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En Cuerpo y Alma

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En Cuerpo y Alma

Aquella noche lluviosa de principios de verano volvía de un viaje de trabajo en el que las negociaciones no habían sido todo lo productivas que se esperaba. Mi jefa, mi atractiva y ambiciosa jefa las había saboteado poniendo trabas a varios puntos propuestos por el cliente, detalles que en mi opinión se podrían haber solventado con beneficios para ambos. La postura de Lucía había sido inflexible, así era ella, una ejecutiva arrogante y letal dispuesta a aniquilar a quien se interpusiera entre ella y el éxito.

Lucía era elegante hasta para reprender y “pisotear” a sus empleados con los elegantes zapatos de tacón que siempre calzaba. Su figura de largas y firmes piernas poseía un caminar seguro, y todos sus subordinados sin excepción veneraban su firme trasero. Sí, Lucía era una belleza imponente: una morena de casi metro ochenta, ojos verdes, labios sensuales y cuerpo de escándalo. Con los cuarenta recién cumplidos ya no le quedaba ni rastro de inocencia, conocía el poder de su atractivo para atraer tanto las alabanzas masculinas como las envidias femeninas.

Durante los primeros kilómetros de nuestro viaje de regreso apenas cruzamos unas palabras. Yo iba concentrado en mis pensamientos y ella jugueteaba con su smartphone sin decir nada. Nuestras diferencias habían agriado mi primer trabajo mano a mano con Lucía, y yo no sabía qué demonios hacer para ganarme a aquella carismática mujer.

Por alguna razón que escapaba a toda lógica Lucía había querido que fuese yo quien la acompañase, y así lo había solicitado expresamente. Quizá alguien le había hablado bien de mí. “Debería preguntarle” ―pensé, pero la atracción que sentía por ella no me ayudaba en absoluto. Por una parte, aquella arpía me ponía a mil y su mera presencia conseguía que tuviera la polla dura como una piedra, incluso en aquel preciso momento mientras conducía el potente Mercedes 500SL de la empresa. Por otra parte, un insano resentimiento hacía ella se iba apoderando de mí, pues todo habría salido mejor si el jefe hubiera sido yo. Si yo ocupase su cargo las cosas cambiarían, sin duda. Tomaría decisiones a favor de la eficiencia para que los empleados estuvieran más implicados en las decisiones estratégicas y para que toda la empresa fuese como una gran máquina donde los diferentes departamentos engranaran a la perfección.

― “Ojalá estuviese en su lugar” ―me decía una y otra vez a mí mismo.

La noche era cerrada, y la abundante lluvia disminuía la visibilidad obligándome a mantenerme concentrado en la conducción. Entonces inspiraba el embriagador y caro perfume de Lucía, odiándola y a la vez excitándome. Aferraba el volante con la vista clavada en el asfalto, sintiéndome su maldito chófer. Por suerte sólo faltaban unos ciento cincuenta kilómetros de tortura para llegar a casa.

Vi por el rabillo del ojo que Lucía apagaba su móvil.

― Busca un hotel ―sentenció sin más.

― ¿Cómo? ―pregunté sorprendido ― Si sólo nos falta una hora.

Entonces mi jefa se subió la falda ofreciendo sus sensuales muslos a mi furtiva mirada.

― Ha sido un día de mierda, ¿no crees? ―dijo.

La miré estupefacto un instante. Los ojos de Lucía seguían perdidos en la oscuridad de la noche.. “¡Será posible! ¡Tú tienes la culpa!”, pensé mordiéndome la lengua.

― Yo no lo habría dicho mejor ―respondí.

― Pues tú busca un hotel y yo arreglaré este día de mierda ―propuso como si tal cosa.

Ese instante cambió nuestras vidas. Yo aún miraba a Lucía cuando el coche se salió de la autovía. Pisé el freno inconscientemente y empezamos a derrapar. Aunque moví el volante para corregir la dirección ya era demasiado tarde, abandonamos el asfalto y todo empezó a dar vueltas. No recuerdo nada más, uno de los golpes oprimió el botón de apagado en mi cabeza.

Desperté completamente aturdido, me encontraba en una cama de hospital, y me dolía todo el cuerpo. Delante de mí se encontraba una atractiva cuarentona que me sonreía. La conocía de algo, pero no recordaba su nombre.

― ¡Por fin abres los ojos! ―exclamó risueña ― Los médicos dicen que estás viva de milagro, y que debes descansar.

Recordaba lo sucedido perfectamente a pesar de que había sufrido una fuerte conmoción y había perdido el conocimiento.

― Tu compañero no ha salido tan bien parado ―añadió la desconocida― Está en coma.

― ¿Qué...? ¿Qué compañero? ―pregunté con voz estridente.

― Antonio, el chico que conducía el coche ―respondió.

― ¿Antonio? ¿Cómo que Antonio? ―grité desconcertado, con voz clara e indudablemente femenina― ¡¿Qué demonios está pasando?!  Pero, ¿tú quién coño eres?

― Tranquila Lucía… ―dijo la desconocida visiblemente alterada― ¡Enfermera! ¡Enfermera!

― ¿Tranquila? ―grité histérico― ¿Dónde estamos? ¿Qué está pasando?

Enseguida llegaron dos enfermeras que se abalanzaron sobre mí, pero antes de sucumbir a los efectos de alguna droga narcótica oí cómo una de ellas decía a esa mujer: “Tranquila, su hermana está bien. Es normal que esté desorientada... No llore, mujer.”

Cuando volví a despertar estaba solo en la habitación. Ya era de noche, pero no sabía qué hora era ni cuánto tiempo había pasado durmiendo. Me estaba haciendo pis, así que me levanté de la cama medio atontado, busque el baño, levanté la tapa del váter y cuando fui a cogerme la polla me di cuenta de que algo no iba bien. “¡No estaba! ¡Mi polla no estaba!” Miré hacia abajo, pero en lugar de mi miembro flácido lo que vi fueron un par de tetas enormes.

― ¿Pero qué...? ―mi voz volvía a sonar como la de una mujer, pero me resultaba extrañamente familiar.

Toqué esos grandes bultos por encima del camisón sin dar crédito. “¡Unas tetas! ¡Unas tetas de la ostia!” ―me dije alucinado. Eran firmes a pesar de su buen tamaño. Al tocarlas noté los pezones erizarse bajo el ridículo camisón y se me puso la piel de gallina. Mi toqueteo resultaba placentero. Sentí el rubor en las mejillas, falta de aire, inquietud entre las piernas y vacío en la boca del estómago.

Solté el lazo que ataba el camisón tras mi nuca y este cayó al suelo desvelando todo mi cuerpo frente al espejo. Un espléndido y sinuoso trazado de curvas, una figura femenina de generosos pechos, estilizada cintura, poderosas y largas piernas, y entre ellas, un pequeño rectángulo de vello pulcramente recortado.

No podía creer lo que estaba viendo. “¡Lucía!” Su larga cabellera azabache, sus ojos oscuros, su pequeña nariz, sus labios carnosos. Increíblemente atractiva.

Me sentí mareado, aunque quizá debería decir “mareada”. Tuve que sentarme sobre el borde de la bañera cuestionándome mi propia identidad.

― ¡Soy Lucía! ―dije reconociendo, ahora sí, la voz femenina que salía de mi garganta― ¡Es su voz, la voz de Lucía!

Me toqué la cara. Necesitaba corroborar que mis ojos no me engañaban, que no estaba soñando. Toqué de nuevo mi cuerpo sin poder evitar que un escalofrío me recorriese la espalda.

Momentos después, mi vejiga me recordó que me hacía pis e instintivamente me senté en la taza del váter para orinar sentada como algo natural. Me limpié y aún en shock, volví a ponerme el camisón. Al salir del baño, me encontré con que entraba en la habitación la mujer de antes. Al verla, mi mente reaccionó proporcionándome una información que me era por completo ajena, pero que de alguna forma “recordé”. “¿Esther…, mi hermana…?” pensé sin estar del todo seguro.

Todo cuanto ocurrió a partir de aquel momento ha quedado en mi mente como si hubiese sido un largo sueño. Gracias a los recuerdos de Lucía que de pronto abarrotaban mi mente pude hacerme pasar por mi jefa sin que nadie pusiera en duda que yo era Lucía.

Aunque la desorientación podría durar un par de días, como los médicos del hospital pensaban que ya me encontraba bien me dieron el alta. Esther me llevó al céntrico piso donde vivía Lucía. Curiosamente, todo me resultaba familiar. Los cuadros, los muebles, me sentí a gusto y reconfortado en aquel piso enorme. Realmente, me sentía como en casa Además, no sólo tenía su piso, también tenía su cuerpo, sus apellidos, su posición, todo.

Esther tenía una abundante melena castaña, era esbelta y muy guapa para su edad. Pasó toda la tarde conmigo. Estaba preocupada por mi bienestar, hablaba sin parar para mantenerme distraída. Incluso quiso quedarse a dormir para que yo no pasase la noche sola.

Afortunadamente, conseguí convencerla de que ya estaba perfectamente y que únicamente necesitaba descansar y olvidar cuanto antes lo del accidente, así que cuando mi cuñado llamó Esther le dijo que iría en seguida.

Me situé en mi nuevo hogar, recorriéndolo cada rincón, curioseando las cosas de Lucía. Era una casa confortable, espaciosa y con algunos lujos que Lucía podía permitirse: climatización e hilo musical en toda la casa, persianas eléctricas, unas vistas espectaculares, etc. Tampoco me entretuve mucho, tendría tiempo de sobra al día siguiente, y tras una cena frugal sin apenas hambre, me metí en la cama rendido. En mi cabeza, mis recuerdos y los de Lucía se entremezclaban de forma tan natural como inquietante. Finalmente, el agotamiento pudo conmigo y me sumí en un profundo sueño.

A la mañana siguiente me desperté algo aturdido, pensando que quizá todo había sido un mal sueño. Sin embargo, en cuanto abrí los ojos corroboré que estaba en casa de Lucia. Era real o por decirlo de otra forma, la realidad se había convertido en un mal sueño.

Estaba en la casa de mi jefa, y el cuerpo que vi al retirar la sábana era el de Lucía. Tras un suspiro de resignación, me pregunté por qué me estaba pasando todo aquello. Cierto que yo había deseado ser ella, pero aquel juego del destino me empezaba a parecer una broma pesada. Tal vez todo fuera una prueba que debía superar. En tal caso lo primero sería descubrir cómo era realmente Lucía.

Empecé a seguir algunas rutinas casi sin darme cuenta. Me lavé la cara y miré mi rostro en el espejo del baño. Las ojeras de cansancio del día anterior casi habían desaparecido. Acto seguido abrí uno de los cajones y allí estaba el maquillaje.  Gracias a Dios mi cuerpo conservaba parte de esa extraña intuición femenina, sabía qué brocha o qué lápiz usar, y a pesar de mi alborotada cabellera al final me vi bastante bien.

― Preciosa ―dije sonriendo a mi reflejo en el espejo.

Observé con detenimiento cada uno de mis rasgos, las líneas y el matiz de mi piel, la profundidad de mis ojos, la sensualidad de mis labios…

Entonces llené de agua el vaso que había junto al grifo y sin saber muy bien por qué saqué unas pastillas de otro cajón. Miré el nombre y comprobé que era una píldora anticonceptiva. A pesar de no tener pareja, Lucía tomaba la píldora…

“Si aquella noche no nos hubiéramos estampado, habríamos echado un polvo” me dije con amargura.

Ese pensamiento me recordó que yo debía seguir en coma en el hospital. “Debería ir a verme” ―me dije.

La vedad era que no me sentía preparado. En primer lugar, tener delante mi cuerpo conectado a un montón de máquinas iba a ser traumático, y por otra, tampoco sabía si mi cuerpo estaría vacío ó si por el contrario Lucía estaría atrapada dentro igual que yo lo estaba en su cuerpo. Además, seguro que mi familia y amigos estarían destrozados…  “Qué extraño es esto, joder”. No podía enfrentarme a eso por ahora, tenía que organizar mi nueva vida. Cuando me sintiese preparado, iría a “visitarme” al hospital.

Como un acto mecánico me quité el camisón de seda que Esther me había sacado la noche anterior y me metí en la bañera de hidromasaje. Me di una simple ducha, reservando la sesión de spa para otro momento. Supe que Lucía sólo lo usaba por la noche tras un agotador día de trabajo. El agua tibia sobre mi cara era de lo más agradable y relajante. Sentía cómo cada gota resbalaba por mi piel. Era suave y bastante más sensible que la de antes, la de un hombre. Lavé mi larga melena con un aromático champú de frutas y enjaboné el sensual cuerpo de Lucía. ¡Qué esplendor! Froté mis generosos y redondeados pechos con deleite, sopesándolos con la palma de mis manos, acariciando los rosados pezones y sintiendo cómo se ponían duros con mis caricias… Pellizqué fuerte uno de ellos, y una descarga eléctrica me hizo gemir:

― ¡AAAGH! ―un gemido de mujer excitada salió inconscientemente de mi garganta regalando mis oídos.

Nunca había tenido en mis manos unas tetas tan impresionantes como aquellas. Eran tan grandes y firmes que me pregunté si Lucía no se las habría operado. Las palpé a conciencia y en seguida me di cuenta de que eran demasiado moldeables para ser prótesis de silicona… Lucía tenía “de serie” un cuerpo escultural propio de una diosa.

 Estaba acariciando mis tetas haciendo que mi mente masculina se excitase con ello, pero también mi cuerpo femenino reaccionaba a las caricias enviándome poderosas señales de placer. Con mi anterior cuerpo, tendría la polla para reventar, pero en ese cuerpo de mujer mi excitación la sentía con mi hipersensible clítoris endurecido, con un cosquilleo por dentro, con un calor abrasador en mi vagina y con un atroz vacío interior exigiendo ser saciado.

Mis manos pasaron de mi estilizada cintura a la rotunda redondez de mi culo poniéndome la piel de gallina. Realmente mi piel era mucho más sensible, y cualquier caricia sobre ella se convertía en un acumulo de placeres. Mi cuerpo sabía perfectamente lo que debía hacer y cuando mis dedos alcanzaron mi sexo, hallaron mojado mi botoncito del placer.

― ¡OOOGH! ―volví a gemir.

Creía que ya no podía sentir más placer, pero cada nueva caricia era una nueva sensación aún más intensa que la anterior. ¡En aquel momento ser una mujer era una auténtica gozada! Estaba descubriendo la desbordante sexualidad de Lucía, y me estaba encantando.

De pronto, un desagradable pitido me sacó de mi momento de “autoconocimiento”:

― ¡¡¡PIIII!!!   ¡¡¡PIIII!!!   ¡¡¡PIIII!!!   ¡¡¡PIIII!!!  

“¡Mierda, qué escándalo!” ―pensé― Se me había olvidado apagar el despertador…

Mi libido se esfumó rápidamente y salí corriendo a apagar el martilleante pitido… ¡¡¡Eran las seis y media de la mañana!!! La hora a la que Lucía se levantaba cada mañana. “¡Joder, menuda masoquista!”, me dije a mí mismo.

Aclaré los restos de gel y me puse el albornoz. Evidentemente, tenía que ir a trabajar, así que busqué el móvil en el bolso que Esther se había preocupado en dejarme sobre la cómoda. Lo encendí tal y cómo mi jefa hacía cada mañana, introduciendo el PIN de forma mecánica. “1975 ¡Su año de nacimiento, claro!” Mientras éste terminaba de encenderse, cogí una toalla del baño dispuesta a revisar mis mensajes mientras me secaba el pelo.

Tenía doscientos y pico Whatsapps de quince contactos. Hoy día las noticias circulan a la velocidad de la luz, así que todo el mundo se había enterado de mi accidente y preguntaba por mi estado de salud. Escribí una contestación genérica agradeciendo la preocupación, diciendo que para mí sólo había sido un susto y que estaba bien. Se lo envié a los quince.

Tiré el teléfono sobre la cama y eché la toalla al suelo para que la recogiese la chica de la limpieza como Lucía solía hacer. “Oh, sí. Lucía ganaba suficiente “pasta” como para pagar a una chica que hiciese las labores domésticas.

Cepillé mi melena azabache mientras abría el correo. Comprobé que tenía un montón de mails. Seis eran de empleados deseándome una pronta recuperación. El resto estaba en la carpeta “preferente” y eran de clientes por asuntos de trabajo, menos uno que era del Director, la única persona por encima de Lucía en la empresa:

ASUNTO: Tómatelo con calma

“Hola, guapa.

Estoy al corriente de lo ocurrido. Es una lástima lo de Antonio. Como es la vida, un joven prometedor según tú misma me habías comentado y ahora ya ves. Esperemos que salga de ésta.

Ha sido un alivio saber que tú estás bien, ya sabes lo especial que eres para mí... Estoy deseando verte revolotear de nuevo por aquí, yo se que estarás deseando volver a la acción, pero por favor no tengas prisa. Ni se te ocurra aparecer hasta la próxima semana. Descansa y vuelve con la fuerza de siempre que aquí está todo controlado. Esta empresa y yo te necesitamos al 100%. Además, tengo una sorpresa para ti...

Cuídate, y si necesitas cualquier cosa, no dudes en llamarme.

Ciao guapa. Un beso,

Gerardo.”

Ese email confirmaba que Lucía me tenía en más estima de lo que yo jamás hubiera imaginado. No era solamente la mera atracción física que mi jefa me había desvelado justo antes de que el coche se saliera de la carretera, Lucía sentía cierta admiración profesional hacia mí y veía en mí un futuro prometedor. Quise pensar que esa era la auténtica razón por la que ella misma había insistido en que acudiese con ella a aquel fatídico viaje.

Esta revelación me entristeció, pues había sido el favorito de Lucía y ahora no podría saber cómo se hubieran desarrollado los acontecimientos de no haber sufrido el accidente. Nunca sabría si hubiera logrado triunfar y ser un hombre de éxito. Ahora ni siquiera era un hombre...

Entonces recordé el dicho: “No hay mal que por bien no venga, y ahora tengo poder” ―me dije. Sin duda era un progreso grandísimo. Como en el juego de la oca, el cambio de identidad me había hecho avanzar cinco casillas de golpe. Sin embargo, aquel ascenso también suponía un reto, una responsabilidad. Debía estar a la altura.

Por otro lado, con Don Gerardo siempre había existido un delicado equilibrio a causa de la admiración profesional y la atracción personal que el Director sentía hacia Lucía. Un equilibrio que mi jefa había conseguido mantener hábilmente a lo largo de los años.

Tiempo atrás, cuando Lucía presentó su currículum en la empresa éste era tan brillante que se lo pasaron directamente a Don Gerardo. El director quedó deslumbrado de que una mujer tan joven aspirase a un puesto con tanta responsabilidad.

Lucía había terminado su grado universitario en tan sólo tres años y con las máximas calificaciones. Después había realizado dos máster simultáneamente, graduándose con honores. Por aquel entonces, Lucía había sido fichada por una importante empresa con un contrato en prácticas de seis meses que estaba a punto de terminar, así que Don Gerardo quiso entrevistar personalmente a la brillante promesa.

Al releer el amistoso saludo de su carta, “Hola guapa” no se me escapó que el Director no sólo admiraba las cualidades profesionales de Lucía, si no también sus tetas. Era la historia de su vida, siempre estudiando para destacar, trabajando duro para ser algo más que una cara bonita. Afortunadamente, con el paso de los años Lucía comprendió que aquella era una batalla perdida pues el físico es lo primero que entra por los ojos, y el suyo deslumbraba a todos. Su belleza y su perfecta figura le habían abierto muchas puertas, pero a la vez la obligaban a demostrar constantemente que su talento y carisma estaban a la altura de su hermosa y imponente figura.

Don Gerardo, por aquel entonces, era un hombre de 48 años, casado y con dos hijas preadolescentes. Aun así, sucumbió a los encantos de la joven ejecutiva desde el primer día. El Director la cortejaba continuamente tratando de seducirla, sin embargo Lucía había conseguido mantenerle a raya con paciencia y delicadeza, sin darle nunca un no rotundo, pues realmente Lucía disfrutaba y sacaba partido de ese continuo tira y afloja que hacía que Don Gerardo no perdiese la esperanza de llevársela a la cama.

De ese modo tan vil, el ascenso de Lucía en la empresa había sido meteórico. Entró directamente como Jefa de Equipo y sólo seis meses después ya ejercía de coordinadora. Al año siguiente, Don Gerardo nombraría a Lucía subdirectora, su cargo actual con más de 50 personas bajo su responsabilidad directa, yo entre ellos. Lucía se había convertido en la primera mujer en ocupar dicho cargo en la historia de esa empresa, cargo que llevaba dos años ostentando con éxito. Tenía treinta y un años.

Por supuesto, Lucía se merecía el puesto, había conseguido que el proceso de expansión que había liderado comenzara a dar beneficios mucho antes de lo esperado, pero con el respaldo de Don Gerardo que quería tenerla cerca. Además, con cada nuevo ascenso su sueldo había ido aumentado hasta superar los diez mil euros mensuales.

Evidentemente, en la empresa circulaban rumores y todos apuntaban en la misma dirección, la de la exuberante ejecutiva devorando la polla del todopoderoso Director. Paradójicamente, yo que siempre había dado por ciertos aquellos rumores, ahora era el único que sabía que eran falsos. Sí que Lucía se había servido de sus encantos para que Don Gerardo apoyara sus decisiones, pero nunca había llegado a más, Lucía nunca se había acostado con nadie para conseguir un logro profesional.

