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Cosecha de prostitutas: De comisario a puta trans

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No hacía mucho que Abel había sido nombrado comisario del pueblo. Tal vez por eso todavía sentía ese exceso de celo profesional que todo recién llegado ostenta. Tenía como obligación auto-impuesta recorrer las calles a pie, un poco para sentir que cumplía con su trabajo, y otro poco para que los vecinos lo vieran. Tratándose de un pueblo tan chico, que apenas superaba los 3000 habitantes, era casi menester que todos lo conocieran y lo vieran diariamente, sobre todo cumpliendo con sus funciones. Esa mañana, en particular, había un hermoso sol primaveral, y el aire estaba fresco y agradable. Mientras caminaba, trataba de identificar a todos los conciudadanos, un poco por aburrimiento y otro poco para cumplir con su necesidad de sentirse protector de la comunidad. Pasando por la vereda de enfrente, creyó ver al hijo del panadero, vestido un tanto extrañamente, ya que parecía ser ropa bastante femenina. En un pueblito de este tamaño, si el chico era gay, le iba a resultar todo muy complicado. No pudo evitar compadecerse del muchacho. Incluso pensó que, tal vez, llegaría el momento donde tendría que interceder, desde su rol oficial, para defenderlo de algún posible ataque ya que la mentalidad de la gente en estos lugares suele ser bastante retrógrada. Pero, contradiciendo sus pensamientos, en ese instante se detuvo un auto junto al chico, al tiempo que le daba dos bocinazos para llamar su atención. Entonces el joven miró hacia el coche, sonrió seductoramente y caminó con felino andar hasta alcanzar la puerta del acompañante, la abrió y se subió. Apenas se sentó, su cabeza desapareció en el regazo del conductor, que inmediatamente reflejó en su rostro el placer que experimentaba, seguramente por la mamada que el chico le estaba dando. Ahora resulta que a todos les gustan los chicos afeminados, pensó Abel, que siguió caminando, ensimismado en los pensamientos de lo que había presenciado.

El llamado en su celular lo sacó de sus pensamientos. Miró la pantalla y vio que era su esposa. “Hola, mi amor. ¿Cómo estás?”, se escuchó del otro lado de la línea. “Tranquilo. Haciendo la recorrida matutina por el pueblo. ¿Vos?”, retrucó el policía. “Preocupada. Necesito pedirte un favor. Recién estuve con mi hermano y lo noté… raro. No sé bien cómo explicarlo. ¿Podrías hablar con él y decirme si es idea mía o si vos también notás algo?”, fueron las palabras de su esposa, que por el tono de voz parecía más preocupada de lo que reconocía. “Sí, no hay problema, pero decime qué notaste. Así tengo una idea sobre qué tema hablar con él”, intentó indagar el comisario. “No se… raro. Como más cercano a mí. Hablando de temas que nunca le preocuparon y ahora le parecen importantes. Si te digo más te voy a influenciar. Charlá con él y decime qué opinás, por favor”, respondió la mujer, agregándole una cuota de suspenso dramático a toda la cuestión. “Bueno, no te preocupes. Estoy cerca de la casa, así que me doy una vueltita ahora, así te dejo más tranquila, ¿OK?”, intentó calmarla Abel. “Gracias. Espero tu llamado”, respondió secamente la mujer, antes de cortar la llamada.

Apenas dos minutos le llevó recorrer las cuatro cuadras que lo separaban de la casa de su cuñado. Al llegar, golpeó la puerta como lo había hecho siempre. El muchacho era un poco abandonado, y el timbre había dejado de funcionar hace años. Al abrir la puerta, el comisario no pudo evitar soltarle: “Carlos… ¡qué cambio de ‘look’…!” El chico vestía una remera super-ajustada, de color natural, y en lugar del clásico jean sucio y gastado con el que siempre lo había visto, lucía un short color kaki, bastante cortito, mientras que en los pies sólo llevaba unas zapatillas de lona blancas, con detalles en beige. Su corte de pelo parecía salido de una revista, y estaba peinado a la perfección. Simplemente, era la antítesis de lo que siempre había sido el joven, que en sus escasos 24 años de vida, jamás había mostrado la más mínima preocupación por el aspecto, incluso hasta la semana anterior, cuando lo había visto por última vez, mientras el chico le revisaba la heladera, quejándose porque por su falta de empleo no tenía mucho para comer. “Hola, cuñadito. No te ofendas, pero ahora prefiero ‘Charlie’”, respondió el muchacho. El policía lo miró y entendió a la perfección cuál era la preocupación de su esposa. “¿Estás bien?”, fue lo único que atinó a preguntar Abel. “Claro, divino, estoy genial. Nunca estuve mejor. Por fin sé hacia dónde quiero ir en mi vida. Por fin tengo claro qué es lo que quiero”, soltó el chico, en tono y modos altamente afeminados, terminando de despertar el instinto investigador del policía, sobre todo por el uso de ese “divino” que no le era para nada propio y que, sumado a todo el cuadro, resultaba altamente sospechoso. El chico siguió hablando, impertérrito: “nunca te había visto de uniforme, cuñadito. Qué bien te queda. Esas mangas cortas dejan que se luzcan bien tus bíceps”, dijo Charlie, mientras con sus dedos recorría los marcados músculos de los brazos del comisario, que se quedó helado por esa acción. “Tendrías que ir a la boutique a ver algo de ropa más seductora para cuando estás de ‘civil’”, dijo el chico, sonriendo sin dejar de acariciarle los brazos, ahora con marcada lascivia. “¿Boutique? ¿Dónde hay una boutique?”, preguntó el extrañado comisario. “La de Ernie… Antes era Don Ernesto, pero el viejo se puso sexy y se modernizó”, retrucó el chico. “¿Ernie? ¿Ahora es boutique? Siempre fue ‘la tienda de ropa’”, respondió jocosamente el policía al que, en ese instante, el rostro se le transfiguró. “Me tengo que ir”, dijo dando un paso atrás el comisario, cuando la mano de su cuñado intentó ir del brazo a su pecho, mientras le clavaba la mirada en sus propios ojos, y con una sonrisa seductora y enigmática, se pasaba la lengua por los labios. El chico fue más rápido que él y le dio un beso en la mejilla, cosa que, a diferencia de las ciudades grandes, en el pueblo no se estilaba hacer entre hombres. Como despedida, el chico le soltó: “espero que vuelvas pronto a visitarme, cuñadito. Te espero cualquier tarde de éstas, a tomar un café o charlar…”, dijo remarcando la última palabra mientras arqueaba levemente su espalda, sacando cola, como si quisiese darle otro sentido a lo que acababa de decir.

El policía salió de la casa lo más rápido que pudo, e inmediatamente llamó a su mujer. “Acabo de salir de la casa de tu hermano. Tenés razón. Pasa algo raro. ¿A vos te dijo algo?”, descerrajó el comisario, sin siquiera saludarla. “No, sólo me dijo que estuvo charlando con el médico un rato largo y que, finalmente, entendió muchas cosas, pero no me dijo nada más. ¿Vos qué notaste?”, fue la respuesta de la mujer, en un angustiado tono de voz. ¿Debería responderle con la verdad cruda? Tu hermano es completamente puto. ¿Qué efecto tendría en ella? ¿Sería realmente verdad? ¿Podía en sólo una semana haberse transformado así? ¿Habría sido siempre así y por una charla decidió mostrarse? Era la segunda persona que veía hoy que claramente había decidido salir del clóset. En un pueblo de 3000 habitantes. ¿Cuáles son las chances? Decidió investigar un poco más antes de decirle nada a su mujer. Trató de tranquilizarla, mientras caminaba hacia su oficina en el centro del pueblo, que no distaba más de dos cuadras de la casa del chico, para ordenar un poco sus ideas, buscar en internet y luego sacar alguna conclusión, ya con más información en sus manos.

