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Interludio en la Guerra de Troya

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INTERLUDIO EN LA GUERRA DE TROYA

Licurgo miró ensimismado por la ventana de la estancia. Helios, el dios solar, se ocultaba, y Selene reclamaba su lugar en el firmamento. Se sintió muy triste. Era el noveno año de la guerra contra Troya y no tenía visos de finalizar. Los muros de la ciudad asiática a su alrededor le atenazaban. Sabía que tenía que dar las gracias a los dioses por tener la suerte de no pudrirse en una prisión, como otros compatriotas suyos capturados por los troyanos, pero eso no evitaba que la angustia aprisionase su alma. Los soldados pobres como él no eran incluidos en el canje de prisioneros como ocurría con otros cautivos más ilustres. Quizás nunca volviese a pasear por las amplias calles de Atenas, aunque sabía que nadie le esperaba allí.

Un sonido le sacó de su ensimismamiento. Un jarrón se había caído en el pasillo y unos pasos irregulares se aproximaban a la estancia. La cortina sobre la puerta fue apartada bruscamente por una mano. Una mujer alta y nervuda penetró en la estancia. La amazona Antíope, su ama, acababa de llegar del campo de batalla. Vestía un peto de cuero y portaba unas grebas en las piernas. Arrojó su yelmo sobre una silla mientras contemplaba al prisionero con ojos extraviados.

-Ah, aquí estás, esclavo. Te andaba buscando.

Las palabras sonaban arrastradas, pronunciadas con dificultad. Licurgo reparó en ese momento en el objeto que portaba con la mano izquierda. Era una bota de vino, de piel de cerdo curtida, prácticamente vacía por lo que el griego podía observar.

La guerrera avanzó hacia él con dificultad. Su cuerpo todavía estaba embadurnado de arena y barro, y su brazo derecho parecía manchado de sangre, aunque no debía pertenecerle ya que no parecía herida. Las fosas nasales de Licurgo se vieron invadidas del penetrante olor a transpiración de la mujer, así como de un fuerte tufo a alcohol. Ésta le tendió la bota de vino al hombre. La mirada de la amazona vibraba de odio apenas contenido.

-¿Es que no vas a brindar? Los griegos tenéis buenos motivos para hacerlo. Hoy habéis matado a Pentesilea, la reina de las amazonas.

Licurgo no abrió la boca. Era una noticia muy mala para los troyanos. Pentesilea, hija de Otrere y Ares, se había distinguido mucho en las batallas y había vencido a numerosos griegos. Se decía que incluso había llegado a dar muerte al legendario Aquiles, pero que Zeus, atendiendo a las súplicas de la ninfa Tetis, madre del héroe, le había devuelto la vida.

-¿No dices nada, condenado aqueo?

-Lo siento.

Antíope le cruzó el rostro de una brutal bofetada. Licurgo no dijo nada, pero no pudo evitar que las lágrimas resbalasen por sus mejillas. Acto seguido la furia desapareció de los ojos de la mujer, siendo remplazada por una expresión compungida. Extendió una vacilante mano para tocar el enrojecido rostro del griego, pero se detuvo a mitad de camino. Licurgo sabía que las amazonas eran demasiado orgullosas para disculparse.

-Malditos griegos... ¿Por qué habéis tenido que invadirnos? ¿Es por esa zorra de Helena que ha abandonado a Menelao para arrojarse corriendo a los brazos de Paris? No, claro que no... Es por la ventajosa situación comercial de Troya... Es por el odioso oro... El sucio oro manchado de sangre...

Antíope se quitó las grebas, desanudándose los cordones de cuero.- Pero no quiero hablar de muerte esta noche. No he venido por eso. Quiero olvidarme de esta interminable guerra.

La amazona contempló al esclavo griego con una mirada indescifrable. –Siempre te he tratado bien, ¿verdad?

-Sí, mi ama.

Licurgo recordó el combate, hace ya casi tres meses. El griego había caído al suelo, derribado por un golpe de escudo de su adversario. Todos sus compañeros habían caído o huido. Estaba solo. Su lanza escapó de su mano y contempló impotente cómo su enemigo alzaba su arma, preparado para descargar el golpe mortal. Cerró los ojos y se encomendó a los dioses, preguntándose cómo sería la vida en el Tártaro. Pero el golpe no llegó.

