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Mi Sara

en Intercambios

Llego a la hora convenida. Sé que me están esperando. Es él quien me abre la puerta de su casa, me estrecha la mano blanda, está tan nervioso que casi tiembla. Me hace pasar.

En el salón espera su mujer, sentada muy erguida en el sofá, con las manos recogidas en el regazo, aún más nerviosa que él. Lleva un vestido distinto a la primera vez que nos vimos los tres, hace una semana, cuando nos conocimos en la cafetería del centro de Madrid en la que me habían citado después de contactar conmigo por internet.

Ese día concertamos esta cita de hoy, la definitiva. Va a ser su primera experiencia fuera del sexo convencional después de once años de matrimonio. Él quiere verla con otro hombre, con un desconocido. Su mujer aceptó después de aquella primera cita en la cafetería, le gusté. También a mí ella. 39 años muy bien llevados, melena castaña y ondulada hasta media espalda, ojos claros, labios carnosos y bien definidos, rasgos algo aniñados, graciosos y elegantes a la vez, una mujer muy guapa. No me dijo la estatura, pero calculo cerca del 1,70, bien proporcionada aunque los pechos quizá destacan demasiado, probablemente una 95, tal vez 100.

Se levanta, tímida y con una sonrisa nerviosa, para saludarme con dos besos. Huele a perfume caro. El vestido de hoy es más atrevido que el de la primera cita: mucho más corto, deja ver sus muslos torneados, cuidados por el ejercicio. Bien ajustado, marca mucho mejor sus generosas curvas. Bien escotado, la carne blanca del inicio de sus pechos grandes y apretados me salta inmediatamente a la vista y casi al olfato, por debajo del perfume detecto su aroma de hembra dispuesta, finalmente preparada.

Se ofrece a traer algo de beber para los tres y mientras prepara las copas miro sin disimulo sus caderas y su culo rotundo debajo del vestido azul. Bebemos charlando de trivialidades como el primer día. Siguen muy nerviosos a pesar de la bebida y de la charla agradable, ambos saben que hoy sí, que en algún momento cesará esta especie de conversación de cortesía y empezará lo que él lleva tanto tiempo esperando, ver a su mujer con otro hombre. Logró convencerla por fin después de mucho tiempo insistiendo, de fantasear juntos en la cama, de buscar al candidato ideal.

Lo encontró en mí: un tío guapo, alto, elegante, de su misma edad, acostumbrado a que lo miren las mujeres. Con mucha experiencia. Suficientemente morboso para darles lo que quieren y respetuoso con sus límites, que quizás esta noche salten en mil pedazos. A su mujer no le importaba el tamaño pero él sí quiso saberlo. Quería verla con alguien bien dotado, recrearse mirándola disfrutar de mis 22 centímetros.

Y ahora, mientras charlamos, esperan que yo dé el primer paso porque ellos no saben cómo hacerlo. Lo doy. Aprovecho una breve pausa en la conversación.

-Tienes una mujer muy guapa -le digo sin mirarle, dirigiendo mis ojos directamente a los de su mujer, que enseguida se turban. Sabe -los dos saben- que no es un cumplido, sino el inicio de lo que tanto desean y tal vez temen a la vez, demasiado tiempo esperando sin atreverse a dar el paso. Se quedan mudos, sin saber qué decir, apenas unas sonrisas nerviosas.

-Me gustaría verte bien, Sara. Ponte de pie y déjame mirarte.

Lo hace, se levanta y se queda de pie frente a mí, con la cabeza baja, sin saber muy bien dónde mirar ni dónde dejar los brazos, un poco encogida. Se agarra las manos, recogidas sobre su vientre. Mi voz suena autoritaria pero no demasiado, el tono justo que quieren escuchar, me lo dice mi intuición.

-Estírate bien. Las manos atrás.

Obedece. Ya no sonríe. Sigue muy nerviosa, pero también, ahora, muy excitada, lo veo en sus ojos. Se exhibe delante de mí, para mí. Lo repito de nuevo sin mirarlo a él, sólo mirándola a ella de arriba abajo sin el menor pudor:

-Una mujer muy, muy guapa. Es un vestido precioso, pero quiero verte mejor.

Hablo otra vez a su marido sin mirarle:

-Levántate, ponte detrás de tu mujer y quítale el vestido. Desnúdala para mí.

