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Sed, MUCHA SED

en Hetero: Infidelidad

SED, MUCHA SED

 

Parte I

A mis 29 años vivía obsesionada por hacer realidad una fantasía erótica sencilla y común para cualquiera que viva cerca del mar: hacer el amor con mi pareja en una playa al anochecer.

Estábamos veraneando en el sitio perfecto. Calas escondidas, atardeceres de foto, clima cálido. Se lo propuse a mi pareja y aceptó aunque con algunas reticencias. Él es muy recatado y la sola posibilidad de que pueda vernos alguien le juega una mala pasada a su excitación con tan sólo pensarlo. Me costó la mitad de nuestros días de vacaciones convencerle, pero finalmente lo conseguí.

No voy a entrar en detalles sobre este acontecimiento porque, si bien fue bonito por los sentimientos que ambos compartíamos, no es el objeto principal de este relato.

Esperamos a que la cala quedara sombría al ocultarse el último rayo de sol y tumbados sobre nuestras toallas, hicimos el amor pausadamente sintiendo nuestros cuerpos como tantas otras veces, en el más puro “estilo misionero”. Estuvo bien. Ambos obtuvimos sendos orgasmos y seducidos por la brisa acogedora del mar nos quedamos charlando hasta bien entrada la noche. Sí, charlando. Yo hubiera continuado la sesión de sexo allí mismo, en plan un poco menos cariñoso, pero la noche no daba para más. Nos dirigimos al hotel y nada más llegar él se acostó mientras yo terminaba de ducharme.

La ducha avivó mi deseo que para entonces estaba casi convencido de irse a dormir, así que decidí enfrentarme a él y tras extender una capa de crema hidratante perfumada por todo mi cuerpo para amortiguar el efecto del sol insistente durante buena parte de la tarde, me vestí con un conjunto de sujetador y tanguita negro rematado por una discreta tira de encaje en los márgenes internos de sus triángulos. Autoexcitación: me miré en el espejo; el pelo mojado, la piel bronceada... obtuve una  imagen de mi cuerpo de lo más sugerente. No así mi marido, que para cuando llegué a la cama, estaba escalando las paredes del séptimo cielo. Vaya.

Me puse una camiseta larga y ampliamente escotada en uve que cubría mis piernas hasta la mitad de mis muslos y dejaba visibles mis hombros. Salí a la terraza de la habitación. Hacía calor. Tenía mucha sed. Me dirigí al minibar en busca de una botellita de agua. OHHhhhh.... no hay agua y la del grifo es poco recomendable. Estoy acostumbrada al agua de Madrid y en cuanto salgo de mi ciudad noto mucho sabor en el agua del grifo, así que solo tomo mineral. Pensé en llamar a recepción para pedir que me subieran una botella, pero finalmente me decidí a salir en su busca ya que, total, no tenía sueño. Me convencí de que me vendría bien dar un paseo hasta el bar para despejarme y volver a conciliar el sueño a la vuelta, tras saciar mi sed. Cogí unas monedas y me calcé unas chanclas.

El hotel bostezaba silencio. Los pasillos enmoquetados repletos de puertas numeradas absorbían el chancleteo de mis pasos. Apenas se distinguía en la quietud de la noche el murmullo de los aparatos de aire acondicionado y algún televisor encendido detrás de alguna de las puertas cuyo huésped reposaba dormido en el intento de ver un aburrido programa de televisión de esos que nos machacan todos los veranos.

Planta baja. Según se separaron las puertas del ascensor me di cuenta de que era mucho más tarde de lo que había calculado. Todas las luces estaban apagadas, salvo las de emergencia y la del mostrador de recepción. Miré el reloj del hall para corroborar mis sospechas. Eran las 4 de la madrugada. A esas horas ni cafetería, ni restaurante ni nada, y yo muerta de sed. Miré el mostrador de recepción como única esperanza. Me dirigí hacia él. ¿Cómo era posible que no hubiera nadie en recepción? En los hoteles siempre hay alguien. Recorrí con mi vista el centro de flores, el expositor de tarjetas publicitarias, el cenicero y el centro de mesa lleno de caramelos con envoltorio corporativo hasta que me detuve en una campanilla dorada, igualita a la de las películas. Deduje que, como en las películas, la misión de esa campana era avisar al ser tocada para que alguien de la recepción del hotel acudiera al oírla. Quizás la persona encargada que estaba de guardia dormía al otro lado de la puerta entreabierta que había tras el mostrador.

