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Una madre vengativa I, Traición

en Amor filial

Una madre vengativa I

Traición

A veces, el amor materno nubla la objetividad de una mujer a la hora de juzgar el comportamiento de los hijos. Como muchas madres, no supe ver las señales de lo que estaba haciendo mi hija y, sin actuar a tiempo, permití que sus malas acciones trajeran consecuencias que acabaron perjudicándome.

 

Enviudé cuando Nuria recién había cumplido sus dieciocho años, y, aunque mi hija ya era una adulta, carecía de los conocimientos para ayudarme a dirigir la empresa de logística que era nuestro negocio familiar. Así fue como yo, Gamala, me quedé al frente de nuestras finanzas y solamente le  pedí a buen rendimiento escolar, cosa que su privilegiada inteligencia le permitió cumplir holgadamente.

 

Pasó el tiempo, nuestra empresa resistió la sacudida que produjo la muerte de mi marido y fructificó bajo mi dirección. Por el trabajo, apenas si tenía oportunidades de enterarme de lo que hacía mi hija, quien optó por estudiar Contabilidad por cuatrimestres y terminó graduándose con honores. Por ese lado, me sentía tranquila. Los problemas llegaron cuando empecé a notar detalles de su comportamiento que no me gustaron.

 

En mi juventud, tuve una sexualidad bastante tormentosa. Viví muchas y muy variadas experiencias, al lado de hombres y mujeres con quienes disfruté y a quienes hice gozar. Sé que puede sonar algo fuerte lo que digo, pero, así con todo, nunca busqué herir a nadie, jamás hice a otros nada que los perjudicara y siempre traté de que mis actos en el terreno del sexo fueran satisfactorios para mí y para mis acompañantes.

 

En resumen, fui una veinteañera promiscua, algo arrecha y puta, si se quiere decir, pero nunca hice nada que hiriera a otros o de lo que tuviera que arrepentirme. Cuando me casé, decidí dejar de jugar con el sexo y formé un hogar en el que no hubo espacio para aventuras más allá de lo confesable. No fue por mojigatería, simplemente, no quise poner en peligro la estabilidad doméstica que mi difunto marido y yo queríamos formar.

 

Nuria creció en ese ambiente de seguridad en el que no vio ningún mal ejemplo. El problema con ella, y, hasta cierto punto, la justificación que he dado a su conducta de adulta, es que, aparte de mucho de mi aspecto físico, heredó mi arrechera. Así fue como, llegada a sus veintidós años, mi hija era ya una brillante profesionista, dueña de su propio estudio contable y promiscua insaciable.

 

Seguíamos viviendo en la misma casa. Yo continuaba trabajando en nuestra empresa, pero me daba cuenta de que Nuria salía con dos hombres al mismo tiempo sin que ellos estuvieran enterados de la situación. No era raro llegar a casa y encontrarme con que mi hija estaba cogiendo con alguno de sus novios en su recámara o en el baño. A veces, alguno de ellos terminaba de tener sexo con mi hija, se marchaba y ella llamaba al otro para acabar la noche pasándolo bien.

 

Traté de hablar con ella y hacerle ver que lo que hacía estaba mal. No me lo permitió, mi hija ya era una mujer adulta que ejercía su sexualidad libremente, yo no tenía más autoridad sobre su vida y, por primera vez, noté algo que quizás se gestó desde mucho tiempo antes: al parecer, Nuria me odiaba, puede que, subconscientemente, sintiera alguna rivalidad hacia mí y tuviese rencores ocultos en mi contra. No supe dimensionarlo tras esa discusión, la falta de objetividad materna impidió que me preparara para lo que, tiempo después, me causaría gran dolor y decepción.

 

Pero, siendo honesta, el comportamiento sexual de Nuria no me escandalizaba especialmente. A su edad, yo también hice cosas así, lo que me preocupaba y me parecía incorrecto era, más que su actitud putesca, la mentira que representaban aquellas relaciones de cara a los dos hombres, quienes se creían novios en exclusividad. Al no imponer límites y permitir que cada uno de mis yernos garchara con Nuria en casa, quedé en el papel de madre débil y manipulable ante ellos; sin que ninguno de los dos me hubiera faltado al respeto, nunca me vieron como una figura de autoridad.

 

Mi preocupación y mortificaciones se agravaban por el hecho de que mis dos yernos eran mucho más de lo que cualquier mujer podría pedir para ser feliz. Ezequiel tenía veintitrés años. Era un hombre de raza negra, alto y con un cuerpo muy deseable y bien formado.  Más de una vez me estremecí imaginándome lo que le estaría haciendo a mi hija cuando los escuchaba coger durante horas. Sergio era rubio, de amplias espaldas y carácter alegre. Los dos habían sido compañeros de carrera de Nuria, aunque, al parecer, se conocían entre ellos solamente de vista.