Decidí contestar a Don Gerardo:

RE: Tómatelo con calma

“Buenos días, Gerardo.

Efectivamente, una lástima lo de Antonio Sánchez. Los informes sobre él eran excelentes, de ahí que le llevase a la reunión para ver cómo se desenvolvía. No puedes imaginarte cuánto me arrepiento que esa decisión haya terminado en tragedia… Espero que salga de ésta.”

A continuación pensaba hacer un breve comentario acerca del fracaso en las negociaciones. Mi intención no era otra que hacer un último intento de llegar a un acuerdo, sin embargo algo me decía que me estaba equivocando. “No, si ahora voy a tener intuición femenina” ―pensé enojado. No entendía lo que pasaba, tenía los dedos sobre el teclado pero era incapaz de escribir ni una palabra, hasta que de repente una idea atravesó fugazmente mi cerebro dejando tras de sí una estela asombrosa: la negociación fracasó porque eso era lo que Lucía quería.

“…Espero al menos que el fracaso de las negociaciones sirva para devaluar las acciones de CRISCO. En cuanto vuelva me encargaré de que alguien controle el tema. La próxima vez que vayamos a negociar con ellos seguro que aceptan nuestras condiciones.

En cuanto a mí, estoy bien y agradezco tu preocupación. Me tomaré sólo un par de días libres. Esta experiencia me ha dado una nueva perspectiva de las cosas que necesito asimilar.

Un abrazo

Lucía.

P.D.: Saluda a Maite de mi parte.”

Releí el mail: tira y afloja, tira y afloja. Cariñosa con él, pero recordándole que estaba casado. Lo envié convencido de que hubiera sido del gusto de Lucía.

Desayuné en la cocina tranquilamente, saboreando las tostadas con mermelada de una forma diferente, y descubriendo que mi gusto por el azúcar había aumentado.

Puesto que no tenía que acudir a la oficina, pensé que podría aprovechar para reorganizar mi nueva vida y los recuerdos de Lucía que acudían a mi mente a cada momento. Sus padres habían fallecido cuando ella era tan sólo una niña, por lo que además de su hermana, su única familia cercana era su tía Remedios. Desde que faltaron sus padres, “Tita” había sido como una madre para ellas dos.

Además de ser su hermana, Esther era también su confidente y es que Lucía tenía un verdadero problema con las relaciones personales. Era distante, autosuficiente y le costaba empatizar. No tenía pareja, y la relación más seria que había mantenido apenas había durado seis meses. El compromiso profesional era el único que le interesaba. De hecho, Lucía solamente conservaba una amiga de su infancia, Raquel, ya que también había compartido piso durante su época universitaria. Lucía era muy estricta consigo misma y se había centrado en sus estudios, primero, y en el trabajo después. Sólo se relacionaba con hombres para cubrir sus necesidades, y no se conformaba con cualquiera.

Pensar en hombres me puso nervioso, no iba a ser fácil asumir esa faceta de mi nueva vida. Yo era muy distinto a Lucía, era extrovertido y me gustaba pasarlo bien con mis amigos y así seguiría siendo. Aunque estuviese atrapado dentro de ella, estaba decidido a ser todo lo feliz que pudiera.

Cuando terminé de desayunar y de ver las noticias de la mañana en la televisión fui al vestidor. Tenía una habitación repleta de armarios para guardar perfectamente ordenado mi extensísimo vestuario. Tenía una auténtica fortuna invertida allí, ropa para estar radiante en cualquier ocasión. Por el tamaño del vestidor estaba claro que a Lucía le encantaba la ropa, los zapatos, los bolsos, los complementos... Sólo con entrar me sentí inquieto, deseaba descubrir las maravillas que Lucía guardaba allí. Estaba claro que mí también me iba a gustar a la moda. En el centro de la estancia había incluso un pequeño sillón calzador. Alrededor, todo eran armarios empotrados. Las puertas correderas alternaban el blanco algodón con otras con enormes espejos, de tal modo que cuando pasé vi mi reflejo repetido varias de veces desde distintos ángulos. Aquello era puro narcisismo.

Abrí el primer armario. Estaba repleto de cajones con toda la ropa interior perfectamente ordenada y clasificada por colores. Sonreí con malicia. El cajón superior estaba lleno de conjuntos de ropa interior negra y al verlos me sentí como un niño en una tienda de golosinas. Ante tanta variedad, decidí no complicarme y tomé el primer conjunto que vi. Era sencillo, un sujetador negro con copas reforzadas para realzar, y una braguita bastante recatada.

Dejé caer el albornoz al suelo y me puse la parte de abajo, comprobando que era muy cómoda. Las copas del sujetador me parecieron enormes, pero eran mi talla exacta. Mis pechos llenaron completamente aquel sujetador cubriendo justo hasta los pezones. La prenda cumplía perfectamente su función, realzando mi pecho para dar forma a un generoso escote. Me miré en el espejo contiguo y… ¡Ufff! Me quedé sin respiración, parecía una Top-model. “¡Qué barbaridad!” ―me dije anonadada.

Sonreí contemplando mi reflejo desde distintos ángulos. De perfil, mi prominente pecho dibujaba una acentuada curva hacia delante que se equilibraba con la de mi también sobresaliente culito. Desde atrás, podía ver mi abundante melena cayendo en cascada hasta la mitad de la espalda. En otro espejo, mis largas y firmes piernas se tensaban llenas de energía, y de frente, mi profundo canalillo, el vientre plano y el sinuoso recorrido entre mi estrecha cintura y las anchas caderas. Era la reencarnación de una diosa, la fantasía de todo hombre y envidia de muchas mujeres.

Observé la sencilla braguita negra cubrir pudorosa mi más lujurioso tesoro. Me recorrió un súbito golpe de calor fruto de mi excitación. “Hay debajo está eso que todos desean”.

 Si aún fuera un hombre tendría la polla más dura que una piedra. Había adoptado inconscientemente una postura sexy y el conjunto de ropa íntima me sentaba espectacular. Podía sentir mis pezones endurecidos, y el modo en que la fina prenda intentaba contener su forma puntiaguda.

Comencé a sobar mis pechos por encima del sujetador. Mi piel estaba hipersensible y esas caricias eran puro placer. Mis dedos apresaban y estrujaban mis grandes tetas. Con los pezones endurecidos por la excitación, cada roce suponía una descarga eléctrica que me hacía jadear.

En el espejo yo veía a mi jefa completamente excitada acariciándose delante de mí… una fantasía hecha realidad para mi mente masculina. Sin embargo, era mi cuerpo de mujer el que exigía más y más placer. Accedí a su ruego sin dudarlo. Mis manos descendieron por mi cintura y mi mano derecha se coló por debajo de la braguita.

“Ummm” ―gemí al sentir mi sexo hinchado. Estaba mojadísima.

Gracias a esa humedad mi dedo corazón se deslizó fácilmente hacia el interior de mi sexo. Exploré por primera vez mi rajita con un cosquilleo más que agradable. No podía parar de jadear.

Mi dedo volvió a salir y buscó desesperadamente el clítoris, duro y palpitante.

“¡UMMM!” ―gemí mordiéndome con fuerza el labio inferior.

Mis dedos sabían perfectamente lo que hacían, pero no porque yo hubiera masturbado a unas cuantas mujeres, si no porque intuía como le gustaba hacerlo a Lucía.

Cuando comencé a frotar con ganas mi botoncito un calor abrasador se irradió por todo mi cuerpo haciéndome gemir:

“AAAH, AAAH, AAAH, ¡AAAGH!...” ―el clítoris de Lucía era diez veces más sensible que mi polla.

Contemplé la imagen de Lucía en los distintos espejos, excitando al hombre que seguía siendo. No logré mantener los ojos abiertos, se cerraron para concentrarme en el océano de sensaciones que manaba en ese momento de mi sexo.

Los dedos de mi mano izquierda desabrocharon el sujetador y rápidamente rescataron mis olvidados pezones. Torpe y desenfrenadamente reanudé las caricias sobre mis grandes tetas. Sentía que iba a correrme en cualquier momento. El placer era agudo, casi dolía.

Introduje dos dedos en mi vagina y un escalofrío recorrió mi espalda haciendo que ésta se arquease. ―“¡AAAGH!”― El placer brotó de mi garganta como si lo estuviera vomitando. Mis propios gemidos resonaban en mis oídos animándome a jadear más y más. En mi vida había sentido nada igual, nada podía compararse a aquella sensación electrizante cuya intensidad no dejaba de aumentar. Tenía la imperiosa necesidad de hundir mis dedos en mi sexo, de penetrarme… Finalmente, alcancé un clímax frenético que me dejó pasmada.

¡¡¡¡AAAAAAAAAAAAH!!!

Abrí los ojos. El sudor resplandecía sobre mi piel. Tenía la boca abierta, agonizante, suplicante… Mis dedos índice y medio frotaban atropelladamente mi botoncito y chillé, vaya sí chillé:

¡¡¡¡OOOOOOOOOGH!!!

Inconscientemente activé una reacción en cadena imparable que detonó varios orgasmos consecutivos. Una tormenta eléctrica ascendió desde mi sexo tensando cada músculo de mi espalda. Mis piernas estrujaron como unas tenazas la mano que había metida entre ellas, y por un momento creí que me moría.

¡¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAGH!!!

 La cabeza se me fue, las fuerzas me habían abandonado y por un instante sólo había placer. Me temblaban las piernas y apenas podía mantenerme en pie.

Un caldito ardiente abrasaba la cara interna de mis muslos, parecía que me hubiera orinado.

Acababa de descubrir cómo era un orgasmo de mujer, o mejor dicho, “los orgasmos…” ya que había sentido al menos tres o cuatro. “¡Menuda pasada!” ―me dije alucinado. Estaba a gatas en el suelo del vestidor, agotada y completamente extasiada tras aquella extenuante experiencia y justo entonces, una turbadora idea me hizo estremecer.

“Si esto ha sido sólo un “dedito”, cómo será una polla de verdad…”

En mi vida había gozado tanto. Si el sexo iba a ser siempre tan intenso como acababa de experimentar le iba a coger gusto enseguida. Estaba cubierta de sudor. Separé las piernas para revisar el estado de mi coñito. Alborotado era la palabra, ya que mis inflamados labios mayores protestaban con disgusto la falta de una buena polla. Sin saber por qué me acerque los dedos a la nariz.  “Olían a mujer”.

 Tuve que darme un baño rápido, después me vestí con ropa cómoda: un alucinante conjunto deportivo formado por top y mallas tipo pirata por debajo de las rodillas.  Aquella prenda elástica comprimía mi perfecto trasero dándole un aspecto macizo.

― “Tranquilo” ―tuve que reprimirme a mí mismo― “No puedes pasarte el día masturbándote”.

Sólo eran las ocho de la mañana y tenía todo el día por delante. Decidí ponerme al día en los asuntos de trabajo, ese trabajo que tanto deseaba cambiar y mejorar. En realidad eso era lo que siempre había deseado, ocupar su puesto, no su cuerpo.

Encendí el ordenador portátil y comencé a revisar los archivos almacenados. Lucía era muy ordenada y metódica, y la verdad es que tenía ideas brillantes que se plasmaban a la perfección en los proyectos había desarrollado. Realmente era una gran profesional y lo tenía todo bajo control. Sus decisiones nunca eran impulsivas, si no que siempre se había basado en un profundo conocimiento del contexto y de la empresa. El asunto del falso fracaso en las negociaciones con CRISCO así lo demostraba.

Desde mi nueva perspectiva, el único hándicap de Lucía era su forma de avasallar a sus propios empleados. De hecho, mi jefa me había ocultado cuáles eran sus verdaderas intenciones en la negociación con CRISCO. La Lucía que yo había conocido no dominaba el arte de llevar razón, si no que imponía sus brillantes ideas con autoridad. La Lucía que yo quería llegar a ser seguiría siendo la mejor en su trabajo, pero sería amable, comunicativa y capaz de trabajar en equipo, pues así era yo.

Sonó el teléfono, vi en la pantalla que eran las diez de la mañana. En apenas una hora había revisado los archivos más recientes. Pensaba que aquella tarea me llevaría más tiempo, pero el ritmo de trabajo de Lucía era asombroso. Mi iphone decía: “Llamada de… Esther”.

― ¡Hola! ―la saludé efusivamente para hacerle ver a mi hermana que me alegraba de que me hubiera llamado.

― No estarás en el trabajo, ¿verdad? ―preguntó inmediatamente.

Todos los recuerdos sobre Esther eran buenos y me inspiraban afecto, lo cual se había confirmado la tarde anterior.

― No, no te preocupes ―contesté en tono afectuoso― Estoy en casa, voy a tomarme un par de días libres…

― ¿Un par de días? No deberías volver al trabajo hasta que no te sientas bien… Bien del todo. A que ya estabas trabajando ―afirmó Esther con seguridad.

― Sólo he mirado el correo ―confesé.

― ¡Si es que no tienes remedio! Acabas de tener un accidente que podrías haberte matado y en vez de descansar sigues a tope como si nada. Eso no es lo que te dijo el médico. ¡Mira, ya he dejado a los niños en el cole, así que ahora mismo voy a buscarte y nos vamos a almorzar!

Esther era diez años mayor que Lucía y, como hermana mayor, cuando sus padres fallecieron en un accidente de tráfico se ocupó de ella. En fin, era mucho más que una hermana, era la única persona en quién mi jefa confiaba de verdad.

― Tengo que ponerme al día, Esther… ―protesté― Hay cosas urgentes.

― ¡Qué se busquen la vida! ―sentenció― En media hora estoy ahí, así que más te vale que cuando llegue estés en la puerta esperándome ―y colgó sin más.

Resignado, dejé el móvil, apagué el ordenador y fui a cambiarme nuevamente de ropa. Si iba a salir de compras con Esther, iría perfecta con unos vaqueros, una blusa blanca y unas sandalias.

Ya vestida, mi duda fue cuál llevar de mis más de veinte bolsos. “Esto a los hombres no nos pasa” Cogí el más pequeño, me arreglé el pelo y con un par de gotas de perfume salí a la calle dispuesta a descubrir el mundo con ojos de mujer.

En el hall del portal me saludó el portero, esbozando una amplia sonrisa al verme:

― Buenos días, señorita.

― Buenos días, Arturo ―le contesté sin más, pero luego añadí― ¿Voy bien así?

Di una vuelta sobre mí misma para que pudiera verme bien.

El portero se quedó sorprendido. Supuse que Lucía nunca habría sido tan simpática.

― Señorita Lucia, usted estaría guapa aunque fuese vestida con un mono de mecánico.

Mientras bajaba las escaleras de mármol blanco percibí como Arturo miraba mi culo contonearse con la cadencia de mis pasos. Justo al traspasar la puerta, me giré, sonreí y le dije adiós con la mano. Lucía nunca habría hecho eso.

Esther me llevó a almorzar a una zona comercial de la ciudad. Lo pasamos bien juntas, y también a ella le gustó que no fuera tan reservada como antes.

Pasamos la mañana recorriendo tiendas. Acabamos cargadas de bolsas de ropa, complementos, zapatos… Como agradecimiento por sacarme de casa, insistí en regalarle a Esther un vestido de DESIGUAL, su tienda favorita.

Sería la una del medio día cuando sonó el teléfono de mi hermana. Era Ángel, su marido.

― ¡Dónde te has metido! ―la oí vocear al otro lado del teléfono.

― Aún estoy con Lucía, hemos pasado a DESIGUAL y nos hemos liado.

― ¡Pues vente para casa! ―exclamó mi cuñado cabreado― ¡Tamara se ha ido con su madre al médico y no ha dejado nada para comer!

― ¿Es qué le ha pasado algo a su madre? ―preguntó Esther.

― Y yo qué sé, ¡VEN AHORA MISMO! ―le oí gritar.

― Vale, tranquilo… Ve a recoger a los nenes que cuando lleguéis a casa ya estaré allí.

― Qué inútiles que son ―dijo Esther nada más colgar― Se ahogan en un vaso de agua… Pasamos por Carrefour un momento y te llevo, ¿OK?

No me gustó nada el tono grosero y mal educado con que mi cuñado le había hablado, pero mi hermana no le dio importancia, debía estar acostumbrada. Ángel era un auténtico gilipollas que trataba a mi hermana con prepotencia, como si fuera un perro.

Acompañé a Esther a un Carrefour Express del centro. Cogió un par de ensaladas, un frasco de acelgas, algo de queso, pan y unas salchichas de cerdo. Al ver cómo iba llenando la cesta me di cuenta de que mi hermana mayor era una de esas Super-Womans capaces de compaginar con soltura el trabajo fuera de casa con las faenas domésticas.

― Mira, este juego de llaves es de mi casa ―me dijo en tono de confidencia―

Si te da miedo quedarte sola, te vienes, ¿vale? Además, Angel se va unos días de viaje, así que estaremos a nuestras anchas.

Viéndola marcharse a la carrera sentí pena por ella.

Cuando llegué a casa, ésta estaba perfectamente limpia y ordenada. La asistenta había recogido la ropa, había hecho la cama, había recogido y fregado los cacharros del desayuno, e incluso me había dejado preparado algo para cenar.

A media tarde me apeteció hacer un poco de ejercicio. Me puse ropa deportiva, un par de zapatillas que parecían nuevas y me subí a la cinta de correr. Acabé tan agotada que después de cenar, cuando me puse a leer la novela que Lucía debía estar leyendo, “La última confidencia de Hugo Mendoza”, me quedé dormida en el sofá.

A las 6:30 en punto, el despiadado despertador me sacó de mi letargo, y aunque no tenía obligación de ir al trabajo me puse en marcha para aprovechar el día. Tras las rutinas mañaneras, me enfrasqué en el ordenador, estudiando cada archivo como si fuese a tener un examen.

A las 11:00 en punto apareció Rosa, la asistenta, y como no tenía ninguna gana de que anduviese pululando por la casa le pedí que me preparase algo para comer y se tomase el día libre.

La mañana se me pasó volando, pero fue muy provechosa. Ahora, estaba más que preparado para interpretar a la perfección el papel de Subdirectora. Nada más levantarme de la silla sentí ganas de orinar, y cuando pasé al baño “¡MIERDA! ¡AYER OLVIDÉ TOMAR LA PÍLDORA, JODER!” Programé de inmediato una alarma diaria para que no volviera a ocurrir. ¡Qué desastre! Ese mes podría quedar embarazada si no iba con cuidado…

Mientras comía recibí un mensaje. Era de Raquel, la mejor amiga de Lucía.

― ¡Hola guapa! Acabo de llegar a la ciudad. Tengo la tarde libre, ¿te viene bien que pase esta tarde por tu casa a tomar café?

Mi intuición me decía que hacía tiempo que Lucía y Raquel no se veían. Raquel se pasaba la vida viajando de un lugar a otro, trabajaba como gestora de bolsa o algo así. Entre los recuerdos de Lucía encontré verdadera amistad y confianza en Raquel. No en vano, ambas habían sido compañeras de piso durante tres años en su época universitaria.

― No tengo plan ―le escribí― Me encantaría verte. Voy preparando la Nespresso…

― En una hora estoy ahí ―contestó inmediatamente― Yo también tengo muchas ganas de verte. Un besito.

“¿Qué cariñosa?” ―pensé extrañado de que alguien tratase con tanta familiaridad a mi jefa. Terminé de comer, recogí, llené el depósito de agua de la Nespresso y la encendí para que se fuera calentando. Llevaba puesto un bonito vestido de tonos alegres, así que no me cambié para recibir a Raquel.

Sonó el telefonillo, y al descolgar oí la voz del portero:

― Buenas tardes, señorita Lucía. Está aquí su amiga Raquel.

― Gracias, Arturo ―contesté educadamente― Que suba, por favor.

Al abrir la puerta, la primera impresión fue de grata sorpresa. No tenía ni idea de cómo era ella y me gustó encontrarme con una rubia de mí misma edad. No era especialmente guapa, debido a una nariz algo prominente, pero tenía una mirada pícara que la hacía atractiva. Sus ojos eran oscuros y expresivos, y su pequeña boquita lucía enmarcada en un sensual carmín rojo. Era de estatura media y complexión delgada, más delgada que yo.

― ¡Hola, preciosa! ―dijo dándome fuerte beso en los labios que me dejó aturdido― ¡Estás espectacular!― añadió observándome de arriba abajo.

― Gracias― contesté ruborizándome un poco.

― Arturo me ha contado lo del accidente, ¡cómo no me has llamado!

― Lo siento, no caí.

― Bueno, esta vez lo dejaré pasar, pero la próxima vez que estés a punto de matarte, avísame ¿vale? ―Raquel era una de esas mujeres pequeñitas pero bien hechas que no pueden dejar de hablar y hablar― Menudo susto me he llevado, menos mal que no te ha pasado nada.

― Eso ―contesté pensando: “Si tú supieras…”

Pasamos al salón, y tras servir un café con hielo para cada una, contesté a sus innumerables preguntas.

― Entonces, el chico que iba contigo, es aquel que me comentaste ―dijo Raquel.

― Sí, el mismo ―al parecer Lucía también le había hablado sobre mí a su amiga del alma.

― ¡Joder!, qué mala suerte, ¿no?

― Ni que lo digas, para uno al que le echo el ojo y ya veremos si el pobre sale de esta ―añadí con angustia.

