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Principio de incertidumbre

en Hetero: General

PRINCIPIO DE INCERTIDUMBRE

Apenas dos horas de viaje y ya llevábamos retraso. No es lo que se dice un buen comienzo. Es curioso cómo de madrugada el pasillo de un tren, a pesar del ruido y los montones de personas que duermen a tu alrededor, se convierte en un lugar tranquilo y solitario, ideal para aquellos que, además de insomnio, tienen problemas insistiendo en alojarse en su cabeza. Mi única ocupación desde hacía rato era mirar por la ventana del pasillo intentado vislumbrar algo más que puntos de luz en la noche y mi propia imagen reflejada en el cristal.

Ella de cuando en cuando pasaba junto a mí, yendo y viniendo por todos los coches de literas, obligándome a pegar el cuerpo a la ventana cada vez que lo hacía, obligándose a apretar el suyo contra la puerta del compartimento para poder pasar. Al fin y al cabo, era su trabajo, ocuparse de que todo estuviera en orden en sus dominios. Una vez estuvo casi todo el mundo en la cama, y con un largo trecho hasta la siguiente parada, había dejado de pasar, y la verdad no lo lamenté, porque aunque estaba muy bien a juicio de algún pasajero, por lo poco que le había oído hablar me pareció un poco arrogante, no sabía si por lo de estar buena o por la absurda autoridad que se siente al vestir uniforme, aunque sea de Renfe.

Cuando volvió a pasar ni me di cuenta, porque pensaba que estaría descansando, y porque esta vez mis pensamientos se habían marchado casi tan lejos como las lucecitas que se movían tras el cristal. Cuando escuché su voz pidiéndome que la dejara pasar me sobresalté tanto que en el acto reflejo de pegarme a la ventana me chafé un huevo. Le pedí disculpas con la poca voz que me salió y la vi marcharse ágilmente por el pasillo, sin el tambaleo que a los demás, poco acostumbrados, nos provoca el traqueteo del tren. Al llegar al final del pasillo, mientras abría la puerta que separa los vagones, me miró. Quizá sea verdad que algunas miradas pueden llegar a sentirse como si te tocaran, y ella sintió la mía. Pero lo más probable es que fuera la confusión que se desprendía de su mirada lo que le hizo volverse.

No debió pasar mucho tiempo porque el huevo todavía me dolía un poco, cuando apareció de nuevo, esta vez caminando sin prisa. Se detuvo a mi lado. Me volví a acercar a la ventana, esta vez con más cuidado, pero no pasó.

-¿No puedes dormir?- me preguntó.

-No.

Ella apoyó su hombro en la ventana mientras yo seguía pegado a la misma en una pose bastante ridícula. Me miraba de una manera que yo interpreté como condescendencia, supongo que me encajaba con su carácter arrogante, y a decir verdad, me molestó.

-¿Tú no descansas en toda la noche?- le pregunté en tono seco.

-A ratos, pero también me cuesta dormir. El horario...- Y pareció que quería seguir hablando pero no se decidía.

-¿Te encuentras bien?

Me dejó confundido que la chica creída demostrara interés por mis asuntos, y la verdad, no creí que fuera un interés real. Pero en ese momento me apetecía hablar de ello, contárselo a alguien, y decidí soltar lo que llevaba rondando mi cabeza toda la noche.

-No. Voy a ver a una amiga, mi mejor amiga, bueno, puede que mi única amiga de verdad, y no sé. Creo que podría pasar algo entre nosotros, o por lo menos que yo lo intente, y no sé que sería peor. No quiero que se estropee lo nuestro. Además ella tiene novio, y...-

-¿Y por qué lo vas a intentar, si no quieres que pase?

Me quedé un poco parado con la pregunta. La chica parecía que me estaba escuchando. Tuve un ligero espasmo de pudor antes de comenzar a explicarme.

-¿Sabes cuánto tiempo hace que no beso a una chica?- Ella negó levemente con la cabeza -Años. Puede que más de cuatro, y con alguien que valiera la pena... prefiero no hacer cuentas.-

-¿Y eso?