Iba bastante ensimismado en sus pensamientos, cuando pasó por la tienda de ropa. Algo le llamó la atención. Don Ernesto, su propietario, había quedado viudo hacía un par de años. Eso lo había hundido en una profunda depresión, que se reflejó tanto en su negocio como en la mercadería que vendía y, por ser el único lugar que vendía ropa en el pueblo, en la vestimenta de todos los habitantes. Pero ahora, algo había cambiado. Abel se acercó a la vidriera, y se quedó pasmado por el cambio. Potente iluminación, pero muy cálida, daba marco a cuidadas vidrieras que exhibían modernos y atrevidos modelos de ropa femenina. Ni una sola prenda masculina se veía ni en las vidrieras ni en los maniquíes. Dentro, pudo ver a Miguel, el otro hijo del panadero, absorto contemplando una mínima tanga de encaje negra, que Don Ernesto le mostraba explicándole con gestos ampulosos y gran sonrisa. El chico le pasaba los dedos delicadamente, como queriendo sentir aquél pedacito de tela hasta el mínimo detalle, mientras sus ojos no se movían. Luego vio que el tendero le ofreció pasar a un probador, y el chico tomó la tanga y varias prendas más y se introdujo al cubículo. El comisario aprovechó y entró a la tienda y, al llegar al mostrador del fondo donde un sonriente Ernesto lo saludaba, pudo apreciar que hasta el maniquí masculino estaba vestido con ropa interior de mujer. Al policía esto le pareció realmente extraño, y encarando al propietario, le preguntó: “¿y esto? ¿Se equivocó, Don Ernesto? ¿Este no es un maniquí de hombre?” Sonriendo aún más, el cincuentón respondió: “ay, pero qué estructurado sos. Tenés que relajarte un poco más, Abelín. ¿Te puedo llamar Abelín? Estás como muy tenso. Podrías ir a visitar al doctor, ¿no? A lo mejor te puede dar algo o recomendar alguna actividad para que te relajes.” El comisario inmediatamente recordó las palabras de su esposa: “…fue a ver al doctor…” En ese momento, del probador salió Miguel, sonriendo ampliamente, para quedar cara a cara con el policía, que se quedó mudo, mirándolo. El chico lucía completamente depilado y vestía la tanga, unas seductoras medias de red sujetadas por unas ligas que se enganchaban directamente en un corset de encaje y seda con armazón que le ajustaba la cintura y le cubría la parte del abdomen y terminaba justo debajo de sus pectorales, que por la presión parecían un par de incipientes tetitas. El chico soltó un gritito ahogado de sorpresa, y volvió al probador cerrando la cortina intempestivamente. El comisario miró al tendero, que con malicia le dijo: “es la moda ahora en el pueblo. No es el primero y seguramente no será el último. En lo personal, me parece que le queda genial. Muy sexy. Volviendo al tema, te recomiendo que vayas a hablar con el doctor, que seguro que puede ayudarte.” Temblando, sin poder generar una reacción, Abel salió caminando, casi trastabillando, con el terror instalado en su cara.

Ya en la calle, el policía apuró el paso hacia su oficina. Al entrar, encontró a su asistente mirando algo en internet y, saludándolo casi por obligación, corrió hacia su despacho. En el camino, pasó por delante de la única celda que tenían donde, desde la noche anterior, estaba el borracho del pueblo, que acababa de despertarse. “Tienen que creerme. Ese burdel es una fachada. Algo le hacen a la gente, ahí”, vociferaba el borracho. El policía lo miró, desencajado. Volvió la vista hacia su asistente, que, con una sonrisa socarrona, le dijo: “no le haga caso, jefe. Acuérdese cuando vio extraterrestres.” El comisario balbuceó: “¿burdel? ¿Qué? ¿Dónde? ¿Acá en el pueblo? No se puede…” El asistente se acercó hasta el comisario, como buscando privacidad para confesarle un secreto: “no, es afuera del pueblo, así que no está restringido por las normas municipales. Es nuevo, apenas abrió hace no más de tres o cuatro semanas. Ya hay muchos habitués. ¿Le interesa conocerlo, jefe? Tengo que reconocer que yo fui ayer y, la verdad, tengo ganas de volver hoy. Tal vez lo haga después que termine mi turno. Y por el borracho este no se preocupe… acuérdese que esa vez que vino a denunciar extraterrestres, resultó que era un circo que había venido al pueblo.” Abel lo miró con desdén, y le dijo: “no puedo decirte nada sobre lo que hagas en tu tiempo libre, pero como oficial de la ley, no es muy recomendable que te involucres en esas actividades. Tratá de que no te vea nadie cuando vayas.” Marcelo, el ayudante, retrucó: “difícil, jefe. Ayer cuando fui estaba casi la mitad de los hombres del pueblo. Lo que pasa es que el doctor le anda haciendo propaganda a ese lugar, y eso lo está haciendo muy popular.” Esta vez todas las alarmas se encendieron en la cabeza del policía. En lugar de encaminarse hacia su despacho, decidió que debía ir a interrogar al médico y obtener más información de lo que pasaba. ¿Por qué el doctor recomendaba ese burdel y qué relación había con las salidas del closet de tanta gente en el pueblo? Sólo en la mañana de hoy había contado tres, pero el tendero también le había resultado… sospechoso. Desde su celda, el prisionero seguía gritando: “pero era cierto lo de los extraterrestres. Ustedes no me creyeron, pero era cierto. Y ahora el burdel también. Algo les hacen a los hombres. ¡No vaya, comisario!”

Salió de la comisaría y caminó los escasos cien metros que lo separaban del consultorio del único médico del pueblo. Llamó a la puerta, y se quedó duro al ver al asistente del doctor. “Alberto… ¿sos vos?”, tartamudeó el policía. Enfrente suyo, una morocha bastante sexy, de carnosos labios carmesí, pelo lacio color negro azabache, que caía más allá de los hombros y se entremezclaba con el pronunciado escote que una blusa semitransparente ofrecía y que dejaba ver un erótico corpiño de encaje rojo, claramente rellenado con algo que no eran tetas de mujer, y que bajo la cintura llevaba una minifalda negra de lycra que poco hacía por cubrir unas redondas nalgas, por debajo de las cuales se veían sugestivas ligas que sostenían a media altura de los muslos unas seductoras medias también rojas, lo miraba, impávida. “Comisario, si no le molesta, ahora prefiero que me llame Betty”, contestó, en tono contrariado, la asistente. “Sí, claro. Perdón, Betty”, musitó el policía, sin terminar de entender cómo aquél asistente del doctor, al que conocía de hacía tanto tiempo, estaba transicionando hacia esa seductora mujer que, aunque aún no se le notaban tetas en su cuerpo, por todo lo demás claramente sí parecía una. Sin más comentarios, bajó la cabeza y entró a la sala de espera del consultorio, donde vio sentados a dos pacientes que esperaban ser atendidos. De un lado de la sala, un joven de unos veintipocos años, vestido con ropas claramente femeninas, sentado con las piernas cruzadas, uñas pintadas en violeta intenso, ojos claramente delineados y un tenue labial rosado, lo miraba como devorándolo con la vista. Le llevó largos segundos reconocer a Jeremías, el cajero del banco. “Hola, comisario”, dijo el muchacho seductoramente, a lo que el policía respondió sólo con un gesto, no muy seguro de cómo devolver el saludo sin dar lugar a segundas interpretaciones. Enfrente, sentado en la otra hilera de bancos, Don Pablo, el casi sesentón portero de la escuela, buscaba la mirada del comisario, y con gestos notorios le apuntaba al chico, como censurando el aspecto tan femenino que lucía. En ese instante, se abrió la puerta del consultorio dejando ver a Giménez, el dueño de una de las estancias de la localidad, que salía con la mirada perdida en el infinito, los ojos vidriosos, y caminando con cierta inseguridad. “Vaya, mi amigo, hágame caso. Va a ver que después se va a sentir mucho mejor, más relajado”, le decía el médico, mientras le palmeaba la espalda al paciente que se iba. Al cruzarse con el policía, el hombre intentó mirarlo a los ojos, pero se notaba que estaba como ido, como extremadamente confundido. El comisario, antes de que el chico pudiera entrar a su consulta, extendió la mano hacia el médico y se metió, un tanto forzadamente, al consultorio. El doctor, haciendo gala de su cortesía, ignoró el gesto rudo y descortés de Abel y cerró la puerta tras de él, para luego ir a ubicarse en su sillón, tras el escritorio. “¿En qué te puedo ayudar, Abel?”, fueron las únicas palabras que pronunció. El policía lo miró serio y preocupado a la vez: “tengo suficientes razones para pensar que formás parte de alguna forma de complot junto con ese burdel que se ha instalado en las afueras del pueblo. Con tu asistente y el chico del banco que espera afuera, son cinco personas que vi hoy que han salido abiertamente del clóset. O seis, no lo sé bien. Varios me han comentado que fueron después de que vos se los recomendaste. ¿Qué tenés para decirme?”