― Pero, ¿te lo follaste?

― ¿QUÉ? ¡NOOO! ―respondí escandalizada.

―Entonces, sí que es una pena… ―respondió burlona.

― ¡RAQUEL! ―le llamé la atención.

― Perdona, perdona. No quería… ¡Qué bruta soy!

Raquel era especialista en quitarle hierro a las cosas y darle la vuelta a cualquier asunto para eludir las preocupaciones o hacerlas tolerables, así que su contestación me dejó aún más alucinado de lo que ya estaba.

― Bueno… Entonces tendremos que encontrar a otro guaperas que te ayude a superarlo, ¿no crees?

― Eh… Claro ―dije haciendo ver mi resignación.

― ¡Así me gusta! Yo también necesito que me echen un buen polvo, sabes. El tío con el que estoy ahora es un “fiera” de las finanzas, pero una calamidad en la cama. En fin, nadie es perfecto… ¡JA! ¡JA! ¡JA!

― Raquel, mañana tengo que volver al trabajo― le contesté tratando de zafarme.

― Cariño, siempre estás igual: el trabajo, el trabajo, el trabajo… Sólo voy a quedarme un día, así que esta noche tendremos que salir juntas. Ya verás como pillamos unos tíos de primera y…

― Te lo agradezco ―interrumpí aquel torrente de euforia― pero ahora mismo no estoy para tíos…

Raquel me miró con fascinación y al instante sonrió como si el alumbrado navideño se hubiese encendido en su interior. Entonces hizo algo que rompió todos mis esquemas: tomó mi rostro entre sus manos, se acercó a mí paralizándome con la mirada y me besó en la boca por segunda vez, solo que en esta ocasión lo hizo de forma dulce.

Al instante me topé de nuevo con los recuerdos de Lucía. Muchos años atrás, las dos compañeras de piso habían compartido sus cuerpos. Iban borrachas, fue el día de su graduación. Aquello había quedado en una simple anécdota, pues en realidad las dos amigas preferían los hombres.

― Si no estás para tíos, entonces… tal vez… ―me susurró al oído.

Me quedé alucinado. La insinuación de Raquel me había pillado por sorpresa. Yo nunca había mantenido relaciones homosexuales cuando era un hombre. Imposible, ni hablar. Sin embargo ahora era muy distinto pues aunque ambas éramos mujeres, en realidad yo la miraba con ojos de hombre, y la verdad es que Raquel era mujer pequeñita pero muy atractiva.

― Sí… ―contesté de forma casi inaudible.

Sus labios volvieron a fusionarse con los míos, dándome esta vez un beso mucho más jugoso y erótico que el anterior.

― Siempre me has gustado… ―volvió a susurrarme.

― Lo sé, y tu a mí. ―contestó mi mente masculina.

La mirada de Raquel era la de un depredador acechando a su presa, seguramente llevaba años deseando repetir aquella primera experiencia lésbica.

Se lanzó impetuosamente sobre mí y nuestras bocas volvieron a encontrarse. La punta de su lengua se coló entre mis labios en busca de mi lengua. Aquel contacto me produjo un cosquilleo que endureció mis pezones de forma instantánea. Confieso que besar a una mujer siendo otra mujer era súper morboso. Me dejé llevar y respondí a su beso con pasión, enredando mi lengua con la suya, aplastando mis carnosos labios contra los suyos y devorando su boca como ella devoraba la mía…

Sus manos descendieron por mi cuello para posarse suavemente bajo mis opulentos pechos. Sus pequeñas manos intentaron abarcar en vano mis exuberantes tetas, y esa impúdica ostentación me encantó. “Tengo unas tetas formidables” ―ese pensamiento narcisista me resultó tan placentero que sentí cómo mi coño se humedecía.

― ¿Te gustan mis tetas? ―afirmé más que pregunté.

― Me encantan ―susurró.

― Pues cómetelas ahora mismo.

Mientras dejaba que Raquel se deleitara con mis pezones, agarré sus pequeñas pero bonitas tetas. Las masajeé. Su firme turgencia evidenciaba la excitación de mi amiga.

La besé apasionadamente, mi naturaleza masculina me hizo tomar la iniciativa tumbándola de costado sobre el sofá. El coño me ardía. La miré fijamente mientras me despojaba de mi braguita, y aunque los recuerdos de Lucía me decían que éramos amigas yo solamente veía a la hermosa rubita que me iba a comer el coño.

Mientras la amordazaba con fuerza con mi sexo eché de menos mi polla. El cabello angelical y los suaves rasgos de aquella zorrita irradiaban una engañosa inocencia. Cuánto me habría gustado gozar con mi polla de la candidez de su boca, recordar la simpleza e ingenuidad de las primeras mamadas de una muchacha que con ojos inseguros se pregunta si lo está haciendo bien.

― ¡Me asfixias! ―protestó Raquel, y con un brusco movimiento escapó de entre mis piernas. Me miró algo asustada. Mi feroz ataque la había sorprendido, pero sonrió y tiró de mi vestido para sacármelo por la cabeza y yo hice saltar los botones de su blusa. Después, se sacó la falda y se deshizo de los zapatos quedando en ropa interior. A pesar de su corta estatura, Raquel no desmerecía nada, sus curvas eran suaves y bien proporcionadas. Entonces, me agarró del culo y me atrajo hacia ella. Nuestras lenguas se recorrieron con deseo y mi voluntad se estremeció. Mis pechos se aplastaban contra los suyos, y entonces mi húmedo sexo se posicionó sobre el de Raquel.

Mi cuerpo empezó a moverse instintivamente sobre el de mi amiga, aplastando nuestros pechos. La humedad de nuestros coñitos se mezclaba en un cóctel caliente y resbaladizo, pero necesitábamos sentirnos más. Raquel se incorporó con la boca abierta para apresar y chupar uno de mis pezones. Succionó con fuerza y me hizo gemir.

― ¡AAAGH!

Su lujuria elevó el volumen de mi gemido hasta hacerme gritar y obligarme a apartarla de mí. Un segundo después fui yo quien la besó y le quitó el sujetador para comerme sus pechos de rosadas y punzantes cúspides. El placer que le produjo mi boca al comerle las tetas hizo que su espalda se arqueara hacia atrás. Entonces giramos para que fuese ella la que llevara la iniciativa y sentí su cuerpo desnudo sobre el mío.

Éramos simplemente dos personas que se deseaban, dos mujeres regalándose placer la una a la otra. Mis pezones se clavaban en su piel y el calor de su vulva quemaba sobre mi vientre.

Su sexo, apenas estaba tapizado por una fina capa de vello, se frotó sobre el mí pubis generando un calor abrasador. Con nuestras piernas ágilmente entrelazadas los labios de su sexo besaban jugosamente los míos, apretando con precisión sobre mi clítoris.

De pronto la boca de mi mejor amiga comenzó a descender por mi cuerpo, devorando mis pechos, besando mi cintura, lamiendo desde mi ombligo hasta resbalar entre mis muslos. Sentí cómo sus dedos exploraban mi anegada rajita, Raquel separó los pliegues de mi sexo buscando mi epicentro del placer.

― ¡AAAAAAGH! ―rabié en cuanto Raquel lo chupó.

El contacto de su lengua con esa parte tan sensible de mi cuerpo hizo que mi espalda se despegara del sofá. Desde luego Raquel sabía lo que se traía entre manos, siempre se había reído de las vírgenes de la “resi” mientras que ella tuvo un novio distinto cada curso.

Coloqué mis manos sobre su rubia cabellera e hice que tapase mi manantial con la boca. En vez de protestar, Raquel metió su lengua dejándome desconcertada. Aquella inesperada osadía provocó las repentinas contracciones de mi vagina y me hizo vibrar inundando su boca de fluidos.

― ¡¡¡¡OOOOOOOOOGH!!!

Raquel se afanó para sacarme hasta la última gota. Tampoco tuvo opción, ya que no le permití despegar su boca de mi sexo hasta que no dejé de temblar. Después, Raquel me miró pícaramente, tenía toda la cara brillante y pringosa como una chiquilla después de comerse un polo de hielo.

― Perdona ―traté de disculparme.

― ¿Que te perdone? ―dijo sonriente― Si debería darte las gracias.

Raquel se aproximó y me besó haciendo que el sabor a mujer llenase mi boca. Me encantó que hiciera aquello.

― Yo también quiero probarte ―le contesté con una sonrisa.

Giramos y me puse a cuatro patas sobre ella. Con la puntita de mi lengua descendí por su cuerpo hasta llegar a su suave vulva. Estaba hinchada y jugosa como una ciruela madura. Recorrí su coñito de abajo a arriba con mi lengua, y al alcanzar su impaciente clítoris comencé a trazar pequeños círculos a su alrededor para hacerla jadear.

― ¡UMMMMM! ―ronroneó como una gata― ¡AAAAAAH!

Raquel emitió un gritito de sorpresa mientras se derramaba para mí. Obviamente, Raquel creía que estaba con Lucía, la pobre ignoraba que quien le estaba comiendo el chochito era realmente un hombre, un hombre con mucha práctica en dar placer a una mujer. De modo que cuando empecé a rebañar su volcán y a chapotear en su delicioso magma, Raquel no pudo contener sus halagos.

― ¡DIOOOS!... ¡QUÉ BIEN LO HACES!

Entonces ataqué su clítoris atrapándolo entre mis labios para lamerlo como si la vida me fuera en ello, y por si la rubia no tenía suficiente, introduje un par de dedos en su vagina.

― ¡GUAU!...  ¡JODER!

Raquel parecía a punto de explotar, con todo su cuerpo en tensión y cargado de energía. Vi el fuego en sus ojos, estaba desquiciada y a punto de correrse. Sin pérdida de tiempo sujeté entre mis dedos uno de sus pezones. En cuanto lo estrujé las descargas de placer empezaron a recorrer su espalda.

― ¡¡¡AAAAAAAAAAAAAH!!! ―gritó al fin.

Mi boca recibió con orgullo un abundante orgasmo mientras Raquel se estremecía e intentaba escapar de mí. Poco a poco sus convulsiones se fueron atenuando hasta que Raquel consiguió girarse para caer rendida a mi lado.

― Vaya, eres una caja de sorpresas ―dijo con sinceridad. Aún jadeaba.

― Y tú… ―contesté.

Pude ver en los ojos de Raquel cierta inquietud que disimuló rápidamente con una sonrisa. Raquel era una verdadera amiga que quería a Lucía de una forma especial, por lo que empecé a sospechar lo que rondaba en su mente.

― Acabas de pasar por una experiencia muy chunga ―empezó a decir― Creo pue me he aprovechado de tu debilidad.

― No digas tonterías, he hecho lo que quería hacer ―dije con rotundidad.

― Pero tú siempre te habías negado a que nos volviésemos a revolcar. Además, no sé, te noto diferente. Quizá no haya sido buena idea…

― No digas sandeces, anda… Me ha gustado mucho, y si el accidente me ha cambiado espero que sea para mejor ―sonreí.

― Sí, sí, ha sido para mejor… ―contestó Raquel resentida aún por el tremendo orgasmo― De todas formas mañana vuelvo a marcharme, así que tendremos tiempo para pensar en lo que ha pasado.

― Sí, claro.

― Lucía, eres mi mejor amiga y no quiero que eso cambie nunca.

― Ni yo… Tú eres muy importante para mí ―respondí. No podía olvidar que Raquel no era cualquier persona para Lucía, ni un polvazo sin más. Raquel era su mejor amiga, y yo no quería destruir eso.

Raquel se levantó y comenzó a vestirse y yo hice lo mismo. Nos miramos y la capacidad de mi amiga para reírse de todo afloró de nuevo:

― ¡Pero qué guapa estás! ―dijo dándome una palmada en el culo― ¡Y qué mala eres! Ya me contarás quién te ha enseñado a comer un coño así de bien…

― ¡JA! ―respondí tajante y burlona― ¡NI LO SUEÑES!

Nos arrancamos a reír. Acordamos no volver a hablar de lo sucedido, y seguir así siendo buenas amigas como siempre habíamos sido.

― En quince días nos vemos ―se despidió Raquel dándome un fuerte abrazo antes de marcharse.

Aunque para mí aquel polvo no había sido realmente una relación homosexual, sí que había sido una experiencia increíble y muy excitante. Por un lado, Raquel me había dado un placer sublime, pero por otro lado ella tenía razón, acostarnos juntas asiduamente podría tener repercusiones negativas para nosotras. Si las cosas se liaban se destruiría esa amistad que me iba a ser muy necesaria en mi nueva vida, esa vida en la que todo era nuevo para mí. Quién sabe si algún día podría incluso contarle a Raquel la verdad sobre mi identidad.

El sexo con Raquel me había gustado, era una mujercita menuda pero yo la encontraba realmente sexy. En fin, deseaba volver a acostarme con ella, pero sin complicaciones, sólo de forma esporádica. Esa perspectiva me entusiasmó.

“Voy a ser lesbiana” ―me dije en voz alta. En realidad, era la opción más lógica teniendo en cuenta que a mí siempre me habían atraído las mujeres.

¡Qué equivocado estaba!

Me levanté a las 6:30 de la mañana decidido a debutar en mi nuevo cargo. El tema del vestuario fue sencillo, pues uno de los armarios de mi vestidor estaba exclusivamente dedicado a los trajes para el trabajo. Elegí uno negro, de tejido fresco, formado por una falda hasta la rodilla bastante ceñida, una chaqueta comodísima y una blusa blanca. Para completar, unos zapatos negros de punta fina y con un poco de tacón. Caminar dignamente con tacón alto me iba a llevar su tiempo. Me miré al espejo, incluso vestida estrictamente formal resultaba una mujer arrebatadora.

Obviamente, no fui a trabajar en trasporte público como hubiera hecho Antonio. Lucía disponía de una plaza reservada en el garaje de la empresa, y por eso utilizaba siempre su elegante Mini Cooper de color verde oscuro con techo blanco para ir a trabajar.

Estaba tan nervioso como si aquel fuese mi primer día de trabajo. Aunque llevaba tres años en la empresa realmente era como comenzar de nuevo, eso sí, con la gran ventaja de contar con algunos recuerdos de mi predecesora y haber estudiado en profundidad toda la documentación de su portátil.

En cuanto llegué a la entrada del parking, una pequeña parte de estos nervios se esfumó gracias al cordial saludo del guarda.

― Buenos días, señorita Lucía ―me dijo con una amplia sonrisa― Me alegro mucho de su regreso.

Todo el mundo me reconocía como Lucía, la Subdirectora de la empresa. No tendría nada por lo que preocuparme salvo de comportarme como una mujer y hacer bien mi trabajo.

― Buenos días… ―traté de acordarme del nombre del guarda, pero Lucía no lo sabía― Manuel ―dije finalmente, leyendo el nombre en su placa de identificación y devolviéndole una sonrisa― Yo también me alegro, se lo aseguro.

Su rostro se iluminó al escuchar su nombre en mis labios. La antigua Lucía habría saludado con la mano y pasado de largo frente él.

Tomé el ascensor, y en lugar de marcar la primera planta, como siempre había hecho, marqué la última, la reservada a los directivos de la empresa. El último piso del edificio estaba dividido en siete despachos independientes, un aseo y una sala de reuniones. Todas las puertas estaban cerradas y el silencio era absoluto, al parecer era la primera en llegar. Avancé por el pasillo dejando atrás los despachos de los Jefes de Sección que estaban bajo mi responsabilidad, el aseo y los dos despachos correspondientes al Secretario de Recursos Humanos y el de Contabilidad. Mi despacho estaba frente al de Gerardo, el Director General. El último despacho correspondía al Presidente y dueño de la empresa, aunque rara vez aparecía por allí.

Yo sólo había estado dos veces en el despacho de Lucía, ambas para preparar la reunión a cuyo regreso sufrimos el accidente de tráfico. Sonreí al recordar lo nervioso que había estado en la primera reunión y lo excitado que había estado en la segunda, intentando evitar que acudieran a mi mente pensamientos lujuriosos con aquella imponente mujer.

La decoración era completamente minimalista, a Lucía le gustaba la simpleza y la sobriedad, por lo que a parte de los elementos típicos de un despacho la única decoración consistía en una planta, una foto de sus sobrinos sobre la mesa, y algunos títulos y reconocimientos colgados en la pared.

Dejé el maletín sobre el escritorio preguntándome cuál sería esa sorpresa que Gerardo tenía para mí. Marqué su extensión pero él no se encontraba en su despacho todavía. Encendí el ordenador, y comencé con la lectura de correos atrasados. Poco a poco fueron llegando el resto de inquilinos de la planta, quienes al ver luz a través de la puerta de mi despacho fueron pasando a saludarme como un goteo que no me dejó hacer casi nada. Todos se alegraban de verme allí y sin un rasguño. Aunque noté que ellos conservaban la prudente cordialidad que siempre habían mantenido con Lucía, yo les traté con la calidez y cercanía habitual en mí. Para mi jefa, los sentimientos y vida privada de aquellas personas no tenían ningún interés, tan sólo eran compañeros de trabajo o subordinados a los que no conocía más allá de lo estrictamente profesional. Yo quería cambiar aquello.

A las 9:00 llegó Gerardo, mi jefe y el de todos.

― ¡Hola, preciosa! ―dijo entrando en mi despacho y cerrando la puerta tras de sí.

― Hola, Gerardo ―respondí poniéndome en pie para rodear la mesa.

― ¡Tan fabulosa como siempre! ―añadió mirándome de arriba abajo― ¡Cuánto me alegro de verte, esto estaba muy aburrido sin ti!

Se acercó a mí y, en lugar de darme dos besos como los demás, sus brazos me estrecharon contra su pecho. Me sentí zarandeada. A pesar de ser un hombre en plena cincuentena, se mantenía fuerte y aunque gracias a los tacones yo era más alta que él, por primera vez desde que era Lucía, tuve la percepción de diferencia de peso, fuerza y de la delicadeza de un cuerpo femenino respecto al de un hombre. Me sentí atrapada entre sus brazos, incomodidad que se acrecentó cuando percibí algo entre nosotros. “¡Por Dios! ¡Está empalmado!” ―escandalizada rogué que ésa no fuera su sorpresa.

Gerardo era consciente de que me estaba agobiando y en cuanto me liberó di medio paso atrás. Entonces me cogió las manos para contemplarme bien. Sentí el rubor aparecer en mis mejillas, aquella situación era muy embarazosa. Avergonzado, trataba de disimular el disgusto que me producía haber sentido la erección de aquel hombre. No sabía cómo demonios reaccionar.

Vi el brillo en los ojos de Gerardo. Me deseaba, pero afortunadamente mis rápidos reflejos me salvaron. Justo antes de que sus labios contactaran con los míos giré la cara de forma que Gerardo me besó en la mejilla y con un movimiento felino escapé de las garras de mi jefe sin mostrar brusquedad, pero sí poniendo gesto de reprobación.

― Gracias por hacerme sentir tan… querida ―dije para aliviar la tensión― Tenía ganas de volver, ya lo sabes.

”Tira y afloja, tira y afloja…” ―pensé.

― Yo también me alegro de verte, aunque no tanto como tú… ―añadí sonriendo en referencia a su incipiente erección.

Gerardo sonrió de oreja a oreja. “¡Lo había conseguido, había conseguido engatusarlo!” Mi jefe no había notado nada, pues yo había sabido rechazarle sin ofenderle igual que hacía la auténtica Lucía. La tensión se disipó.

― Bueno, tómatelo con calma, ¿eh? Y si quieres, luego podemos comer juntos ―dijo volviendo al ataque con una sonrisa picarona.

― Muchas gracias por el ofrecimiento, pero esta tarde tengo cosas que hacer ―no era mentira, pues me había levantado con el firme propósito de ir “a verme” al hospital.

― Claro, claro, es viernes, imaginaba que tendrías planes. Ya tomaremos algo otro día ―dijo haciéndose el travieso.

“Sí, sí” ―pensé deduciendo lo que a mi jefe le gustaría tomar de postre.

― No voy a salir por ahí, Gerardo. No te equivoques ―le dije fingiéndome indignada― Quiero ir al hospital a dar ánimos a la familia de Antonio… Lo deben de estar pasando fatal ―añadí para dar una pizca de dramatismo a mi actuación.

El semblante de mi jefe cambio de inmediato.

― ¡Bien Lucía, bien! Yo mismo iré la semana que viene, si aún sigue en el hospital…

Gerardo se dio la vuelta en dirección a la puerta.

― Por cierto, ¿qué sorpresa tenías para mí? ―pregunté rápidamente.

― ¡Ah, sí, claro! ―lamentó su olvido― Vamos a ver… Este fin de semana cené con Vicente, el decano de la Facultad de Económicas, y me ha pedido si nos importaría tener de prácticas a algunos de sus alumnos…

― ¿Cómo…? ―le interrumpí perpleja― Gerardo, ¿No querrás que haga de profesora? A mí no me gustan los críos ―protesté.

― Eres la mejor, Lucía ―dijo seriamente― Ese chico aprenderá mucho de ti… y espera a verle, no es ningún crío ―dijo casi con orgullo.

― Pero… ―balbuceé pasmada al comprender que ya estaba todo arreglado.

― Lo consideraré un favor personal… ―y sin más, Gerardo se volvió y salió de mi despacho zanjando el asunto.