-No sé. A base de banalizarlo pierde todo su sentido. Ya no lo echaba de menos... hasta ahora. Llega un momento en que ha pasado tanto tiempo que se borra de la memoria lo que se siente y es como si volvieras a ser virgen. Y nadie más que un virgen desea dejar de serlo. Y no quiero que el afecto que le tengo me confunda e intente algo de lo que me arrepienta. Ya sé que es un poco raro...

-Te entiendo perfectamente.

Y no dijo nada más. Me miraba, pero me pareció que de otra manera. Más que compasión había algo de ternura. O quizá lo que en realidad cambió fue mi mirada, mi manera de interpretar la suya. Para alguien que tiende a ser raro, sentirse comprendido reconforta.

Realmente era hermosa. A medida que la miraba, todos esos rasgos que antes me parecían los de una simple tía buena iban tomando otro sentido. Traté de imaginarla sin el pelo recogido, sin el maquillaje, sin el pañuelo que cubría su cuello, y apareció ante mí un rostro más amable. Ella miraba por la ventana. No sé si estaba pensativa o simplemente le incomodaba la manera que tenía de analizar sus rasgos. Después busqué su reflejo en el cristal de la ventana, y me miraba. Su reflejo me seguía mirando. No sé cuánto tiempo estuvimos así. Yo no quería decir nada, porque no quería estropear el momento, y puede que ella tampoco.

De pronto su reflejo se me acercó. Estaba tan absorto que me costó darme cuenta de que también se me estaría acercando ella. A los que andamos a menudo en la inopia nos suelen pasar estas cosas. Cuando volví la cabeza hacia ella la encontré tan cerca que notaba perfectamente el calor de su respiración. En ese preciso momento su boca se había convertido el objeto más deseable sobre la tierra, y estaba apenas a unos centímetros de mí. El tiempo que tardé en recorrer esa distancia me pareció eterno... y me encantó que lo fuera.

La besé despacio, posando mis labios sobre los suyos con suavidad. Ella me recibió con cierta pasividad, dejándose hacer. Aflojó los músculos del cuello y dejó caer ligeramente la cabeza hacia atrás. Me di cuenta que más que pasividad era como si hubiese caído en trance. Tuve que seguir a esos labios en su huida para seguir besándolos. Cuando su actitud me hizo dudar, ella subió una mano hasta mi nuca y me atrajo hacia sí. Con la otra mano llevó la mía hasta su cintura. Fueron besos extraños, suaves y tiernos, pero tenían un poso triste, como si fueran besos de consuelo más que de pasión. Cuando nos separamos, ella dejó caer la mano que sujetaba mi nuca pasando suavemente la yema de sus dedos por mi mejilla, hasta detenerse sobre mis labios. Los acarició durante un instante, sin dejar de mirarlos, como quien mira un objeto nuevo y extraño. Yo seguía sin querer decir nada y rezaba para que ella tampoco lo hiciera. Un ruido al final del pasillo hizo que se separara de mí bruscamente. Cuando vio que era un pasajero saliendo de su compartimento para ir al servicio, suspiró cansadamente y se quedó observando al tipo alejarse dando tumbos por el vagón. Aunque ya había desaparecido de nuestra vista, ella seguía con la suya perdida al final del pasillo.

Definitivamente me había equivocado al juzgar a esa chica. Nunca he creído en los flechazos, en los amores inmediatos. Creo que sólo me podría enamorar de alguien a quien conozco, que me guste por algo en concreto. Por eso estaba tan preocupado por lo de mi amiga. Pero al reconocer aquella mirada perdida, acompañada por vete a saber qué pensamientos, me sentí mucho más íntimamente unido a ella que cuando nuestra saliva se mezcló. Aquella mirada de cansancio y abandono era la que probablemente ella viera en mí unos minutos antes, la que le impulsó a detenerse a mi lado, la que quizá le hiciera sentir la misma complicidad y afecto que yo sentía ahora por ella.