Ambos tienen la respiración acelerada. Desde mi asiento, bebiendo tranquilamente, observo cómo se pone a su espalda y desabrocha el vestido de su mujer. Ella sigue sin atreverse a mirarme a los ojos. Completamente inmóvil, deja sumisamente que su marido la exhiba para un desconocido. Lo primero que él descubre son sus hombros redondos, perfectos. El vestido sigue deslizándose guiado por las manos de su marido, muy despacio, hasta destapar sus pechos voluminosos, encerrados como animales hambrientos debajo de un sujetador negro de encaje. Antes de pasar de la cintura, él tiene que desabrochar más botones y me mira nervioso, tan excitado como ella, esperando órdenes.

-Sigue. Desabróchalo todo. Deja caer el vestido.

Las braguitas a juego apenas contienen sus caderas, apenas tapan otra cosa que el pubis y el sexo, que ya adivino húmedo. El vestido cae por fin a sus pies. Él se inclina torpemente para sacarlo pos sus pies, ella se deja hacer mansamente. Ahí está, sólo con el sujetador y esas braguitas delante de mí, expuesta, subida a unos tacones generosos que realzan su figura de hembra rotunda, su carne blanca, apretada, maciza. Sigue con la cabeza baja dejándose mirar, sin dirigir sus ojos a los míos en ningún momento, sin decir una palabra, sólo pendiente de las mías. Sé que ya es el momento de emplear otro tipo de vocabulario, mucho más directo.

-Enséñame las tetas de tu mujer. Quítale el sujetador.

Puedo adivinar cómo le tiemblan las manos mientras abre el corchete. Sus tetas blancas, pesadas, se liberan por fin. Los pezones están completamente erectos. Son dos piedras rosadas en medio de areolas perfectamente redondas, anchas, maravillosamente abultadas. Sara es un pedazo de mujer y mis ojos y mi polla lo aprecian, no puedo ni quiero evitar llevarme la mano al paquete, apretármela por encima del pantalón descarada, incluso obscenamente para que ella lo vea, para que mire cómo me excitan sus enormes y perfectas tetas y sobre todo su entrega, su sumisión a mi mirada, exhibida ante mí.

-Bájale muy despacio las braguitas. Enséñame el coño de tu mujer.

Lo hace. Casi se arrodilla a su lado  y sus manos agarran los bordes para deslizarlas muy lentamente a lo largo de sus muslos. Su mujer está completamente desnuda ante mí, con la mirada baja, dejándose exhibir como una muñeca, como una esclava, como una mercancía a la que mis ojos deben dar el visto bueno. Su coño, efectivamente, está ya empapado, la humedad hace brillar sus labios, hinchados, enrojecidos. No hay un solo pelo visible en todo su cuerpo excepto la melena que cae sobre sus hombros.

-Dale la vuelta. Quiero ver su culo.

Ella deja que su marido la gire, que voltee despacio su cuerpo perfecto.

-Inclínala hacia adelante y ábrele las piernas. Quiero ver su coño entre sus muslos.

Sara se deja hacer sin decir una palabra ni hacer un gesto, está siendo exhibida por su marido ante otro hombre, expuesta como una yegua a la que hubiese que revisar a conciencia antes de comprarla. Echada hacia adelante, las piernas muy abiertas, ofreciéndole a mis ojos sus nalgas firmes, duras y redondas, su coño mojado de hembra caliente. Él me dijo que ella había dudado mucho antes de aceptar una sesión como esta, que se negó varias veces, pero ahora cada poro de su piel erizada y su coño abultado y jugoso indican que deseaba ser exhibida de este modo, que quería ser tratada de esta manera quizás más de lo que él mismo deseaba verlo.

-Cógela de la mano y tráela hasta mí. Entrégame a tu mujer.

La trae dócilmente y ella le acompaña aún más dócilmente, sus tetas desnudas botan a cada paso, no levanta la cabeza, no quiere que vea en su mirada la tremenda excitación que su cuerpo ya delata. Llegan hasta mí. Sentado, dejo la copa sobre la mesa, me inclino levemente para dejar besos suaves en sus muslos, en su vientre, en su pubis perfectamente depilado. Me excita el olor de su piel, el sabor y el tacto de su carne en mis labios. Saco la lengua, lamo despacio su ombligo, su cintura, sus caderas, los labios hinchados de su coño rezumante. Sin que yo le diga nada él la gira, ofrece las nalgas de su mujer a mi boca. Me recreo besando y lamiendo su culo, el final de su espalda, el dorso de sus muslos. Yo mismo pongo ahora mis manos en sus caderas y empujo muy levemente para obligarla a girarse de nuevo, a quedar otra vez de pie, desnuda frente a mí.

