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Juego de hermanos

en Amor filial

Mi hermana y yo siempre hemos tenido muy buena relación, y una gran confianza para tratar absolutamente todos los temas. Sí, eso incluye el sexo. Yo soy cuatro años mayor que ella, y siempre le he dejado claro que cualquier duda sobre la masturbación o las relaciones prefería resolvérselas yo a que lo hiciera cualquier extraño. Cuando cumplió los 16 años y empezó a salir con chicos, nuestra relación cobró mucha más importancia. Una tarde, por ejemplo, me pidió que la enseñara a masturbar a un hombre. Yo acepté, me bajé los pantalones sin darle más vueltas y le expliqué cómo tenía que hacerlo para dar el máximo placer. Siempre lo hemos visto con absoluta normalidad, siempre dentro de una relación de hermanos. Nunca la deseé, por más que me excitara lo que hacíamos juntos.

Poco a poco, fuimos subiendo el nivel. A veces nos masturbábamos juntos o lo hacíamos el uno al otro. Lo máximo a lo que habíamos llegado fue el sexo oral. A pesar de su juventud, he aprendido mucho de mi hermana respecto a cómo comerle el coño a una mujer. Se podría decir que los mejores orgasmos se los he dado a mi hermana pequeña. Disfrutábamos de nuestra vida sexual con las distintas parejas que pasaban por nuestra vida, y al mismo tiempo jugábamos un poco entre nosotros. Llegados a este punto, debo confesar que ver desnuda y corriéndose a mi hermana es todo un espectáculo. De cara no es nada del otro mundo, pero tiene un cuerpo de auténtica modelo. Su pelo es moreno y largo; sus piernas están perfectamente proporcionadas con las curvas de su cadera, lo que le da un aspecto mucho más sexy. Tiene un culo grande pero bien firme, y unos pechos enormes que aún se mantienen en su sitio gracias a la juventud.

Cuando ella tenía 18 y yo estaba a punto de cumplir 22, nuestro primo nos invitó a la comunión de su hijo. La ceremonia se preveía larga y tediosa, y ninguno de los dos teníamos muchas ganas de ir. Por eso, pensé en dar un aliciente que nos hiciera más entretenida la velada. La mañana de la ceremonia, para no darle mucho tiempo de pensar, aparecí en su habitación con una pequeña caja. Yo llevaba el típico traje negro con corbata, y ella, sentada en su cama, lucía un espectacular y corto vestido rosa con un enorme escote.

—Dios, estás espectacular Raquel.

—Gracias —me dedicó una sonrisa espectacular mientras se peinaba— tú también vas muy guapo.

—Oye… Sé que la ceremonia va a ser un coñazo, así que he pensado en una forma de hacerla entretenida.

Mi hermana debió imaginarse alguna guarrería, porque nada más decir esto me miró de forma lasciva.

—Pedro, cabronazo, ¿en qué has pensado?

Yo abrí la caja, y dentro había un pequeño vibrador y un mando. Mi hermana se quedó boquiabierta.

—Es solo si quieres. Yo tendré el mando y controlaré en todo momento las vibraciones…

No me dio tiempo a terminar la frase. Raquel se colocó el vibrador y me hizo un gesto para probarlo. Nunca desaprovechaba la oportunidad de demostrar que era mucho más caliente que yo. Pulsé el botón del mando a distancia. Apenas se escuchaba el ruido de la vibración estando en silencio, sería imposible que nadie detectara lo que tramábamos mi hermana y yo. A los pocos segundos, empezó a juntar las piernas y morderse el labio inferior. Cómo estaba disfrutando la muy cerda. Estaba dispuesto a regalarle el primer orgasmo ahí mismo, pero no era apropiado mojar tan pronto el vestido. Así que paré la máquina y guardé el mando en el bolillo. Menos mal, porque en ese momento entró mi madre en la habitación para decirnos que ya nos marchábamos. Raquel mantuvo el vibrador en su interior todo el tiempo.

A mitad de camino hacia la iglesia, le pregunté si no le incomodaba andar con eso dentro de su vagina. Ella me respondió:

—Un poco, pero eso me está excitando aún más.