Es curioso, pero justo en el momento en que me di cuenta de que aquella chica me gustaba, ella se volvió hacia mí y me miró. Cosas del azar, supongo, pero la verdad es que quedó un momento muy intenso. Me tomó de la mano y me llevó hacia el extremo del vagón, donde los literistas guardan todo lo necesario para acondicionar los compartimentos y reponer lo que haga falta. Miró a un lado y a otro antes de abrirlo y me hizo pasar. Volvió a comprobar que nadie nos veía entrar allí, y cerró la puerta por dentro.

El sitio era muy pequeño, lleno de estantes con ropa de cama y rollos de papel higiénico. Me dejó que observara lo que había a mi alrededor. Estaba apoyada contra la pared del compartimento, con las manos detrás de la espalda, como diciendo "esto es lo que hay". En ese momento de incertidumbre, interminable, separados y sin saber qué paso dar, el azar volvió a ponerse de nuestro lado, y al tomar el tren una curva me desequilibré y caí sobre ella, que como no podía ser menos ni se había inmutado por el meneo. Me sujetó por la cintura, pero una vez recuperado el equilibrio no me soltó. No sabría decir que mecanismo se activó, aparte del que produce las erecciones, pero en ese instante la deseé tanto que sólo tenía una idea en la cabeza: desnudarla. Nos miramos un segundo y bajé la vista hacia el primer botón de su blusa. Volví a mirar hacia arriba pidiendo una señal, y me la dio. Miró su reloj, luego a mí, y bajó la mirada hacia el botón.

Cuando acerqué mis dedos a su blusa, varió mi interés y quise quitarle antes el pañuelo. Quería ver la parte que más deseo y más me gusta recorrer, el cuello. Pero cuando subí la mano para desatar el nudo del pañuelo, me detuvo y llevó de nuevo mi mano hacia el primer botón de su blusa. Me extrañó su reacción, pero me pareció una parte más de juego y no le di importancia.

El sonido que hizo el botón cuando se separó del ojal me aceleró el pulso. Supongo que es otro de los extraños mecanismos que nos manejan, el del entusiasmo por lo que se avecina, que en muchas ocasiones produce más placer que el hecho que se espera cuando finalmente ocurre. Inmediatamente apareció el escote que producía su sujetador, que era de raso y encaje blanco.

-¿Quieres casarte conmigo?- pensé. Debí poner los ojos como platos, porque ella al ver mi expresión se sonrió. Tenía una sonrisa bonita, algo socarrona. Seguí desabrochando botones hasta dejar abierta la blusa por completo. Introduje la mano en ella y la posé en su cintura. Ella entrecerró los ojos y respiró profundamente. La besé en la mejilla, y comencé a bajar sin prisa hacia su cuello, al tiempo que mi mano subía hacia su sujetador. Cuando mis labios se disponían a llegar al pañuelo que cubría su cuello, ella encogió un poco los hombros y giró la cara hacia mí para besarme en los labios. Había captado el mensaje: el cuello es territorio prohibido.

Nunca he tenido prisa a la hora de estar con una mujer. Me gusta ir despacito y recorrer cada parte de su cuerpo para que disfrute. Ese sentimiento tan generoso en realidad esconde un deseo egoísta: me encanta ver a una mujer a medida que se va excitando, y reconozco que a veces he alargado la situación más de lo necesario, o he parado cuando parecía que lo fuerte iba a empezar, con la maligna intención de que fuera ella la que, desesperada, se dejara de sutilezas y se abalanzara sobre mí para follar. Pocas cosas hay más hermosas que ver a una mujer entregada al placer, y si ha perdido el control y la vergüenza, mejor.

Así que cuando me impidió acercarme a su cuello, al lugar donde todo comienza, no supe qué hacer. Nos quedamos quietos un instante, con las mejillas juntas, en un simulacro de abrazo. Ella tenía los ojos cerrados y una expresión que por mucho que quisiera no podría describir. Suelo ser bastante intuitivo para estas cosas, pero reconozco que en ese preciso momento no tenía ni la más remota idea de lo que aquella chica estaba sintiendo. Supongo que por eso hice lo que hice.