El guerrero frente a él le hizo señas para que se incorporase y le llevó hasta Troya. Las puertas de la ciudad que había intentado invadir se cerraron tras él como un monstruo tragando vorazmente a su presa. Su captor se quitó el yelmo, mientras una melena castaña caía hasta sus hombros. "¡Sois una mujer!" "¿Sorprendido, aqueo? Soy Antíope, la amazona. Mmm... Creo que serás un buen esclavo." La mujer rió, con una risa fría, desprovista de humor. El griego se encogió de miedo.

Para otros compatriotas suyos, la perspectiva de ser el esclavo de una mujer hubiese resultado insoportablemente humillante. Pero el tiempo transcurrió y Antíope demostró no ser una ama demasiado severa. De hecho, nunca llegó a usar la fuerza contra él. Hasta hoy.

La voz de Antíope le sacó de su ensimismamiento. –Nunca te he acariciado. Eres muy bello.-La mano de la amazona rozó la mejilla del esclavo. Su tacto era algo rudo, ya que su mano estaba muy callosa por el continuo uso de las armas. Licurgo se estremeció mientras la contemplaba en silencio.

Antíope tragó saliva, como si le costase expresar lo que iba a decir. –Pues bien, hoy voy a ejercer mis derechos sobre ti. Voy a poseerte, esclavo. Serás mío, para hacer todo lo que yo te ordene. –Licurgo sabía que los guerreros solían violar a los soldados vencidos que capturaban. Los privilegios de la guerra, lo llamaban. Él mismo fue testigo de cómo el poderoso Aquiles persiguió a Troile, uno de los hijos de Príamo, el rey de Troya, hasta derribarle y tomarle por la fuerza. Pero hasta ahora la mujer no le había tocado un pelo.

La amazona se desvistió torpemente ya que el alcohol provocaba que sus reflejos no fuesen del todo precisos. El griego la contempló. Jamás la había visto desnuda. Su cuerpo estaba cubierto de varias cicatrices de heridas pasadas y recientes, amén de considerables hematomas y moratones, pero le llamó poderosamente la atención su seno derecho. O mejor dicho, su falta de seno. Las leyendas parecían ser ciertas. Las amazonas se mutilaban ritualmente el pecho derecho para poder disparar mejor con el arco. El polvo del campo de batalla continuaba adherido a sus brazos y piernas, y su cabello castaño oscuro caía en greñas sucias y desmadejadas por su anguloso y duro rostro. Sus labios agrietados temblaban de excitación.

-¿Te parezco atractiva?

-Sí, mi ama.- Licurgo no mentía. Puede que un artista de su patria no apreciase una belleza clásica en la fibrosa mujer, pero él estaba completamente deslumbrado. Si Afrodita, la diosa del amor y la belleza, hubiera aparecido a su lado, el griego no hubiese reparado en ella.

Antíope le empujó sobre la cama con rudeza. Licurgo gimió cuando la amazona se sentó sobre su cintura, haciendo que su entrepierna cobrase vida. Con suavidad el joven acarició el generoso pecho izquierdo de la mujer y siguió las líneas blanquecinas de las cicatrices en el lugar en que faltaba el derecho.

-Ama...

La amazona colocó su dedo sobre los labios del hombre. –Esta noche no. No soy tu ama ni tú eres mi esclavo. Sólo soy una mujer y tú un hombre. Por favor... bésame.

Los labios de ambos se juntaron mientras los cuerpos de los dos enemigos se entremezclaban. El sabor a vino era muy fuerte en la boca de la mujer, pero Licurgo no dejó por ello de entrelazar su lengua con la de la mujer, paladeando su sabor. Sin dejar de hacerlo, Antíope hizo que entrase en ella con un golpe seco de riñones. El muchacho la penetró mientras la mujer le marcaba el ritmo casi con violencia. Buscó el cuello de ella con sus labios y lo besó, sintiendo cómo la piel quemada por el sol se erizaba. Antíope cerró los ojos y se mordió el labio, gruñendo como un animal salvaje. Sudaban y jadeaban cuando Licurgo eyaculó en su interior.

El muchacho buscó su boca mientras ambos se besaban con pasión. Entonces Licurgo fue consciente del sabor salado que llegaba hasta él. Las lágrimas se derramaban abundantemente por la mejilla de la mujer. Licurgo la rodeó en un abrazo y sintió las convulsiones provocadas por sus sollozos. Jamás la había visto llorar.

-¿Qué os sucede?

La mujer no respondió.

-Calmaos, Antíope. Quizás os sentáis mejor si me contáis lo que sucedió en el campo de batalla.

La amazona apoyó su cabeza contra el sudoroso pecho del hombre. Su mirada se tornó vidriosa. Licurgo pensó que Antíope no le había escuchado e iba a repetir la petición cuando la mujer habló.