El doctor lo miraba fijo, pero, lejos de mostrar preocupación, en su rostro se notaba que encontraba la situación hilarante, casi divertida. “Dejame que nos sirva un café, y seguimos hablando”, dijo el médico, levantándose de su escritorio y, tomando la cafetera que estaba en una mesa auxiliar, sirvió dos tazas: una para él y otra para el policía. Mientras lo miraba a los ojos, el médico apoyó la taza para el policía sobre el escritorio, justo delante de él, y luego caminó despaciosamente, volviendo a su lugar en su cómodo sillón. Abel revolvió el café descuidadamente mientras se disponía a oír lo que el médico tenía para decirle. El doctor se tomó su tiempo para hablar y, finalmente, mientras sorbía el café al ver que el policía se había tomado el suyo casi de un trago, comenzó el relato: “hace cosa de casi un mes, cuando volvía de una visita a domicilio en la estancia de Puiggari, al pasar por la casona abandonada de la ruta vieja, vi que había movimiento. Pensé que se habría vendido, y paré para saludar y presentarme. Me encontré con que era un burdel, aunque todavía no estaba inaugurado, en el que sólo estaban unos albañiles trabajando y la dueña, una mujer increíblemente hermosa, que después supe que iba a ser la principal atracción del lugar. Nunca había visto una belleza igual. Era deslumbrante, exuberante. Casi de otro planeta. Me sedujo, me llevó a la habitación, y tuve la mejor tarde de sexo que haya tenido en mi vida.” El comisario lo miraba, absorto, mientras sus ojos se ponían vidriosos, y su mirada se volvía más y más distante. El médico sonrió, y en rápido movimiento, acortó la distancia que los separaba, para quedar de pie frente al policía, que lo seguía con la mirada como si estuviese en un sueño, sin poder moverse ni reaccionar. Una vez que estaba a su lado, el médico giró la silla de Abel, quedando enfrentados, y se arrodilló delante de él. “Entre todo lo que hice esa tarde, aprendí lo maravilloso de chupar una pija, de sentirla adentro tuyo, de que te cojan como si fueses una perra en celo. Cuando el Ama supo que yo era el médico del pueblo, mientras me cogía en múltiples posiciones, fue hablando de forma que yo registrara absolutamente todo en mi cerebro, como si fuese una programación ineludible, enseñándome a chupar pijas, a entregarme a otros hombres y ordenándome decirles a todos los hombres del pueblo que visitaran su burdel. Para eso, me dio esa droga que acabo de darte en el café y me enseñó que, una vez bajo sus efectos, les chupara las pijas mientras les daba las instrucciones para visitarla. Con eso, no podrían resistirse. Una vez ahí los transformaría en sus putas, uno a uno, hasta terminar convirtiendo a todos los hombres del pueblo en prostitutas trans. Así que ahora te voy a chupar la pija y, tal como debe estar haciendo Giménez, al que viste salir, después vas a ir al burdel, para iniciar tu transformación. Relajate, sacá tu pija del pantalón y dejame chupártela.” El comisario miraba desde su profundo estupor, y sólo atinó a desprenderse el pantalón, y extraer su pija, que estaba curiosamente erecta. Enseguida, sintió los cálidos labios del médico y experimentó una mamada mejor de las que hubiese recibido jamás, incluso de su esposa. No le llevó mucho tiempo acabar, y vio cómo el doctor se tragaba toda la leche, se ponía de pie y le susurraba algo al oído, aunque él ya sabía qué es lo que debía hacer. “Tengo que ir al burdel”, dijo el policía, y se paró, acomodándose la ropa, mientras se despedía del médico con un ardiente beso de lengua. Al salir del consultorio, con su vista aún perdida, pudo ver que el chico le sonreía, haciéndole un guiño cómplice, como sabiendo lo que había ocurrido con el doctor, mientras el anciano refunfuñaba protestando por el tiempo que el médico había estado ocupado con él y que atrasaba aún más su consulta.

Caminó de vuelta hasta la comisaría, donde había dejado estacionado el auto. Justo cuando iba a subirse para ir al burdel, su celular lo sacó del estupor. “Hola, quería saber si averiguaste algo”, se escuchó la voz de su esposa, al atender. “Todavía nada, pero estoy trabajando en eso”, mintió el comisario. No podía decirle que iría al burdel a investigar. Tampoco que el médico… ¿qué le había dicho el médico? ¿Qué había pasado? Todo era muy borroso en su memoria. Sabía que tenía que ir al burdel. Pero algo en su mente trataba de advertirle un peligro. Pensó que primero le avisaría a su asistente, para que supiera dónde iba, por las dudas algo le sucediera y a la vez que no lo esperara esa madrugada, para cederle el turno a los compañeros de la noche. Entró a la comisaría, y vio a Marcelo con la vista clavada en la pantalla, y pudo notar que discretamente se estaba pajeando. El comisario fue hasta el escritorio, tratando de ver qué estaba mirando el joven que, al verlo, rápidamente sacó su mano de dentro del pantalón, pero no llegó a cerrar la pantalla. Abel se quedó mirando fijamente la pantalla. Una salvaje porno gay, con hombres cogiendo entre ellos, estaba casi en su punto culminante. Perdió noción de cuánto tiempo pasó. Pudo ver incontables cogidas entre hombres, con múltiples acabadas donde la leche era derramada sobre caras, pechos, espaldas y culos bien peludos. En algún momento, pudo quitar la vista de la pantalla y miró a Marcelo que, percibiendo lo que estaba sucediendo, se ruborizó y bajó la cabeza. El comisario, aún turbado por la droga que el doctor le había dado, le dijo: “no te preocupes. No le voy a decir nada a tu novia. Es muy lógico que mires eso que es muy excitante. Te venía a avisar que tengo que ir a investigar algo en el burdel. No me esperes y pasales el turno a los de la noche” y, sin esperar respuesta, salió, se subió a su auto, y partió rumbo a aquel extraño y misterioso antro, mientras de fondo se oían los gritos del ebrio de la celda, que intentaba persuadirlo de no ir a aquel lugar. Aún en su escritorio, el chico volvió los ojos a la pantalla continuando con una paja feroz, pero esta vez directamente extrayendo su pija del pantalón y cubriéndola con su mano izquierda al momento de acabar para así juntar toda su leche y llevársela rápidamente a la boca, lamiendo y degustando ese exquisito placer que había descubierto en el burdel la noche anterior. Sin dudas, esta noche volvería, porque ese lugar era casi un paraíso donde podría coger con quien quisiera.