Contraviniendo mi forma habitual de hacer las cosas, bajé la mano hasta sus muslos, posé la palma en su cara interior y trepé por el interior de su falda, despacio pero con decisión hasta su entrepierna. Ella se sobresaltó un poco y me agarró del brazo que la tocaba, pero no para apartarlo. Lo hacía con suavidad, incluso me regaló alguna caricia en el antebrazo. Sin más comencé a masturbarla, despacito, por encima de su ropa interior. Ella me facilitó la tarea apoyando un pié en una caja para abrir las piernas un poco, y ya de paso subir su falda hasta la cintura. Con su otro brazo me tomó por la cintura y enterró su cara en mi pecho, no sé si para evitar que la besara, o que viera su expresión al sentir placer. Su respiración se iba agitando poco a poco, y de cuando en cuando, acompañaba los movimientos de mi mano con los de sus caderas. Después sujetó mi mano por un instante, y la apartó. Pensé -si se ha corrido, ha sido el orgasmo más discreto que he visto en mi vida- pero no, lo que quería era quitarse la prenda que se interponía entre mi mano y su sexo. Lo hizo sin apenas moverse, dejándola caer hasta el suelo y apartándola con un ligero golpe de pie. Llevó de nuevo mi mano a su clítoris, y durante un instante fue ella la que guiaba el movimiento. Cuando la soltó seguí la pauta que ella tan discretamente me había indicado. Realmente estaba mojadísima, y eso me excitó tanto que aceleré el ritmo de mi masaje, al tiempo que ella aceleraba el de su respiración. Y aunque intentaba acallarlos poniendo la boca contra mi pecho, soltó algún ligero gemidito. De vez en cuando bajaba a la entrada de su coño para lubricar mis dedos y facilitar la tarea. Introduje ligeramente el dedo en su interior a modo de petición de permiso, y al no hallar oposición, lo fui metiendo lentamente. Ella me apretó el brazo y la cintura con cada una de sus manos, al tiempo que dejaba salir una bocanada de aire contra mi pecho. Moví durante un instante el dedo en su interior y lo saqué para seguir dedicado a su clítoris. Esta vez aceleré el ritmo todo lo que pude porque creí que su orgasmo estaba cercano.

Y era cierto. Cuando se corrió soltó mi brazo y llevó su mano bruscamente a mi nuca, atrayendo mi cabeza hacia la suya. Yo fui decelerando el ritmo de mis caricias hasta que las detuve por completo. Posé la mano en el interior de su muslo, notando el húmedo calor que desprendía su sexo, y me limité a esperar a que ella decidiera cuando separarnos. Pero no apartaba su cabeza de mi pecho, y no podía ver su cara, su expresión, y me moría por verla. Quería saber cómo estaba, pero no sé si por vergüenza o qué, el caso es que tardó un rato en dejarme verla. Fue extraño, porque parecía que se tratara de otra persona. El rostro algo enrojecido por la presión contra mi cuerpo, el pelo  descolocado, y esa manera de rehuir mirarme a la cara.

Se colocó la falda en su sitio y se abrochó un sólo botón de la blusa, el que cubría su pecho. Volvimos a sufrir ese momento de indecisión en el que no se sabe si va a pasar algo hermoso o todo se va a terminar. Hasta ahora habíamos tenido mucha suerte. Pero ella seguía sin mirarme. Lo hacía a su alrededor como buscando algo. Se quedó un instante pensativa, y con cierto desinterés me preguntó -¿tienes condones?- Como forma de romper el hielo me parece insuperable. Le contesté que no. Ella me hizo una mueca de resignación. Cogió una manta que había en un estante y la extendió en el suelo. Me tomó de la mano y me indicó que me tumbara sobre la manta. Se arrodilló a mi lado y comenzó desabrochar mi pantalón con una precisión quirúrgica. Le ayudé en la tarea de quitármelos pero no tuve que hacerlo con los calzoncillos. Me había desnudado de cintura para abajo en un instante y sin inmutarse, y eso me intimidó un poco. Me sentía como en el médico. Parecía que en cualquier momento iba a ponerse unos guantes de látex para hacerme un tacto rectal. La erección que tenía mientras la masturbaba había desaparecido. Necesitaba recuperar el tono erótico como fuera.