 

Por mi parte, habiendo cumplido con mi deber de madre, decidí aceptar a uno de varios pretendientes que me rondaban e inicié una relación con Alejo, un inversionista al que conocí en un congreso en Mar del Plata. Sexualmente, mi prometido no era ningún prodigio;  si hubiese tenido que compararlo con mis amantes de juventud, no habría tenido la menor oportunidad de destacar. Pero, y con ello me consolaba, lo que necesitaba en ese momento era estabilidad, compañía  y amor. Si, durante la época más incendiaria de mi sexualidad, pude dejar las aventuras, en mi tiempo de madurez podía conformarme con un amante de bajo rendimiento, siempre que cubriera mis necesidades emocionales y me permitiera brindarle el caudal afectivo que tuve que clausurar temporalmente cuando murió el padre de mi hija. Nada ni nadie me haría recuperar a mi marido, pero Alejo podía ser una persona especial en mi vida y eso valía mucho para mí.

 

Una tarde, la ilusión de estabilidad en que creía vivir se derrumbó para siempre.

 

Salí de la oficina temprano y pasé al gimnasio. Durante mis años de matrimonio, con un esposo que, si bien era un buen hombre, en el plano de lo sexual dejaba mucho qué desear, me aficioné al ejercicio extremo. Por un lado, me gustaba cuidar y conservar mi cuerpo, en la medida de lo posible. Por otra parte, las constantes rutinas y repeticiones me hacían quemar las energías que mi tremenda arrechera del pasado reclamaba a mi organismo. Gracias al ejercicio, había logrado llegar a los cuarenta y cuatro años con más o menos las mismas proporciones físicas de mi juventud, más voluptuosa que esbelta, y mis ganas de sexo se habían visto, si no satisfechas, al menos “distraídas”.

 

Sucede que, al llegar al gimnasio, me enteré de que esa tarde no funcionaría. Nunca supe si se trató de un problema con la caldera o la fontanería del local, pero habían suspendido actividades y me quedé con ganas de ejercitarme unas cuatro horas antes de que terminase mi rutina del día. Decidí ir a casa, tal vez usar un poco la caminadora o aprovechar el tiempo para emparejarme con temas domésticos pendientes.

 

Cuando llegué al hogar que compartía con mi hija, lo primero que escuché fue un fuerte gemido en la planta de arriba. «¡Trolita pendeja!» insulté en mi mente, «¡Ya está, de nuevo, garchando con uno de los chicos!»

 

El comportamiento de mi hija merecía ser reportado con ambos amantes. Después de todo, era ella quien les estaba siendo infiel. Por desgracia, la parcialidad con que una madre actúa con respecto a los temas de sus hijos me impedía ir con los chicos y decirles algo como: “Mirá, Fulano, puede que Nuria sea mi hija y es muy cierto que la adoro y quiero lo mejor para ella, pero te está poniendo los cuernos con Zutano… ¿No lo sabías? ¡Pues enteráte, ché, tu novia es una puta que te toma el pelo, aunque sea mi hija!”

 

La prudencia y el respeto me orillaron a callar. El concierto de gemidos y gritos continuó mientras yo pasaba a la cocina e iba por un vaso de agua. Algo raro noté entre esta sinfonía sexual, y es que me pareció escuchar cómo el colchón de mi cama rechinaba. Dudé. ¿Acaso era posible que mi hija, teniendo su propia recámara, su propia cama y sus propias cosas, estuviera metida en lo único de mi vida que podría considerarse como “mi territorio”?

 

Dudando y enojada, subí a los altos de la casa para asegurarme de aquello. A mitad de la escalera me di cuenta, por la luz de la recámara y la intensidad de los gemidos, que, efectivamente, mi hija estaba garchando en mi cama y, para colmo, con la puerta abierta.

 

Me importó bien poco lo que fuera a ver que, por otro lado, no sería muy diferente de lo que me imaginaba o de lo que hubiera visto antes. Subí rápidamente, pero sin hacer ruido. Quería sorprenderla a ella y a quienquiera que fuera el varón con el que estaba revolviendo mis mantas. Lo que me tocó ver partió en dos cualquier intento por ponerme dura y exigir un poco de respeto. Sencillamente, me desbordó.

 

Mirándolo desde la óptica de la pura descripción erótica, el cuadro no podía parecerme más ardiente. Mi hija, de cuerpo escultural y voluptuoso, daba la espalda a la puerta de la recámara. La luz de mi lámpara de noche hacía brillar el sudor que resbalaba por su piel mientras ella se contorsionaba, cabalgando briosamente sobre el cuerpo de un hombre que, con movimientos desesperados, la embestía desde abajo, teniéndola bien penetrada por la concha.