No lo dudé ni un instante. Ding, ding. Nadie respondió. Ding, ding, ding. Nadie respondió tampoco a mi segundo intento, ni al tercero, ni al cuarto más insistente. Me colé por el lateral del mostrador y me asomé al otro lado de la puerta. Tenía que haber alguien. Descubrí que dicha puerta no daba a una habitación, sino a un pequeño hall con sendas puertas cerradas a ambos lados y una de frente. Sobre la puerta de la derecha un  cartel indicaba: “No pasar. Solo personal”. A la izquierda otra puerta: “Área de Descanso”. Y de frente los “Aseos Personal”.

Sin perder de vista mi objetivo hice mis cálculos para concluir que en el “Área de Descanso” debía haber una máquina de bebidas. Abrí la puerta sin dudarlo un segundo. Efectivamente, allí estaba: una máquina dispensadora de refrescos de las que funcionan con monedas. Menos mal. Ya me daba igual si había o no había alguien de guardia en recepción. Al fin y al cabo, lo que buscaba era lo que acababa de encontrar. Vaya. “No devuelve cambio. Introducir importe exacto”. Pues no tenía el maldito importe exacto, así que sentí como mi gozo se hundía en lo más profundo del pozo. Salí del cuarto y en dos pasos estaba abriendo la puerta cuyo cartelito decía “No pasar. Solo personal”. La habitación estaba iluminada por un flexo cuya luz indirecta alargaba y acentuaba las sombras. Había dos mesas enfrentadas entre sí y varias filas de muebles y estanterías en las paredes que dejaban algunos espacios de cuyo centro aritmético colgaban cuadros mostrando mapas locales y pósteres publicitarios. Una de las mesas se disponía frente a la puerta, dejando la otra de espaldas a la misma. En esta última alguien trabajaba afanosamente delante de un ordenador portátil mostrándome su espalda. Por fin un ser humano despierto, pensé. Esbocé un “Buenas noches, disculpe...” que obtuvo un eterno silencio por respuesta. Avancé dos pasos más hasta situarme más cerca de su espalda. Carraspeé mi garganta seca y repetí mi saludo. Era inútil. El llevaba unos auriculares puestos. Ahora podía verlo y entendí por qué mi llamada desde el mostrador había sido tan inútil como mi reciente “Buenas noches.” Toqué levemente su hombro y pegó un respingo sobre su silla. Me miró sobresaltado. Se quitó los auriculares y se desplazó hacia un lado haciendo rodar su silla giratoria, agrandando el espacio que nos separaba. Me miró ahora con gesto sorprendido. “Hola... Disculpa, estaba... bueno, yo... no te oí entrar.” Parecía tan enfrascado en su portátil que le costó darse cuenta de lo que había sucedido. Intervine de nuevo. “No, perdona tú. Siento interrumpirte pero verás, ando buscando una botella de agua, necesito una botella de agua”, enfaticé, “...nadie contestaba en recepción, así que me he tenido que colar. Ahora busco cambio; la máquina del cuarto de enfrente no admite mis monedas... y bueno, quizás tengas cambio. ¿Tienes?”, le dije mostrando las monedas en mi mano extendida. Me salió así, todo de carrerilla, como si me hubiera estudiado el guión. Me miró de nuevo, de arriba abajo, cosa que me intimidó un poco al percatarme de que mi indumentaria era de lo más despreocupada, de andar por casa, vamos... Creo que me ruboricé levemente. Se puso de pie y palpó los bolsillos de su pantalón vaquero. “Pues me temo que no. Es más, no llevo nada encima”, dijo con una mueca de lamento. Fue inevitable que mi cara dejara escapar un claro gesto de fastidio. Ahora ya no era sed sino sequía lo que sentía en mi garganta. La situación había contribuido a acentuar esa sensación de ahogo que se da cuando tienes sed, mucha sed.