-¿Te puedo pedir un favor?- le dije. Ella se inquietó un poco por la pregunta y se quedó esperando mi petición.

-Desnúdate- le pedí en tono amable.

-¿Del todo?- me preguntó. Asentí con la cabeza. Ella miró de nuevo su reloj y comenzó a desvestirse quitándose la blusa. A continuación lo hizo con su sujetador. Cuando dejó sus pechos al descubierto y se incorporó un poco para quitarse la falda, se notaba que habían cambiado las tornas. Ahora era ella la incómoda, la frágil. No me miró mientras se desnudaba. Sólo cuando se deshizo de la falda y me mostró lo que hasta entonces sólo conocía mi mano, posó sus ojos sobre mí y descubrió con una sonrisa que mi miembro estaba totalmente erecto. En realidad llevaba así desde que sus manos comenzaron el viaje hacia su espalda, concretamente hacia el cierre de su sujetador. No sé que tiene ese gesto (no el de quitarse el sujetador, sino el de llevarse las manos hacia el cierre) que literalmente me da un vuelco el corazón. Supongo que es por lo mismo que comentaba antes de la emoción ante lo que intuyes que va a suceder, más que por lo que luego suceda.

No se quitó el pañuelo, pero a mí ya no me importaba.

Me dejó un instante que la observara, pero esta vez sí me miró, y la sonrisa, esa sonrisa burlona, con los ojos ligeramente entornados, seguía dibujada en sus labios. Se sentó a mi costado, de lado, apoyando una mano en el suelo y con la cabeza inclinada sobre el hombro. Su otra mano se posó en mi pierna y recorrió el camino hacia mi sexo sin ninguna prisa. Parecía querer retardar el momento del contacto con mi polla, que tendida sobre el vientre, daba pequeños saltitos a cada latido, presa también del deseo por la incertidumbre, víctima de mis propios métodos. Finalmente, cuando se encontró con su mano, la descubrió algo fría pero muy suave. Pero más que suave por el tacto lo era por la delicadeza con la que la acariciaba. Comenzó a masturbarme despacio, y enseguida tuve la sensación de que mi orgasmo iba a ser tan rápido como el suyo o más. No sé si fue por eso que en lugar de mirar el ligero movimiento de sus pechos, el vello púbico asomando entre sus muslos cerrados o la mirada ensimismada en sus caricias, comenzara a mirar a su pañuelo, a lo que seguía impidiendo su desnudez completa. Cuando ella de percató de ello, cambió su expresión. El gesto dulce y relajado se tensó, su masaje se volvió algo brusco y terminó por dejarse caer sobre mí y volver a poner su cabeza en mi pecho para que dejara de mirarla.

Si en verdad era un deseo subconsciente de retardar el orgasmo, lo había conseguido. Me sentí muy miserable y eso me enfrió durante un rato. Luego descubrí con alivio que aceptaba mis caricias y besos, y volvió a masturbarme con delicadeza. Ahora curiosamente quería correrme pronto para no hacerla trabajar mucho. Acaricié sus pechos y ella inmediatamente aceleró el ritmo. Lo mantuvo así hasta que me corrí. En ese momento levantó la cabeza para mirarme mientras tenía mi orgasmo, y yo no se lo impedí. Es más, encontré un placer extra mirando su expresión al ver la mía, como un deseo exhibicionista al que ella no se había atrevido.

Cuando todo terminó, nos quedamos inmóviles, en uno de esos semiabrazos que empezaban a ser costumbre. Mira qué bien, nuestra primera costumbre. Un rato más tarde ella se incorporó y cogió un rollo de papel higiénico para limpiarse la mano. Hizo ademán de desenrollar un poco para darme el resto a mí, pero se lo pensó mejor y me dio otro rollo.

-Será por papel- dijo.