 

Nuria había heredado mi misma manera de cogerse a un hombre, siendo ella quien dominaba las acciones con giros de cadera cadenciosos y bien estudiados. El problema no era cómo hacía mi hija para que su concha se tragara la pija del amante en turno, lo malo es que el hombre que la agarraba por la cintura mientras bombeaba en su interior era Alejo, mi prometido.

 

«¡Cabrona puta!», la insulté interiormente. «Te traes hombres a coger en mi casa, de a dos porque no te basta con uno. Te metes a mi recámara, coges con un tercer amante en mi cama y resulta que ese cabrón que te penetra no es otro más que mi prometido…»

 

He visto muchas historias donde gente que sorprende a otros en situaciones parecidas se aleja y deja de mirar. En otros relatos, quien hace de voyeur se excita y, sea hombre o mujer, se masturba y disfruta del improvisado espectáculo. No sé si haya algo raro en mí o, si acaso, al ser cierto lo que  pasaba ante mis ojos, no tuve el valor de hacer ninguna de estas cosas. El caso es que me quedé parada, a un lado de la puerta abierta, tratando de que los amantes no me descubrieran, pero no queriendo perder detalle de lo que pasaba entre ellos. Por supuesto, no me excitó descubrir a mi hija cogiendo con el hombre con el que decidí compartir mi futuro.

 

Mientras Nuria se meneaba sobre Alejo, la precaria esperanza de creerla inocente que había concebido en mi interior se desvanecía. No, no podía pensar que él la hubiera forzado, que la estuviera coaccionando o que se le hubiera impuesto de ninguna forma.

 

Cada bombeo, cada gemido, cada exclamación de gusto que compartían me demostraba que lo de ellos venía de tiempo antes. Sus cuerpos ya se conocían, sus caricias no eran nuevas y habían sido muy ensayadas, puede que incluso en esa misma cama donde, noche a noche, yo procuraba descansar o evadirme de mis demonios internos.

 

Una única lágrima rebelde salió de mi ojo derecho mientras Nuria gritaba lo que, seguramente, no era el único orgasmo que había disfrutado con mi prometido.

 

—No me acabes dentro, “Papi” —pidió mi hija agachándose para apoyar sus manos sobre el torso de Alejo—. ¡Quiero que me hagas la cola y me la llenes de tu leche!

 

Retrocedí un poco. No me sentía con fuerzas para ver lo que seguiría, pero tampoco me habría sentado bien retirarme y quedarme con la duda de lo que harían en mi ausencia. Me escondí entre las sombras del pasillo para evitar que me vieran mientras cambiaban de posición. No me atreví a acercarme mientras escuchaba los gemidos de mi hija y los chasquidos de la lengua de mi prometido. Conocía bien a Alejo y, aunque no tenía una gran pija ni una resistencia medianera, sabía compensar con el sexo oral, era experto en lamer y lubricar ortos y daba mucho placer al preparar a una mujer para ser enculada.

 

«¡Ese es el punto!», deduje y mi ánimo se hundió todavía más. «Alejo no es un adonis. Su pija es corta, su aguante también. Sabe mamar una concha o una cola, pero no es el amante más canchero. Seguramente, cualquiera de los dos novios de Nuria podría darle cátedra sexual al mío hasta con un brazo escayolado. Entonces, ¿qué pretende mi hija invadiendo mis terrenos y dominando lo que es mío? Precisamente eso, lo que Nuria pretende es invadirme, en todos los campos que le sea posible.»

 

Darme cuenta de esta evidente verdad me costó dolor. En donde falla la “amnesia” de una madre que selecciona las acciones de sus hijos que deben ser olvidadas, en donde se equivoca la parcialidad de quien ha parido a una arpía y no sabe ver cuando esta está dispuesta a causar daño es en ese punto en el que la traición se revela en toda su magnitud y apuñala el corazón que amó tanto a ese ser, artero y desconsiderado, que olvidó o no supo juzgar con ecuanimidad sus defectos. Cometí el error, el gravísimo error de ser una madre amorosa, perdonar y dejar pasar los fallos, cegándome con la ilusión de que mi hija fuera mejor al resto del mundo.

 

Apreté los ojos, sintiendo que mis sienes punzaban con el dolor de una jaqueca y con el ardor de una doble traición. Contuve la respiración, no queriendo bufar y advertir a los amantes de mi presencia en el pasillo y quise morir para no tener que continuar ahí. No podía evadirme, no podía, simplemente, escapar y descartar cuanto estaba sucediendo a pocos metros. No podía volver a cegarme y la decepción, cruel e inhumana, mordió mi ánimo cuando escuché que Alejo daba una fuerte nalgada a mi hija. Aspiré una bocanada de aire y me preparé para mirar.

