena de carbón, que nació para el sexo, para ser un infierno de entrada deliciosamente angosta entrenada para mantener en su interior la mercancía durante horas. La llamamos Platera porque es burrita y argentina. García dice que es mejicana, pero le mandamos a la mierda para que no nos joda las referencias literarias.

     Está esperando en la fila del mostrador de aduanas. Lleva viniendo más de un año, puntual cada semana. Desde que empezó, los seis funcionarios para los vuelos transatlánticos hemos acomodado horarios para que cada vez le toque atenderla a uno distinto. Este es mi turno, y espero impaciente mientras los viajeros van pasando y muestran el pasaporte de manera rutinaria.

     Platera me entrega el suyo y sonríe. Su cara es alargada, indiana, y la foto tan horrible que la hace parecer realmente caballuna. Lo cierto es que vista de frente la chica no es gran cosa, pero guarda lo mejor en la retaguardia: poniéndose en pompa no tiene rival. El perro lo sabe y se mueve a su alrededor más por la costumbre que por instinto. Olisquea sus pantalones con insistencia. Las primeras veces la chica se ponía nerviosa con las atenciones del animal, pero hace mucho que dejó de hacerlo.

     –¿Algo que declarar? –le pregunto.

     –No, señor agente –contesta con una sonrisa. Es la inocencia personificada.

     El perro sigue a su alrededor, olisqueando su trasero como el de una perra en celo a la que quiere montar. Lo siento, chico: esta semana es mi turno.

     Señalo la puerta del cuarto de inspecciones.

     –Pase por aquí, por favor.

     Pasa delante de mí, meneando las caderas. Yo detrás, empujando al perro que intenta colarse porque el inútil de García no sabe atarlo en corto. Para cuando cojo el guante de látex Platera ya se ha desabrochado los pantalones. Le cuesta bajárselos de tan ceñidos que los lleva. Las costuras sufren y ese culo pide dos tallas más, pero supongo que así es más fácil mantener la mercancía en su sitio.

     –Inclínese sobre la mesa.

     Ella lo hace y se separa las nalgas sin necesidad de que se lo diga. El cordelito asoma por su ano cerrado. Tiro.

     Usa un cilindro flexible, plástico rosa y brillante, estrecho y alargado como un salchichón casero. O un fuet, que diría Rosell. Al principio traía un envase distinto, más corto y grueso. La primera vez, entre el miedo y la inexperiencia, apenas podía andar. Ni siquiera necesitamos al perro para pillarla. Incluso en las siguientes visitas se le notaba demasiado. Al final tuvimos que echarle la bronca. "Tienes que empezar a traer envíos más pequeños", le dijimos. "Con tanta mercancía se te da de sí el asunto".

     El nuevo me gusta. Tiras del cordel y el plástico pulido y estrecho se escurre de su interior en una salida larguísima, pero que no causa destrozos. En cuanto ha emergido del todo, el anito sonrosado vuelve a cerrarse con pereza dejando un pequeño punto ciego, una profundidad insondable que apenas permite entrever que momentos antes han pasado entre sus elásticas paredes seis años y un día en un hotel sin estrellas.

     Agito el cilindro ante su cara. Ella lo mira, con ojos enormes de niña buena.

     –¿Puede explicarme qué es esto? –mi voz es fuerte, firme. Profesional.

     Responde bajito, apenas murmurando:

     –Verá, señor agente: son polvos de talco, para el culito. El doctorcito me los recetó porque lo tenía muy sensible.

     Muy sensible, doy fe. Mi dedo se hunde entre sus nalgas y acaricia el borde irregular de su ano a medio abrir. Como si tuviera vida propia, su pozo de carne caliente vibra y se contrae ante el contacto. Se encoge sobre sí mismo. ¿Quién lo diría? Ese culito nos ha salido tímido.

     –Dígame, señorita… ese doctor… ¿hizo una exploración en profundidad?