Ya desde lejos, Abel pudo notar la cantidad de autos que había afuera del lugar. Tal como le había dicho su ayudante, seguramente estaría ahí la mitad de los hombres del pueblo. Como era de esperar, la camioneta de Giménez estaba también estacionada allí. El comisario dejó su patrulla al lado del acceso principal, y encaró decidido la puerta de entrada al lugar. Un enorme moreno de grandes manos y anchísima espalda custodiaba el ingreso. Ridículamente, sólo vestía una diminuta tanga dorada. El policía pensó que, si no fuese por el tamaño, seguramente sería motivo para reírse de él, pero con la clara ventaja que su enorme tamaño le daba sobre cualquiera, nadie se animaría a hacerlo, al menos no en su cara. El morocho le abrió cortésmente la puerta, mirándole el culo con ojos de depredador, cosa que Abel no percibió, ya que ya había prácticamente traspuesto la entrada, ingresando al antro, para lo que además tuvo que pasar dos gruesos cortinados de terciopelo azul, para finalmente acceder a un salón casi en penumbras. Cuando sus ojos se acostumbraron a la escasísima luz, el policía no pudo creer lo que estaba viendo.

Sobre el fondo, en el lugar más iluminado, que claramente era la barra de bebidas, dos voluptuosas chicas, vistiendo mínimos corpiños y tangas con lentejuelas, charlaban amistosamente con algunos hombres que las rodeaban. Distribuidos por todo el lugar, amplios sillones eran ocupados por hombres que miraban absortos las pantallas de TV que tenían enfrente. Los intensos destellos que las pantallas producían, generaban un efecto como de flash que, por fracciones de segundo, permitía verle las caras de éxtasis y estupor. La música, estruendosa y potente, tenía cierto efecto hipnótico que estaba afectando imperceptiblemente al policía. Mirando al sillón que tenía más cerca, pudo ver que al hombre que miraba la TV alguien le estaba chupando la pija con absoluta dedicación. Se acercó, para ver si distinguía quién era, y se sorprendió al reconocer el diminuto short kaki que esa mañana le había visto usar a su cuñado. “¿Charlie… sos vos?”, gritó el comisario, tratando de ser escuchado por sobre la música. El chico levantó la vista, extrayéndose una durísima y enorme pija de la boca, que brillaba cubierta aún por su saliva, y sonriendo le dijo: “dejame que termine acá y enseguida estoy con vos, cuñadito.”

Abel se horrorizó y se alejó de él rápidamente, al tiempo que Charlie volvía a engullir la dura pija en su boca y continuaba con la mamada que le hacía al hombre, que apenas minutos antes había estado, por indicación del médico, con una de las hermosas putas. Si el comisario le hubiese preguntado, el hombre no podría haber recordado qué había sucedido con ella. Influido por algún extraño trance, el hombre en ningún momento había quitado la vista de la pantalla y aceptaba, naturalmente, que ese afeminado chico le estuviese haciendo una mamada. En una pared un poco más lejana, Abel pudo ver al doctor, cogiéndose salvajemente a Betty, su asistente, que gemía y se movía como una gata en celo, luciendo una vestimenta muchísimo más erótica que la que le había visto usando a la tarde, en el consultorio. En otro de los sillones vio a Ernesto, el tendero, mientras los dos hijos del panadero se turnaban para chuparle la pija, con Miguel vestido con la lencería que había comprado esa tarde, luciendo un rostro completamente maquillado y gestos absolutamente femeninos, y con Daniel, el hermano menor que había visto por la mañana en la calle, vestido solamente con una diminuta tanga de encaje y luciendo un erótico corpiño haciendo juego. Volvió a mirar a la barra y vio a una de las chicas tomando de la mano a Giménez y llevándolo hacia un cortinado, que seguramente conduciría a habitaciones privadas, mientras lo acariciaba y besaba. El hombre la seguía, completamente ido, sin atinar a decir ni una palabra. En el sillón a su lado, Abel vio a Jeremías, el cajero del banco, ahora completamente maquillado, rebotando alegremente sobre la pija de Pablo, el sexagenario portero de la escuela, que le pellizcaba los pezones y le susurraba cosas al oído con clara expresión de lujuria en su rostro, contrastando enormemente con la actitud que le había visto un par de horas antes en la sala de espera del médico.

El comisario comenzó a retroceder hacia la puerta, pero una mano enorme se apoyó en su hombro, deteniéndolo. Giró su cabeza, y vio al negro de la puerta que le sonreía y le impedía cualquier movimiento. Cuando miró hacia adelante, vio a una de las chicas que había divisado antes en la barra, parada delante de él sonriéndole, y su reacción fue instantánea. Su pija se puso dura como una piedra. Podía sentirla a punto de desgarrar la tela de su pantalón. La chica, sin dejar de sonreír, miró el bulto y luego lo miró a los ojos: “hola, comisario. Pensábamos qué es lo que te habría pasado que demoraste tanto en llegar. El doctor vino a avisarnos que habías estado en su consultorio hace más de una hora. Ya nos extrañaba que no vinieras. Pero bueno, ya estás acá y ahora te voy a hacer tocar el cielo con las manos. Vení conmigo”, dijo, mientras le tomaba la mano. El policía balbuceó: “no… no puedo. Sólo quiero… ver a la dueña… Demoré porque después de ver al doctor tuve que pasar por mi oficina.” La chica se quedó estupefacta. “Wow. Tenés una voluntad muy firme. Nadie resiste las instrucciones del doc, y mucho menos se resisten a la seducción de éstas”, dijo mientras elevaba sus tetas para que quedaran mucho más cerca de la cara del comisario, que ahora, con más luz, pudo distinguir el rostro. “¿Víctor?”, aventuró el policía. “Ay, Abelito, ¿te parece que con éstas tetas puedo ser Víctor?  Ahora me llamo Chantelle y trabajo para el Ama Marianne como puta de este burdel, atendiendo hombrecitos como vos, que quieren cogerse a putitas como yo. Dale, vení conmigo. Te aseguro que nunca en tu vida experimentaste algo igual”, dijo la puta. El comisario le soltó la mano e intentó dar un paso atrás. La mano del negro volvió a impedírselo. Chantelle, visiblemente preocupada, dijo: “evidentemente, tenés demasiada voluntad. Tendrá que atenderte el Ama personalmente. Esperá que ya la voy a llamar”, y se marchó bamboleando un portentoso culo, que Abel no pudo evitar mirar fijamente.

En ese instante, tuvo un rayo de lucidez, y supo que tenía que salir de allí. Se giró y miró al negro, casi implorando con la vista que lo dejase ir. El negro, sonriente, habló por primera vez: “¿sabés que a los que son más difíciles, como vos, me los termino cogiendo hasta que me piden por favor que no se las saque nunca más? Terminan convertidos en unas putitas tan lujuriosas y sumisas que los clientes pagan fortunas para cogérselas, por lo viciosas que son.” Abel imploró, entonces: “te pido por favor que me dejes ir. No voy a decir nada ni a hacerles nada. Los dejaré convertir a todos los hombres del pueblo, si quieren, pero por favor, dejame ir.” El negro, tomándolo de ambos brazos, lo hizo girar, para hacerlo quedar de frente a una mujer espectacular. Más alta que él, delgada, con tetas enormes, una cintura mínima, una cadera que invitaba a cabalgarla en una cama durante horas, un rostro perfecto, con unos labios que garantizaban una mamada como nunca antes le habían hecho, lo miraba con una sonrisa maligna, y un brillo rojizo en los ojos que él jamás le había visto a ningún ser humano. “¿Así que vos sos el famoso comisario del pueblito este? Que incluso ha podido resistir infinidad de embates de mis chicas, por lo que me dijeron. Vení conmigo a mi oficina. Tenemos que hablar”, dijo la esbelta belleza y girando sobre sus talones, salió a paso rápido hacia los gruesos cortinados del fondo. Al cruzarlos, se encontraron en un hall, un poco más iluminado, y pudo ver a Giménez, saliendo de una habitación y siendo guiado por la puta hacia el salón, con la mirada aún perdida, pero con una amplia sonrisa en su rostro. Mientras lo veía irse, el negro empujó a Abel hacia adentro de una oficina, y cerró la puerta tras ellos.