-Empújala despacio por los hombros, arrodíllala.

Apenas tiene que presionar levemente en sus hombros, ella misma dobla sus piernas para bajar muy despacio hasta quedar de rodillas entre mis piernas. Ni aún así se atreve todavía a mirarme, tan cerca sus ojos de los míos, su boca carnosa, su cara de niña y sus tetas obscenas al alcance de mis manos y mi boca. Pongo una mano bajo su barbilla, levanto su rostro, la obligo a mirarme a los ojos. Están turbios de vicio y excitación, ya no puede esconderlos más, se siente así mucho más desnuda, enseñando su mirada azorada y lujuriosa a la vez, ansiosa y tímida al mismo tiempo, sumisa y enfebrecida. Muestro ante ella la más maliciosa de mis sonrisas antes de hablarle casi en un susurro.

-Eres una puta, Sara. Mi puta.

Me escucha incapaz de sostenerme la mirada, baja los ojos pero yo he sentido como vibraba su cuerpo al oír esas palabras.

-Dilo tú. Mirándome.

Levanta su rostro con un esfuerzo casi titánico, como quien se dispone a desprenderse hasta de la piel, asustada y muerta de morbo a la vez. Deja sus ojos en los míos. Me excita escuchar su voz dulce:

-Soy una puta. Tu puta.

Él sigue de pie a su lado, sin atreverse a hacer nada. Le acaricio el pelo a su mujer como quien recompensa a una perra que ha cumplido bien. Así es como su marido quería verla, eso es lo que quería escuchar de sus labios, de la boca carnosa de su mujer. Pero quiere más, mucho más. Y ella. Y yo. No dudo con las palabras, sé exactamente las que los dos quieren escuchar.

-Siéntate y mira a tu mujercita.

Obedece, se sienta en una silla a unos metros de nosotros. Su erección es más que visible bajo su pantalón.

-Tu marido te está mirando, preciosa.

La beso dulcemente en los labios, acaricio su rostro. Se lo digo al oído pero suficientemente alto para que su marido pueda oírlo:

-Sácame la polla, puta.

Lleva las uñas pintadas de un rosa pálido parecido al de sus pezones y sus amplios rosetones. Veo sus dedos dirigirse a mi paquete, me recreo en el modo en que le tiemblan las manos, me excita esa mezcla de tremenda excitación y aún más tremendo nerviosismo mientras desbrocha mi pantalón muy despacio, como quien se dispone a cruzar un límite que ni sospechaba que se saltaría hace sólo un año. Está completamente desnuda y arrodillada delante de los ojos de su marido, entre las piernas de otro hombre, con sus dedos desabrochando mi cinturón, mi cremallera. Mete una de sus manos bajo mi bóxer y ahora ya no, ya no puede contener el escalofrío que la delata al tocar mi polla, al sentirla pegada a sus dedos. La acaricia con los dedos de una mano mientras con la otra tira de mi ropa despacio hasta dejar mi polla completamente erecta delante de sus ojos. Mis 22 centímetros de rabo grueso, las venas bien marcadas, tan dura que me duele. Me pongo de pie, dejo que sus manos sigan tirando de mi pantalón y mi bóxer hacia abajo, mi polla grande siempre delante de sus ojos, no deja de mirarla mientras me desnuda y me descalza. Me quito la camisa, me quedo desnudo ante ella, completamente empalmado.

Dirige sus manos hacia ella como un autómata, quiere tocarla pero la detengo.

-No. Las manos atrás. Bésala.

La recorre un nuevo escalofrío bien visible, para mí y para su marido, que sigue mirando a su  mujer aún más excitado que yo mismo. El la conoce y yo conozco a las mujeres como ella, los dos sabemos que ahora se siente de verdad una puta, que entiende que de momento no habrá nada para ella, que no calmará su deseo como le pide su cuerpo sino como le ordena mi voz y que eso le excita como nunca había pensado que podría excitarla. Se entrega, pone sus manos en la espalda y acerca su boca a mi polla, me vuelve loco su boca carnosa, deja un ligero beso en la punta, en mi capullo hinchado como una pelota, y retrocede de nuevo a su postura de sumisa, arrodillada, la cabeza agachada, sin atreverse a más hasta que yo dé una nueva orden. Le acaricio el pelo de nuevo, le hago saber con ese gesto que está siendo la perra dócil que quiero que sea. Le hablo a su marido:

-Bájate los pantalones, sácatela.