     –Sí, señor agente. Todo lo profundo que pudo llegar.

     Cabrón afortunado. Apuntalo mi dedo sobre la entrada trasera de la burrita y aprieto. La carne cede con facilidad, se contrae y dilata como la boquita de una cría hambrienta que chilla por su alimento, bien protegida por el cálido nido de nalgas macizas. Parece un hogar pequeño, pero en su interior caben las ansias de placer de todos los hombres.

     –¿Esconde algo más?

     –No, señor agente. Se lo juro.

     –Tendré que asegurarme –le digo, y mi dedo se hunde en su interior con tranquilidad. Poco a poco, falange a falange, compruebo la suavidad de su cuerpo hasta que el resto de mi mano hace tope contra sus nalgas.

     –Es profundo.

     –Gracias, señor agente.

     Empujo. Quiero hundirme más dentro de ella, ganar algún centímetro en la exploración de su gruta. Sé que no es necesario. Sé que no oculta nada. Es sólo la excusa de un poeta, de un romántico empedernido que no quiere ser superficial, que quiere conocer el interior de una muchacha antes de follarle el culo.

     Giro mi dedo en su interior acariciando las paredes bien tonificadas que pronto han de acogerme; su textura palpita a través del guante de látex. Si supiera braille podría leer el manual de instrucciones que todas las mujeres esconden allí dentro.

     Me asombra, como siempre, el calor de la burrita. Su culo arde. Me imagino el guante deslizándose en su interior, su superficie satinada burbujeando y derritiéndose un poco más en cada pasada, hasta que mi dedo sale desnudo entre volutas de humo, dejando tras de sí grumos de plástico blancuzco que gotean derretidos de su agujero abierto. Me pregunto si la mercancía no se deteriora en un envase tan caliente. Quien sabe, quizá la mejore. Todo parece mejor cuando estás en el culo de la burrita.

     Escupo entre sus nalgas. Mi saliva va resbalando con pereza por el profundo sendero que separa sus glúteos, directa al pozo de los deseos. Un pozo distinto a todos, porque en todos los pozos taladrados en la humedad de la tierra los hombre quieren sacar, pero el culo de esta hembra nació para ser rellenado.

     Y lo relleno. Mi dedo empuja la saliva a su interior y ella aprieta, con fuerza, como no queriendo dejarme salir. Arquea la espalda y ronronea a medida que me voy liberando del abrazo del más angosto de sus senderos.

     –Bien, señorita. Veo que no lleva nada más –le digo mientras descargo un azote cariñoso en una nalga que salta con alegría al recibirlo.

     –No, señor agente. Me siento muy vacía por dentro.

     Luego viene la bronca. Reglamentaria: llevar esto es ilegal; blablablá; vamos a tener que encarcelarla; blablablá; tiene derecho a un abogado, pero yo voy primero... Etcétera, etcétera y el rollo de siempre. Con el tiempo lo hemos ido homogeneizando entre todos los compañeros para cumplir con el trámite y darle a la Platera la oportunidad de poner su carita de pobre niña apenada suplicando una segunda oportunidad.

     –Unas malas personas me engañaron. Me lo metieron sin que me diera cuenta. ¡Tiene que creerme, señor agente!

     –Siempre lo hago, señorita. Siempre lo hago... –murmullo, pensativo–. Podría dejarlo pasar, pero aun así debe pagar las tasas de importación.

     Platera solloza y me mira.

     –Por favor, señor agente. No tengo dinero. Lo único que tengo es esto –dice separándose las nalgas mientras arquea la espalda. Su anito boqueante se expone como ofrenda.

     Lo miro con gesto cansado y suspiro con resignación mientras me bajo la bragueta.

     –En fin... Tendrá que valer.

     Mi verga salta, teledirigida, directa a la diana. Se aprieta contra la entrada. El anillo insolente palpita en torno a mi carne, se contrae y se dilata en un oleaje continuo que arrastra milímetro a milímetro mi dureza hacia la suavidad de su interior. Empujo.

