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Anal Professions — Gordita

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Anal Professions — Gordita

—La paciente de las ocho espera para la "inyección" semanal, doctor.

      Asiento con un leve gesto y mi enfermera sonríe, traviesa: a ella también le pongo inyecciones de vez en cuando.  Desaparece tras la puerta. Enseguida me llega el rítmico golpeteo de los tacones de Marga. La muchacha ha perdido peso, pero sus pisadas suenan más fuertes que nunca.

      Entra con alegría, con la falda suelta volando al compás de sus caderas y un "buenas tardes, doctor" pintado en esos labios rojo intenso. Dos besos en la mejilla, apenas rozando, pero antes los daba de lejos, cual francotiradora del contacto humano, y ahora se acerca hasta el punto de sentir el calor de sus enormes tetas sobre mi camisa de Armani. 

      No tengo que decir nada. Ella misma se coloca junto a la camilla de exploraciones y se inclina. Con las piernas rectas y la espalda arqueada su grupa sobresale, poderosa. Siempre lo fue, claro, pero no empezó a destacar hasta que moldee su talle a las proporciones adecuadas. Cuando Dios se equivoca alguien tiene que corregirlo.

      Me coloco a su retaguardia, agarro con las manos esa cintura ahora estrecha y aprieto con satisfacción.

      —Excelente. Eres uno de mis mejores trabajos, jovencita.

      Marga sonríe con timidez; aún no está acostumbrada a los cumplidos. Sus muslos macizos temblequean cuando levanto la falda. Noto la vibración de su piel cuando mis dedos se cuelan en el encaje de la lencería. Bajo las braguitas, despacio. Las nalgas están a mi merced y las abro. Soplo entre ellas. Me divierten esas pequeñas maldades, ver sus orificios contraerse por la anticipación de mi aliento calentorro.

      Voy hasta la nevera y saco la caja de muestras donde guardo las inyecciones de Marga. Ya he gastado la mitad, y ahora queda una menos. Se agotan demasiado rápido. A veces me arrepiento de no haber insistido un poco más, de no negociar un tamaño más pequeño. Marga quería las grandes, esas que tienen tanta capacidad como un botellín de cerveza. Yo las normales: con el grosor y el largo de un dedo, me parecían de lo más adecuado. Al final cedí con demasiada facilidad a un tamaño de compromiso y ahora la jeringa que sostengo es el doble de lo que me hubiera gustado.

      Froto el tubo entre mis manos hasta que su contenido recupera la fluidez que le otorga el calor corporal. Marga agarra sus glúteos y los separa ofreciéndome su orificio. La punta sin aguja se inserta en su entrada trasera y el émbolo hace su trabajo, rellenándola.

###

Recuerdo a Margarita cuando llegó. Una muchacha guapa, rubita, de ojos brillantes y mejillas sonrosadas por el candor de la inocencia. Hablaba con las palabras vacilantes de aquellos en los que la humildad es un defecto en lugar de una virtud. Se mostraba tímida, miedosa, pero en diez minutos la tenía desnuda girando ante mí mientras yo la evaluaba con ojo —a falta de una expresión mejor— clínico.

      El pudor hacía que a cada instante intentara cubrirse con las manos el pecho desnudo que se bamboleaba bajo la atenta inspección de mi mirada. Tenía unas tetas enormes, apetitosamente llenas, capaces de saciar la glotonería de un hombre adulto. Las sopesé con las manos valorando su firmeza percatándome al hacerlo de que el rubor de Margarita se acentuaba.

      Su culo era robusto, quizá generoso en exceso, pero macizo y de buena forma. Cuando lo palpé intenté hundir los dedos en esos globos de carne. Se resistieron con una maravillosa elasticidad. Al separarlos y dejar al descubierto su orificio, el anito sonrosado se retrajo con la misma timidez que había visto en su dueña.

      Comprendí que tenía que hacerlo mío.

      Mi ojo de escultor renacentista decidió enseguida que su único problema estaba en la cintura. Era excesiva, una maldición que la acomplejaba desde la adolescencia y deformaba una figura que con un talle más estrecho sería la de una hembra pura.