Me reí, y ella se sorprendió por mi risa. Me miró como si acabara de decirle la cosa más hermosa que pudiera escuchar. Después el gesto se le fue tornando más serio, y al final, tras dejar salir un ligero suspiro de resignación, deshizo el nudo del pañuelo y se lo quitó. En el cuello, ese precioso cuello que no pude recorrer con mis besos, tenía dos chupones enormes, que evidenciaban el ansia de quien se los hizo. En sus dedos no había alianza alguna, en eso me había fijado desde casi el principio. Puede que eso que tanto le avergonzaba fuera el producto de una noche loca, quizá una de tantas que acabaron por hacerle olvidar lo que se siente al besar de verdad. Puede que lo hiciera un novio demasiado apasionado al que ya no quería. Tenía mil preguntas para hacer pero no quise decir nada. Ante mí veía claramente a una persona que no se gustaba, y que no quería que la vieran así. No recuerdo que volviéramos a cruzar palabra alguna. La ya de por sí engorrosa y poco elegante tarea de limpiarse se convirtió en algo insoportable. Nos vestimos en silencio, dejamos todo en orden, y volvimos a salir con las mismas precauciones con las que entramos. Ella se metió al lavabo. Estuve esperando un buen rato, incluso llamé un par de veces a la puerta, pero no contestó. Escuchaba algún ruido dentro, pero ella no salía. Entendí el mensaje y me fui a mi compartimento. Contrariamente a lo que me temía, no tardé en dormirme. Estaba tan cansado y aturdido por todo lo que había pasado, y tenía tanto en que pensar, que mi cabeza, viendo lo que se avecinaba, se protegió con el sueño.

Cuando desperté ya era de día. Escuché su voz anunciando a todos que faltaba media hora para llegar y nos devolvió los billetes. Yo estaba en la litera más alta, así que no era fácil verme, pero cruzamos durante un instante la mirada y me quedé más tranquilo. Había recuperado el aire seco y arrogante del principio, pero esta vez no me importó.

Cuando bajé del tren me estaban esperando. Estaba contento por volver a ver a mi amiga, pero no dejaba de mirar de reojo al tren por si conseguía verla por última vez. No lo conseguí.

Eso sí, cuando me alejaba, habría jurado que una mirada me acariciaba en la nuca.

Los días en Barcelona fueron muy agradables, pero en el fondo estaba deseando subirme al tren de vuelta por si volvía a coincidir con ella. En su puesto hallé a un gordo con bigote que cada vez que pasaba por detrás me golpeaba con su barriga, aplastándome contra la ventana del pasillo.

Durante unas semanas fui de vez en cuando a la estación de mi ciudad a esperar el tren de Barcelona, hasta que un día, por fin, la vi caminando por el pasillo del coche de literas. Curiosamente, y aunque estaba deseando verla y estar con ella de nuevo, algo me detuvo. Hasta ese momento tenía un recuerdo hermosísimo y una esperanza que me alimentaba cada día. Pero si ella no quisiera saber nada de mí, o peor aún, si empezábamos algo y descubríamos que no nos gustábamos y que sólo había sido un momento bello y fugaz, algo dentro de mí se moriría. Nuevamente era la incertidumbre la que me daba alegría, y terminada aquélla, se acabaría ésta. Durante un rato la observé desde la ventana de la cafetería de la estación, ensimismada en su tarea, comprobando que ningún pasajero quedaba en el tren. El otoño había traído por fin las lluvias que tanto me gustan, las que todo lo limpian, las que enfurecen al mar y lo estrellan contra el rompeolas. Cuando bajó del tren con su maleta, tiritó un poco por el repentino frío que encontró afuera. Al cruzar por el vestíbulo de la estación en dirección a la salida, junto a sus compañeros, pasó por delante de la cafetería pero no me vio. Siguió su camino y yo sentí una extraña mezcla de pena y alivio. Por la ventana de la cafetería que daba a la calle, vi como la fila de taxis que había a la entrada avanzaba un poco, y esa confusa sensación se incrementó.

Salí a la calle y me quedé mirando al cielo, cubierto de nubes con mil tonos de gris, y a la lluvia que caía discretamente pero sin descanso, y me pareció el día más bonito que pudiera imaginar para hacerme compañía.