     Veo mi extensión desapareciendo con lentitud entre sus nalgas. El camino es angosto, se resiste a la invasión. Exige ganar cada avance con esfuerzo. Sigue apretada pese a las horas de viaje, apretada pese a las múltiples experiencias. La vigorosa musculatura de la grupa de Platera se contrae a mi paso, me succiona, me obliga a ir más a fondo, porque ese culo está entrenado, está hecho para mantener la mercancía en su interior durante horas, para resistir la gravedad. No es un mero recipiente pasivo, sino que invita a follarlo a fondo, a presionar, a cargar tu peso sobre la burrita hasta lograr vencer la resistencia de esas paredes bien tonificadas.

     Mis manos se deslizan sobre los costados de Platera y agarran su cintura. Afianzándome tras ella me estampo contra sus nalgas. El último envite termina de clavarla y dejo el arma enfundada mientras disfruto del calor de su cuerpo.

     Platera tiene los ojos cerrados en una mueca de tensión. Aprieta los puños con fuerza y jadea. Su cuerpo menudo intenta adaptarse a la invasión. Suplica.

     –¡Ay! Déjala... Déjala ahí... No la saques todavía.

     Y yo se lo concedo. Permanezco incrustado en su interior. Le doy unos segundos para acostumbrarse antes de empezar la retirada.

     La descorcho despacio, con su gruta resistiéndose a ser abandonada más por la costumbre que por gusto. Ella gime al sentirse vacía. Ahora su ano es apenas un boquetito irregular, pero cuando acabe será un bonito y bien definido círculo negro, una cueva oscura, caliente, perdida entre montañas de carne, en la que el viajero cansado encuentra un refugio acogedor. Me observa desde la profundidad de su alma con una mirada vacía que vuelvo a llenar de inmediato.

     Entro con firmeza, porque la Platera es dama que no precisa de muchas delicadezas después de estar unas cuantas horas con el culo ensartado. Lanza un quejido de dolor y de gozo.

     –Cuidado. Cuidado –suplica.

     No paro. Sigo dándole con ganas. Mis embestidas se amortiguan sobre sus nalgas macizas. El sonido de la percusión acelerándose llena la sala. El émbolo entra y sale en profundidad al ritmo de los quejidos constantes de la burrita. Platera protesta, pero ambos sabemos que en el fondo, muy en el fondo, le gusta.

     Para ella es trabajo, claro. Es una mula, una mula profesional: que la monten forma parte del trato. Mejor que le partan el culo aquí que en la cárcel. Otros ven salir el sol entre el humo de los tubos de escape y ella tiene que ver la pared lisa de la aduana mientras expone la retaguardia.

     Aun así, todos sabemos que tiene sus preferidos entre los agentes. Y no necesariamente los peor dotados. Creo que a mí me tiene bien considerado y es un hecho conocido que odia a Hernández. Algo irónico, por cierto, dado que ella es una burrita y a Hernández lo llaman el Mulo. Podría pensarse que se llevarían bien, pero la realidad es que el apodo le viene por lo bestia que es y porque todos preferimos evitar las comparaciones en el vestuario.

     Recuerdo la primera vez que vi el culo de la burrita después de que el Mulo se lo partiese. La muchacha había dejado escapar un grito y los pasajeros en los mostradores disimulaban mirando hacia otro lado, sin querer saber nada de lo que pasara tras la puerta cerrada de la habitación de registros, salvo alguna de las mujeres que se mordía el labio sin poder evitarlo. Creí necesario dar una explicación a la gente que esperaba.

     –Mi compañero está realizando un registro de cavidades a una pasajera sospechosa –les dije–. Algunas personas no lo llevan bien...

     –Otras sí –susurro la chica a la que estaba atendiendo.