Ahora eran mis ojos los que recorrían su cuerpo de arriba a abajo, de abajo a arriba. Rápido pero concienzudamente. No tardé en darme cuenta de que él no era personal del hotel. No llevaba uniforme ni distintivo alguno y su indumentaria era demasiado informal para el estilo del hotel. Trabajaba con un portátil habiendo un ordenador normal sobre la misma mesa. Estaba de paso. Me creó mucha curiosidad y estuve a punto de preguntarle qué hacía él allí cuando me di cuenta de que hacer ese tipo de preguntas a alguien a quien acabas de conocer no es muy buena carta de presentación, así que mantuve mi boca cerrada. Su siguiente intervención contribuyó a que así fuera.

Parecía apurado y adoptó una postura de disculpa. “No entiendo cómo no hay nadie en recepción. Quizás la persona que está de guardia hoy haya dejado su puesto un momento para ir al baño. Seguro que pueden darte cambio.” Asentí con la cabeza dando un paso atrás a la vez que dije “Claro... Gracias. Esperaré unos minutos más, a ver si hay suerte”.

 Sin decir nada salió del cuarto y se dirigió a la puerta del cartelito que decía “Aseos Personal”. La golpeó con sus nudillos y preguntó en voz alta y clara “¿Hay alguien? Hooolaaaa, ¿hay alguien?”. Ante el silencio que respondía desde el otro lado de la puerta no pudimos más que mirarnos con gesto de contrariedad, yo apoyada en el marco de la puerta de la habitación donde le había encontrado, y a cuatro pasos él, de pie junto a la puerta de los “Aseos Personal”. De nuevo cruzamos miradas, en esta ocasión se trataba de ese tipo de miradas que exploran aparentando distracción pero que en el fondo recopilan mil y un detalles que configuran una primera idea del otro. Me gustaba, me gustaba aquel conjunto de cuerpo, voz y maneras.

“Pues parece que no hay nadie. No sé... a veces, si la noche está tranquila, la persona de guardia desvía la línea de teléfono y se ausenta para cenar en su habitación. Parte del personal dispone de habitación en el hotel”,me explicó amablemente. Y continuó diciendo “Mira, si tanto te urge puedes caminar dos manzanas hasta un pub que aún estará abierto, o bien... me acompañas un momento a mi habitación, que también me alojo en el hotel, y busco alguna moneda, que seguro que tengo cambio o, en todo caso, una botella de agua aunque sea empezada... si no te importa...”  ¡Menuda pinta llevaba yo! Como para ponerme a buscar un pub abierto a las 4 y pico de la madrugada. Me decidí por la segunda opción. “Bien, pues te lo agradezco. No me hace mucha gracia caminar ahora buscando un pub”. Mientras recogía su portátil y unos papeles que había repartidos por encima de la mesa me contaba... “Pues lo dejo por hoy, que ya está bien. He tenido que venir por una urgencia, pero mucho me temo que hasta mañana no voy a poder resolver nada”. Clac. Cerró el ordenador y colocó los papeles encima haciendo un montoncito que fue a parar debajo de su brazo. “Ala, vámonos.”

 Ascensor. Se abren las puertas. Planta 4ª. Caminamos en silencio por un pasillo idéntico al que minutos antes había recorrido yo camino de recepción y llegamos a su habitación. Abrió la puerta y me invitó a pasar. “Pasa, lo busco enseguida”, me dijo sonriendo. Contesté con un “Gracias” y otra tímida sonrisa. “Pero toma, bebe si quieres, luego ya cogerás la botella de la máquina”. Me ofreció su botella de agua recién sacada del minibar.

