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El perro que no sabía mear

en Textos de risa

Hace tiempo de esta historia, puede que siglos... pero bueno, eso no quita que sea una anécdota curiosa que contar y que quizás llegué a oídos de los nietos de tus nietos.

Érase una vez un menda, y ese menda tenía posesiones, posesiones que albergaban ciudadanos y ciudadanos que trabajaban para el mismo menda; éste sin ánimo de lucro y de forma completamente altruista se dedicaba a recoger en su palacio a todo bicho viviente que padeciera cualquiera de los males que asolaban el Reino; desde un toro sin cuernos hasta un gorrino sin pelot... En fin, el caso es que los tenía a todos mejor cuidados que a los torpes e imbéciles habitantes del mismo, éstos por supuesto estaban hasta los mismos, pero bueno, cuando hay un tío que manda sobre los demás y que encima es un caprichoso con los bichos, eso sí, sin rayar el bestialismo, hay que joderse, aguantarse y salir adelante con lo que sea, así que los ciudadanos no tenían más remedio que aguantar, sin embargo, todo cambió en un solo día.

El sol entraba de lleno por la gran ventana de caoba africana, los golondrinos piaban como posesos al contemplar tan bello cenit, las gentes coreaban canciones bellas y aterciopeladas y hasta los maleantes corrían y saltaban sin parar: era un día formidable y el Señor lo sabía. Calzándose unos patucos verdes y anchos a más no poder se dirigió al comedor apartando ostión tras ostión a los pelotas criados que deseaban atenderle en la medida de lo posible. El señor, el Gran Señor después de doblarle el párpado de un sopapo a uno de ellos, se aposentó en su gran gran trono y comenzó a engullir su frugal y alegre desayuno; terminada tan ardua y placentera tarea se encomendó a realizar sus ejercicios matutinos los cuales consistían en lanzar herraduras a las gónadas de la pobre e indeseable servidumbre que aguantaba lo que tenía que aguantar; con esto conseguía tales bíceps que hasta un rinoceronte podría sentarse en ellos para hacerse la manicura. Después de dejar sin cojones a media legión de criados con las malditas herraduras se dispuso a ver a su bufón con el fin de que el pobre, enano y oloroso payaso le hiciera partirse el culo y comenzara el día con buen pie; esto no funcionó y el desgraciado se llevó la más grande herradura en plenos huevos; en resumen el señor, Nuestro señor no comenzaba con buen pie, más bien sin pies.

Según su consejero, el único al que no zurraba, ¡el privilegiado de el consejero! Le informó que una nueva partida de animales jodidos habían entrado a las cuadras de palacio.

Señor o mi gran señor, un mono calvo y cuatro animales enfermos fueron depositados hoy por la mañana en sus aposentos.

¡Vaya vaya! Por fin algo nuevo copón, y... ¿qué males tienes esos animales de Dios?

 

Verá rey mio, uno tiene los ojos mirando para Cuenca, dos tienen una sola pata y hay un puto chucho que no sabe ni mear, pa mi que ese es el peor mal de un lebrel, y no como ese otro que tenemos que en vez de colmillos tiene cuernos ¡una lástima!

¡Santo agujero del donuts! ¡Pardiez! ¡Se me presente ahora mismo a tal ejemplar viviente que creo me va a hacer el ser más feliz del mundo! ¡Rápido o te muelo el culo a patadas recopón!

Al pobre del consejero le salieron ruedas en vez de patas y abriendo y cerrando puertas en un desfile insulso de carrerillas y tropezones se presentó ante el guardián de la cuadra y le pidió que lo acompañase a las cuadras a por tan divino ejemplar.

¡Hola Ambrosius!

¡Quién anda ahí!

Tranquilo, soy yo el poderoso consejero del rey que viene, como no, a pedirte la llave que todo abre, que nada cierra y que nunca estará en los fondos del mar.

¡Ah! Si es sólo eso toma, pero devuélvemela no vaya a ser que rueden tu cabeza y la mía...