―“¡Por si no tenía bastante!” ―me lamenté. Mi jefe acaba de colarme un gol por toda la escuadra. Me quedé pensativo mirando el mar de azoteas que se extendía a mis pies. En el fondo debía sentirme satisfecho de cómo había manejado la situación. Había demostrado templanza delante de mi jefe y eso a pesar de que la dureza de su polla casi me deja fuera de juego. Debía estar atenta, ya que aquel “macho alfa” volvería a insinuarse en cuanto estuviéramos a solas. Gerardo me deseaba, y a pesar de la edad, su miembro parecía capaz de domar a cualquier incauta becaria.

 Aquel libidinoso pensamiento me traicionó, y sin querer empecé a moldear los detalles en mi cabeza. Una jovencita pelirroja, las becarias siempre son pelirrojas ―sonreí― Con el pelo recogido y unas enormes gafas de pasta, en medio del despacho del gerente chupando con ansia su gran pollón. Gerardo alucinado ante el desparpajo de la espabilada muchacha.

Me sentía terriblemente excitado, y de pronto un pensamiento desconcertante se abrió paso en mi cabeza. Imaginé el vigoroso miembro de Don Gerardo en mi boca. Una polla surcada de venas duras como cordones de cuero. Una polla gorda y pesada que me sofocaba con arrogancia y que me follaría después hasta dejarme reventada.

“¿Pero qué…?” ―pensé escandalizado, sintiendo mis pezones contra la tela del sujetador― “¡Me estoy poniendo cachonda!” De hecho tenía la boca abierta como si realmente tuviese dentro la polla de mi jefe.

No podía creerlo, a mí me gustaban las mujeres. Mujeres como Raquel, mujeres como yo misma. ¡Exacto, como yo misma! Entonces lo entendí. “¡Pues claro!”―me dije a mí misma― “Es normal que me gusten las pollas. ¡Ahora tengo coño!”.

Aquello era para salir loco, de pronto se me hacía la boca agua pensando en comerle la polla a Don Gerardo. “¡Menudo calentón!” ―pensé sorprendida. Respiré profundamente, me senté en la silla y traté de recobrar la calma. Desterré de mi mente cualquier preocupación recordando la tarde de sexo con Raquel del día anterior. Entonces, miré la pantalla del ordenador y vi la cantidad de correos que aún tenía que revisar y contestar.

Pasé prácticamente toda la mañana encerrado en mi despacho, enviando mails y leyendo contestaciones hasta que a las 12:00 convoqué una reunión con los Jefes de Sección. Quería saber qué clase de tipos eran mis subordinados y que me pusieran al día sobre las novedades.

Nos metimos en la gran sala de reuniones. Era demasiado grande para sólo cuatro personas, pero allí estaríamos más cómodos, cada uno con su propio ordenador portátil y sus papeles. Yo me senté en un lado de la mesa como solía hacer Lucía, y ellos tres en frente. Aquello parecía un tribunal donde, en este caso, yo hacía de juez.

Era la única mujer en la sala, pero no la más joven. Pedro tendría alrededor de 35 años, mientras que Rafael y Julio pasarían de los 50. Traté de hacer la reunión lo más informal posible, mostrándome dialogante y cercana. Al principio los tres se mostraron prudentes, pero poco a poco, la tensión se fue disipando y el ambiente distendido permitió incluso alguna broma que ninguno de ellos habría hecho teniendo delante a la antigua Lucía.

Me sentí muy satisfecho, estaba interpretando mi papel a la perfección, de tal modo que mis subordinados veían a Lucía, no como un ser autoritario si no alguien con quien se podía dialogar y discutir, como una persona comprensiva y cercana.

Me sentí tan cómodo que me levanté de la mesa para quitarme la chaqueta. Percibí de inmediato cómo mis tres acompañantes se quedaban embobados mirándome las tetas. A pesar del calor del mes de julio, el potente aire acondicionado imponía un ambiente gélido en la sala de reuniones, y los tres Jefes de sección pudieron verificar que su jefa tenía los pezones con tacos de billar. Fui consciente de nuevo del gran poder que mi nueva apariencia tenía sobre los hombres, y me encantó.

Aquellos tres ejecutivos carecían de defensas ante mi voluptuoso cuerpo, nada podían hacer para resistir la contundencia de mis pechos. Ataviada con una camisa blanca que se ajustaba a mis formas como un guante, una falda entallada y unos exquisitos zapatitos de tacón… Me complací pues con sus miradas y una nueva sensación floreció en mí: el coqueteo.

Con la excusa de colgar la chaqueta en el perchero me giré con elegancia exponiendo mi soberbio trasero a sus atentas miradas. Gracias al tenue reflejo de la ventana vi cómo aquellos tres hombres me devoraban con la mirada. Aquello me resultó tan divertido que me entraron ganas de jugar. De espaldas a ellos desabroché otro botón y separé los bordes de mi camisa.

― Qué calor hace, ¿no? ―mentí con naturalidad.

Los tres asintieron al unísono como un coro de tenores.

No tardaron en lanzar intrépidas y furtivas miradas a mi escote, siempre intentado disimular. Me sentí a gusto y al mismo tiempo conocía un poco mejor a aquellos tres ejecutivos. Me senté y proseguimos con la conversación, ahora distendidamente, haciendo bromas acerca de la negociación con CRISCO. Sin duda, habían desaparecido el temor y el recelo que siempre habían adoptado con Lucia. Ello sólo había sido posible gracias a que yo había abandonado mi rol de jefa inflexible para ser simplemente una mujer atractiva a quién poder agradar y hacer reír.

Me dejé llevar por mi feminidad y cruzándome de brazos sobre la opulenta mesa de caoba hice realzar aún más mi pronunciado escote, proporcionándoles de ese modo unas vistas privilegiadas de mis apretujados senos.

Por mucho que trataban de evitarlo, yo me daba perfecta cuenta de cómo mis subordinados lazaban miraditas a mis tetas. Evidentemente se estaban excitando y eso me divertía. Todos ganábamos, ya que mi ego crecía a la misma velocidad que presumiblemente lo hacían sus miembros viriles.

Cogí mi pluma Mont-Blanc y de forma distraída empecé a jugar con él entre mis dedos, mientras escuchaba a Pedro apercibirnos sobre el desconcierto que íbamos a sembrar en el mercado de la grasa de palma cuando nos hiciéramos con el control de CRISCO. Apoyé la pluma sobre mis labios sin darme cuenta. La verdad es que el muchacho tenía mucha razón. La grasa de palma era un producto con una larga vida útil, fácil de almacenar y barato transporte. La idea de Pedro era provocar una huelga del transporte, algo bastante sencillo dada la escasez de escrúpulos de los sindicatos. Así retendríamos el producto en origen generando un desabastecimiento temporal que causaría un inmediato incremento de precios. Absorta en la explicación del joven y astuto ejecutivo, entreabrí un poco la boca dejando entrar la punta del grueso y lujoso Mont-Blanc. Mi privilegiada mente femenina empezó a enumerar y secuenciar los pasos a dar a la velocidad de la luz. Tendríamos que actuar deprisa para sacar el mayor beneficio posible antes de que la competencia reabasteciera el mercado, ahí también tendríamos que atar unos cuantos cabos. Pedro era un poco más bajo que yo, pero tenía unos ojos oscuros y cautivadores. Fruncí mis labios alrededor de la pluma y la chupé dócilmente. Llevaba la barba elegantemente recortada. “Seguro que me hará cosquillas cuando me coma el… ¡PUFF!” ―tuve que pestañear un par de veces para apartar aquellos tórridos pensamientos de mi mente.

Mientras Pedro argumentaba con pasión su propia estrategia sobre como manipular el mercado de la grasa de palma, Julio y Rafael no se habían perdido ni uno de mis gestos lascivos con el Mont-Blanc. Por el brillo de sus ojos supe que en aquel mismo instante ambos tenían el periscopio desplegado bajo la mesa de juntas. Esa noche sus esposas dormirían felices y bien folladas gracias a mí.

“¡Joder!” ―me recriminé― “¡Tengo que parar esto, me estoy poniendo malo!”

El estado de embriaguez de hormonal al que había sucumbido se disipó en cuanto miré el reloj. Eran casi las tres de la tarde, así que di por terminada la reunión diciéndole a Pedro que esperase un segundo.

― Me ha gustado tú idea ―dije una vez solos.

― Me alegro, jefa. El lunes a primera hora tendrá un primer informe encima de su mesa ―dijo con disciplina.

― Estupendo, Pedro. Me gusta tu instinto ―le alabé con voz felina― pero no sirve de mucho sin capacidad de sacrificio y ganas de trabajar, nunca lo olvides. Eso es lo que diferencia a los ganadores. Puedes marcharte.

El muchacho sonrió y echó a andar hacia la puerta.

― Pedro ―le llamé justo antes de que alcanzara el pomo de la puerta― Quiero trescientos mil, entendido… Si lo consigues te recompensaré como es debido. ―añadí y mirándo fijamente sus lindos ojos me metí la mitad del Mont-Blanc en la boca empujando hacia fuera mi mejilla izquierda.

― Será un placer complacerla, jefa ―sonrió con malicia antes de marcharse.

“El chico tiene estilo y buen semblante, de eso no hay duda” ―me regodeé esperando que el “regalo” que hubiese dentro de su “paquete” estuviera a la altura del envoltorio.

Sofocando mi calentura, recogí mis cosas y me despedí de mi secretaria hasta el lunes. Me fui directamente a buscar el coche. Necesitaba conducir y que el aire frío del climatizador refrescara mi entrepierna.

Me dirigí a casa decidida a hacer un paréntesis, debía descansar, dejar de pensar en el trabajo y en Pedro. Tenía que olvidarme durante el fin de semana de su fascinante mirada y del tamaño de su paquete, centrarme en lo realmente importante, descansar. Sin embargo, antes relajarme debería cumplir conmigo mismo, tenía que ir a ver a Antonio al hospital.

Pasé por casa. Sentada en el sofá devoré una suculenta ensalada con pollo y semillas que había preparado mi asistenta. A un hombre no le habría servido ni de aperitivo, pero yo enseguida me sentí saciada, tanto que renuncié al postre, aunque no al placer de un trocito de chocolate intenso derritiéndose en mi boca. Luego me di una rápida pero efectiva ducha antes de afrontar el trance de “verme” en coma.

Por mucho que tratara de negarlo, la feminidad se estaba apoderando de mí. Tanto era así que con sólo entrar en el vestidor me sentí reconfortada. Esa tarde estrenaría uno de los vestidos que dos días atrás había comprado con mi hermana.

Al llegar al hospital pregunté en recepción por la habitación de Antonio Sánchez Castillo, y respirando profundamente caminé decidida a afrontar con coraje lo que me esperara en esa habitación.

Caminando por el pasillo de la décima planta, a escasos metros de la habitación que me habían indicado el corazón me dio un vuelco cuando la puerta se abrió y por ella salieron mis padres. En mi afán por aceptar mi cambio de identidad y afrontar mi nueva vida prácticamente les había desterrado de mi pensamiento. Al verlos, su tristeza me partió el alma.

Pasaron a mi lado sin más. Yo debí haberlos retenido. Debí haberles confesado que era yo la persona que viajaba junto a su hijo aquella trágica noche, pero me quedé paralizado y me limité a observar cómo se alejaban cabizbajos.

 Nunca podría contarles la verdad, que su hijo estaba atrapado en un cuerpo y una vida que no eran suyos. Las lágrimas se escaparon amargamente de mis ojos. Lloré por primera vez desde que me había convertido en una mujer, lloré como sólo puede hacerlo una persona rota por la pérdida de un ser querido. En mi caso yo había perdido a mis padres, a mis hermanos, a mis amigos… Tuve que ir al baño, y allí solté hasta el último lamento hasta entonces reprimido.

Cuando la tristeza volvió a hacerse soportable y pude al fin recomponerme volví a dirigirme hacia la habitación. Estaba vacía, salvo por el cuerpo que yacía en la cama conectado a los aparatos que lo mantenían con vida. Ahí estaba yo, como una marioneta colocada cuidadosamente sobre la cama.

Contemplarme a mí mismo fue aún más surrealista que cuando descubrí que me había convertido en Lucía. Me sentí tan sobrecogido que tuve que sentarme en el sillón que había junto a la cama.

Durante un rato me dediqué a estudiar aquellos rasgos que hasta hace sólo unos días veía cada mañana en el espejo pero que en ese momento me resultaban ajenos. Hasta que una idea que ya había tenido en otro momento, acudió a mí:

― Lucía ―dije en voz alta― ¿Puedes oírme?

Por supuesto, no obtuve respuesta. Aquel cuerpo inmóvil no emitió sonido ni gesto alguno, ni el más mínimo indicio que alentase una esperanza que se resistía a la evidencia científica. Volví a intentarlo:

― Lucía, soy yo, Antonio. Estoy dentro de ti, dentro de tu cuerpo. Despierta, por favor… ―insistí, pero sólo el pitido intermitente del monitor de pulso cardíaco quebraba el silencio.

Aunque nadie me escuchara, el hecho de confesar lo ocurrido alivió parte de la carga que llevaba dentro, es decir, el sentimiento de culpa por ser yo quien seguía vivo y no quien yacía condenado a vivir en un profundo sueño el resto de sus días. Seguí pues hablando como si Lucía pudiese escucharme, relatando las cosas que habían ido pasando desde que desperté en una habitación de aquel mismo hospital. Pensar que ella pudiese oírme me hacía sentir mejor.

Salí del hospital y emprendí el camino de regreso a casa. Pensé en todo lo sucedido en unas cuantas horas: la vuelta al trabajo, mi jefe, la reunión con mis subordinados, ver a mis padres, confesarle todo a Lucía… Demasiadas emociones para un solo día. La verdad es que no tenía ganas de volver a casa, tampoco era demasiado tarde, y al día siguiente no tenía que madrugar, así que decidí pasarme por casa de Esther. Allí podría cenar con mi hermana y mis sobrinos. Algo de compañía me vendría bien.

Después de ayudar a Esther a acostar a los críos me di un baño. Sumergida en el agua caliente volví a repasar la sucesión de los acontecimientos. Había empezado el día con nervios, siendo un hombre atrapado en el cuerpo de una mujer, y sin embargo en ese momento me sentía una mujer, una mujer que quisiera dejar atrás un pasado borroso. En el proceso, había conseguido afianzarme en el trabajo, ganarme al jefe y a mis subordinados gracias a mi astucia y a mis irresistibles encantos. Por la tarde había visto mi verdadero yo postrado en la cama del hospital y había visto a mis padres rotos por la pena, y por último, me había confesado delante de aquel cuerpo inmóvil como si Lucía pudiese oírme. No sabía si ella habría estado de acuerdo en cómo yo había utilizado su cuerpo, pero tanto desde el punto de vista profesional como personal todo parecía marchar sobre ruedas.

El sábado por la mañana me desperté temprano. Después de desayunar sentí ganas de salir a correr un rato. Por una parte, Lucía debía de estar habituada a hacer deporte y ahora yo también echaba en falta hacer algo de ejercicio. Por otra parte, era mi responsabilidad preservar mi nuevo cuerpo tan ágil y tonificado como lo había encontrado.

Al salir de la ducha, mi hermana me pidió que me bajara con los críos al parque que la comunidad de vecinos tenía en la parte trasera del edificio. De ese modo, ella podría preparar la comida tranquilamente. Yo pensaba sentarme a leer un rato, pero me pareció una buena oportunidad para conocer a mis nuevos sobrinos.

Me encontraba muy a gusto con Esther, como si de verdad hubiera sido mi hermana toda mi vida. Charlamos del trabajo, de sus niños, de viajes, de ropa, y también de hombres… Aunque mi hermana quería al imbécil de mi cuñado, eso no impedía que disfrutara con la compañía de hombres atractivos o fantaseara con ellos alguna que otra vez. Sí, seguía habiendo una mujer debajo de aquel delantal.

Mi hermana me habló de Sergio, el hijo del panadero. Un muchacho moreno de músculos endurecidos que tenía encandilada a todas las señoras del barrio. Mientras la oía proferir barbaridades como: “¡Qué brazos tiene…! ¡Hace que te derritas con sólo mirarte…!”, me di cuenta de que yo misma estaba desarrollando un gran deseo por las formas masculinas.

― Por cierto, deberías echarte novio de una vez, ya vas teniendo una edad… ―dijo Esther cambiando de tercio.

― ¡Una edad! ¿Qué insinúas? ―contesté haciéndome la ofendida― ¡Soy demasiado joven para comprometerme! ―bromeé.

― ¡Pero si tú sólo estás comprometida con el trabajo! Deberías disfrutar más de tu vida, mujer ―me aconsejó como buena hermana que era.

― Pues que sepas que he decidido pasar página. El accidente me ha cambiado, Esther, quiero ser más sociable y hacer nuevas amigas…―le contesté sinceramente.

― ¡Y amigos, cariño…! ¡Y amigos! ―se burló de mí― A ver si es verdad, ya es hora de que salgas de tu duro caparazón. Sal por ahí, apúntate a clases de algo, dale una alegría a ese cuerpazo que tienes. Verás como encuentras a alguien especial, alguien capaz de llevarte a donde nadie más podría hacerlo…

― No tan deprisa, no tan deprisa, de momento prefiero ir probando ―dije con malicia.

― ¡Mírala, qué lista es mi hermanita! ―exclamó Esther con una carcajada.

Las dos reímos. La verdad es que no puedo negar que Esther me daba algo de envidia. Además de trabajar ella mantenía su familia a flote. Siempre se la veía estresada y cansada, pero feliz. Feliz a pesar del alto coste que supone la maternidad para una mujer hoy día, a pesar de todas las preocupaciones que acarrea ser mamá o de la “devaluación” de su cuerpo. Después de tres embarazos, mi hermana mayor no podía disimular una tripita que ya no se iría por muchas horas de gimnasio que echara. No, aquella exuberancia de encantos y sensualidad en sus formas nunca volvería a ser la misma después de tantos años de gestación y crianza.

La miré con ternura. Afortunadamente mi hermana y yo conectábamos, nos entendíamos bien y nos tendríamos siempre la una a la otra para lo que hiciera falta. Por ejemplo en ese momento Esther necesitaba que yo cuidara de sus hijos, y allí estaba yo.

En cuanto abrí la puerta mis sobrinos salieron por ella a la carrera igual que los toros en Pamplona al comenzar el encierro. Al llegar a la plaza, no de toros si no infantil, los dos mayores se pusieron a jugar al fútbol y el más pequeño me pidió que le empujara en el columpio.

― ¿Eres la tía de Rubén? ―me dijo una señora al acercarse obligada por su chiquillo que le estiraba con fuerza de la mano.

De inmediato ambos niños salieron disparados hacia los toboganes y yo me quedé con la mamá del otro nene sin saber que decir. Yo venía de otro mundo, el de las solteras sin hijos.

Por desgracia la mujer tenía ganas de hablar, o más exactamente, de preguntar. Nada más hacer las presentaciones me paso el cuestionario completo social, laboral, dietético, conyugal, etc. Aquella mujer no dejaba de hablar ni un segundo, daba la impresión de que ni siquiera necesitaba respirar.

Bastante incómoda, me di cuenta de que no habíamos cogido ni agua, así que aproveché la justificación para poner tierra de por medio. Como la parlanchina mamá conocía a mis sobrinos, le pedí que les echara un ojo mientras yo subía un momento a por agua y algo para que los niños picaran si les daba hambre.

―Claro, claro. No te preocupes ―aceptó encantada― Si Esther te pregunta dile que están con la mamá de Esteban.

No me hizo falta llamar para que me abriera la puerta, llevaba las llaves que ella misma me había dado días atrás por si quería ir a dormir a su casa.

En cuanto entré noté algo extraño, el silencio. Ya iba a preguntar si había alguien en casa cuando me pareció escuchar a Esther decir algo en voz baja.

― ¿Qué haces?

 Detuve mis pasos totalmente confundida. Escuchaba a mi hermana reír y cuchichear en la cocina, pero sin llegar a entender nada de lo que decía, ni por qué susurraba. Estaba tan intrigada que sin pensar lo que hacía eché a andar con cuidado por el pasillo. Yo intentaba no hacer ruido, pero las malditas láminas de parquet crujían a cada paso. Cuando de pronto:

― ¡OOOG!

Un gemido, el gemido de un hombre hizo que se me pusiera la piel de gallina. Se suponía que allí sólo estaba mi hermana mayor, pero lo había escuchado con total nitidez.

Avancé como lo haría un espía en territorio enemigo. Los murmullos conducían directamente hacia la cocina.

No tuve que llegar hasta la puerta, ya que el espejo del pasillo me permitió saber qué demonios estaba pasando. Yo aún no podía saberlo, pero lo que iba a ocurrir en aquella cocina cambiaría radicalmente mi concepción sobre muchas cosas.

Me quedé petrificada. Esther estaba en cuclillas mamándole la polla a un muchacho, que evidentemente no era mi cuñado. Se trataba de un chico alto y muy moreno que ya estaba desnudo de cintura para arriba. Su piel tostada brillaba sobre su ancha espalda. Me dejó completamente embelesada, tenía un cuerpazo digno de un nadador olímpico.

Al parecer, el muchacho sabía apreciar la fruta madura. Aunque Esther se conservaba bastante bien, sus hermosos melones mostraban el efecto de los años y la maternidad. Curiosamente, mientras que la odiosa gravedad se ensañaba con sus grandes tetas, la excitación hacía que sus pezones permanecieran descaradamente firmes.