“Vení, sentate. ¿Querés tomar algo?”, dijo la espléndida mujer señalando un confortable sillón alto de terciopelo rojo. Inmediatamente, Abel recordó el café en lo del doctor, y rechazó cortésmente el ofrecimiento. “Está bien, entonces vas a tomar lo que yo te diga”, replicó secamente ese perfecto ejemplar femenino. El policía no podía dejar de mirarla, casi hipnotizado como estaba por su figura, sus curvas, sus movimientos. Si tuviese que buscar una palabra para definirla, sería “diosa”. Eso era ella. Una DIOSA. Como a cualquier diosa, no se la debe contradecir, pensó Abel, aunque ese pensamiento le resultó foráneo. Pero era cierto. Tanta perfección tiene que ser obedecida. Ella le puso un vaso con whisky delante, y él, tomándolo con una mano sin chistar, comenzó a beber mientras ella caminaba felinamente hasta un sillón similar enfrentado con ese dónde él estaba sentado. Una vez que se sentó, abriendo el tajo de su vestido que dejaba ver el nacimiento de sus muslos, le dijo: “si no te lo dijeron, soy Marianne. El Ama Marianne. Toda esa gente en el salón, son o pronto serán mis putas. Y luego todos los hombres del pueblo serán mis putas. Dado que has mostrado tanta fuerza de voluntad y tanta capacidad de resistencia, además de ser tan lindo, es que voy a concederte el privilegio de conocer nuestro plan, de antemano. Serás el único humano que lo sepa, así que debés sentirte honrado, ¿entendiste?” Abel sólo pudo murmurar: “sí, Ama.” Ella separó aún más las partes de su vestido, y el policía pudo ver el imponente bulto que se ocultaba bajo la diminuta tanga. El Ama era también una mujer trans. El comisario supo en ese instante que tenía que huir de ahí, pero su cuerpo no respondía, y pronto su mente tampoco lo deseaba. Recorrió nuevamente con su vista las espectaculares curvas de esa mujer, mientras escuchaba lo que ella le decía. “Te felicito porque sos el único humano que hasta ahora ha mostrado tanta resistencia, de los tres pueblos que hemos recorrido. Me pregunto si, una vez que termines tu transformación, tendrás alguna otra habilidad. Vas a ser una puta muy interesante.”

El subyugado policía no podía quitar la vista del magnético escote que tenía enfrente. Marianne se divertía jugando con él como un gato juega con un ratón. Se sentaba inclinando su cuerpo hacia adelante, jugueteaba con un dedo por el borde de su escote, estirándolo, o presionaba un poco ambos brazos para que sus tetas se elevasen aún más. Abel estaba completamente mesmerizado. Cuando supo que el policía ya no tenía escapatoria, susurrando le dijo: “muy bien, hermoso. No dejes de mirarlas. Las deseás. Deseás liberarlas y lamerlas, besarlas, chuparlas. Querés chuparlas para que a vos también te crezcan un par de éstas. Sabés que, si las chupás, te vas a transformar en otra de mis putas pero no te importa. Querés hacerlo igual. Seguí mirándolas mientras te explico lo que va a pasar en tu pueblo, al igual que pasó en los otros pueblos, antes.”

Abel se relamía mientras su mano acariciaba su pija, dura como una roca, por sobre el pantalón. Marianne siguió: “en nuestro planeta, las mujeres biológicas de nuestra especie se extinguieron hace varios siglos. Siendo una especie altamente erotizada, con costumbre de tener sexo varias veces al día, siempre se buscaba la forma de aumentar la atracción física. Hubo una epidemia causada por una droga que se puso de moda, que les daba a las mujeres un cuerpo voluptuoso e irresistible, pero que finalmente las mató a todas. Estuvimos casi a punto de desaparecer, como especie, porque nos llevó varios años encontrar la forma de reproducirnos sin contar con óvulos. Finalmente desarrollamos un proceso largo y costoso, pero que nos permitió sobrevivir, hasta que encontramos, en un planeta cercano, otra especie similar a la nuestra a la que sometimos y, tras mucho desarrollo, modificamos genéticamente a sus mujeres para que sus óvulos pudieran ser fecundados por nuestro esperma, y que portaran a nuestra progenie hasta parir, y así perpetuarnos. Pero, la cantidad de años sin sexo con mujeres nos llevaron a disfrutar del sexo sólo entre hombres de nuestra especie, por lo que algunos fueron identificándose con su lado más femenino, hasta transformarse en hermosas mujeres trans, como yo. Esas chicas se convirtieron rápidamente en lo más deseado. Fundamentalmente, porque lo que aprendimos a no apreciar, es una vagina, sino una mujer con pija. Se volvió algo codiciado en nuestro planeta el tener sexo con nosotras, pero no éramos muchas. Por suerte, tiempo después y casi por casualidad, en una incursión de exploración en lo que, para nosotros, era espacio profundo, encontramos tu planeta y, analizando a los humanos, aprendimos algunas cosas interesantes. Lo mejor es que descubrimos que, genéticamente, somos muy parecidos con los humanos, pero las mujeres de su especie no nos sirven para procrear. Casi por casualidad, también, descubrimos que ustedes también tienen hermosas mujeres trans. Así fue que, poco a poco, comenzamos a llevárnoslas para que trabajaran en sofisticados burdeles en nuestras ciudades, pero la demanda creció de tal forma que se nos hizo imposible satisfacerla, y eso generó dos problemas: por un lado, un gran riesgo de estallidos sociales en nuestro planeta por la escasa oferta, lo que sumado a lo vehementes que se ponen nuestros machos, sería una bomba de tiempo. Lo habrás visto con el negro de la puerta, que es de nuestra especie. Está desesperado por hacerte su puta. Puedo garantizarte que una vez que pruebes su pija no vas a querer otra cosa. Pero, bueno, volviendo a la explicación… La forma que encontramos para no llamar la atención y poder recolectar suficiente cantidad de putas para los burdeles de nuestro planeta, es ir por pueblos pequeños, transformando a todos sus hombres en prostitutas trans, y programando la mente de las mujeres para que tomen como normal que todos los hombres desaparezcan, y no reaccionen de ninguna forma, haciéndose cargo de mantener el pueblo funcionando como si nada hubiese pasado. De hecho, incluso las programamos para que ayuden a sus hombres en la transición. Nos resulta muy sencillo y rápido hacerlo. Hoy, cuando tu mujer te llamó para que fueras a ver a tu hermano, estaba cumpliendo las órdenes que le dimos. Queríamos atraerte para que vengas. Superaste nuestras expectativas al investigar. Realmente, tu capacidad de resistencia es llamativa. Todos los demás sucumben a las chicas. El mecanismo es sencillo. Ellas se entregan para que los varones las cojan, pero al mismo tiempo los fluidos de sus cuerpos van causando en ellos el deseo por probar mamarlas o, en algunos casos en los que hay algún deseo oculto, hasta ser penetrados. Por eso, luego de que ellos acaban, es fácil hacerlos chuparle la pija a la chica con la que estuvieron. Una vez que consumen el semen de ellas, su deseo por otras pijas empieza a fijarse. A eso le sumamos la programación de sus cerebros, que hacemos por las pantallas del salón, y pronto quedan convertidos en adoradores de pijas. Luego es sólo cuestión de tiempo. Cuantas más pijas reciben, más quieren, y más afeminados se van poniendo, hasta que la transición es la única continuación lógica. Pero a la vez, su libido va en aumento desmedidamente, hasta que quedan transformados en ardientes putas. Sos el primer humano que lo sabe, y sólo por la resistencia que mostraste. De acuerdo a lo que sabemos, seguramente tus fluidos tendrán un efecto mucho más intenso, como lo tienen los de nuestros cuerpos. Pensá que, a las dos chicas originales, con el semen del negro y el mío solamente, nos bastaron 24 horas para convertirlas de dos toscos albañiles en dos ardientes putas de cabaret. A los demás, iniciados por esas chicas y otras posteriores, les llevó bastante más tiempo. Si te fijaste bien en lo que descubriste hoy, habrás visto que los chicos van pasando por distintas etapas. Por ejemplo, tu cuñadito probó una pija por primera vez hace apenas tres días. Para mañana, ya se vestirá como toda una mujer, y a la noche ya se comportará como una, y en un par de días será otra puta más, con enormes tetas, atendiendo clientes las 24 horas. El doctor fue un caso especial, pero Betty, la asistente, vino al burdel como Alberto hace exactamente cinco días. Esta noche completa la primera etapa, y en uno o dos días ya estará como una puta completa atendiendo clientes acá en el salón, con tetas tan grandes como las de Chantelle, a quien curiosamente llamaste Víctor. ¿Pensaste que semejante puta podría seguir siendo ese aburrido hombre? Otro ejemplo es Miguel, a quien viste comprándose ropa en lo de Ernie el tendero, a quien iniciamos hace más de dos semanas, pero que mantenemos como hombre para que nos ayude con la transición de los demás. Ese Miguel mañana ya será Micaela y en tres días a lo sumo será otra puta más. Ahora ya sabés qué vinimos a buscar y cómo lo hacemos. Pronto vos vas a ser una de nosotras, pero creo que vas a ser una muy especial.”

