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Amparo (I)

en Dominación

Recordaba todas las fantasías de sumisión que habían ocupado mi mente durante los últimos años. Siempre había deseado tener un hombre que me enseñara el verdadero placer de la entrega, que me condujera por todos los caminos del placer y del dolor, que descubriera mis deseos más ocultos, pero nunca había creído que lo encontraría. Los hombres que me tuvieron anteriormente me hicieron el amor y después de poco tiempo desaparecieron dejándome utilizada y vacía. Pero entonces él había aparecido y desde entonces yo había obedecido cada una de sus órdenes y disfrutado de todo lo que sexual y emocionalmente quiso imponerme. Cada vez que salíamos era una nueva sorpresa pues descubría en mi nuevos matices de mi sexualidad que con seguridad no había llegado a descubrir anteriormente en mis relaciones con otros hombres. Al cabo de unas semanas, mi mayor deseo era salir con él. Entregarle tanto placer y sumisión como pudiese desear de mí. También sabía que en las citas con él sólo haría lo que él quisiera y sentiría lo que él deseara hacerme sentir. Todo mi cuerpo se puso en tensión cuando entramos al cuarto del motel. Del auto había bajado licor y una pequeña maleta que contenía un látigo de cuero, unas pinzas para pezones, un pene de látex, un vibrador para clítoris y dos tapones anales. El primer tapón era más bien corto pero ancho. Cuando lo vi por primera vez me pareció muy grande como para caber en mi ano. El otro, no era tan ancho como el primero pero sí más largo.

Mi respiración se aceleró a medida que intuía todo lo que me iba a hacer. Comenzó diciendo que me tomara un gran trago de vodka y me sentara en el borde de la cama. Luego me quitó las bragas. Un sujetador negro dejaba mis pechos casi al descubierto. Me subió por detrás la falda hasta permitir que mis nalgas desnudas descansaran directamente sobre la sábana. De acuerdo a instrucciones previas a nuestra cita, me había ordenado que me metiera en la concha un juego de bolas chinas y era por eso que la argolla que permitía extraerlas colgaba entre mis piernas, enfundadas en medias negras sujetas por un liguero. Me puso un collar de cuero negro con taches plateados y cadena, como de perra, alrededor de mi cuello. Se acercó y me sacó un pezón metiendo los dedos por dentro del sujetador. Me lo mordió suavemente, como si la hiciese sólo para recordarme que tenía dueño. Luego me sacó y me mordió el otro pezón. Mientras tanto sus manos jugueteaban con la argolla de las bolas chinas o acariciaban mis muslos. Las caricias eran cortas y siempre me dejaba con ganas de más.

Sin previo aviso se paró frente a mí y me dijo": No eres nada más que una gran puta y te voy a tratar como lo que eres. Estás aquí porque decidiste ser mi esclava ¿Te quedó claro?" Su tono de voz sonaba enérgico.

 

Me sentí muy contenta al escucharlo y dije casi automáticamente- "Sí, mi señor". Me puso la mano en la frente y me empujó suavemente hacia atrás hasta hacerme caer sobre la cama. "Sube las piernas y levanta las nalgas". Cuando lo hice abrió mis piernas y de un solo golpe me sacó las bolas chinas que traía en mi concha desde que salí de mi casa.

Como estaba cachonda y tenía la concha muy húmeda, las bolas salieron sin ningún problema pero la sorpresa hizo que lanzará un grito. Su verga ocupó el lugar que las bolas acababan de dejar vacío. Me la metía con fuerza, la volvía a sacar y luego me la pasaba por la boca para que se la limpiara. Abrí la boca para permitir que entrara su polla y la chupé para recoger mi humedad con la lengua. Repitió el movimiento una y otra vez, hablando junto a mi oído, mientras seguía haciéndome chupar su polla untada con mis jugos. – "Estás empapada, zorra. Parece que estás muy cachonda, puta! No eres más que una zorra". El movimiento de su polla me enloquecía, me hipnotizaba. Me concentré en el ritmo que marcaba el movimiento de su verga. Arqueaba las caderas tratando de meter ese verga todo lo posible dentro de mí, apretando los músculos de la vagina para sentirla más. Saboreaba el líquido tibio de mi sexo llenando toda mi boca. Una y otra vez me metía su verga untada en mi boca. Me excitaba más y más. El simple movimiento de su polla entrando y saliendo de mi concha me causaba un deseo creciente, un deseo que aumentaba por momentos y que no parecía que me colmara. De pronto se detuvo y, me dejó jadeando, recostada sobre la cama. Empezaba a preguntarme qué iba a pasar a continuación cuando empezó a atarme los tobillos y las muñecas a la cama. Me abrió las piernas tanto como pudo quedando mi concha y mi ano completamente a su disposición. Con las piernas atadas a la cama y los brazos a su espaldar, mis movimientos quedaban limitados de forma drástica. Esparció una espuma sobre mi pubis y entonces descubrí sus intenciones. Iba a rasurarme. Era algo que yo había querido hacer, pero él me lo había prohibido expresamente. Ahora sabía por qué. A ciegas y sin posibilidad de moverme, mi temor por la cuchilla me sobrecogió. Contuve la respiración con la primera pasada del metal sobre la parte más sensible de mi cuerpo. Respiré profundamente cuando la cuchilla terminó su recorrido. Me llevó unos minutos acostumbrarme a la sensación del metal en mi piel. Mi cuerpo se paralizaba cada vez que iniciaba una nueva pasada, esperando cada vez que su mano resbalara por cualquier motivo. Cuando pensé que por fin había acabado volvió a cubrirme de espuma y aplicó la cuchilla de nuevo. Me recorría una y otra vez y en cada una de ellas me estremecía. Permanecí inmóvil hasta que por fin sentí una toalla húmeda y tibia limpiándome la espuma que tenía en mi vulva y piernas.