El muchacho sacaba pecho con chulería torera, contemplando con orgullo cómo mi hermana se afanaba en comerle la polla. Tenía además una de esas miradas intensas y cautivadoras capaz de dejar petrificada a cualquier mujer que tenga algo de sangre en el cuerpo.

Fue justo eso, sus ojos, lo que me ayudó a atar cabos. No había duda, aquel debía ser el chaval de quién Esther me había hablado esa misma mañana, Sergio, el hijo del panadero.

A diferencia de él, mi Esther estaba completamente desnuda. ¡No llevaba ni bragas! Estaba claro que aquel encuentro no tenía nada de fortuito. “Con que preparar la comida…” ―pensé al descubrir que mi hermana mayor me había mentido. “Comida” la que ella se estaba pegando.

Después de todo iba a resultar que mi hermanita no era tan tonta y desdichada como yo pensaba. Esther se había buscado un amante, y no uno cualquiera. ¡Qué ironía! Resulta que era una señora, una ama de casa, la afortunada que se follaba al buenorro detrás del que debían andar todas las muchachas del barrió.

La verdad es que tampoco era de extrañar que el chico la hubiera escogido viéndola devorar su pollón. Esther sacó de su boca el pesado rabo del muchacho y lo apartó con una mano para sopesar con la otra los testículos del chaval. Aquellos huevos eran del calibre XL, a juego con su miembro viril. Esther tuvo que alternar uno primero y el otro después para metérselos en la boca.

Sin dejar de mirar lascivamente al joven panadero, Esther se zampó de nuevo su miembro. Me quedé absorta viéndola hacer alarde de su destreza como felatriz, viéndola ceñir sus labios alrededor del rabo del chico y dejándolo salir de su boca completamente recubierto de saliva.

― ¡UFFF! ―suspiró el chaval.

      

Esther hizo una pausa para sujetar su espesa melena con una goma que llevaba en la muñeca. Una vez resuelto el problema volvió al ataque, y entonces sí empezó lo bueno.

¡CHUPS!  ¡CHUPS!  ¡CHUPS!  ¡CHUPS!

Aunque apenas hacía una semana que yo me había convertido en mujer, reconozco que no pude evitar cierta envidia. La cabeza de mi hermana iba y venía sin parar, bombeando adentro y afuera entre escandalosas succiones. Aquel duro pedazo de carne la hacía salivar desmesuradamente.

― ¡QUÉ BIEN SE OS DA A LAS CASADAS! ―clamó insolente.

Mi hermana no le hizo caso, pues lo cierto es que estaba completamente embriagada. Con una mano sobre el musculoso vientre del muchacho volvió a sacársela de la boca y después de admirar su polla un instante la repasó desde la base con un largo lametón.

― ¡OOOGH! ―el intenso suspiro del joven le hizo saber a Esther que la cosa iba por buen camino.

Los gruñidos del macho complacido me hicieron sentir orgullosa de Esther. Al igual que yo, el esbelto joven contemplaba asombrado como aquella señora ponía en valor su veteranía. Me fije entonces en el brillo metálico de la alianza de mi hermana, que refulgía en la mano con que sujetaba el miembro viril de su amante.

¡CHUPS!  ¡CHUPS!  ¡CHUPS!  ¡CHUPS!

Con semejante servicio, el chico no pudo reprimir unos tímidos movimientos de cadera. Esther le dejó hacer.

― ¡Córrete! ―dijo la pobre casi sin resuello.

En vez de responder, el chico continúo metiendo y sacando la polla de su boca, despacio y con delicadeza, pero cada vez más dentro.

Mi hermana quería que el muchacho eyaculara lo antes posible, sólo de esa manera podía entenderse su total sumisión. Desafortunadamente, su amante continuó penetrándola oralmente hasta que apenas sobraron unos pocos centímetros fuera de la boca de mi hermana.

― ¡Córrete! ―suplicó sofocada por su propia saliva.

― No ―contestó el muchacho desafiante― Ya sabes lo que quiero…

― ¡Ni lo sueñes! ―sentenció ella al instante.

― Siempre dices lo mismo.

― ¡CABRÓN!

Aunque la tensión se podía oler desde el rincón del pasillo donde yo les espiaba, Sergio se agachó tranquilamente, sacó de una mochila un bote de color púrpura y lo colocó sobre la mesa dando un fuerte golpe.

¡PLASH!

― Como me gusta que te hagas la estrecha… ―le dijo haciéndose el chulito.

― Hijo de puta ―masculló ella.

“¡De qué cueva lo habrá sacado!”, me pregunté escandalizada viendo el bote de lubricante DUREX que el muchacho acababa de poner encima de la mesa de la cocina. Estaba claro que pretendía sodomizarla. Según parecía, no iba a ser la primera vez. Yo no entendía como una mujer madura y culta como mi hermana podía tolerar aquello.

Entonces el morenazo la agarró del brazo y la echó de bruces sobre la mesa. “¡AH!” ―se quejó Esther al ser tratada de aquella forma. Sólo su rapidez de reflejos y el gran tamaño de sus tetas impidió que su cara aterrizara sobre la madera.

Se me pusieron los pelos de punta al ver como el chico colocaba su polla sobre las nalgas de Esther. Su miembro resultaba impresionante incluso apoyado sobre el generoso trasero de mi hermana.

Entonces, el muchacho empezó a besarla apasionadamente en el cuello, justo debajo de la oreja. Al mismo tiempo que una mano del chico jugaba entre las piernas de Esther haciéndola jadear, la otra apuntaló su polla entre los húmedos labios de su rajita.

― “¡AAAGH!” ―jadeó al sentirla entrar.

― Qué suerte tiene tú marido… ¡Cómo chorreas!

― No, con él no ―confesó mi hermana rabiosa.

Todo se precipitó, el muchacho comenzó a empotrarla contra la mesa.

¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK!

Creo que fue entonces cuando metí apresuradamente mi mano por debajo de la goma de mis leggings y empecé a masturbarme. Mi clítoris me esperaba firme y goloso entre los labios de mi sexo.

― ¡AAAGH!  ¡AAAGH!  ¡OOOOOOGH! ―Esther gemía estrepitosamente, pero muy a su pesar el muchacho se detuvo bruscamente y gritó…

― ¡VAMOS! ¡HAZLO…!

Aunque cueste de creer, ella misma agarró el bote de lubricante y vertió un buen chorro de gel en el surco de sus nalgas. Aquel era una especie de ritual amoroso ensayado con anterioridad. ¡No daba crédito! Mi propia hermana se había lubricado el culo para ser sodomizada. El muchacho no se anduvo con remilgos, sin dejar de follarla utilizó el lubricante para meterle a Esther un dedo en el ano.

― ¡OOOOOOGH!  ―jadeó boquiabierta.

― Esto no te lo enseñaron en los cursos prematrimoniales, ¿eh? ―bromeó el chaval.

Como el muchacho la penetraba sin descanso, mi pobre hermana no dejaba de jadear ni un segundo.  Su cuerpo se estremecía con cada brutal embestida. De forma que mientras la cabalgaba su amante sustituyó el dedo corazón por el pulgar en el culo de mi hermana sin que esta se diera ni cuenta.

¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK!

― ¡AH!  ¡AAAH!  ¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAGH!!! ―Esther se estremeció sacudida por un súbito orgasmo, y el muchacho tuvo que esperar a que a mi hermana dejaran de temblarle las piernas antes de continuar.

¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK!

Mientras me acariciaba ávidamente en el pasillo, vi como el muchacho le metía un segundo dedo por detrás. Inteligente, aprovechaba que su duro miembro hacía las delicias de mi hermana para ir dilatando poco a poco su otro orificio. La pobre respingaba el trasero jadeando como una perra.

― ¡OOOOOOOOOGH!

Ver y oír como mi hermana tenía otro orgasmo fue demasiado para mí, di un paso atrás y dejé de mirar. Pensé largarme de allí, pero no logré dar ni un paso. La curiosidad y el vicio pegaron mis pies al suelo del pasillo. Me sentía hechizada y ansiaba ver lo que sabía que estaba a punto de ocurrir.

―¡¡¡AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH!!!

El grito de Esther llamó rápidamente mi atención. Sergio acababa de metérsela por el culo.

La completa diferencia entre sus expresiones resultaba inquietante. Mientras que él mostraba esfuerzo y determinación, mi hermana estaba totalmente desbordada y su mueca era dramática.

Sabedor de lo que tenía entre las piernas, el muchacho le dio unos segundos mientras le acariciaba la espalda con dulzura. Sin embargo, la pobre no dejaba de sollozar.

― ¡AAAH!  ¡AAAH!  ¡AAAH!  ¡AAAH!

Su amante sólo empezó a moverse cuando ella se calmó. El semáforo acababa de ponerse en ámbar y, aunque con evidente dificultad, cada pequeño empujoncito hacía que el nervudo miembro viril se hundiese un poquito más en el culo de Esther.

― ¡AAAY!  ¡AAAY!  ¡AAAY!  ¡AAAY! ―la pobre anunciaba amargamente cada movimiento.

El joven amante no se dejó llevar por la lujuria, pero empuñó firme el timón, manteniendo el rumbo y hundiendo su mástil en la popa de mi pobre hermana. Apoyada sobre los codos, Esther aún aferraba en su mano el bote de lubricante y derramó desesperada otro buen chorro entre sus nalgas.

¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK! ―las embestidas pronto resonaron con estrépito, como las campanas de una iglesia anunciando un “feliz enlace”.

Esther apretaba los dientes para aguantar el empuje del macho, que ya la enculaba con ímpetu. Fue entonces cuando el atento muchacho empezó a estimular su clítoris.

― ¡SI, POR FAVOR! ―suplicó ella de inmediato.

Su culo había dejado de estrangular la polla del muchacho, y ésta entraba y salía sin encontrar resistencia. El semáforo acababa de ponerse en verde.

― ¡AAAH!  ¡AAAH!  ¡AAAH!  ¡AAAH!

Esther tenía la mirada perdida y cara de éxtasis. Sodomizada y masturbada, el placer escapaba de su garganta inundando toda la cocina. Incluso yo misma sentía mi flujo resbalar por el interior de mis muslos.

¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK!

― ¡¡¡OOOOOOOOOOOOOGH!!!

Aunque Esther se mordía el puño para salvaguardar un poco de decencia, un nuevo orgasmo la hizo volver a gemir de placer.

Esta vez en lugar de dejar que se recuperara, Sergio la agarró de las caderas con ambas manos y continuó sodomizándola a toda velocidad, aumentando los lascivos palmetazos de su pubis contra las nalgas de Esther.

¡¡¡CLACK!!!  ¡¡¡CLACK!!!  ¡¡¡CLACK!!!  ¡¡¡CLACK!!!

― ¡AAAAAAH!  ¡AAAAAAH!  ¡AAAAAAH!  ¡AAAAAAH! ―berreaba desquiciada.

A pesar de los gritos de Esther, Sergio siguió follándole el culo un par de eternos minutos. Hasta que de pronto sus brazos se tensaron sujetándola con fuerza y…

― ¡AAAAAAAAAAAAAAAAGH! ―chilló esta vez el muchacho aplastando las nalgas de Esther para clavarle con fuerza toda su polla.

Aquello la superó como lo habría hecho con cualquier mujer, joven o madura, sofisticada o sencilla, culta o simplona. En cuanto percibió que su amante comenzaba a bombear esperma se corrió a chorros salpicando hasta el suelo de la cocina.

Viendo a Sergio abrazarla y besarla en el cuello con ternura mientras eyaculaba me hizo entender que no era un muchacho si no todo un hombre, y de hecho, el único hombre capaz de saciar a una mujer como mi hermana.

Sergio la deseaba ardientemente como mujer, y la apreciaba y respetaba como persona. Al final mi hermana había tenido suerte, había encontrado a un hombre maravilloso con quien ser infiel al cretino de su marido.

“¡Sal de aquí antes de que te pillen!” ―me dije imperativamente. Estaba desconcertada, cuando era hombre había visto eso en películas porno, pero sabía que esas mujeres eran actrices, actrices que simulaban sentir placer mientras las sodomizaban. Sin embargo, mi hermana Esther no había fingido ninguno de sus múltiples orgasmos. Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, nunca habría creído que una mujer pudiera gozar de esa forma mientras un hombre le da por el culo.

Así que como ya dije, ese día cambió para siempre mi opinión acerca de cosas como la fidelidad, la sodomía o la felicidad de las mujeres casadas.

Quise aprovechar el domingo para desconectar, por eso salí a correr por la mañana, aunque la verdad es que apenas aguanté cien metros. A pesar de que el sujetador deportivo me comprimía las tetas hasta dejarme casi sin respiración, éstas botaban incómodamente con cada zancada. “¡Menudo rollo!” ―me lamenté.

No me volví a casa, seguí andando durante una hora y decidí que ese mismo lunes me apuntaría a spinning en un gimnasio. Sobre la bicicleta el tamaño de mis tetas no importaría. Además, hacer deporte sola era aburridísimo, y en el gimnasio podría hacer esas nuevas amigas que tanta falta le hacían a mi jefa.

 Esa tarde de domingo empecé a leer el libro que Lucía tenía sobre la cómoda de su habitación. “La última confidencia del escritor Hugo Mendoza”. Antes de ser mujer yo no leía, bueno, sólo leía relatos eróticos en inglés o en francés por repasar idiomas. Como era lógico, yo prefería las cosas de hombres: las series de televisión, el fútbol, salir a correr, escuchar música, ver porno, etc.

Sorprendentemente, esa novela me enganchó desde el primer párrafo. Estuve leyendo sin parar hasta que me venció el hambre. Luego, cenando me ocurrió lo mismo. Ya no me apetecía tanto beber cerveza, ni comer carne y cosas grasientas, prefería cenar ligero: pescado, fruta, yogurt, incluso algo de verdura con un poquito de queso. Ser mujer estaba cambiando mis gustos.

El lunes volví a madrugar para estar temprano en la oficina. Había muchos asuntos atrasados que poner en orden, demasiados. La función de Esther en la empresa no sólo se ceñía a supervisar el trabajo de los demás, como yo pensaba. Lucía se encargaba además de las negociaciones más trascendentes, y de solucionar un sinfín de problemas de los diferentes departamentos que coordinaba.

La mañana del lunes andaba ajetreada. Por un lado, los jefes de sección acudían a mí en persona, y por otro recibía constantemente llamadas telefónicas de otras delegaciones para coordinar la dirección estratégica sobre precios, stocks, la nueva línea de productos, etc.

 Afortunadamente contaba con Mari, mi secretaria personal. Se trataba de una mujer menuda y más bien delgada, que caminaba tan tiesa como si llevara un corrector ortopédico para la espalda.

A pesar de los años, cerca de cincuenta, Mari era una mujer despierta y extremadamente diligente, una auténtica maquina que se sabía al dedillo el organigrama de la empresa y sus delegaciones internacionales, controlaba también los principales suministradores, los clientes importantes, los asesores jurídicos… todo. Mari llevaba en ese puesto más de veinte años, mientras que Lucía era ya la cuarta coordinadora que pasaba por allí. Precisamente por eso, Mari conocía mejor que nadie los entresijos del negocio, y en verdad era ella quién hacía funcionar ese despacho como un reloj suizo.

Sin embargo, Mari resultaba opaca para los demás. Era una mujer muy discreta y se sentía incómoda si alguien le preguntaba por su vida personal, así que nadie lo hacía. Estaba soltera y se vestía como si quisiera seguir siéndolo. Con la falda de su uniforme las demás secretarias habrían podido hacerse dos, y alguna puede que tres. Quizá por eso me sorprendió tanto que fuese precisamente ella quién me aconsejará acudir a la peluquería. Yo no había reparado en ello, pero me estaba dando cuenta de ir siempre perfecta era una lucha interminable.

De pronto se abrió la puerta.

― ¡Qué tal Lucía! ―voceó Gerardo nada más entrar. El gerente era el único que pasaba sin llamar ni ser anunciado.

― Buenos días. Adelante, adelante… ―dije en tono irónico.

Gerardo exhibía una sonrisa de oreja a oreja. Tras él pasó un muchacho con buen porte.

― Bueno, aquí lo tienes. Se llama Roberto. ―hizo una pausa para echarle un vistazo― ¿Qué te parece?

Gerardo se refería obviamente a mi comentario de la semana pasada, cuando dije que no me gustaban los críos y que no quería tener a mi cargo a ningún alumno en prácticas.

Miré a mi jefe con resignación mientras me levantaba para hacer las presentaciones.

Evidentemente, Roberto no era ningún crío, al menos en cuanto a físico se refiere. Era muy guapo y algo más alto que yo. Sus voluminosos labios y su piel oscura hacían pensar en algún ancestro africano. Bajo su inmaculado traje gris se adivinaba el cuerpo ágil y robusto de un hombre joven.

― Roberto esta es Lucía, tu tutora.

El muchacho se acercó a mí con intención de darme dos besos, sin embargo yo le tendí rápidamente la mano para que él hiciera lo propio. Me la estrechó algo contrariado por un plante al que a buen seguro no debía estar acostumbrado.

― Encantada ―dije sintiendo mi mano empequeñecida dentro de la suya.

―Un placer ―respondió con aire seductor.

― ¿Cuántos años tienes?

― Suficientes ―respondió él con sarcasmo.

Ahora era yo la sorprendida por su desparpajo.

― Espero que hayas venido con la mente despejada y ganas de… trabajar ―le avisé con sarcasmo ante su actitud seductora.

― Por supuesto.

― Ves lo que te decía ―intervino Gerardo dirigiéndose a Roberto― Esta preciosidad tiene siempre la espada en alto. Ándate con ojo.

― Ya veo ―asintió el muchacho con complicidad.

― Bueno, aquí os dejo ―se despidió el gerente― Y no olvides lo que te he dicho en mi despacho.

Gerardo forzó un gesto hosco que pronto mudó a una gran sonrisa llena de confianza, y dándole en el hombro una fuerte palmada de camaradería se marchó.

― ¿Qué te ha dicho en su despacho? ―le pregunte a Roberto en cuanto Gerardo salió por la puerta.

En vez de responder, Roberto levantó una de las sillas destinadas a los clientes y rodeando la mesa la plantó justo al lado de mi butaca.

― Ha dicho que no me acerque a usted ―bromeó con una sonrisa de oreja a oreja.

― Pues… mal empiezas ―dije sin dar crédito.

“Desde luego el chico es insolente. Veremos si de verdad tiene lo que hace falta…”, me dije pícaramente, pensando más en el tamaño de su miembro viril que en su inteligencia.

Pasé toda la mañana nerviosa. De algún modo, el perfume y el nivel hormonal de aquel joven minaban mi serenidad. Se me aceleraba el pulso sólo de sentirle cerca de mí, y cuando nuestras miradas se cruzaban podía intuir el deseo en sus ojos.

Obviamente, el intento del gerente de marcar su territorio no había funcionado. Sin duda Roberto apuntaba a convertirse en uno de esos triunfadores acostumbrados a conseguir todo lo que se proponía: trabajo, sueldo, mujeres… Seguro que aquel joven gigoló tendría a tres o cuatro chicas loquitas por él.

Desafortunadamente para Roberto, hacía tiempo que yo había dejado de ser una muchacha ingenua e impresionable.

Yo pensaba que no tardaría en distraerse mirando mi escote. Sin embargo, Roberto atendió con avidez mis explicaciones preguntándome en cuanto sentía que algo se le escapaba. Se notaba que el mundo de los negocios le fascinaba. De modo que conforme transcurría la mañana, se iba disipando mi frialdad inicial hacia él chico.

Sin darme cuenta empecé a mirarle con otros ojos. Su astucia comenzó a seducirme discretamente. Sus suculentos labios, su voz firme y su porte elegante me atraían cada vez con más intensidad, y cuando quise darme cuenta de lo que pasaba ya estaba deseando meterle la mano dentro del pantalón.

Debía hacer algo enseguida para cortar aquello, así que puse en marcha la primera idea que me vino a la cabeza.

― Ya que te has puesto al corriente del asunto de CRISCO, quiero que te encargues personalmente de hacer el seguimiento de su valor en bolsa. Analiza también su historial bursátil y compáralo con otras dos empresas análogas. El miércoles quiero un informe detallado, céntrate sobre todo en la estimación de la caída. Tenemos que saber cuándo será el mejor momento para comprar, ¿entendido?

― Por supuesto ―afirmó tajantemente.

― Ya está bien por hoy. Espero que hayas aprendido algo.

― Ahora entiendo porque Gerardo dice que eres la mejor ―respondió mirándome con admiración.

Su fervor y respeto eran sinceros, y no un vano intento de alagarme.

― Puedes marcharte ―le insté señalando la puerta.

― Preferiría quedarme aquí hasta que todos se hayan ido ―dijo el muy rufián cambió. Su mirada se había enturbiado.

― ¡Ja! ―solté una carcajada― ¿Qué pasa? ¿Es que te ponen las maduritas?

― Ummm ―dudó que responder― Sólo las que mejoran con los años.

― Gracias por el piropo… ―sonreí ante su cauta respuesta. El muchacho había salido con soltura de aquel aprieto― …que lástima que te vayas a largar ahora mismo ―sentencié.

― Como usted mande, “señora”.

Roberto se levantó, y haciendo una pomposa reverencia salió del despacho con paso seguro, confiado en tener buenas cartas.