Un oasis: aquello no era una botella de agua, era un oasis. Bebí ansiosamente volcando mi cabeza hacia mi espalda ante su mirada estupefacta. De un solo trago consumí mas de la mitad de aquel medio litro y al recuperar el ángulo de 180º de mi cuello con mi espalda se escaparon algunas gotas de agua por mis comisuras. “Ahhhh... no sabes qué sed tenía”. Se acercó a mí muy despacio, mirándome fijamente mientras retenía con sus dedos las gotas de agua que ya giraban por debajo de mi mentón en dirección a mi cuello impidiendo que invadieran mi escote.

Me sorprendió gratamente este gesto tan cercano. Me sentí bien. Le respondí con una mirada directa a sus ojos, y una sugerente sonrisa. El agua me dio la vida. Volví a sentir humedad en las mucosas bucales y mi garganta se refrescó gustosamente. Me sentía mucho mejor.

“Y dime, ¿cuánto tiempo llevas alojada en el hotel?”. “Llegamos el martes pasado”.  Mi respuesta debió parecerle interesante porque la aprovechó para continuar la conversación que había hecho surgir. “¿’Llegamos’ has dicho? ¿Con quién has venido?”.  En ese momento me percaté del matiz de deseo que había en su mirada y bajando por su torso hasta por debajo de su cintura, mi vista descubrió lo abultado de su pantalón. Me gustó esa declaración de deseo, pero hice todo lo posible para que no se diera cuenta, no fuera a ser que se sintiera incómodo al saber que yo había evaluado la dureza de su polla con tan solo una mirada.

“Pues con mi marido. Él duerme ahora, de lo contrario, hubiera salido él mismo a buscar algo para beber”, expuse, con no poco sentimiento de estar dando demasiadas explicaciones. “Ya, entiendo. Me alegro de que hayas tenido que salir tú”, dijo mientras se aproximaba de nuevo a mi cuerpo con un pulgar mojado que posó delicadamente en mis labios. Sentí su cercanía y me ruboricé un poco. No entendía muy bien lo que estaba pasando, pero me apetecía dejarme llevar. Descolgué mi mandíbula y mis labios se entreabrieron. Prolongó el contacto de su pulgar en mis labios  apoyando la palma de su mano derecha en mi mentón de manera que  sus otros dedos alcanzaban mi cuello. Me miraba juguetonamente. Su cuerpo se enfrentó al mío y su otra mano desnudó mi hombro derecho tirando del amplio escote en esa misma dirección. Parecía muy seguro de cada gesto, así que me dejé hacer presa de la curiosidad.

A partir de este momento perdí el control del paso del tiempo. Me abandoné a mis deseos y busqué el placer en cada uno de sus movimientos. Sabía muy bien lo que hacía conmigo, lo que quería hacer y cómo quería hacerlo. Sólo recuerdo algunos momentos fugaces de intenso placer en los que toqué el cielo con mis dedos. Trataré de plasmarlos a continuación.

Me había quitado la camiseta. Estaba sentado en el borde de la cama con las piernas abiertas. Yo permanecía de pie frente a él rodeada por sus muslos mientras me mordisqueaba el pubis a través de mi tanga. Cogía su escasa tela por mis caderas y tiraba de ella hacia arriba para que la tira central se metiera un poco por mi rajita y mientras, lamía codiciosamente la parte de mis labios que quedaba liberada a cada lado de ese pedacito de tela. Yo apoyaba mis manos en su cabeza masajeando su cuero cabelludo. Podría haber dirigido sus movimientos pero me parecía una pena entrometerme en su actividad. Me limitaba a gozarlo. Lo que no alcanzaba a imaginar es cuánto placer más me estaba esperando.