Se apartó un poco de mí y me desató las manos mientras me ordenó: "Mastúrbate, zorra. Quiero ver cómo te mueves". La idea no tardó en entrar en mi cabeza. Encogí los hombros mientras movía los brazos hacia delante, disfrutando de un relativo sentimiento de libertad. Coloqué las dos manos sobre mi vientre. Una subió para perderse debajo del sujetador buscando mis pezones, mientras la otra exploraba la sensación de mi sexo recién depilado. Estaba mojada y me sentía supremamente cachonda. Mi piel se mantenía fría. Supuse que debía ser por la espuma y me dediqué a disfrutar del recorrido de mis dedos sobre el clítoris. Gemí. Mis pezones estaban duros, los acaricié suavemente y empecé a retorcerme sobre la cama. Los gemidos eran cada vez más continuos y mis dedos en mi clítoris se movían cada vez más rápido. Sólo las cuerdas que me sujetaban los tobillos, manteniéndome completamente abierta me recordaban mi situación de completa indefensión. Estaba muy cerca del orgasmo, y cuanto más excitada me sentía más difícil me parecía poder cumplir su orden: "No tienes permiso para correrte, zorra. Pero te quiero ver actuando como la puta que eres." Su voz sonaba muy cerca de mí. Creí sentir su aliento contra mi mejilla, pero no estaba segura. Instintivamente, mis hombros se echaron hacia atrás. Me arqueé levantando los pechos, tratando de abrir las piernas un poco más para que me viera bien y me deseara más. Quería sentir sus manos sobre mí, que me rozara con sus labios, pero no me atrevía a pedirlo. Me esforcé en tratar de que mis movimientos fueran más pausados, tratando de evitar un orgasmo inminente. Sabía que no podía correrme, pero también era consciente de que estaba llegando a ese punto en el que el roce más suave podía desencadenar una corrida copiosa. Empecé a desesperarme, deseando que me ordenase parar… o correrme… o algo. Cualquier cosa mejor que seguir como estaba en aquel momento. No pude contener un estremecimiento de placer. ¿Qué me haría si me corría sin su permiso? ¿Cómo me castigaría?

La incógnita sobre el castigo que me impondría me excitaba. Casi deseé correrme, disfrutar de mi orgasmo y descubrir el castigo que me impondría. Gozarlo o sufrirlo por fin en mis propias carnes y no tener que seguir torturándome con la incógnita. Apreté los dientes para contener un grito. Al momento, uno de sus dedos me acarició los labios. " La boca abierta, putica. Nunca debes cerrarla delante de tu dueño". Besé su dedo y enseguida mis labios se entreabrieron con un jadeo. No iba a poder aguantar sin correrme, estaba segura. Acarició mis labios y poco a poco su dedo fue entrando en mi boca. Rozó los dientes y la lengua. Lo toqué delicadamente con la punta de la lengua y le proporcioné largas y suaves caricias en los dedos, en las axilas, en las tetillas y en el ombligo, tratando de demostrarle lo mucho que me alegraba que me dominara. Mis caricias en el clítoris se hicieron más lentas y empecé a desviarlas discretamente hacia la vagina. Trataba de retrasar el placer todo lo posible, pero me sentía tan arrecha que no admitía la más mínima presión sin romperse. Y de pronto todo aquello cesó. El dedo salió de mi boca y, con un movimiento brusco, me quitó las manos de mi clítoris. Sentí una gran frustración. Respire hondo, tratando de relajarme, de tranquilizarme lo suficiente para volver a prestar atención a lo que pasaba a mi alrededor.

Mi señor le dio de pronto un tirón a una de las cuerdas que me sujetaban a la cama me hizo reaccionar. Estaba desatando mis tobillos. Sentí sus manos en mis caderas y la falda se deslizó suavemente hasta el suelo. Me quitó luego el sujetador, me hizo poner de pie, abrir bien las piernas e inclinarme hacia adelante. Múltiples posibilidades cruzaban mi mente, cada una más preocupante que la anterior, más atractiva, más deseable. Un azote cruzó mis nalgas. Fue un golpe rápido, duro, no especialmente doloroso, pero lo suficiente severo como para hacerme volver a la realidad. Luego se acercó por detrás y noté como algo frío en mi ano. Era como una crema que untó sobre mi agujerito y luego empezó a meterme un dedo. La sensación me gustaba. Era mi amo penetrándome, aunque sólo fuese con un dedo en mi culo. Después fueron dos dedos que salían y entraban ayudados por el lubricante, abriéndome más el culo. Pronto salió de mí, y su lugar lo ocupó algo rígido. Me tensé con el primer contacto, pero no tardé en darme cuenta de que era el tapón largo y estrecho, pero como estaba bien lubricada no me preocupé. Apenas sentía una pequeña molestia. Me relajé. "Aprieta el culo, zorra. Si se te cae el tapón, me veré obligado a castigarte, y eso te va a doler". Su voz era firme.