Me había fastidiado que aquel pequeño bribón me llamase “señora”, pero lo cierto es que a veces las “señoras” también necesitan apagar el fuego de entre sus piernas como si fueran inquietas jovencitas, así que continué con mi plan de extinción de incendios antes de que la cosa fuese a mayores. Aparté mi mente de aquellos incestuosos pensamientos con mi alumno en prácticas y descolgué el interfono.

Sofocada, le pedí a Mari que hiciera venir a Pedro, el Jefe de la sección de inversiones.

― Buenas días, siéntate por favor ―le dije al cuajado ejecutivo en cuanto asomó su cuidada barba por la puerta.

Entonces descolgué de nuevo el interfono y le pedí a Mari, que no me pasara llamadas ni visitas.

― ¿Buenas noticias? ―deseaba fervientemente poder darle su premio.

A continuación Pedro me detalló entusiasmado que el mercado de la grasa de palma estaba evolucionando según lo previsto. Los precios estaban bajando, lo cual hacía prever unos sustanciosos beneficios para nuestra empresa una vez que nos hubiéramos hecho con el control de CRISCO, uno de los tres principales comercializadores a nivel mundial.

Me gustó la pasión con la que Pedro fue desgranando los detalles de la operación. Se le veía emocionado, pero yo estaba tan terriblemente excitada que no le dejé terminar. Me levanté de la butaca y me quité las bragas ante su incrédula mirada. Sin darle tiempo a reaccionar me subí la falda hasta mostrar mi pubis y acto seguido me encaramé sobre la mesa. Coloqué sin prisa los tacones de mis zapatos en cada uno de los reposabrazos de su silla. Pedro tenía ante sí mi húmedo y jugoso sexo. Ambos, él y mi coñito, estaban boquiabiertos.

― Cómetelo ―ordené sin más.

Durante unos largos segundos Pedro se quedó mirándome sin poder creer lo que estaba ocurriendo. Después entornó los ojos aceptando el desafío. Tocó con cuidado mis tobillos y fue subiendo sus dedos poco a poco hacia mis rodillas. Acariciándome con sus suaves y cálidas manos emprendió un descenso suicida que pronto dejó de importar, ya que metió al fin la cabeza entre mis piernas y empezó a morder los hinchados y prominentes labios de mi sexo.

― ¡OOOGH! ―gemí extasiada.

Despatarrada sobre la mesa gocé en cuerpo y alma de aquel cautivador espectáculo. La lujuria fluía torrencialmente entre mi sexo y su boca. Pedro echó una rápida mirada hacia arriba, desafiante. Por segunda vez aquel hombre me volvió a sorprender, sólo que esta vez su boca hacía algo mucho más convincente que hablar.

Entonces las manos agarraron con saña mis grandes tetas. Jadeé de gusto mirando al techo, afligida y sometida por el placer que aquel hombre me estaba proporcionando.

Pedro demostró su predilección por la fruta jugosa, y no dudó en echarse al suelo para seguir dando cuenta de mi sexo. Me lo comía desesperadamente, pero con mucha maña. Los rápidos y certeros movimientos de su lengua se traducían al instante en gemidos que manaban de mi boca a borbotones.

― ¡Sí!  ¡Sí…! ―gruñí bien abierta de piernas.

Me agitaba reclamando más y más, y en cuanto él se percató me penetró con un par de dedos. Esa profunda galantería por su parte provocó que empezara a contonear mis caderas restregando todo mi sexo contra sus fauces.

― ¡OOOOOOGH! ―gemí desgarrada dando espasmos.

Sentir tanto placer en mi coño se hizo insoportable, pero Pedro estaba decidido a matarme de gusto aunque ello le costara ahogarse entre mis piernas.

Yo estaba visiblemente afectada por el orgasmo, sin embargo, Pedro continuó comiendo como si nada. Tenía los morros resplandecientes de fluidos femeninos y aún así no me daba tregua. Mis sollozos aumentaron y mi cuerpo se tensó de nuevo aprisionando con fuerza su cabeza.

― ¡OOOOOOGH!  ―”¿Otra vez?” me pregunté sorprendida por un nuevo clímax.

Pedro sonrió con maldad, y entonces el muy canalla se incorporó y se bajó la cremallera del pantalón. El ejecutivo tuvo que luchar para poder sacársela a través de aquella pequeña abertura. Fue sobrecogedor, el muy cabrón tenía un rabo enorme.

¡PLASH!

Me asusté. Me asusté tanto que mi reacción instintiva fue darle una bofetada que hizo retumbar las paredes.

― ¡LARGO! ―grité indignada. No lo podía creer… Iba a follarme con “eso”, y yo… yo aún era virgen.

Pedro se me quedó mirando furioso, de buena gana me habría devuelto la bofetada. Tenía el puño cerrado y lo apretaba fuerte para que la rabia no escapase. Afortunadamente logró contenerse. Se guardó la polla y me miró con un resentimiento más que justificado. Después de lo bien que me había comido el coño, lo mínimo hubiera sido devolverle el favor.

Naturalmente, Pedro creía estar delante de Lucía, pero eso no era del todo cierto. El cuerpo de la mujer a quien acababa de complacer era sin duda el de su atractiva jefa, pero tras el accidente de tráfico yo lo había tomado prestado. Siempre había querido estar en su piel, tener el poder y la autoridad de Lucía, y entonces sufrimos aquel accidente y de forma inexplicable nuestras identidades se intercambiaron.

Por increíble que pudiera parecer, ahora yo estaba atrapado dentro de su cuerpo y posiblemente ella yacía en estado de coma en el hospital, aunque eso no tendría forma de saberlo con certeza hasta que no se despertara.

Teniendo en cuenta que sólo hacía una semana de eso, mi violenta reacción no era difícil de entender. Si bien estaba empezando a sentirme mujer, yo nunca antes había tenido sexo con un hombre. Por eso me asusté tanto cuando comprendí lo que Pedro pretendía hacer.

 Estaba muy confundido, yo jamás había deseado a un hombre hasta que me convertí en Lucía. Era irónico, aunque ahora me gustasen los hombres yo seguía siendo “hetero”, ya que desde nuestro accidente jugaba en el equipo contrario, el equipo al que le gusta que se la metan.

Estaba hecha un lío y no me sentía capaz de seguir revisando informes, así que di por terminada la jornada laboral.

Cuando salí del despacho me llevé una nueva sorpresa, me encontré a Roberto apoyado sobre la mesa de mi secretaria. Estaban cuchicheando como si se conociesen de toda la vida, y Mari se tapaba la boca tratando de disimular su risa.

― Qué chico tan terco, ¿verdad Mari? Vamos a tener que llamar a los de seguridad para que deje tranquilas a las chicas de esta oficina ―dije enfadada al suponer que se estaban riendo de mis gemidos.

Roberto salió al paso tratando de eludir el uso de la violencia.

― No se moleste, sólo estábamos hablando de la universidad ―improvisó Roberto intercambiando una mirada cómplice con mi secretaria.

― Bueno, pues… ¡Hasta mañana! ―me despedí y salí de allí a paso ligero, prefería no discutir. Si Roberto se sentía capaz de seducir a Mari allá él. Yo ya me sentía bastante ofuscada después de mi orgasmo y posterior arrebato.

Un par de horas más tarde aún seguía dándole vueltas a lo ocurrido con Pedro. Estaba tirada en el sofá mientras el café se aburría esperando sobre la mesita.

 Después de todo, tenía suerte de ser Lucía, pues sabía que con su cuerpo podría conseguir al hombre que quisiera.

Tenía a Gerardo a mis pies, aunque como posible amante estaba descartado. Además de ser un hombre casado y mucho mayor que yo, Gerardo era mi jefe, y acostarse con el jefe no es buena idea. Me convenía más mantener con él esa tensión sexual que tan buenos resultados le había dado a mi predecesora.

Luego estaba Pedro, mi jefe de sección preferido desde aquella precisa mañana. Al ser mi subordinado, tener una aventura con él no sería tan comprometido. Además, él seguía soltero y que yo supiese ni siquiera tenía novia. Pedro me gustaba, era muy eficaz, ambicioso y apasionado en el trabajo, y seis o siete años más joven que yo, lo cual me gustaba más todavía. Un hombre interesante, con experiencia y que sabía vestir bien. Sí, sin duda Pedro habría sido el elegido de no ser por la repentina y triunfal aparición de mi “alumno”.

Visto lo visto, a pesar de su juventud a aquel descarado no le debía faltar experiencia con las mujeres. Alto, guapo y con un cuerpo de esos que enturbian la mente de cualquier muchacha, sólo le faltaba llevar tatuado: “Peligro”. Roberto me recordaba a una de esas luces en mitad de la noche que tanto les gustan a los bichitos, de esas de automóvil a cien kilómetros por hora, tan deslumbrante e irresistible.

¡RIIING!  ¡RIIING!

El chirrido del teléfono reclamó mi atención.

― ¡Hola! ¿Cómo vas? ―era Esther, mi hermana.

― Bien, bien.

― ¿Tienes plan para esta tarde? ―me preguntó

― Pensaba ir al gimnasio, no hay quien salga a correr con estas tetas ―le expliqué― Quiero apuntarme a spinning a ver qué tal.

― ¡Jo, qué envidia! ―exclamó― Luego me pasas los horarios. Los martes y los jueves por la tarde los niños están en las extraescolares un par de horas.

― Claro. Estaría genial.

― Oye, si puedes pásate esta tarde un rato por el parque. Estaré allí con los nenes. El que hay al lado del cole. ¿Vale?

― Claro, ahora me paso ―acepté encantada― Me llevo todo y luego me voy al gimnasio desde allí.

Algo me decía que mi hermana necesitaba verme y, después de preocuparse tanto por mí tras el accidente, yo quería ayudarla en lo que pudiera.

Cuando llegué vi a mi hermana sentada con otras mujeres. Hablaban animadamente, pues todas pertenecían al mismo club, el de las “mamás”. Al parecer discutían sobre la sustitución de los libros de textos por ordenadores al curso siguiente. En ese momento, una de ellas se quejaba de que sería perjudicial para la vista de los niños. Mi hermana estaba rara, parecía preocupada.

Aunque no era asunto mío, a mí me parecía bueno que mis sobrinos aprendiesen informática desde chiquitines, así que quise convencer a aquellas mujeres de que apoyasen el cambio.

Empecé diciendo que los chicos deberían seguir haciendo sus tareas por escrito hasta haber afianzado la lectoescritura. Al decir eso supe que me había ganado su confianza, y entonces justifiqué el cambio haciéndoles ver que el uso de la informática es cada vez más precoz y generalizado. Además, la informática ofrece herramientas didácticas acordes a los tiempos que vivimos y sobre todo, consideraba fundamental que educasen a los niños sobre cómo comportarse a través de internet, para sacarle provecho en vez de utilizarla la red sólo para jugar.

Entonces sonó el teléfono de Esther. Descolgó rápidamente, y se apartó para poder hablar.

― Era del “fisio” ―empezó a hablar algo agobiada― Dice que tiene que cancelar la cita que tenía mañana, pero que si voy ahora me atenderá. Te importaría quedarte con los chicos un rato. Será sólo una hora.

― ¿Vas al masajista? ―pregunté haciéndome la ingenua― No me habías dicho nada.

― ¿Cómo que no? ¡Pero si llevo yendo seis meses!

La miré con cara de póquer. Yo no era Lucía hace tanto tiempo, pero intuía que Esther me estaba mintiendo y eso no me gustaba. No podía hacerme la tonta, yo quería que siguiéramos confiando la una en la otra, así que tuve que ser sincera con ella.

― Mira Esther, sé que tienes un lío, así que no hace falta que me mientas.

― ¿Có… Cómo? ―tartamudeó.

Por la expresión de su cara supe que Esther me había oído perfectamente, lo que la pobre no entendía era cómo me había enterado. Desolada, mi hermana se disculpó por haberme mentido y confesó que no estaba bien con Ángel desde hacía tiempo. Dijo que sabía que era una locura, pero que Sergio le ayudaba a sobrellevar su desdichada vida. Estaba hecha un flan.

Yo no pensaba hacerle reproches, de hecho yo ni siquiera era realmente su hermana. No obstante, sí conocía a su marido y él me parecía un imbécil maleducado. Sin embargo, había algo que me intrigaba como mujer novata.

― ¿Y… no te duele?

Esther se me quedó mirando sin entender.

― ¿Romper mi matrimonio? ―intentó aclarar.

― ¡No, idiota! ―me eché a reí sin poder evitarlo y después de mirar para comprobar que nadie nos oía, susurré― Que si no te duele que te la meta por detrás…

La cara de Esther mudó del temor al sonrojo. Evidentemente, mi hermana mayor no sospechaba que yo conociera tan al detalle sus caprichos sexuales.

― ¿Pero…? ―no sabía qué decir.

― Esther, todo fue una maldita casualidad. Se me olvidó coger agua para los críos y cuando subí… pues… ―dudé un momento y opté un disparo limpio― Lo vi todo.

Entonces mi hermana tomó aire y empezó a hablar. Me dijo que Sergio había visto a sus padres hacerlo de ese modo y que a él le parecía algo normal. El muchacho daba por hecho que, al igual que a su madre, a ella también le gustaría que se la metieran por el culo.

Al principio, Esther le fue dando evasivas: que eso requería de tiempo y confianza, que él la tenía muy grande, que su marido se daría cuenta… Sin embargo, como de vez en cuando Sergio volvía a pedírselo, a ella le pareció mal no decirle la verdad. De manera que al final Esther acabó confesando que nunca la habían sodomizado, ni siquiera su marido.

Saber la verdad hizo al menos que el chico comprendiera lo que ocurría, y que dulcificara su estrategia. A partir de entonces trató de engatusarla prometiendo que lo haría con delicadeza y tan despacio como hiciera falta.

Curiosamente, después de todas sus evasivas, fue ella misma quién lo preparó todo. Sergio iba a cumplir veintiún años y, dado que por aquel entonces ya llevaban casi un año liados, ella quiso regalarle eso que siempre le había negado.

Como muchas mujeres, mi hermana sentía curiosidad por esa práctica tan indecente. Me explicó que antes de hacerlo había estado practicando a solas. Primero con un plátano y luego con una de esas bananas enormes, eso sí, siempre con un montón de lubricante.

Aún así, la primera vez quiso ser cautelosa y se puso arriba para llevar las riendas en todo momento. Por lo visto, a pesar de todo estaba muy tensa y fue un suplicio conseguir que entrara. Como además Sergio está bastante dotado, a ella le costó acostumbrarse y sentirse suficientemente excitada para cabalgar sobre él. Evidentemente, aquel día Esther alcanzó un orgasmo bestial, si no yo no hubiera visto aquel espectáculo en su casa.

Después de confesarme todo aquello, Esther se marchó a que su “fisio” le enderezara las cervicales y no regresó hasta una hora después, sonriente y tan llena de felicidad como de semen.

Yo había visto con mis propios ojos de lo que eran capaces. Sergio era un auténtico animal y, viendo a mi hermana cruzar y descruzar las piernas, supe que ella había estado a la altura.

― ¿Qué tal? ―pregunté pícaramente.

― ¡Qué barbaridad! ―respondió afectada― ¡No se da cuenta de que ya no tengo veinte años!

― Pues eso pienso yo, que tenías que buscarte a alguien de tu edad.

― No seas tonta ―discrepó al instante― Sé de sobra que ese pajarito echará a volar tarde o temprano, así que déjame que lo disfrute hasta entonces.

Esther tenía razón. Después de aguantar durante años al idiota de su marido, mi hermana se merecía un buen amante.

― Por cierto, ¿no vas un poco descuidada? ―me peguntó saltando temerariamente de tema.

Debía ser cierto, era la segunda persona que me decía que necesitaba que me dieran “un buen repaso”.

Cuando estaba llegando al dichoso centro de estética vi a una chica con atuendo de trabajo en la puerta, se estaba fumando un cigarrillo.

― Hola, no tengo cita, no sé si podréis atenderme.

La chica, de poco más de veinte años, echó un rápido vistazo a su reloj y después exhaló sensualmente un hilo de denso humo blanco. Llevaba los labios pintados de color malva. Aquella muñeca me observó de arriba abajo.

― Iba a cerrar ―dijo con desdén― pero si te esperas a que me acabe el cigarro, veremos qué podemos hacer.

― Perfecto, gracias.

― No hay de qué ―contestó antes de dar una nueva calada con sus labios de caramelo ― ¿Cuánto hace que no pisas una peluquería?

― Pues… No tengo ni idea ―sonreí, hacía sólo dos semanas que era una mujer― Pero no pensaba que estaba tan mal.

― ¡Qué no…! ―la chica se guardó educadamente su opinión, pero su gesto desdeñoso fue bastante elocuente.

Sentí un hormigueo viéndola disfrutar de tan malsano vicio, atrapando el filtro entre sus sensuales labios y haciendo que el tabaco prendiera con intensidad. Retenía el humo unos segundos y luego lo soplaba poniendo morritos. Resultaba imposible no imaginar lo que aquella chica sería capaz de hacer con una buena polla. Chupaba con tanta fuerza que se fumó lo que le quedaba en tres caladas.

― Me llamo Carmen ―dijo invitándome a pasar― Encantada de ser tu peluquera.

― Yo soy Lucia. Encantada de ser tu clienta.

Carmen sonrió y accionó un mando a distancia que hizo bajar la persiana hasta la mitad más o menos, disuadiendo así a otros clientes de última hora.

― Tienes un pelo muy bonito ―dijo.

― Gracias.

Cuando echó a andar delante de mí, me dejó de nuevo sin aliento. Llevaba unos leggings negros que no dejaban nada a la imaginación. La ceñida y elástica prenda se ajustaba como un guante a su precioso trasero. Además, la profunda separación entre sus glúteos revelaba que llevaba puesto un tanga.

― Habrá que lavártelo primero ―indicó.

Aunque bastante delgada, Carmen meneaba orgullosa su fabuloso trasero. También mostraba sus opulentos y apretados pechos a través del amplio escote de su ropa de trabajo. Aquella chica sabía que estaba buena y no dudaba en exhibir todos sus encantos.

Era bonita, aunque una nariz algo grande rompía la armonía de su rostro. Precisamente un arito adornaba una de las aletas de su nariz. Sus ojos almendrados perfectamente maquillados le daban un toque oriental, pero sobre todo lo demás destacaban sus gruesos labios perfectamente perfilados de un malva húmedo y brillante. La chica era en sí misma una muestra de lo buena que era en su trabajo.

Obviamente, Carmen también llevaba un corte de pelo perfecto. Su media melena rubia y lacia terminaba en un corte inclinado. Demasiado moderno para mi gusto, pero que combinaba de maravilla con su estilo futurista.

Me colocó una toalla sobre los hombros y sonriendo, me indicó que tomara asiento en uno de los lava-cabezas.

― Échate hacia atrás, “porfa”.

Sentí como sus dedos se metían desde abajo entre mis cabellos, peinándolos suavemente.

― Vaya cantidad de pelo tienes ―dijo al tiempo que sus dedos me provocaban un escalofrío que me recorrió desde la cabeza a los pies.

Con los ojos cerrados, escuché el grifo y enseguida percibí la afrutada fragancia del champú. Sus manos lo extendieron masajeando suavemente con las yemas de sus dedos, mientras yo permanecía inmóvil disfrutando de sus caricias.

El contacto de sus dedos eran tan sensual que no tarde en sentir como empezaba a excitarme. Los labios de mi sexo comenzaron a llenarse de sangre generando calor e inquietud entre mis piernas.

Entonces, Carmen me aclaró el pelo y lo envolvió con la toalla. Meneó de nuevo su maravilloso trasero para coger un paño de tela negra y al inclinarse frente a mí para colocármelo metió su generoso escote bajo mis narices. Aquel primer plano de sus firmes y redondas tetas terminó de despertar mi instinto cazador.

No pensaba que me iba a gustar tanto cuidar mi aspecto. Gracias a aquella muchacha, cuando salí de la peluquería tenía el pelo perfecto, las cejas divinas y el clítoris ardiendo.

Debía que hacer algo urgentemente, aquel fuego amenazaba con abrasarme viva. Sentía que necesitaba un hombre, así que saqué el teléfono del bolso y busque en la lista de contactos.

― ¿Pedro? Soy Lucia, ¿cómo estás?

― ¿Tú qué crees? ―respondió con sarcasmo.

― Lamento haberte pegado. No sé que me ha pasado ―me disculpé.

Esa mañana, mi empleado favorito me había comido el coño como un demonio. Sin embargo, cuando Pedro sacó su rabo me asusté y le di una bofetada. Nunca me habían penetrado, ya que apenas hacía dos semanas que era una mujer.

― No pasa nada, Lucia.

― Entonces, ¿me perdonas? ―pregunté.

― No ―respondió tan sereno como tajante.

Hubo un instante de duda y silencio. Yo pensaba ya en invitarle a casa para hacer las paces, pero su tozudez me obligó a tomar otro camino.

― ¿Estás ocupado? ―dije para seguir el juego.

― No, estaba leyendo un poco.

― ¿Ah, sí? ―dije gratamente sorprendida― Yo estoy leyendo una novela buenísima de Joaquín Camps.

Se hizo otro incómodo de silencio.

― ¿Te apetece tomar algo? ―propuso él, gracias a dios.

― Sí, claro ―acepté entusiasmada― Pero acabo de llegar a casa. ¿Por qué no te pasas por aquí? Tengo de todo.