Abel la miraba con una mezcla de ira, desconcierto y descreimiento. “Lo que me contás es digno de una historia de ciencia-ficción. Pero erótica. Parece más el argumento de una porno de los ‘90 que algo real. Pero reconozco que es muy excitante”, dijo el policía, sin percibir que había sacado su pija del pantalón y estaba pajeándose mientras tenía clavados los ojos en las tetas de Marianne. “¿Por qué no te acercás y empezás a chupármelas, hermoso? Tu pija está desesperada por acabar. Estoy segura que vas a ser una puta fantástica”, dijo el Ama. Para Abel, no había otra forma de referirse a esa diosa. Ama. Ese era el término correcto. Era SU Ama. Sin dejar de sacudir su pija se paró, caminó hasta quedar junto a ella, se arrodilló y comenzó a lamerle esos globos inigualables, hasta que no pudo pensar en otra cosa y, soltando su pija, usó sus manos para bajar el hermoso vestido que lucía y poder así chupar esos pezones perfectos, que casi inmediatamente comenzaron a soltar un delicioso néctar que Abel tragó cada vez más golosamente. Pronto, el policía mamaba con desesperación, mientras gemía y disfrutaba de un sabor único, que jamás había experimentado antes. Completamente ido como estaba, no percibió que Marianne había apartado su diminuta tanga, para dejar al descubierto una descomunal pija de 27 centímetros, de la que brotaban gruesos borbotones de presemen, de olor igual al líquido de sus tetas, pero mucho más intenso. La nariz de Abel advirtió el aroma, y pronto sus cinco sentidos buscaron la fuente. Al ver la pija, el policía intentó esbozar una mínima resistencia, pero su boca y sus manos hicieron caso omiso y se lanzaron a acariciar y mamar, convirtiendo rápidamente a Abel en un experto chupapijas, cada vez más hambriento. Para cuando Marianne acabó en su boca, el policía sólo podía pensar en entregarse a su Ama y obedecerla en todo. Si ella quería hacerlo una puta, que lo hiciera. Sonriendo, se paró, dándole la espalda a Marianne, y se bajó el pantalón, apoyándose contra la pared para, sin decirle una palabra, ofrecerle su culo, deseando con toda su alma que su Ama le concediese la dicha de cogérselo. Afortunadamente para él, ella se tentó con lo redondo de sus nalgas, y sin esperar más le enterró los 27 centímetros en el culo virgen. La lacerante sensación duró menos de un segundo, siendo reemplazada por un inconmensurable placer, infinitamente superior a cualquier cosa que hubiese sentido antes. En ese preciso instante supo que pronto sería una puta, implorando que le metieran una pija a cada segundo. Para cuando el Ama Marianne le acabó dentro, Abel ya se movía, gemía y jadeaba como todo un putito amanerado. Al salir de la oficina, caminaba felinamente, bamboleando su culo, moviéndose ondulantemente, para seducir a cualquier macho que quisiese darle pija, confirmando que el semen del Ama era mucho más poderoso que el de cualquier chica transformada.

El ahora afeminado policía entró al salón sonriendo y miró a la chica que había ido a intentar seducirlo al principio. Le guiñó un ojo, que la chica respondió con una sonrisa cómplice, sabiendo lo que había sucedido con él. Abel entonces comenzó a buscar con la mirada algún macho para chuparle la pija. Pudo ver que su cuñadito ya saltaba alegremente sobre la pija de Giménez, con el pedazo del estanciero enterrado en su culo, mientras el apuesto hombre miraba fijo una pantalla al tiempo que, al lado de ellos, Marcelo, su asistente, le chupaba la pija a Pablo, que ya no lucía como un sexagenario ni como un “Don”, sino que parecía no tener más de 40 años y tenía los ojos clavados en otra de las pantallas.

Abel fue hasta el sillón de adelante y, al verlo, Charlie y Marcelo interrumpieron lo que hacían y sonriendo, le dijeron: “¡Abel! ¿estuviste con el Ama? Se te nota en la cara y en todo el cuerpo ¡Que suertudo!”, al tiempo que Marcelo le ofrecía compartir la pija de Pablo. “Chicos, llámenme Belu. Es más sexy que Abel, ¿no?”, dijo mientras se arrodillaba junto a su asistente. Belu miró fijamente la dura pija del portero de la escuela. Sonrió y comenzó a lamerla con dedicación, mientras que con dos dedos formó un anillo con el que apretó la base de ese fantástico pedazo de carne que tanto le atraía. Pronto abrió la boca y lo engulló entero, comenzando una mamada experta, sintiendo cómo la tibia carne le daba pequeñas descargas de placer en su golosa boca. A medida que chupaba se sentía más y más atraída por las pijas, y por ende por los machos que las portaban. Mientras mamaba, ahora como todo un experto, en su mente imaginaba entregándose al negro, aún sabiendo que eso aceleraría más su transición. Eso lo excitó aún más, y pronto su propia pija comenzó a soltar chorritos de leche. Marcelo, al percibirlo, se acomodó de forma tal de poder mamársela, así que Belu se dejó chupar, mientras continuó con su ya inigualable chupada de pija al portero de la escuela. Para cuando lo hizo acabar, Pablo ya lucía bastante más joven, y su deseo de chuparle la pija a alguien comenzaba a hacerse cada vez más presente. Belu no pudo resistir más y también acabó en la boca de Marcelo, por lo que ambos se pusieron de pie y salieron en busca de nuevos chongos, mientras que Pablo ya no pudo resistirse a la tentación de acariciar la pija de Giménez, que había terminado de coger a Charlie y seguía mirando la pantalla, sin percibir que el joven había salido de encima suyo y se había ido a buscar otro macho que se lo coja. No demoró mucho el portero de la escuela para meterse la pija del estanciero en la boca, y comenzar la primera mamada de su vida, sintiendo que chupar una pija era lo que siempre había querido, y que nunca más dejaría de hacerlo.