Besaba mis ingles y restregaba su nariz como queriéndome respirar el sexo. Mordía y lamía, hundía su rostro en mi pubis hasta que mi tanga estuvo empapado en mi flujo y su saliva. Nunca he deseado tanto desprenderme de mi tanga y dejar mis labios desnudos. Hizo que deseara abrir las piernas mucho más cuando mi espalda estuvo apoyada en la cama, para que así su lengua tuviera libre acceso a mi clítoris ávido de placer y a mi vagina bañada en mi propio jugo. Allí estuvo alojada su lengua larga, dura y juguetona un buen rato. Era incansable. Se movía dentro y fuera de mí. En ocasiones se quedaba dentro y la movía hacia los lados como buscando alguna hendidura en las paredes de mi vagina. Mientras, yo podía sentir sus facciones en mi entrepierna. Su nariz en mi clítoris y su barbilla en mi perineo. Se movía hacia los lados, arriba y abajo tenazmente llegando hasta mi clítoris. Con sus brazos extendidos agarraba mis pechos salvando mi sujetador, colando sus manos por debajo y luego sacándomelos por encima. Me sentía enloquecer de satisfacción. De hecho me corrí sin avisar. No me dio tiempo. El debió notarlo por la riada que surgió desde dentro de mi vagina mojando toda su cara. Bueno, por eso y por mis gemidos nada discretos. Se salió de mí y apoyó su mejilla en mi vulva sin dejar de rastrearme con su lengua allí donde podía. Cuánto placer me estaba dando.

Yo pensé que iba a dejarme saborear ese orgasmo, pero apenas volví en mí, me había dado la vuelta sobre la cama y ahora le estaba exponiendo entre mis nalgas separadas mi culito elevado por un cojín que colocó bajo mi pelvis. Mordisqueó mis cachetes mientras los sujetaba con sus manos. Sentí como los mordisquitos se transformaban en lametazos a medida que se acercaba a mi agujerito. Lamió mi culito afanosamente con repetidas chupadas y luego me metió la lengua. Estando muy mojado, introdujo un dedo. Luego dos. Luego su polla mientras me cogía firmemente por las caderas. Yo me limitaba a gemir de placer. Poco más podía hacer aparte de elevar mis caderas en un intento de estar más próxima a su sexo y sentir mi clítoris golpeado por sus huevos en cada embestida. Estaba enloqueciendo en pleno éxtasis.

Confieso que siempre me había causado mucho respeto la penetración anal, pero a partir de este instante empecé a entender que era cuestión de lubricación por un lado y por otro, de paciencia para encontrar el momento oportuno. Estaba disfrutándolo como nunca hubiera imaginado.

Me tumbó de lado, y en esa posición de costado podía ver una de mis piernas flexionada por la rodilla en el aire, elevada por su brazo, mientras en mi vagina se adentraba una polla durísima que a juzgar por la presión que sentía, debía ser generosa en tamaño. Así volví a correrme y también él lo hizo.

No podía más. Estaba extenuada. Paramos un poco, comentamos la jugada y me preguntó si mi marido me estaría echando de menos. “No creo, duerme muy profundamente. Si estoy en la cama para cuando él se despierte no habrá problema”.

El hecho de pensar que esa misma noche había hecho el amor con mi marido y ahora un desconocido me estaba follando insaciablemente, me produjo un subidón de morbo que decidí aprovechar hasta justo antes de que amaneciera.

Volví a sentir mucha sed. En cuanto hube recuperado el aliento me levanté para beber agua. Esto de la sed debe ser que me afecta en plan “pescadilla que se muerde la cola” porque cuanto más follo más sed tengo, y cuanta más sed tengo, más quiero follar. He descubierto que los fluidos corporales son otra forma de atenuar la sed; debe tener algo que ver.

Eché un vistazo por encima a toda la habitación de forma distraída y me inspiré en una silla que había junto a un escritorio de esos que ponen en los hoteles con cajones y un espejo. Era una silla robusta con el respaldo elevado y un amplio asiento. La retiré del escritorio dejándola accesible por los 4 costados.

“Ahora te toca a ti. Siéntate, por favor”. Respondió con cierta sorpresa pero accedió gustoso.

De esta parte conservo más detalles porque me concentré en su placer estando plenamente cuerda. Tantos detalles recuerdo que merecen ser contados separadamente.

Continuará.