― Eh… de acuerdo ―dijo extrañado por mi proposición― Mándame tu dirección y salgo ahora mismo.

En cuanto le envié un mensaje con mi dirección fui a cambiarme a toda prisa. Me pasé una toallita íntima antes de cambiarme de bragas y busqué un vestido de la marca DESIGUAL que había visto días atrás en uno de los armarios. Aquel sencillo vestido era elegantísimo, y su discreta falda dejaría ver mis bonitas piernas. Sobre el color negro tan propio de esa marca, una gran flor fucsia le daba un toque exquisito. No tenía escote, pero se ceñía a la perfección a cada una de mis curvas.

― Qué guapa estás ―dijo Pedro nada más verme.

― Gracias, tu también.

 No lo dije por compromiso. Pedro llevaba unos vaqueros oscuros y una deslumbrante camisa blanca. Estaba tan arrebatador que me habría arrodillado allí mismo para devolverle el favor de aquella mañana, pero antes me apetecía jugar un poco con él.

Preparé las copas y nos sentamos en el sofá.

Como buen ejecutivo, Pedro había descubierto un peligroso vicio en las empresas por las que había ido pasando.

― En este país casi todas las grandes empresas llevan una contabilidad “B”. La carga impositiva es demasiado elevada, y hay tanta competencia que muchas de esas empresas dejarían de ser rentables si pagaran lo que dice la ley. Estamos obligados a ocultar parte de nuestros beneficios para pagar menos y poder reinvertir en nuestro negocio.

Yo atendía con fervor la exposición de Pedro, me excitaba muchísimo cuando hablaba de forma tan exaltada. Sin embargo, en ese momento, más que las inversiones, los gastos o los impuestos… lo que a mí me interesaban eran los beneficios que podía proporcionarme su polla.

― Un amigo que está en Hacienda me dijo el domingo pasado que nos andemos con ojo ―prosiguió― Los ingresos y los gastos se están descuadrando.

Yo me acerque a él y poniéndole la mano sobre la pierna, le pregunté.

― ¿Y qué crees tú que deberíamos hacer?

Pedro hizo un esfuerzo por ignorar el contacto y continuó hablando. Lo tenía todo bien pensado.

― Tenemos que crear tres pequeñas empresas en Filipinas, Tailandia y Vietnam utilizando una sociedad inscrita en un paraíso fiscal. Yo recomendaría algún país subdesarrollado del Caribe, como Belice por ejemplo.

Mientras él hablaba, yo comencé a palpar con descaro su musculosa pierna.

―…Estas empresas “externas” ―puntualizó― serán oficialmente parte de nuestros proveedores de materias primas, reales y ficticias. Sólo habría que engordar albaranes y facturas por el importe del dinero que necesitamos hacer desaparecer.

Yo estaba cachondísima. Ya no aguantaba más, era el momento de arriesgarse, de saltar al vacío.

― ¿Y cómo haríamos para que el dinero volviera a nuestras manos? ―al formular mi pregunta, sonreí y agarré su abultado paquete.

Pedro entornó los ojos mirándome con suspicacia, pero continuó explicando los detalles de su plan como si tal cosa.

― Lo mejor es que todo es perfectamente legal. Lo único que hacemos es declarar nuestros beneficios en… ―no fue capaz de terminar la frase― Lucía, si sigues haciendo eso no puedo…

Yo me mordía el labio inferior mientras con mi mano palpaba el escandaloso bulto de su pantalón.

― De verdad que lo siento, Pedro, no sé lo que me pasa… ―dije abochornada― Pero no te preocupes, sé cómo arreglar esto.

Desabroché de inmediato su cinturón, le baje la cremallera y levanté la goma del bóxer para liberar su palpitante erección.

― ¡Guau! ―exclamé.

Yo sabía que Pedro estaba muy bien dotado, de sobra para una novata como yo. Empuñé con decisión su duro mástil y me humedecí los labios relamiéndome ante su atenta mirada. Se la meneé con fuerza arriba y abajo, se me hacía la boca agua de sólo pensar en comérsela.

― ¡OOOGH! ―gruñó Pedro.

Me puse de rodillas en el sofá y entonces se la escurrí provocándole otro estremecimiento. De la punta de su glande brotó una gotita casi transparente. Sonreí maliciosa y acerqué mi rostro a su verga. Saqué la lengua y la deslicé por todo el tronco hasta atrapar aquella gota entre mis labios.

― UMMMM ―me relamí― ¿Tienes más?

― Mucho más, jefa.

― Eso espero ―le advertí mientras subía y bajaba la fina piel que enfundaba su columna. Estaba francamente impresionada por la rigidez y dureza de su miembro. “La carne es débil, pero su polla no”, pensé.

Entonces, bajé la cabeza y lamí en círculos su glande hasta dejarlo resplandeciente. Mi propia saliva convirtió aquella roca en un jugoso pedazo de carne. Lo metí por fin en mi boca y amoldé mis labios a su grueso contorno.

― ¡UMMMMM! ―ronroneé como una gata.

No tenía ni idea de cómo empezar, así que me dejé llevar. Comencé a succionar haciendo que mis mejillas se pegaran a su miembro, sintiendo como su polla palpitaba en mi boca.

― ¡Ufff, es muy gorda! ―exclamé boquiabierta.

Él me miró orgulloso y excitado. Su rostro esbozó una malévola sonrisa y entonces apoyó su mano sobre mi cabeza guiándome con firmeza hacia abajo.

Cuando yo era un hombre me encantaba que las mujeres me mirasen cuando me la mamaban, y eso fue justo lo que hice. “¡Dios, aquello me estaba gustando!”, pensé escandalizada con la boca completamente llena de él.

De repente sentí la mano de Pedro colarse entre mis muslos. Aquel hombre estaba resultando más intrépido de lo esperado. Hizo camino bajo mi falda y al llegar a mi entrepierna se deslizó bajo mis braguitas.

― ¡Estás chorreando, zorra! ―masculló entre dientes.

No me lo podía creer, acababa de llamarme zorra. Aquello fue su sentencia de muerte. Mientras le atravesaba con la mirada, mis labios envolvieron su erección y empleando mi lengua pulí con rabia todo su capullo.

― ¡Dioooooosss! ¡Joder! ―clamó removiéndose en el sofá.

A la vez que yo devoraba literalmente su polla haciendo que la punta alcanzara mi garganta, Pedro castiga severamente mi clítoris.

Yo le miraba con cara de hembra viciosa mientras le hacía toda clase de guarradas. Se la mamé con gula, chupando arriba y abajo como loca, sorbiendo mi propia saliva de forma escandalosa.

¡CHUPS!  ¡CHUPS!  ¡CHUPS!  ¡CHUPS!

Mis babas se empeñaban en escapar a través de las comisuras de mi boca, obligándome a regalar los oídos de Pedro con unos sorbos muy evocadores.

¡CHUPS!  ¡CHUPS!  ¡CHUPS!  ¡CHUPS!

Mi coñito empezaba a crisparse. Sus malvados dedos no dejaban de atosigar a mi pobre clítoris y de hurgar en mi delicada vagina. Cuanto más me estimulaba él más hambrienta y lasciva me sentía yo.

¡CHUPS!  ¡CHUPS!  ¡CHUPS!  ¡CHUPS!

Se le había puesto la polla enorme. La situación era emocionante, nuestra conducta febril, y el placer simplemente sublime.

― Lucía, si no paras me voy a correr ―me previno.

Aunque Pedro me había avisado cortésmente de que estaba a punto de eyacular, yo sabía de sobra que para un hombre una buena mamada implicaba inexorablemente que la mujer recibiera su esperma en la boca, y yo estaba decidida a hacerle una mamada increíble. De hecho, el frenesí del clímax hizo que deseara fervientemente que Pedro reventase de gusto en mi boca.

Mientras tanto, su dedito continuó dándome caña, empeñado obstinadamente en hacerme perder la razón. De repente mis piernas se contrajeron, mi cuerpo se quedó rígido y un violento orgasmo me dejó paralizada.

¡UMMMMM!  ¡UMMMMM!  ¡UMMMMM! ―gemí sofocada, con su pollón en mi boca.

Pedro recibió de lleno mis convulsiones, y mi orgasmo hizo detonar el suyo. Primero hubo un instante de quietud, roto en seguida por un urgente gemido masculino. Su polla se sacudió enérgicamente descargando un copioso chorro de esperma. Aquel caldo denso y amargo anegó el escaso espacio libre dentro de mi boca. Disfruté de mi premio, me lo tragué como una glotona vanidosa, aunque en el fragor de la batalla parte del ardiente elixir rezumó por la comisura de mis labios.

Las convulsiones de mi generoso amante se fueron distanciando dando paso a un estado de paz realmente glorioso. A pesar del alboroto, su polla seguía dentro de mi boca, claro que flácida y esponjosa. Incluso así me gustaba chuparla, ahora cabía toda, parecía una golosina. Mientras Pedro me acariciaba con ternura la espalda y el trasero, yo se la escurría con mi lengua. Ya no quedaba nada, sólo su delicioso sabor.

Permanecí varios minutos en silencio disfrutando de sus caricias. Luego me incorporé sin prisa, incapaz aún de creer lo ocurrido. Acababa de chupar mi primera polla, y por la cara de Pedro, había sido total un éxito.

― Bueno, qué rollo me estabas contando de los impuestos… ―dije burlona, aún con restos semen alrededor de la boca.

Pedro me miró y nos echamos a reír.

Tal y como yo había previsto, dos semanas después nuestra empresa se hizo con el control accionarial de CRISCO.

Al depositar toda mi confianza en mis subordinados, el trabajo en equipo empezó a dar frutos. Aunque la estrategia con CRISCO hubiese sido de mi “predecesora”, ahora los miembros de mi equipo se sentían responsables y orgullosos de aquel éxito empresarial. Mi relación con los compañeros de trabajo era completamente diferente, mejor en mi opinión. Ya no se basaba en la obediencia y la eficacia como con su antigua jefa, si no en la lealtad, el respeto, el entusiasmo y el esfuerzo individual en beneficio del equipo.

Gracias a mi forma de ser, había pasado de ser considerada una dictadora a convertirme en una líder. Había establecido un fuerte vínculo de confianza con mis colaboradores más cercanos, pero sobre todo con Pedro.

No entendía cómo había podido ocurrir, pero el hecho era que Pedro se había transformado en algo más que un simple compañero. Cada tres por dos me sorprendía a mí misma pensando en él. Me gustaba tenerle cerca, y de forma premeditada buscaba escusas para hacerle venir a mi despacho. Pedro era un hombre serio, sencillo, directo y tenía un humor irónico que me encantaba.

No habíamos vuelto a tener sexo desde aquel día que le hice una mamada. Al igual que yo, Pedro andaba muy ocupado. Cuando no estaba hablando por teléfono estaba absorto en sus papeles. Había conseguido que la junta directiva aprobase su plan para evadir impuestos y financiar con ese dinero la construcción de varias granjas.

Al verle tan liado yo no me había atrevido a volver a insinuarme, pero la verdad es que estaba desesperada. Por las noches no podía dormirme si no me masturbaba pensado en sus labios, sus ojos, su…

Gracias a Dios, el trabajo me mantenía ocupada. Mi jornada laboral fue alargándose a medida que los nuevos proyectos se iban poniendo en marcha. Pasaba muchísimo tiempo delante de mi portátil, cuando no iba de reunión en reunión. Por las tardes revisaba la ingente cantidad de correos electrónicos e informes, ya que yo era la encargada de coordinar el trabajo de mucha gente en función de la estrategia de expansión de nuestra empresa. Apenas sacaba una hora a mediodía para poder comer algo en el restaurante de enfrente.

Aunque el ritmo en la oficina era intenso, conseguí mantenerlo gracias a que cuando salía de allí me olvidaba de todo. Las noches y los fines de semana eran para descansar y desconectar con mis nuevas amigas del gimnasio o con mi hermana mayor.

Mi antigua jefa siempre había descuidado esa parte esencial de la vida. A ella lo único que le importaba era el éxito. Yo en cambio conseguí sobrellevar ese ritmo de trabajo gracias a mis aficiones y a mis amigos. Sin embargo, aquella intensa rutina en la oficina tuvo un pequeño paréntesis.

Una tarde cuando bajé al restaurante me di cuenta de que había olvidado el bolso en mi despacho. Aunque el gerente del local me hubiera fiado, decidí hacer la comanda y subir en un momento a por mi bolso. “Solo tardaré cinco minutos”, le dije al camarero.

Salí del ascensor apresuradamente, pero lo que vi me dijo paralizada. Roberto estaba de pie delante de mí mientras una mujer le chupaba la polla. Al menos ambos estaban completamente vestidos.

La felatriz era Mari, sin duda. ¡Una mujer casi treinta años mayor que él!

Sólo Roberto me había visto, pero mi secretaria no, ya que ella estaba de espaldas al ascensor, además de muy ocupada…

― Despacio, despacio ―dijo con una maléfica sonrisa― Tu jefa tardará casi una hora en volver.

Obviamente, mi alumno de máster de comercio internacional se refería a mí.

A pesar de la sugerencia de Roberto, ella siguió mamando con decisión, así que imaginé que la madura secretaria pensaba hacerle un trabajo rapidito. Se la chupaba de forma simple y repetitiva, pero a toda velocidad, sollozando incluso por el esfuerzo.

― ¡UMMM!  ¡UMMM!  ¡UMMM!  ¡UMMM!

 Roberto acabó por enredar sus dedos entre los cabellos cobrizos de Mari.

― ¡Para! ―gritó.

Sin dejar de mirarme, Roberto indicó a Mari el ritmo que debía seguir. Acompañaba con sus fuertes brazos el movimiento de su cabeza, de modo que la madura secretaria no tenía más remedio que chuparle la polla despacio, justo como él quería.

― ¡CHUPS…!  ¡CHUPS…!  ¡CHUPS…!  ¡CHUPS…!

El vaivén era suave y muy reducido, probablemente ceñido nada más que al glande del muchacho. Roberto disfrutaba del insano placer de someterla, tanto o más que de la propia mamada. Aunque mantuvo un ritmo sereno, la excitación le llevó a presionar su cabeza de la secretaria cada vez más hacia abajo, haciendo que la pobre se atragantara con su polla.

― ¡AAAGH! ―acabó protestando― ¡VAS A HACER QUE VOMITE!

 “¡Caray!” pensé, comprendiendo a mi secretaria al ver el rampante miembro del muchacho, arrogante y resplandeciente de saliva.

El trance sirvió para que Roberto la agarrara por el brazo y, sin contemplaciones, la echara de bruces sobre la mesa. Sujetando su cabeza contra las carpetas que allí había, le bajó las bragas y empezó a masturbarla con brío, frotando su clítoris de forma impetuosa.

― ¡AAAGH! ―exclamó angustiada.

Decididamente el chico sabía follar. Había hecho aflorar las pasiones más profundas e inconfesables de Mari con suma facilidad. Oyéndola gemir, costaba incluso creer que aquella zorra desmadejada hubiera sido alguna vez una señora discreta o una abnegada secretaria.

En aquel momento comprendí que, bien manejada, hasta la mujer más sensata podía ser convertida en una zorra insaciable. Prueba fehaciente de ello fue que cuando Roberto escupió entre sus nalgas y hurgó en su ano con el pulgar, Mari jadeó con más ardor todavía.

Roberto la calentó unos segundos de aquella forma, soliviantando su clítoris a la vez que la sodomizaba con su pulgar. Sin embargo, no tardo mucho en colocarse tras ella y empezar a follarla.

― ¡OOOOOOGH! ―gimió de placer al ser deshonrada por una polla joven y osada.

¡PLASH!  ¡PLASH!  ¡PLASH!  ¡PLASH! ―tronó contundente el golpeteo.

Afortunadamente, comprendí que no podía seguir allí por más tiempo. Conseguí zafarme de la pasión sexual que se respiraba en aquel instante y con todo sigilo volví a meterme en el ascensor.

De camino a la planta baja saque mi teléfono y busque en la agenda.

¡Piiii!......  ¡Piiii!...... Al segundo toque descolgaron.

― ¿Roberto? ―dije en tono serio.

― ¿Qué ocurre, jefa? Estoy ocupado ―contestó bastante irritado―

― ¿Nos está escuchando? ―pregunté imaginando el estupor de mi secretaria.

― Negativo… ¿Dígame? ―respondió apurado.

― ¿Pretendes darle por el culo a mi secretaria?

― Misión imposible. Ya lo he intentado, ¿sabe?

Me sentí defraudada. Seguí en silencio la cuenta atrás del ascensor.

― ¿Jefa? Sigue ahí ―preguntó impaciente.

― Dile a esa zorrona que si esta vez no es buena, la dejarás sin bragas.

― Es usted muy retorcida, jefa.

―Ni te lo imaginas ―respondí tajante.

Aquel día saboreé cada bocado de mi plato para darles todo el tiempo del mundo. Sentada a la mesa, divagué sobre aquel extraño comportamiento femenino. Era imposible no establecer un patrón, dado que como bien sabía, mi hermana mayor también se acostaba con un muchacho mucho más joven que ella. Personalmente, yo no compartía ese capricho, pero me intrigaba saber qué razón las llevaría a buscar de forma suicida un amante que, con total seguridad, las va a agotar igual que el fuego consume una cerilla.

Cuando regresé Mari tecleaba detrás de la pantalla de su ordenador como si no hubiera pasado nada. Había vuelto a su papel. Todo estaba en calma y en su sitio. Justo eso me dio la idea para saber si Roberto había tenido éxito esta vez. Abrí la ventana y lancé al aire un puñado de papeles.

 ― ¡MARI, PASA! ¡CORRE!

Me agaché y empecé a recoger folios esperando que entrara mi secretaria. Cuando ésta vio todos los papeles esparcidos por el suelo, se puso de inmediato en cuclillas para ir recogiendo hojas. Fue entonces cuando miré disimuladamente su trasero y vi, o mejor dicho no vi ni rastro de que llevara bragas bajo su falda.

Por alguna razón desconocida me sentí defraudada de aquella mujer hubiese defendido su trasero aun a costa de perder su ropa íntima. Ahora el semen de Roberto debía estar rezumando de su sexo.

Como tapadera para enmascarar la futura estrategia de evasión de impuestos la junta directiva decidió abrir una oficina en China, concretamente en Shanghái. Todo se preparó a través de una asesoría de aquel país que preseleccionó tanto el lugar para nuestra nueva sede como el personal nativo necesario.

Como coordinadora, era mi obligación viajar a China para supervisar la puesta en marcha de esa nueva oficina y por supuesto, no deseaba viajar sola. Al igual que un mes antes la antigua Lucía me pidió que la acompañase en aquel fatídico viaje, yo le comuniqué a Pedro que vendría conmigo y recé para que no sufriéramos ningún accidente, más que nada porque esta vez viajaríamos en avión.

Durante aquella estancia deberíamos elegir y formar a los primeros cinco empleados. Además, dadas las peculiares características de China, el consulting nos había aconsejado que nuestro responsable allí fuera también de origen chino. Con tal finalidad, la asesoría china nos había enviado con antelación los currículums de diez candidatos, aunque cuando el jefe de personal revisó los currículums nos sugirió entrevistar solamente a los tres mejores. Dos mujeres y un hombre, todos ellos entre los 45 y 55 años, gente con la experiencia y los contactos suficientes para liderar el proyecto.

Nos instalamos en un lujoso hotel Shanghái, demasiado elegante para lo que pisaríamos por allí. Durante un mes trabajaríamos a jornada completa de mañana y tarde, ya que debíamos aprovechar al máximo nuestra presencia allí. Incluso teníamos previsto visitar a algunos clientes potenciales durante los fines de semana. El objetivo era que la nueva oficina empezara a funcionar para el inicio de la nueva campaña, pero cuanto antes estuviera en marcha, antes regresaríamos a casa.

Me encantaba trabajar con Pedro, nos conocíamos bien el uno al otro. Nuestra similar forma de entender los negocios hacía que no nos costara ponernos de acuerdo en el modo de hacer funcionar la nueva delegación. De hecho, poco a poco habíamos empezado a comportarnos como compañeros olvidando cargos y jerarquías.

Por la noche me gustaba oírle trastear en la habitación de al lado mientras yo aprovechaba la quietud para mandarle un mensaje a mi hermana. Un mensaje que ella no vería hasta que se levantara un par de horas más tarde. También revisaba los comentarios del grupo de spinning y del de senderismo al que ella había insistido en apuntarme. A pesar de que en esos grupos de amigas sólo se decían bobadas, leerlas me hacía sentir conectada con mi vida.

La primera semana fue muy dura, trabajamos multitud de supuestos prácticos con nuestros nuevos empleados. Queríamos que tuvieran claros tanto los procedimientos como la estrategia comercial a seguir.

Además, para que nuestra implantación allí fuera un éxito, ese fin de semana hicimos una visita relámpago a Tokio a fin de conocer en persona a nuestros clientes en el país vecino. Fue agotador.

Todo iba como la seda hasta que regresamos al hotel el domingo por la tarde, y al encender el móvil me topé con un Whatsapp de mi secretaria.  Me extrañó tanto que Mari utilizase esa aplicación para ponerse en contacto conmigo que lo abrí inmediatamente. Lo que leí me puso los pelos de punta:

“Hola, Lucía. Sé que me pediste que no te molestara si no era importante, pero Antonio ha despertado y pensé que te gustaría saberlo.