Belu se tomó un momento para mirar hacia el salón, con sus ojos ya acostumbrados a la penumbra, y el panorama le resultó terriblemente excitante. Pudo ver cómo Chantelle le entregaba una minifalda escocesa, como de colegiala, a un excitadísimo Charlie, que rápidamente se la colocaba sobre la diminuta tanga de encaje que ahora lucía, y partía casi con desesperación a tomar la mano de un desconocido cuarentón que salía de entre los cortinados del fondo, con la mirada aún perdida, acompañado de otra de las chicas de la barra, para guiarlo a uno de los sillones y sentándose sobre él, comenzar a cabalgarlo como una perra en celo. Sobre el sillón de la derecha, vio a Marcelo, tendido sobre el costado del sillón, boca abajo, con su cintura sobre el apoyabrazos, ofreciendo su culo a una pequeña fila de hombres que se había formado. Seguramente, para cuando terminaran con él, ya tendría un nuevo nombre, que combinase más con su nueva personalidad, pensó Belu. Al girar su cabeza hacia el otro lado, se encontró con la cara del negro, que lo miraba extasiado, con una enorme sonrisa, y un brillo rojizo en sus ojos, que ahora Belu sabía perfectamente qué significaba. Lo tomó de la mano, e intentó guiarlo hasta un sillón libre, pero el negro no le dio oportunidad, y empujándolo de cara a una pared, le separó las piernas, y le hundió un gigantesco pedazo de carne, de 30 centímetros de largo por 7 de diámetro, que lo hizo primero aullar de dolor, para inmediatamente causarle un espasmo de intensísimo placer, que fue repitiéndose y multiplicándose a medida que el negro comenzó a bombearle su ahora insaciable culo. Belu sólo atinaba a gemir y jadear, mientras su cintura y sus piernas se acomodaban para permitir que esa maravillosa pija llegase aún más profundo. Cada empujón que el negro daba lo acercaba más y más, inexorablemente, a su destino de puta. Belu se imaginó usando lujuriosa lencería, su cuerpo totalmente depilado, su rostro completamente cubierto por maquillaje que demostrase su calidad de puta, y se entregó a que su cerebro cada vez más anhelase ese destino. Cuando el negro comenzó a ponerse tenso, Belu supo que su destino de puta estaba muy cerca. La leche de esa enorme pija, rellenándolo, sería el puntapié inicial de su transformación. En un tono de voz extremadamente afeminado, imploró que le acabara adentro. El negro, sonriendo, soltó un grave gruñido, al tiempo que llenó el culo de Belu de cálida leche, mientras la pija del policía acabó en una catarata de un aguachento líquido blancuzco, al tiempo que su agudo gemido se confundió con las femeninas exclamaciones de otras chicas ya iniciadas en su transición.

Le llevó largos segundos abrir los ojos, al tiempo que intentaba recuperar el aliento. El negro seguía adentro suyo, lo que llenaba de placer a su culo y a su nueva personalidad. “Tenés que elegir un nombre, puta”, dijo el negro. Como un rayo, su cerebro respondió antes que pudiera siquiera pensarlo. “Tania. Soy Tania, la puta. Por favor, cogeme de nuevo. Quiero sentir esa pija maravillosa otra vez”, fue la respuesta de la ya iniciada puta. “Qué interesante, de Abel a Tania. ¿Quién hubiera dicho que dentro de tan masculino policía se escondía tremenda puta?”, fue el comentario del Ama Marianne, que había estado en silencio, a un lado, presenciando toda la imagen. Tania sonrió, mientras el negro comenzó a bombear nuevamente. Las manos del Ama tomaron la cabeza de la nueva puta y la guiaron hasta que sus labios quedaron a escasos centímetros de la durísima pija de la poderosa mujer. Tania supo que tenía que mamar ese excelso ejemplar de miembro y, sin dudar, entreabrió los labios, saboreando la inmediata invasión que su boca sufrió. Tania perdió noción del tiempo, y así pasó el resto de la noche, alternando entre las pijas del Ama y del Negro.

Afuera del burdel, apenas despuntaba el sol. Habían pasado unas diez horas desde que Abel, el comisario, había llegado. Dentro, Tania, la futura puta, se vestía con sugestiva lencería, un ajustado corset que aumentaba forzadamente su incipiente cintura, y encima se ponía un mínimo vestido, con pronunciado escote, que dejaba ver el nacimiento de sus imperceptibles tetas, y por debajo no llegaba a cubrir sus redondas nalgas. El contraste con su cuerpo, mucho menos velludo que unas horas atrás, pero aún lejos de ser completamente lampiño, era muy marcado, pero a ella no le importaba. “Cuando llegues a tu casa, tu mujer te estará esperando para ayudarte con tu transición. Además, le dejamos un arnés con un dildo gigante relleno con la leche del negro, que seguirá transformándote mientras ella te coge. Cuando estés lista, llevala a la oficina y enseñale a hacer tu trabajo, para que pueda reemplazarte. Cuando te mudes para acá, ella tendrá que hacerse cargo de ser la nueva comisaria del pueblo. Te aclaro que uno de los ‘efectos colaterales’ es que se le hará adictivo el uso del arnés, y pronto querrá cogerse a todas las mujeres del lugar. Pero no te preocupes. Ellas se van a dejar. Así que tu mujer la va a pasar genial, aunque vos no estés”, explicó el Ama a una obediente Tania, que luego de eso, se calzó unas sugestivas sandalias de altísimo taco, y se subió a la patrulla para ir hasta su casa.

Al entrar a su living, se sorprendió al ver a su mujer sentada en el sillón, la vista perdida en el infinito, y atado a su cintura, el arnés con el enorme dildo apuntando al cielo, listo para cogérsela sin piedad. Al verlo, la mujer esbozó una sonrisa, y exclamó: “pero qué hermosa puta resultaste. Lo primero que tenemos que hacer es depilarte completa. Después te voy a coger hasta que grites basta. ¿Entendiste, puta?” Todo esto sorprendió a Tania, ya que cuando era Abel su mujer nunca se había mostrado tan dominante. Pero ese rol le quedaba perfecto, y seguramente la ayudaría en su nuevo papel de comisaria del pueblo. Luego de una larga sesión en el baño donde su esposa le enseñó a depilarse todo el cuerpo, y ya con su piel suave y tersa al descubierto, Tania pudo sentir cómo su mujer la cogía violentamente con el delicioso arnés con ese dildo enorme, que pronto rellenó su hambriento culo con más leche del negro.