      Con esta idea en mente mi rotulador se desplazaba sobre su piel, un lienzo (dicho sea de paso) bastante más terso de lo que suele ser habitual en mi consulta. Trazos negros bien definidos acotaron las tres o cuatro zonas que era necesario retocar para esculpir una auténtica diosa. Le fui explicando la operación mientras la tenía de espaldas y dibujaba circunferencias concéntricas sobre su trasero más por diversión que por motivos profesionales.

      —¿Cree que quedará bien, doctor?

      —Claro —le dije, y seguí escribiendo cifras (5, 10, 20, 50, 100) en los círculos cada vez más pequeños que se iban acercando hasta el centro de su culo—. Tiene usted un cuerpo firme y una piel estupenda. Le prometo que quedará tan satisfecha como yo.

      Al final me quedó una diana perfecta.

      El primer dardo llegó más tarde, cuando le mostré el presupuesto de la operación.

      —Es... un poco más de lo que había pensado —dijo.

      Parecía a punto de echarse a llorar. No podía pagarlo. Pobrecita. Yo le hablé de la calidad, de la importancia de ponerse en manos de un buen profesional, de los riesgos de un trabajo barato, de cómo quedaría su cuerpo cuando lo hubiese esculpido. Después lancé el segundo dardo al proponerle un método de pago alternativo. Se marchó, indignada. Casi me estropea la puerta.

      La llamada llegó al día siguiente.

      —Verá doctor... no quiero que piense que soy una prostituta o algo así.

      —Todo lo contrario, señorita —la tranquilicé—. Una prostituta cobra por el sexo mientras que usted pagaría con él. Sería yo quien cambiaría sexo por dinero, así que en cierto modo yo sería el prostituto.

      —Bueno... visto así.

      Dudaba, pero podía notar que sus anhelos eran más fuertes que el pudor. Seguí insistiendo, con delicadeza.

      —No lo considere como un pago, sino como un mero agradecimiento. Es usted una chica hermosa. Yo puedo convertirla en una mujer irresistible. ¿Cómo puede entonces exigir que me resista? ¿Acaso no tengo derecho a disfrutar de su belleza, si he ayudado a crearla?

      Al final resulto que sí lo tenía.

      Establecimos los plazos del pago y tallé su cintura con mi habitual habilidad, esmerándome en extraer la mayor cantidad de grasa posible.

      El primer plazo llegó semanas después, cuando le retiré definitivamente las vendas para dejar al descubierto una cintura estrecha de piel tersa. Se sentía estupenda mientras la agarraba con las manos invitándola a inclinarse. Ella temblaba por los nervios. Yo me esmeraba en colocar su culo bien en pompa y preparar la jeringuilla.

      —¿Me va a doler, doctor?

      Lo preguntó en voz baja, como temiendo que alguien la oyera. Pero lanzó un gritito nervioso cuando la punta de plástico se internó en su retaguardia.

      —Tranquila, jovencita... tranquila. Relájese. Lo hará bien.

      —Pero, ¿me va a doler?

      —Un poco, al principio, las primeras veces. Pronto se acostumbrará.

      Apreté la jeringuilla y el émbolo empezó a avanzar despacio, rellenando su esfínter de grasa licuada.

      El cilindro vacío dejó su lugar a mi verga. Apuntalé su entrada. Las nalgas rollizas se abrazaban a mi carne, envolviéndola. Apreté.

      Se resistía a entrar: los nervios de la muchacha me cerraban la puerta. Notaba la grasa caliente, derritiéndose en su interior, resbalando por la punta de mi estoque mientras empujaba. Mis manos se deslizaron por sus costados y encontraros los pechos. Grandes y duros, los agarré con ansia para afianzarme sobre su cuerpo. Note como los pezones se endurecían clavándose en las palmas de mis manos. Seguí apretando.

      —Relájese, Margarita. Deje que entre, que la grasa haga su trabajo.

      La besaba en la espalda, en la nuca. Seguía apretando. Mordisqueaba su oreja. Le susurraba.

      —Concédame el placer de su culo. Quise hacerlo mío desde la primera vez que lo vi.