La enfermera no me ha dejado verle, ya que se encuentra demasiado débil y desorientado, pero dice que es normal después de haber permanecido tanto tiempo inmóvil. Todavía tienen que hacerle pruebas, pero que parece que está bien.

Un saludo.

Mari.”

Me quedé sin respiración y tuve que sentarme en la cama. El teléfono temblaba en mi mano. Releí el mensaje si dar crédito a aquellas palabras: “Antonio ha despertado”. Mi primer impulso fue llamarle, pero me di cuenta de que ni le pasarían la llamada ni yo sabría qué decirle. Me quedé bloqueada, con la mirada perdida intentaba responder a esa pregunta que se repetía en mi cabeza: “¿Quién era Antonio ahora?”.

Suponía que si yo era Lucía, entonces Lucía… No me atrevía ni a decirlo, pero sabía que era la única posibilidad lógica dentro de toda aquella locura.

A pesar de los nervios conseguí responder a mi secretaria agradeciéndole que me hubiera avisado, y pidiéndole que me escribiese en cuanto supiera algo más. Me costó horrores quedarme dormida, y sólo el cansancio acumulado durante el viaje me ayudo a conciliar el sueño.

A la mañana siguiente Pedro supo que algo ocurría nada más verme. Le conté que Antonio había salido del coma, pero no fue buena idea. Al verme tan alterada debió pensar que estaba enamorada de él o algo así, y lo peor de todo era que aunque yo quería explicarle lo que nos había pasado a Lucía y a mí en el accidente, no podía hacerlo. Me habría tomado por una loca.

Yo que creía que podía contar con él pasara lo que pasara me vi de pronto rechaza. Pedro apenas me dirigió la palabra en toda la mañana, y cuando no tuvo más remedio lo hizo de forma fría y cortante.

Le pedí que se encargase de entrevistar a los candidatos a ocupar el puesto de gerente en nuestras nuevas oficinas. Yo no me sentía capaz, y esa mañana me limité a hacer un pequeño balance de lo que habíamos hecho hasta el momento. Después del café aproveché para escribirle un mail a Gerardo, el Gerente, y contarle que la puesta en marcha de la nueva delegación avanzaba según lo previsto.

El día se me hizo eterno. Aunque intentaba concentrarme en el trabajo mi cabeza estaba a miles de kilómetros de allí. Para evitar distraerme había dejado intencionadamente mi teléfono en el hotel, pero no sirvió de nada, no veía el momento de regresar y encenderlo.

Apenas lo encendí, los mensajes lo hicieron sonar:

“Hola, Lucía.

Hoy he podido ver a Antonio. Los médicos le están haciendo pruebas para ver si el accidente o el coma le han dejado secuelas neurológicas.

Yo le he visto bien, pero tiene algunas pequeñas lagunas mentales. No recuerda cómo afeitarse, por ejemplo. Sin embargo los médicos dicen que es normal en estos casos y que habrá que darle tiempo para ver cómo evoluciona.

Si todo está bien, en un par de días le darán el alta. De todas formas supongo que tendrá que ir a rehabilitación durante una buena temporada. Ni siquiera puede tenerse en pie.

Por cierto, me ha preguntado por ti y le he contado que vas a estar fuera todo el mes. Dice que le gustaría hablar contigo.

Un saludo.

Mari.”

Aquel mensaje me ayudo a aclarar las cosas. Si Antonio le había preguntado por mí entonces no había duda, ahora Lucía estaba dentro de mi antiguo cuerpo. Además, era demasiada casualidad que Antonio hubiese olvidado precisamente cómo afeitarse. Luego mis sospechas se habían confirmado, nos habíamos intercambiado.

Contesté a Mari agradeciéndole la información, y le pedí que le dijese a Antonio que le llamaría lo antes posible.

Debía hablar con “él”, en ese momento Lucía estaría tan confusa como lo estuve yo al principio, ingresado en un hospital y preso en un cuerpo que no era el mío. Lamentablemente, en España todavía era de noche, las cinco de la madrugada concretamente, y él aún seguía en el hospital. Me enfadé conmigo misma por haber dejado el teléfono en el hotel.

Me acosté pronto, pero empecé a dar vueltas en la cama buscando las palabras que reconfortarían a “Lucía”. Incluso pensé en la posibilidad de anticipar mi regreso alegando asuntos personales. Naturalmente tendría que estar un par de días más en Shanghái para dejar todo lo más atado posible, pero Pedro podía encargase hasta que yo volviera. Con una semana sería suficiente.

Me incorporé en la cama y volví a coger el móvil.

Bueno días,

Mari, comunica a Ricardo que el miércoles regresaré a España. No le digas que es para ver a Antonio. Dile que son asuntos familiares. Serán sólo tres o cuatro días, luego volveré a Shanghái.

Gracias.

Lucía.

“Enviar”

Me eché de nuevo en la cama y cerré los ojos. Intenté dejar la mente en blanco para conciliar el sueño de una vez, pero entonces escuché pasos fuera de la habitación.

― Shhh…

Cuando oí como abrían la puerta de al lado me quedé estupefacta. Pedro había vuelto tarde, y al parecer acompañado.

Abrí los ojos de par en par y apunto estuve de saltar de la cama. Los cuchicheos no dejaban lugar a dudas de que había dos personas en la habitación de Pedro. “¡Joder!”

¡BUMMMP!

El quejido del somier reveló sus intenciones. Uno de ellos había caído sobre el colchón, o puede que los dos. Entonces todo se quedó en silencio, un silencio insoportable.

― ¡Aaaaaah!

Se escuchó el gemido de una frágil voz femenina.

― Shhh… ¡Wan, por Dios!

Pedro le rogó silencio, pero…

― ¡UMMM!

… un nuevo sollozo de esa tal “Wan” quebró el silencio.

― “Shì de, gênsuí, gênsuí”

La atormentada voz femenina parecía no encontrar consuelo. Yo no tenía ni idea de lo que había dicho. Pedro tampoco.

― ¿Qué pasa? ―dijo mi compañero.

― Siga, siga.

― Te gusta que te coman el coñito, ¿eh?

― ¡Sííí! “Gênsuí”

Yo ya no aguanté más, estaba claro que no iba a poder dormir así que me levanté sigilosamente y pegué el oído a la pared como una vulgar fisgona. Me sentí desgarrada, una zorra oriental me estaba quitando lo mío.

― ¡AH!  ¡AH!   ¡AH!

Los suspiros de aquella puta traspasaron mi tímpano. Sentí una rabia insoportable, él era especial para mí.

― ¡Calla, por Dios! ―protestó Pedro― Todos están durmiendo.

“¡No todos, capullo!” pensé muy enfadada.

― Lo siento, señor.

Otro silencio y sonidos imposibles de identificar… Frustrada al no saber qué demonios ocurría, agucé el oído

― “Duōdà” ―oí exclamar a la mujer.

― ¿Qué?

― Es “glande” ―dice la china.

― Sí, qué pasa, ¿no te gusta?

― Sí gusta, señor ―respondió rápidamente la muy guarra. “¡A qué mujer no le gustaría semejante rabo!” me irrité.

Otro silencio…

― ¡Guau, Wan… sí que te gusta! ―oí aclamar a Pedro― Tú marido te tiene a dos velas o qué…

“¡Maldita sea, está casada!…” pensé horrorizada.

― ¿dos… velas? ―preguntó la mujer al no entender el comentario.

― Esto… ―Pedro dudó cómo reformular la frase― ¿No se la chupas a tu marido?

― Yo toco la flauta de marido, señor ―dijo Wan― pero la tuya es mejor.

― Ja, Ja…  ¡Eso es, pequeñaja, toca la flauta!―dijo Pedro elevando el tono de su voz―

“¡Zorra!” ―maldije.

Aquello me estaba haciendo perder la calma. ¡Cómo se atrevía a chuparle la polla a mi hombre!

Entonces, Pedro pareció oír mis pensamientos…

― ¡Wan, ya vale! Ponte a cuatro patas… ―ordenó Pedro.

― ¿Cuatro patas…? ―preguntó Wan.

― ¡Así! ―dijo Pero, seguramente colocándola él mismo con el culo en pompa.

― “Xìngjiâo de duìxiàng” ―dijo la china― Tú querer posición de perra.

― ¡Sí!  ¡Qué culazo tienes! ―exclamó Pedro.

¡PLASH!

― ¡Ouch! ―gruñó la mujer al recibir un fuerte azotazo― No “pega”, señor… ¡AAAAAUH!... 

Por el chillido que dio aquella zorrona supuse que Pedro acababa de meter la polla en su almejita oriental.

― ¡DESPACIO, SEÑOR!  ―rogó la chinita― ¡ES GRANDE!

¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK!

Pedro ignoró por completo sus súplicas, e inmediatamente los golpes hicieron retumbar las paredes.

¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK!

Aquel eco sordo denunciaba de la contundencia de las embestidas, y pronto comencé a escuchar los agónicos jadeos de Wan.

― ¡Sííí!  ¡Sííí!  ¡Sííí!  ―gemía la china, enloquecida por la polla occidental.

― ¡Como no te calles te meto las bragas en la boca! ―le advirtió Pedro.

¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK!

― ¡UMMM! ¡UMMM! ¡UMMM! ―la mujer intentó aplacar sus alaridos.

¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK!

El frenesí me hizo meter la mano bajo el pantalón de mi pijama. Con envidia, mi sexo urgía que lo masturbara.

¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK!

― ¡Sìììì!  ¡Sìììì!  ¡¡¡AAAAAAAAAAAAAGH!!!

La escandalosa chinita tuvo un orgasmo espectacular.

― ¡ABRE LA BOCA! ―vociferó Pedro.

Sonreí imaginando como le metía sus propias bragas en la boca.

¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK!

― ¡UMMM!  ¡UMMM!  ¡UMMM!

“Eso es. Calladita”, me regocijé.

¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK!  ¡CLACK!

Bajo el pijama, mi exultante clítoris sobresalía entre los inflamados labios de mi sexo. Mis dedos lo tenían acorralado y lo frotaban con urgencia.

― ¡¡¡¡¡UMMMMMMMMMM!!!!!

― Te has vuelto a correr ―insinuó Pedro.

Entonces, las embestidas cesaron.

― ¡Gracias, señor! ―jadeó la mujer, liberada de su denigrante mordaza.

― De nada… Ahora me vas a “tocar la flauta” hasta que salga gínseng, ¿entendido?

― “Rénshên” ―repitió ella en su idioma.

― Sí, gínseng. No me dirás que no te gusta…

― Sí gusta gínseng… ―respondió en mal castellano― En china mujeres usar mucho. Mantiene cara joven y quita tristeza.

Naturalmente, a partir de ese momento sólo escuché la voz de Pedro dando unos consejos que aquella zorra no necesitaba.

― ¡Se nota que te gusta “tocar la flauta”! Menuda boquita tienes…  Oh sí, repite eso… ¡Ooogh!  Chupa fuerte, Wan. Estoy a punto de correrme… ¡MÁS FUERTE!  ¡AAAGH…!  ¡AAAGH…!  ¡CHUPA, CHUPA…!  ¡¡¡DIOOOOS!!!

Cuando me recuperé de mis propias sacudidas y mi clímax se diluyó en el silencio comprendí que me había corrido de una forma brutal. Recé para que no me hubiesen oído. Después apreté los dientes, ya que el placer que inundaba todo mi ser se fue agriando. Imaginar a aquella zorra oriental chupando el miembro de Pedro, me revolvía las entrañas, y el odio hizo germinar mi sed de venganza.

A la mañana siguiente, al revisar el móvil vi que tenía un nuevo mensaje de mi secretaria:

Hola, Lucía.

Esta tarde he hablado por teléfono con Antonio. Se ha disgustado cuando le he contado lo de tu regreso y me ha pedido que te convenza de que no lo hagas. Dice que deberías mantener tu reputación.

Ciao.

Mari.

P.D.: ¿Había algo entre vosotros?

Al principio me quedé perpleja por la reacción de “Antonio”, pero luego llegué a la conclusión de que “él” tenía razón. Aquel negocio era de vital importancia para mi carrera profesional, no podía poner mi credibilidad en entredicho. Ahora estábamos obligados a aceptar que cada uno era responsable del cuerpo del otro, pero también de su empleo, de su familia, de sus amigos... de su vida.

Además, la distancia con “Antonio” y el paso del tiempo nos vendrían bien. Nos ayudaría a conocernos mejor antes del inevitable cara a cara. Yo le había visto muchas veces en el hospital, pero entonces “él” estaba inconsciente. Necesitábamos tiempo para asimilar lo que nos había pasado, especialmente él, que llevaba varias semanas en coma. El contacto telefónico y a través de mensajes nos prepararía para el inevitable encuentro en persona.

Volví a escribir a mi secretaria para informarle de que no adelantaría mi regreso. Le agradecí su ayuda y le prometí que no volvería a usarla de recadera. Obvié deliberadamente su pregunta acerca de una relación entre Antonio y yo. Nunca la hubo, no tuvimos tiempo...

Después le mandé un mensaje a Pedro diciéndole que no me esperase para desayunar. Tenía que ir a comprar “cosas de mujeres”, le dije. Además, le pedí que citara a medio día al candidato o candidata que creyera más apropiado para el puesto de encargado.

Pasé la mañana meditando qué quería hacer cuando tuviese delante a la zorra que se había follado antes que yo al hombre que cada vez me gustaba más. Aquella misma mañana decidí que me acostaría con Pedro en nuestro próximo viaje. Después de tener claro eso, avancé algunas gestiones de dicho viaje. Busqué el hotel donde perdería mi virginidad. En sólo unos días visitaríamos Honkong.

A eso de las once, Pedro entró en el despacho a informarme que había terminado de exponer el tema de contratos a nuestros futuros empleados, y que les había dado el resto de la mañana libre. Entonces, le pedí que me contará algo del candidato que íbamos a entrevistar y Pedro me dijo que según él sólo una mujer reunía el perfil que estábamos buscando: inteligente, preparada, competente, con carisma... Se llamaba Wan.

Ciertamente su currículum era impresionante. Wan poseía una formación muy completa y brillante, además de experiencia en el sector del comercio exterior, no en vano rondaba los cincuenta años. Cuando Wan entro en el despacho aquella delgada y baja señora parecía una chiquilla al lado de mi compañero. No mediría más de un metro sesenta. Por lo demás, Wan iba vestida con un impecable y soso traje gris y camisa blanca ceñida, no tenía mucho pecho. Wan se mostraba tímida, como todos los orientales. A mis ojos, aquella zorrita aparentaba bastante menos edad de la que realmente tenía, y su nariz hundida hacía que me recordase a una gata persa.

Empecé la entrevista elogiando su currículum y Wan se mostró satisfecha. No dejaba de hacer sumisas reverencias, y sonreí con malicia al pensar que muy pronto comprobaríamos hasta dónde llegaba su obediencia.

― Como ya sabrás, aquí nos dedicamos a vender materias primas e ingredientes para la elaboración industrial de alimentos ―señalé entrando en materia― Bien, tú tienes unos conocimientos y una experiencia en este negocio que a nuestra multinacional le vendrán muy bien. Además, tienes buena presencia que, en un sector tan masculinizado como éste siempre es útil.

Saqué del cajón un bote de medio kilo de grasa de palma CRISCO.

― Usted firmará contratos de “mucho” dinero ―acentué― Pero no se engañe, negociar, convencer lleva tiempo y requiere inteligencia. ¿Será usted capaz?

― Sí ―respondió.

― Bien... Como mujer sabrá que, en ocasiones, para vender es útil deslumbrar al comprador y conseguir que pierda su objetividad.

Los ojos de Wan reflejaban que sabía a qué me refería, así que continué con mi plan.

― He de reconocer que es usted una mujer atractiva para su edad. Se nota que cuida su apariencia, y eso juega a su favor. Sin embargo, me encantaría que me mostrase sus pechos ―dije tratando de presionarla.

Wan no parecía sofocada, aunque el tono oscuro de su piel hacía imposible saberlo. Permaneció inmóvil unos segundos, pero a su edad aquella mujer no estaba en condiciones de dejar escapar un puesto como el que yo le estaba ofreciendo.

La mujer comenzó a desabrochar los botones de su camisa dejando al descubierto un elegante sujetador de color negro.

Me levanté de la silla y rodeando la mesa me acerqué a ella por detrás. Con un dócil movimiento retiré la camisa de sus hombros y desabroché su sujetador.

― Quítatelo.

La chinita deslizó la prenda íntima por sus brazos dejando al descubierto sus bonitas tetas. Entonces me hablé dirigiéndome a mi compañero.

― Pedro, por favor, póngase de pie.

Sin pedir permiso, empecé a sobarle las tetas a Wan.

― ¡Agh! ―gimió en cuento empecé a acariciar suavemente sus sensibles y duros pezones.

― Nuestro compañero es como cualquier cliente. ¿Ves el bulto en su pantalón?  ―dije con desdén― ¿Sabrás convencerle de que gaste miles de Yenes en tu grasa de palma?

― Sí ―respondió con un leve gemido.

― ¿Ves qué fácil has conseguido engatusarle? Ahora tu cliente está interesado en llegar a un acuerdo contigo. Verdad que sí, ¿Pedro?

― Por supuesto ―confirmó el aludido.

― Wan... Entonces, ¿estarías dispuesta a mantener relaciones sexuales con los clientes si fuera preciso?

― Sí ―afirmó con decisión.

― Supongo que habrás engañado antes a tu marido, ¿verdad?

― Sí ―admitió avergonzada.

― Muy bien… ¿Alguna vez te han follado dos hombres a la vez?

― No ―enmudeció.

― Bueno, no pasa nada ―dije restándole importancia.

― Y por el culo, ¿tampoco te gusta? ―proseguí mi interrogatorio.

― Sí ―respondió ocultando la mirada― Sí me gusta.

Algo me decía que la mujer no mentía.

― Pedro… ―mi giré hacia mi compañero― ¿Cuánto le costó su reloj?

Pedro se levantó la manga y miró su flamante RACER Titanium.

― Fue un regalo.

― Le tienes cariño, por lo que veo ―pregunté.

― Sí.

― Gracias.

Entonces volví a mirar a la china y le dije.

― Bien, Wan... Convéncele de que te entregue su reloj y el puesto será tuyo.

Wan se me quedó mirando unos segundos, pero al darse cuenta de que no bromeaba se incorporó. A la vez que rodeaba la mesa se fue subiendo la falda, y una vez delante de Pedro, le dio la espalda y se reclinó sumisamente sobre el despacho. Por último, se bajo las bragas despacito y empezó a masturbarse.

Entonces Pedro se reclinó metiendo la cara en el trasero de Wan.

― ¡El reloj! ―dijo Wan empujándole hacia atrás.

Ni que decir tiene que aquella tarde nuestra aspirante a gerente salió de allí con un lujoso reloj de caballero dentro de su bolso.

No le salió barato, Pedro folló dos veces seguidas. Primero la empotró contra la mesa del despacho logrando que ella se corriera un par de veces antes de inundarla de semen. Después, Pedro le hizo ponerse de rodillas y la obligó a chupar los restos de esperma y flujo de su polla. Por último, volvió a echarla sobre la mesa, le embadurnó el ano con grasa de palma y la sodomizó sin ningún miramiento. Wan chilló con espanto al ser taladrada, pero cuando se le pasó el susto empezó a masturbarse con frenesí. Pedro la montó agarrándola de las caderas y del pelo, suave al principio y con estruendosos pollazos después. El olor era cada vez más repugnante, ya que a Pedro le costó diez minutos eyacular por segunda vez. Al final, Wan yació agotada por los orgasmos, mientras Pedro se limpiaba la polla con sus bragas.

Pasé tres días enfrascada en el trabajo sin tener noticias de Antonio, mi nerviosismo iba en aumento y varias veces estuve a punto de llamar por teléfono. Hasta que cuatro días después, al mirar el teléfono antes de ir a trabajar vi varios mensajes de un número que no tenía almacenado en la memoria de mi móvil, pero que conocía perfectamente. Era el de mi anterior móvil, el de Antonio.

“Hola. La verdad es que no sé cómo dirigirme a ti…

Hoy me han dado el alta en el hospital, aunque aún necesito ayuda para moverme. Tus padres son encantadores, me están ayudando mucho.

Tengo todo el cuerpo dolorido, pero doy gracias de haber vuelto a nacer.  Porque eso es lo que ha pasado, hemos vuelto a nacer.

Tenemos que hablar…

Un saludo.

Antonio”

La emoción me embargó. Respiré hondo y le contesté suponiendo que de todas formas no leería mi respuesta hasta que se levantase al día siguiente.

“Hola, llámame Lucía a te tomarán por loco.

Imagino el shock que habrá sido despertar así, porque yo pasé por lo mismo.

No tengo respuestas, sólo la certeza de que voy a vivir otra vida.

Ánimo.

Lucía”

FIN

EPÍLOGO:

Como tenía pensando, Lucía se entregó a Pedro en aquel viaje a Hong-Kong.

A su regreso a España, la pareja empezó a vivir junta en el lujoso apartamento de Lucía, y unos días más tarde invitaron allí a Antonio. Aquella noche, los tres comieron y bebieron en exceso, lo que sin duda ayudó a que se desinhibieran y compartiesen sus cuerpos con lujuria.

El lunes siguiente Antonio no fue a trabajar. En su carta de renuncia explicó que quería ocupar un puesto con mayor responsabilidad, pero que prefería abandonar la empresa a competir en contra de Lucia.