"No lo dejaré salir, mi señor". Parecía sencillo y estaba decidida a no fallarle. Una repentina presión en mi pezón derecho me obligó a gemir. La presión era intensa y continua. Me había colocado una pinza. Me tensé esperando la segunda. Cuando lo hizo estaba preparada para el dolor, pero no contaba con que las pinzas estaban unidas entre sí por una delgada cadena. La sujetó y dio un tirón seco. Sentí como si me arrancara los pezones. Grité. Sus manos me acariciaron los pechos y aliviaron el dolor. De pronto sentí como si el tapón que tenía en el culo se saliera un par de centímetros. Creo que mientras estaba concentrada en las pinzas se había salido más de lo que yo pensaba. Me di cuenta de que el problema era que estaba demasiado lubricada y el tapón no era muy grueso y de paredes lisas. El pánico me invadió. Resbalaba sin que yo pudiese evitarlo. Me estremecí y el tapón se salió del ano un poco más. El se puso a jugar con la cadena que unía las pinzas. Daba tirones fuertes, suaves, largos y cortos. Primero halaba de un lado, luego del otro, y a veces de ambos lados, de forma impredecible. El dolor era mucho menor ahora. Mis pezones empezaban a acostumbrarse a las pinzas y la sensación intensa del principio solo molestaba con los tirones más fuertes. El tapón se salió un poco más de mi culo y en un impulso reflejo apreté las nalgas tratando de retenerlo. Otra vez el esfuerzo fue en vano. El pánico me invadió y contraje el esfínter más y más mientras el tapón se deslizó irremediablemente hasta caer al suelo. Esta vez, el tirón de las pinzas me hizo gritar de sorpresa y de dolor. –"¿Se te ha caído, zorra?"- su voz me pareció fría, y amenazadora. "No tuve la culpa, papito. Pero, castígueme como quiera." "Arrodíllate perra". Su voz sonó directamente detrás de mí, pero algo alejada, como si se hubiera apartado para ver mejor cómo le obedecía. Doblé las rodillas y luego me incliné hacia delante, quedando totalmente postrada, apoyada sólo en las rodillas y la frente, con las manos hacia adelante totalmente humillada y con las caderas levantadas quedando todo mi sexo expuesto a los deseos de mi amo. Arrodillada, me dijo que abriera bien las piernas. Estaba casi segura de que iba a follarme por la puerta de atrás. Efectivamente me metió su polla por el culo, suavemente pero con empujones firmes y lentos. El ligero dolor que sentí mientras empezaba a penetrarme desapareció en pocos minutos. Luego, el golpeteo de sus huevos contra mi concha y sus idas y venidas dentro de mí se volvieron sorprendentemente placenteras y con las manos me abría las nalgas para que penetrara más adentro. Cada embestida llegaba un poco más adentro que la anterior y me arranca un nuevo gemido. Mi cuerpo se contorsionaba tratando de intensificar el contacto, de meterme toda esa verga caliente que sentía detrás de mí y que me producía tanto placer. Seguía el ritmo que él me marcaba. . "Ahora sí, perra. Ahora ese desobediente culito tuyo va a recibir el castigo que se merece". Él apoyó algo frío contra mi ano y empezó a presionar. En el primer momento pensé que era el mismo tapón que me había metido al principio, pero a medida que seguía empujando me di cuenta de que estaba equivocada. Era demasiado ancho, y a pesar de que ya no estaba tan cerrada como al principio, estaba costándole entrar. Recordé el otro tapón anal y supe que era eso lo que estaba penetrándome. Lo había visto en su maletín y me había preguntado qué sentiría cuando lo tuviera dentro. Ahora mi señor estaba empujándolo dentro de mí. Al principio, la sensación no resultaba desagradable. Notaba cómo iba entrando, con una presión lenta y constante. Me sentía cada vez un poco más llena, algo más abierta con cada embestida. Mis gemidos también se volvían cada vez más intensos a medida que el tapón iba entrando. De pronto, la presión cesó y algo azotó con fuerza mi nalga derecha. Fue un golpe seco, duro, pero no especialmente fuerte. Mi señor estaba usando el látigo de cuero, otro de los juguetes que había traído. Apreté los dientes mientras ahogaba un gemido y recibía un segundo azote en la nalga izquierda. La azotaina continuó durante un buen rato.

Cada nuevo golpe me picaba. Escocía cada vez más, a pesar de que la intensidad de los golpes se mantenía constante y no eran demasiado fuertes.

Continua...