Gracias maese Ambrosius, El todopoderoso te lo pague con un buen culo y un buen par de berzas para tus fornidas y trabajadas manos. ¡Salud!

¡Hasta la vista cara de cartón!

 

 

La llave entró, giró, giró y giró; la pobre andaba ya mareada y dentro de nada echaría todo si no se abría la puerta ¡CLAC! Ésta se abrió y el consejero puedo entrever lo que tanto amaba su señor y que se encontraba amontonado en grupos de a 8 cagándose y devorando todo lo que pillaba, así que para no resultar atacado y posteriormente muerto por las bestias que moraban la revulsiva cuadra, nuestro consejero, ¡el consejero! se embutió en un traje de esparto anti-mordeduras y otras putadillas, se encomendó a su santo padre y entró en tal antro.

Los jadeos y ruidos de los bichos inválidos o faltos de alguna facultad mental se entremezclaban con las miradas fijas y curiosas de los mismos quienes al no ver a casi nadie se volvían como locos; sin duda el esparto sería inmensamente útil.

Atravesado por mil colmillos y raspado por inmensas garras nuestro héroe empezó a buscar a tan estimado chucho el cual, ¡el muy cabrón! Estaría en el peor sitio de tan despiadado lugar... pero ¡de eso ni hablar! Nada ni nadie detendría al feroz e intrépido consejero quien sin duda encontraría a nuestro querido perro de mala madre. Por fin, al fin, en lo alto de un montón formado por manjares y juguetitos para estos animales se hallaba el preciado tesoro, el rey de todos los allí presentes, el inestimable dogo, lebrel, dog chow, aquel que nunca despreciaría un buen alimento para campeones... ¡oh! ¡si señor! Corriendo como un poseso por todo el recinto y sonriendo de oreja a oreja de tal manera que las babas chorreaban por la comisura de sus labios se lanzó encima del semoviente animal y lo llevó a cuestas en presencia del Señor, eso sí, antes dejando el inservible uniforme espartiano donde debía ser, ¡en la puta papelera! Y no sin antes devolver al mendrugo del vigilante la llave que encerraba tanta animalada.

Casi cuando llegaba a presencia del Rey se podía imaginar la gran sonrisa de su señor al contemplar a tan preciado ser, ese perro que sin saber cómo, no tenía ni la pajolera idea de mear; así que de no hacerlo pues el pobre bichín tenía la vejiga a punto a punto de reventar, sin duda era un caso que había atraído la curiosidad de sus señor y quizás por eso el ruin vegijón se concontraba ahora a merced del mismo dispuesto a ofrecer una gran felicidad al bueno y salvador de animales tullidos el Rey del reino que siempre reinará.

El señor, gran señor, señor de todas las cosas, animales, boniatos, tubérculos y granos del culo como el Altísimo manda estaba ante él; como se había imaginado una enooormee cara de felicidad llenaba su rostro arrancando del mismo cualquier indicio del paso del tiempo, para Él, no había reloj que lo amargara ni tiempo que le envejeciera; depositando al pobre perro ex – meón en los brazos del señorito todo terminó aquí, con un agradable festín de miradas y alegrías; quizás no fuera éste el animal más raro de todos los que poseía, pero había algo en én que le hacía pensar en ternura, en flores abriéndose y en pétalos de rosas cabalgando sobre las aguas; puede que todo fuera una mariconada o que aquello, ¡si! Aquello fuera una fecha algo más que importante en esa vida tan larga de bondades y afectuosos cuidados con los animales que ocupaban las cuadras de palacio; quizás ese perro con gotitas de pis amarillas salpicando los enormes patucos verdes del señor de las bestias le había dado a éste algo que los otros no habían conseguido... Juntos, dueño y animal fueron juntos al jardín y caminaron y caminaron sin cesar...

Cuentan que el Rey no volvió a palacio jamás y que una vez al año, en esa misma fecha donde ambos no cesaron de andar y andar, una torrencial lluvia amarilla asola los valles de todos los parajes del universo conocido y se puede escuchar unos gritos de júbilo y alegría que hace mucho tiempo que no se oyeron.

 

EL PUTO FIN