      Empezó a ceder. La punta aplastada de mi verga encontró espacio para proseguir su avance a medida que la muchacha se relajaba. Su entrada reblandecida se abría poco a poco para mí y yo me agarré bien de sus pechos, afiancé los pies sobre el suelo y empujé mi émbolo en el cálido interior de su cuerpo.

      —AY, AY, AY... quema, doctor. ¡Quema!

      Margarita se quejaba. Yo seguía apretando, despacio. Milímetro a milímetro, mi verga iba siendo engullida por su ano palpitante.

      —Ya casi, casi... Sólo un poco más.

      De un último empellón la empalé por completo. Suspiró. La dejé en su interior recreándome en las sensaciones, dándole tiempo a acostumbrarse a la primera de las muchas invasiones que le esperaban a su retaguardia. Su ano estrujaba, caliente y apretado como las mismas puertas del infierno. Tenso, recién estrenado, lubricado por su propia esencia, vibraba sobre mi carne a medida que sus paredes recién ocupadas se estiraban para adaptarse a mi presencia.

      Me recosté sobre su espalda, piel contra piel, mi pelvis apretada contra su culo, mis manos amasando esas ubres enormes. Mordisqueé su hombro y su cuello. Volví a susurrar en su oído.

      —¿Lista?

      Asintió. Inicié la retirada despacio, dejando en mi huida un vacío grasiento que sus paredes poco acostumbradas intentaron volver a ocupar de inmediato. Me detuve en su puerta entreabierta, en esa entrada antes cerrada a cal y canto que ahora mostraba una pupila oscura y profunda que miraba mi verga desde el interior de su cuerpo.

      Ella respiró, hondo, y su culo boqueó al compás de sus labios. Me lancé de lleno, dispuesto a sumergirme de nuevo en el placer.

###

Mi verga entra y sale, entra y sale como un pistón bien lubricado. Dentro y fuera, una y otra vez, hasta el fondo, con mi pelvis martilleando sus nalgas al ritmo de los jadeos ahogados de Margarita.

      —¡Así, así, así! —gime—. No pare, doctor. No pare.

      La huella de mi mano, los cinco dedos bien perfilados, se graba sobre sus nalgas a base de fustigarla para acelerar la cabalgada. Le doy con fuerza y ella pide más. Arquea la espalda ofreciéndome su trasero en todo su esplendor. Sus nalgas se bambolean, se contonea como una serpiente, las restriega sobre mi piel buscando aumentar el contacto. Una gota de grasa, licuada por el roce constante, baja perezosa por sus muslos.

      El final llega sin avisar, con su palpitación típica perdida en medio de la vibración salvaje de su cuerpo. Los disparos se pierden regando su interior con mi esencia. Ella aprieta, exprime mi tronco intentando extraer las últimas gotas que van a mezclarse con los lúbricos fluidos extraídos de su propio cuerpo.

      La descorcho con un último azote en sus nalgas macizas. Margarita se incorpora, desnuda y rebosante sobre sus tacones de aguja. Sonríe.

      —¿He pasado la revisión semanal, doctor?

      Asiento, agotado.

      Ya queda poco de la muchacha que llegó resignada a recibir su primera inyección. Todavía menos de aquella gordita tímida que entró por primera vez a mi consulta. La escultura femenina que se yergue ante mí es una hembra poderosa. Intento recuperar el aliento mientras ella recompone su vestido y se marcha con un guiño pícaro.

      —Hasta la semana que viene, doctor.

      El sonido de sus tacones resuena mientras se aleja. La jeringa reposa sobre el suelo, vacía, caída y olvidada en medio del ajetreo. La recojo y hago amago de tirarla a la basura, pero me detengo en el último momento. Ya quedan pocas en la reserva. Quizá pueda colarle una o dos; la grasa nunca falta en mi consulta. Puede que no lleve la cuenta. O puede que la lleve y no diga nada. Nada se pierde por probar.

      Y después, ¿quién sabe? La naturaleza la ha dotado de buenas ubres, pero siempre pueden ser un poco más grandes. No me vendría mal una buena temporada de cubanas. O unos labios bien carnosos. O una buena vaginoplastia. Al fin y al cabo, lo mejor de crear la perfección es la placentera posibilidad de disfrutarla.

FIN

 

 

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