     Creo que lo que más me molesta es que Platera odia al Mulo por la forma en que la jode con su gran estaca, pero cada vez que le toca el turno a ese bestiajo afortunado, la burrita se la chupa con ganas para que no esté demasiado tiempo perforándole la retaguardia. Es el único al que se ofrece a hacerle una mamada antes de que se la meta por detrás. Una ironía típica de algunas mujeres que, queriendo o sin querer, tratan mejor a los cabrones que peor las tratan.

     Supongo que es el recuerdo lo que me espolea, esa imagen de Platera hincada de rodillas mientras Hernández la agarra del pelo obligándola a tragar, con las huellas de la mano gigantesca bien marcadas sobre sus nalgas morenas y ese culo abierto, muy abierto, aun chorreando de la descarga reciente. Esa imagen se me clava en la mente y empiezo un galope desbocado a lomos de mi burrita. Le doy fuerte, duro, seco... Llevo una mano a su boca para ahogar los gritos de protesta que surgen de su garganta y sigo empalándola sin piedad.

     La mesa repiquetea al compás de las embestidas. Platera se agarra al borde como si le fuera la vida en ello, con los nudillos blancos por el esfuerzo de mantener el equilibrio sobre unos pies que por momentos no tocan el suelo, sostenida en el aire por la estaca que la atraviesa. Ha dejado de quejarse. Respira. Respira hondo. Intenta mantener el ritmo. Libero su boca y mi mano vuela directa a estamparse contra su nalga.

     –¡Ay, papi! –responde. ¿Es queja o invitación? No alcanzo a distinguir si hay una hache intercalada.

     Me abalanzo sobre ella. Siento su espalda estrecha bajo mi cuerpo, su figura menuda atrapada contra la mesa. Me hundo entre sus nalgas. Hasta el fondo. Una sacudida eléctrica agarrota mis miembros mientras la abundante descarga vibra en su interior rellenándola con mi cremosa esencia.

     Desmonto relajado. Satisfecho. El culo de Platera retiene mi verga, aprieta sin dejarme salir, pero sus paredes dilatadas acaban por liberar mi dureza menguante. Separo sus nalgas y contemplo mi obra: un círculo perfecto de profunda calidez, la perfección hecha hoyo; un buen trabajo de perforación, sí señor. Puede que no tenga el taladro del Mulo, pero le pongo entusiasmo.

     Agarro a Platera por el pelo y la atraigo hacia mí. La beso. Su lengua me corresponde y nos enzarzamos en un baile de saliva.

     La miro intentando parecer serio. Profesional.

     –Me ha manchado, señorita.

     Ella entiende. Se arrodilla despacio entre mis piernas sin dejar de mirarme. La lengua asoma, juguetona, humedeciendo los labios. Abre la boca y envuelve mi punta de lanza sorbiendo los últimos restos goteantes de mi semilla.

     Va entrando poco a poco, trago a trago, a medida que su garganta empieza a engullir la carne que la atraviesa. Pega su cabecita a mi vientre y permanece allí mientras, en el interior de su boca, su lengua recorre mi extensión afanándose por dejarla bien lustrosa.

     La deja impoluta con sus labios apretados que se deslizan sobre mi piel. Observa el resultado y sonríe, satisfecha, antes de guardarla ella misma en mis pantalones y alzar la mirada hacia mí.

     –¿Lo he hecho bien, señor agente?

     Asiento. Platera se levanta y una gota blancuzca resbala por el interior de sus muslos. Le ofrezco una toallita húmeda para limpiarse. Hay cantidad de toallitas guardadas en la sala de registros.

     Su culo rezuma y Platera intenta parar el goteo metiéndose otra vez la mercancía, pero no agarra en su ano abierto. Al final sale de nuevo por la puerta con su pasaporte bien sellado. La observo marcharse. El resto de pasajeros también vuelve la mirada hacia esa muchacha que entra en el país meneando las caderas con la punta de un cilindro huidizo marcándose en la retaguardia de sus pantalones ceñidos.

FIN

 

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