 

Como hacía conmigo cuando creía que mi orto estaba ya dilatado y listo para coger, mi prometido se acomodó de rodillas, detrás de mi hija, dando la espalda a la puerta desde donde yo los miraba. La pija del hombre no era ni siquiera de las medidas promedio, así que no fue difícil que el  culo de Nuria lo recibiera, seguramente no por primera vez.

 

Ella suspiró y él volvió a darle una nalgada.

 

—“Papi”, ¿a que “la vieja esa” no te atiende como yo? —preguntó Nuria insultándome y hundiendo la daga de la traición unos centímetros más en mi alma.

 

—Tu madre también tiene lo suyo, Nuria —respondió Alejo como si, sin tener en cuenta su traición, intentara defenderme.

 

—¡Tiene lo suyo, pero ya envejecido! —la carcajada de Nuria debió hacer vibrar la pija que mi prometido le había clavado, pues este gimió e inició un movimiento de bombeo lento.

 

Los amantes se acoplaron bien. Ella gemía cuando él la penetraba con todo lo que su verga podía ofrecerle. Él sacudía la cabeza, gozando con lo que estaba sucediendo y ambos jadeaban, empapados de sudor. No obstante, dada la poca resistencia de mi prometido, el hecho de que llevaban garchando ya desde rato antes y la calentura que debía ser para él cogerse a la hija de su amante en la cama de esta, pronto acabó dentro del orto de Nuria, regándole los intestinos con un semen que, a juzgar por mi experiencia, debía ser aguado y casi insípido.

 

«¡No merezco esto, carajo!», exclamé para mí misma. «¡Nunca le habría hecho algo así a nadie, mucho menos a la madre que hubiera dado todo por mi felicidad!»

 

Alejo, con su verga ya vencida, se acostó al lado de Nuria quien, si era la mitad de arrecha que yo, seguramente debería sentirse insatisfecha por tan corta faena. Ambos se besaron, luego él se levantó para pasar al baño de mi recámara.

 

—¡Traéme la toalla de manos de la vieja! —pidió Nuria cerrando su frase con una carcajada.

 

—¿Qué pensás hacer? ¿Estás loca?

 

—Una de mis travesuras, “Papi” —se metió dos dedos en la concha repleta de fluidos— ¡Anda, que estoy apretando la cola para retenerlo todo y quiero parírselo ahí!

 

Alejo se rió malévolamente y corrió donde lo esperaba mi hija.

 

—¿Cuántas de estas “travesuras” llevás?

 

—No sé, “Papi”. Está la vez que le parí la leche en su shampoo. La otra, cuando se la cagué sobre el cepillo de dientes y aquella en que se lo pusimos en la mascarilla de noche… ¡Qué divertido es esto!

 

«¡Suficiente, no puedo seguir aquí!» pensé con ira mientras, en cuclillas sobre mi cama, mi hija desnuda expulsaba encima de mi toalla de manos el semen que mi prometido le eyaculara en el orto. No había duda posible de que aquellas bajezas con mis objetos de uso personal, en mi territorio y con mi hombre se venían sucediendo desde tiempo atrás.

 

Me deslicé entre las sombras para bajar la escalera, necesitaba salir de la casa, respirar aire fresco, pensar y… Y nada, entonces, me decidí.

 

«¡Maldita putita!» grité desde mi mente a la arpía que había parido hacía más de dos décadas, «¡Pobre pendeja, hasta aquí tuviste a una madre amorosa y abnegada! ¡Me vengaré del modo que más te duela a ti y que más le duela al idiota con el que acabas de coger!»

 

El sentimiento de degradación que me invadía al comprobar que aquellos dos seres me estaban traicionando se congeló cuando, por mi mente, corrió en cámara rápida el metraje onírico de lo que podría hacer si me decidía a tomar una venganza y dar a mi hija y a mi, desde ese momento, exprometido, aquello que se habían ganado.

 

Alcancé la puerta de mi auto como una zombi que careciera de inteligencia, pero, al abrir la puerta y sentarme tras el volante, aspiré profundamente sintiendo que mi plan, inmaduro e improvisado, me estaba calentando mucho más que la escena de sexo traicionero que acababa de presenciar.

 

«¡Me vengaré, ténganlo claro! ¡Hoy mismo me vengaré de los dos y ambos lo lamentarán!»

 

Arranqué y me dirigí al primer hito en mis planes, la tienda de electrónica y cómputo donde acostumbraba comprar equipos para mi empresa.

 

Continuará