-La batalla fue hoy terriblemente dura. Las flechas llovieron sobre nosotros, desbaratando nuestra carga. Miré a nuestra reina. Pensaba que ordenaría la retirada, pero pude contemplar cómo luchaba con un hombre de cabello rubio. Por su elaborada armadura deduje que sería el célebre Aquiles. Quise acudir para ayudarla, pero varios aqueos me cerraron el paso. Sólo pude observar cómo la lanza del griego la atravesaba de parte a parte y tiraba de su cabello para derribarla de su montura. Grité y grité. Me desgañité, pero no pude hacer nada. Contemplé impotente cómo los griegos se abalanzaban sobre ella. Pude oír sus gritos desdeñosos. "¡Arrojemos a esa virago a los perros como castigo por sobrepasar la naturaleza de la mujer!".

Antíope se abrazó más fuerte a Licurgo, quien acarició su cabello castaño.

-Si cierro los ojos vuelvo a ver la escena una y otra vez. Escucho su escalofriante chillido cuando el etolio Tersites vació sus ojos con su lanza cuando ella yacía moribunda. Pronto sus gritos cesaron y contemplé cómo Aquiles observaba de forma extraña el cadáver de mi reina. De pronto, se agachó... y... que los dioses me ayuden... vi cómo...

La voz de la mujer se quebró. Los sollozos se apoderaron de ella, impidiéndola hablar. Licurgo la besó en la cabeza y la abrazó con más fuerza. Permanecieron en esa posición durante mucho tiempo. La respiración de Antíope se normalizó paulatinamente y Licurgo pensó que se había dormido. De pronto, ella elevó su mirada y le contempló con los ojos enrojecidos.

-¿Por qué, Licurgo? ¿Por qué los dioses permiten todo esto?

-Lo ignoro, Antíope. No creo que ni ellos mismos lo sepan.

De nuevo un silencio rodeó a ambos amantes. Afuera, la ciudad estaba tranquila. La noche había traído consigo una engañosa paz, una breve tregua para llorar a los muertos hasta el día siguiente en que se reanudasen las hostilidades. Por la mañana, al salir el sol, los dos ejércitos se encontrarían de nuevo en la llanura, exigiendo su tributo diario de sangre.

-Antíope...

-¿Si?

-Te quiero.

Antíope sorbió sus lágrimas. -¿Sabes, griego? Cuando te tuve a mis pies y me disponía a matarte pensé que eras muy joven para morir. Me alegro de no haberlo hecho. Tan sólo me arrepiento de no haberte hecho antes el amor.

Licurgo sabía que ella no le amaba. Por lo menos no tanto como él podía amarla a ella. Era una amazona, una independiente "mujer-luna", que sólo debía lealtad a la causa que servía y a sus hermanas guerreras, y que lucharía en Troya hasta vencer o morir en el campo de batalla. ¿Qué era para ella un simple esclavo enemigo? No obstante, Licurgo se sintió invadido por una felicidad que no había sentido en muchos años.

Volvió a besarla en el cabello. De pronto un sonido llegó a sus oídos, una especie de ronquido. El griego volvió a mirarla y comprobó que la mujer se había dormido sobre su pecho. Sonreía. Era la primera vez que la veía hacerlo.

El griego sonrió también, pensando en la paradoja: Había acudido a Troya como soldado para escapar de la miseria en Atenas. Se había propuesto conquistar la ciudad y había sido conquistado por una mujer que ni siquiera se había propuesto hacerlo.

El muchacho contempló meditabundo el techo de su habitación. Ya no lo veía como una prisión. Sabía que Troya no resistiría mucho tiempo. Los soldados griegos estaban determinados a destruir la ciudad, arrasarla completamente y aniquilar a todos sus habitantes en un holocausto de sangre y fuego. Era sólo cuestión de tiempo.

-Te quiero, Antíope, mi ama, mi amor. Te quiero y nunca te dejaré. Suceda lo que suceda.

FIN

 

N. del A: La muerte de Pentesilea es muy escabrosa, pero no he inventado nada. Según la leyenda, Aquiles atravesó su cuerpo con una lanza, se enamoró de su cadáver y cometió necrofilia con él allí mismo. Antes, Tersites había mutilado sus ojos mientras agonizaba y, aunque Aquiles pidió que se le hiciese un funeral honorable, Diómedes arrastró su cuerpo por los pies y lo arrojó al río Escamandro. Como puede verse, las cosas no han cambiado mucho en casi tres mil años: la guerra sigue siendo algo inmundo y cruel.