Él obedece, se desnuda hasta las rodillas, mostrando su tremenda erección, avergonzado y excitado al mismo tiempo.

Con la mano todavía sobre la cabeza de Sara, presiono levemente para que la gire en dirección a su marido. Para que le vea tal como está, sentado con los pantalones bajados, muerto de vergüenza y morbo con la vista clavada en su mujer desnuda y sometida por propia voluntad.

-Mírale, mira cómo se ha puesto. Le gusta más verte arrodillada delante de otra polla que darte la suya. Mírale bien. Yo creo que le gustaría tocarse. Pregúntaselo.

A pesar de que él le ha pedido verla así tantas veces y durante tanto tiempo, a ella parece desconcertarla ver a su marido empalmado, mirándola tan sumiso como ella misma. Como si en el fondo esperase que él, o los dos, se echarían atrás en algún momento, lo dejarían todo en una fantasía. Ahora su coño está empapado y su marido le muestra la mayor erección que le ha visto en mucho tiempo. Apenas le sale un hilo de voz:

-¿Te gusta verme así, cariño? ¿Quieres tocarte?

Suelto una carcajada.

-Claro que quiere tocarse. Agárrame la polla, enséñale bien lo que te vas a comer.

Ella se estremece al escucharme, como si ya la estuviera saboreando entre sus labios. Lleva una mano hasta mi polla, pone la palma de su mano sobre ella, respira agitadamente mirando a su marido. La voz le sale entrecortada por un gemido:

-Mira cariño, mira qué polla. Mastúrbate.

Él empieza a hacerlo tímidamente, se pasa la palma de la mano por su propia polla sin apartar la vista de la mía, la que su mujer sostiene en su mano para que él la vea bien. Ella no mueve su mano, ha entrado en el juego, no osa hacer nada hasta que yo no lo ordene, pero él aumenta poco a poco el ritmo, se pajea con los ojos clavados en mi rabo grande y tieso posado en la palma blanca de su mujer.

-Me voy a correr si sigo -dice entrecortadamente sin dejar de masturbarse ni de mirar mi polla. Me mira, parece esperar mis instrucciones, un sí o un no. Le sonrío.

-Córrete, cornudo.

Apenas necesita unas sacudidas más. Estalla entre convulsiones y chorros de semen mirando la mano de su mujer posada en mi rabo. Ella mira aturdida, sin alcanzar a creerse que su marido haya explotado de ese modo sólo con ver la mano de su mujer sobre otra polla. O quizás, piensa en ese momento (eso me lo contó Sara más tarde, al final de la noche), ni siquiera hubiera necesitado ver su mano acariciándola, quizás le hubiera bastado con mirar mi polla para correrse de esa manera. Siempre supo que su marido quería verla con otro hombre, pero nunca pensó que le bastaría con desnudarla delante de ese otro hombre y luego apenas dejar que la tocara y la lamiera un poco y posar un suave beso en la polla del desconocido para echar esa tremenda corrida.

Al final de aquella larga y especialísima noche, Sara me contó que en ese momento se sintió decepcionada, que pensó que con la corrida de su marido todo había acabado, que él ya había visto todo lo que había pactado conmigo ver y yo me marcharía entonces, dejándola a ella con la piel tan erizada y el coño tan mojado, con tantas ganas de mi polla, que no tendría más remedio que pasar la noche masturbándose a solas para calmarse.

-Me gusta ser una puta. Tu puta.

Me lo dijo ya al amanecer, riendo feliz, besándome los huevos después de haber proporcionado y recibido durante horas incontables orgasmos.

Pero la de esa noche tan especial, el modo que siguió para los tres, -Sara, su marido y yo- es, será, otra historia. Y hubo más, muchas más noches en las que Sara fue, poco a poco, saltando límites que, con mi experiencia, nunca vi saltar a ninguna mujer. Y en todas esas noches estuvimos siempre Sara y yo, pero no siempre su marido ni siempre Sara y yo a solas. Es una puta, mi entregada, feliz y maravillosa puta. Continuará.