En la iglesia, procuramos ponernos solos. Mi padre y mi primo nos llamaron para que nos acercáramos, pero pusimos la excusa de que íbamos a estar hablando y con el teléfono, y no queríamos distraer a nadie. Era perfecto porque estábamos al final del todo, en un banco para nosotros. Cuando nos sentamos, y sin previo aviso, metí la mano en el bolsillo y activé el vibrador en el nivel más bajo. Mi hermana me miró, pero no hizo ningún gesto ni dijo nada. Simplemente, disfrutó del momento. Poco a poco, fui subiendo la intensidad. Raquel respiraba profundamente para evitar soltar algún gemido, y de vez en cuando cerraba los ojos. Estuvo así varios minutos. En un momento dado, metió la mano en mi bolsillo izquierdo. Pensé que buscaba el mando, pero no. Se puso a palpar mi polla para comprobar lo evidente: tenía una erección tremenda. La verdad es que ver a mi hermana así me estaba excitando al máximo. No solo tenía ganas de masturbarme, tenía ganas hasta de follármela —algo que nunca antes había pasado por mi mente—. Puse el vibrador al máximo de potencia y ella ya no podía más. Me agarró la muñeca y apretó; llegué a pensar que me haría una herida. Llevó la otra mano a la entrepierna y cerró las piernas sobre ella. Su respiración se volvió mucho más intensa, incluso soltaba alguna exhalación por la boca. Por fin, su cuerpo cedió y terminó de correrse. Esta vez sí me cogió el mando para parar el vibrador. Yo estaba tan embobado admirando la escena que no me enteraba de nada. Solo veía su cuerpo sudoroso, su respiración agitada y el banco lleno de flujos vaginales, como si hubieran vaciado una botella de agua a mi hermana en la entrepierna. Ya no sabía si alguien miraba, si había terminado la ceremonia… Solo quería que ese instante no pasara nunca. Cuando empezó a recuperarse, Raquel se acercó a mi oído y susurró:

—Ahora te toca a ti, hermanito.

Agarró mi mano y me llevó hasta el aseo que había no muy lejos de nuestro sitio, también al final de la iglesia. Ni siquiera intentamos no hacer ruido. Ninguno de los dos pensábamos con claridad. Nuestros genitales iban más rápido que nuestro cerebro. Entramos y cerramos con pestillo. Estábamos a solas. Raquel se me echó encima y me puso contra la pared, lanzándome un apasionado beso con lengua al que no opuse resistencia alguna. Yo, por mi parte, le bajé las bragas y subí el vestido. Gracias a los minutos anteriores, ella no necesitaba mayor estimulación para lubricar. Se había mojado entera. No paraba de besarme. De vez en cuando, bajaba a mi cuello para volver a la boca. Yo bajé mis pantalones y calzoncillos, dejando mi erecto pene al aire. Íbamos tan acelerados que, de los dos condones que me había echado soñando con aquel momento, rompí uno. Así que interrumpí por un momento los besos de mi hermana para poder colocar el segundo correctamente. Hecho esto, subí a Raquel a los lavabos y empecé a penetrarla mientras volvíamos a besarnos. Ella acompañaba a mi miembro estimulándose con una mano; quería volver cuanto antes al orgasmo. Estábamos disfrutando como nunca antes en nuestras vidas. Raquel me estaba susurrando cosas como: “eso es hermanito, conviérteme en tu putita” o “ningún hombre me ha follado tan bien como tú”. Con cada frase, yo subía el ritmo y le lanzaba más besos apasionados. Sentí cómo mi cuerpo se contraía y las piernas me flojeaban, mientras el preservativo acumulaba semen a chorro. Raquel arqueó la espalda y se agarró a mis brazos con fuerza. Ambos terminamos agotados, tanto que caí rendido sobre ella. Nos besamos una vez más y nos pusimos en pie. Pasado el calentón, pudimos ver que nuestra ropa estaba hecha un desastre. Muy probablemente, acabábamos de echar el polvo de nuestra vida. Pero ahora debíamos enfrentarnos a toda nuestra familia en unas condiciones no muy favorables. Tú qué crees, ¿mereció la pena?