Apenas habían pasado las 11 de la mañana cuando Tania, seguida de Roberta, su mujer, entraron a la comisaría, previa visita a Ernie, donde la incipiente puta consiguió ropa que se ajustase mejor a su nuevo cuerpo e imagen. Al verlas, el asistente quedó deslumbrado. Tania vestía un mínimo vestido muy ajustado a su curvilíneo cuerpo, que ya lucía unas llamativas tetitas de 85 cm. de contorno. Por debajo, apenas cubría un turgente y redondo culo, dejando ver ocasionalmente el mínimo hilo que se hundía entre las nalgas a manera de tanga. Su maquillaje era espeso y cargado, como le corresponde a una buena puta, con un pesado labial rojo fuego, una sombra de ojos violeta intenso esfumado en un plateado que era más propio de una discoteca que para el día, y unas uñas largas y perfectamente esculpidas, cubiertas en un todo fucsia intenso. Tania se acercó hasta el escritorio, y con su voz más seductora, susurró al oído de su asistente: “hola, Marcelito, buen día. ¿Te gusta mi nuevo look?” Después de unos segundos de silencio reverencial, el asistente murmuró: “ahora soy Celle. No soy tan valiente como vos de vestirme así y de ponerme nombre de puta. Pero descubrí que me encanta la pija y quiero eso todo el tiempo.” La sonrisa en el rostro de Tania era indescriptible. Entendía perfectamente lo que le pasaba a su asistente. “No te preocupes, pronto vas a ser una puta tan hermosa como yo, y no vas a tener problemas en reconocerlo”, le dijo, intentando reforzar su confianza. De fondo, los gritos del borracho de la celda cortaron el momento: “¡se los dije! No me quisieron creer. Miren al comisario ahora, parece una puta. Y el asistente parece un maricón. Seguro que fueron al burdel. Yo les avisé.” El preso calló su boca intempestivamente. Frente a él, al otro lado de la reja, Roberta lo miraba fijamente, calzada en el uniforme que hasta el día anterior había lucido su esposo, aunque levemente reformado para resaltar su amplio escote y su indisimulable bulto. “Ahora soy la comisaria, y si no te callás ya mismo, te voy a violar hasta que pidas por favor que no te la saque nunca”, dijo, al tiempo que abría su pantalón y extraía el enorme dildo que ahora usaba como si fuese su propia pija. El borracho se quedó inmóvil mientras veía cómo Tania abría la celda y se metía junto a Celle. Entre ambos le bajaban el pantalón y Celle comenzaba a chuparle la pija, mientras Tania lo besaba ardientemente, hasta que el preso no ponía ninguna resistencia. Minutos después, el borracho cogía furiosamente el culo de Celle, que gemía y jadeaba como toda una perra, mientras Tania le frotaba la pija entre las nalgas, incursionando cada vez más profundamente, hasta que, al tomar envión para hundir su pija en el culo del afeminado asistente, el borracho sintió cómo el grueso pedazo de Tania se le metía hasta el fondo de su culo, causándole un dolor extremo que cedió inmediatamente, transformándose en un intenso placer. El preso comenzó entonces a moverse más lentamente, con más cadencia, mientras disfrutaba ser el jamón del sándwich de un trío altamente erótico, en el que él se cogía a Celle mientras Tania lo cogía a él. Para cuando los tres acabaron, el preso estaba irremediablemente perdido, completamente dispuesto a chupar pijas y entregar su culo a cualquier macho que desease cogerlo. Inmediatamente lo liberaron y le ordenaron ir al burdel, para que pudiese dar rienda suelta a su nuevo deseo de pijas. Tal como el Ama había sospechado, el semen de Tania era mucho más poderoso que el de las otras chicas, y era capaz de transformar a un hétero en un hambriento putito en una sola acabada.

Apenas había partido el borracho, sonó el teléfono de la comisaría, y fue atendido, por primera vez, por la nueva comisaria. Era el doctor, para solicitar ayuda ya que el panadero estaba en su consultorio, enfurecido por “lo que le había pasado” a sus dos hijos, de lo que culpaba al médico. La comisaria, Tania y Celle partieron raudamente hacia el despacho del doctor, y al llegar lo encontraron arrinconado por el padre de Micaela y Dani, aunque el hombre insistía en llamarlas Miguel y Daniel. Rápidamente, la comisaria tomó al panadero de ambos brazos, forzándolo a caer de rodillas, lo que Tania aprovechó para rápidamente frotarle su durísima pija cubierta de presemen sobre los labios, pese a los gritos e intentos desesperados del maduro hombre. Lo que el Ama Marianne había imaginado, sucedió. En cuanto su cuerpo percibió el aroma del presemen, sus labios se entreabrieron y su lengua se lanzó a saborear ese enigmático elixir. Unos segundos después, Tania no tuvo más que acercarle la pija para que el panadero se zambullera en una intensa mamada, como jamás había imaginado que haría. Apenas media hora después, el panadero era cogido por el médico, al tiempo que le chupaba la pija a Celle, mientras que Tania partía rumbo al burdel, en compañía de Roberta, para presentársela al Ama Marianne.

Roberta cruzó primero la puerta del antro, seguida de la nueva puta. El negro observó a Tania con lasciva fascinación. Para ese momento, las tetas de la excomisario superaban los 90 cm y su culo lucía una redondez casi perfecta, resaltada aún más por la cintura que, visiblemente reducida, ya se marcaba notablemente debajo del insinuante vestido. “Vení, mi pija te extraña”, dijo el negro, extrayendo de su diminuta tanga el enorme y tieso pedazo de carne. Tania apenas pudo resistirse, murmurando que debía llevar a la nueva comisaria frente al Ama. “No te preocupes, cualquiera de las chicas le puede indicar el camino. Arrodillate y empezá a chupar, puta”, fue la demandante respuesta del negro, que Tania no pudo resistir. En un segundo, su boca engullía la totalidad de aquel monstruoso pedazo de carne, y comenzaba a chupar como toda la experta que ya era. Mientras tanto, Roberta había entrado al burdel, para toparse ya de inicio con el borracho, que rebotaba alegremente sobre la pija de un extremadamente afeminado Gimenez, que parecía haber rejuvenecido 20 años, quien a su vez le chupaba la pija a un irreconocible Pablo, que a su vez era cogido salvajemente por Micaela, la hija del panadero, que ya lucía un perfecto par de tetitas. Un poco más allá, el padre de la chica chupaba ansiosamente la pija del médico, mientras era cogido por Chantelle. Desde la barra, el Ama Marianne observaba con deleite la bacanal que se extendía frente a sí. Al ver a la mujer policía, se acercó y, mirándola profundamente a los ojos, ordenó: “muy bien, ya sabés cuál es tu lugar. No vas a cuestionar nada de lo sucedido, y ninguna mujer del pueblo debe mencionar que sus maridos fueron transformados en putas y llevados de acá. Te vas a ocupar de seducir y someter a cualquier mujer que quiera cuestionarnos. Ahora, volvé a tu oficina, y continuá con tu vida normalmente. Tania ya nunca más volverá con vos.”

Al salir, la comisaria pudo ver a Tania, completamente ensimismada en su tarea de darle placer absoluto al negro, que la cogía furiosamente. La puta ni siquiera la reconoció, y siguió absorta en su labor de satisfacer la pija del negro, como si todo su mundo se redujese a esa tarea.

Tres semanas después, del otro lado de la galaxia, varios centenares de chicas trans comenzaban su nueva vida como insaciables putas al servicio de hombres sexualmente hiperactivos, muy corpulentos y con pijas que promediaban los 30 cm. Mientras, en la tierra, en aquél pueblito perdido en la Provincia de Buenos Aires, la comisaria se relajaba en su sillón mientras su ayudante, la exesposa de Marcelo, le comía la concha con ávida devoción. A apenas 300 kilómetros de distancia, en un pueblito de características similares, una enorme limusina negra se detenía frente al consultorio del médico del pueblo, y un portentoso chofer moreno le abría la puerta a dos voluptuosas mujeres, Tania y Marianne, que le pedían al doctor una discreta consulta. Cuando salieron, dos chicos jóvenes que las cruzaron casualmente en la vereda, resultaron completamente seducidos por sendas bellezas, y subieron con ellas a la limusina, partiendo rumbo al nuevo burdel que las dos mujeres atendían en las afueras del pueblo, sin saber que pronto se transformarían en las dos primeras putas del nuevo antro de la ciudad.