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Sara, Heidi y Marta: tres en una

en Jovencit@s

Sara, Heidi y Marta: tres en una

¿Cómo estáis? Nos presentamos. Nos llamamos Sara y Cristina y nos gustaría contaros una historia. Lo haremos entre las dos. Yo soy Sara y llevaré la voz cantante y Cristina, cuando quiera, me interrumpirá y dirá lo que le parezca. Para que quienes lean este relato no se armen un lío sobre quien de las dos está hablando, creemos que lo mejor será hacer como en los libretos de teatro, o sea, poner delante de lo que digamos cada una, "yo" cuando hable yo y "tú" cuando la que diga cosas sea Cristina. Empezamos.

Yo: Soy Sara y me alegra no vivir en Norteamérica, porque, si estuviera allí, me tocaría llevar el carné de identidad entre los dientes cada vez que entro en un pub. No soy menor de edad pero lo parezco. Es cosa de familia: algún extraño gen me quita años. En noviembre cumplí los veinte y nadie me echa más de quince.

Tú: No te pases, Sarita. Nadie te echa ni catorce.

Yo: Calla y deja que siga. He dicho que aparento quince años y lo mantengo. "Pues vaya suerte tienes" pensará más de una. No creáis. Tener cara de niña, y además de niña buena, porque la tengo, es castigo. Nadie cree que estoy en segundo curso de Derecho. Si alguien va a contar un chiste cachondo y me ve en el grupo lo corta de raíz con un "perdón, no me había dado cuenta" al que no le encuentro ninguna gracia.

Tengo cara de niña buena que recién ha sabido lo que es la regla y que juega con muñecas en lugar de divertirse con un consolador. ¿El cuerpo? No tengo mucho pecho, pero tampoco soy una tabla. Mis tetas son como manzanitas. Las caderas escurridas, claro. De nena. Soy una Lolita.

Tú: Sara, corta el rollo. Te encanta hablar de ti misma. Ve al grano.

Yo: Vale. Teníamos un parcial de Derecho Civil y Cristina –queda mejor así, en tercera persona- me dijo de estudiar en su apartamento. Cristina es la mar de simpática. Somos muy buenas amigas. Me gusta y la admiro. Es como yo desearía ser: Alta, guapa, magnífica figura, y encima sabe vestir. Tiene esa elegancia y ese gusto que no se aprende en los libros, sino que nacen con una. Me van los chicos como a la que más, pero si Cristina me hubiera propuesto hacer el amor con ella, no sé que hubiera contestado.

Tú: ¡Chica, de lo que se entera una contando historias al alimón! ¿Tan atractiva me encuentras?

Yo: Sabes que sí. Sigo. Cuando nos aburrimos de estudiar, encendimos sendos cigarrillos –somos como el del chiste, sabemos que fumar mata lentamente pero no tenemos ninguna prisa- y en eso sonó el timbre del móvil de Cristina. Contestó: "Sí". "Esta tarde no puedo". "Mañana a las seis". "Hasta mañana".

"¿Quién era?". No lo puedo remediar, soy curiosa por naturaleza. Me muero por enterarme de todo.

"Ahora te cuento. Hace tiempo que quería hacerlo".

Se puso a hablar y yo, que pese a mi carita de niña buena no soy pacata, me quedé a cuadros. Creí haber entrado de golpe en una película X. Cristina me alargó un periódico doblado en cuatro y me indicó una línea.

"Lee esto".

Leí: "Ama estricta busca esclavo".

"¿Y?

Cristina sonrió de oreja a oreja.

"El ama estricta del anuncio soy yo".

Aluciné en colores. Me pellizqué y me convencí de que no soñaba.

"¿Tú?".

"Aquí la nena. Quien me ha llamado es un cliente. Vendrá mañana a las seis".

"¡Pero eso es ser puta!"

"Bueno – Cristina se pasó una mano por el pelo – lo de puta suena muy fuerte. Es como si tuviera una beca o una bolsa de estudios un tanto especial. Lo hacemos más universitarias de las que te piensas. Luego, al acabar la carrera, se pasa página y punto".

Si me pinchan no me sacan sangre.

Tú: Menos lobos, Caperu. Cuentas la historia a tu modo y mientes más que hablas. Te presentas como la nena buena que aparentas ser. Cuado te dije que me anunciaba en el periódico, entraste al trapo. Querías conocer todos los detalles. No paraste hasta que te enseñé el material: los correajes de cuero, el látigo, la capucha, las esposas, las pinzas y toda la pesca. Me preguntaste cómo se me había ocurrido convertirme en ama, cuánto duraban las sesiones, cuánto me pagaban y si disfrutaba o no haciéndolo con ellos. Te informé cumplidamente, ¿no lo recuerdas? Te dije que todo lo que sé y pongo en práctica sobre dominación y sadomaso lo había sacado de Internet, primero por juego y luego, cuando descubrí que me excitaba muchísimo maltratar a los tíos, por gusto. Te confesé que había comprado toda la parafernalia propia del caso también por Inrternet. Tú, no es que me escucharas: es que bebías mis palabras. No me vengas ahora con el cuento de que te escandalizaste.

Yo: Tal vez haya exagerado un poco, pero reconoce que me dejaste de una pieza. Retomo el hilo. Decía:

Si me pinchan no me sacan sangre.

"Es lo bueno que tiene esto, Sara. Cuando te apetece, cierras el kiosco y se acabó la función".

No sé por qué me vino a la cabeza la imagen de la serpiente del Paraíso ofreciendo la manzana.

"¿Crees que podría vestir como visto de no ser por esas ayudas? Yo no llevo ropa de Zara, cariño".

Y entonces Cristina, mi amiga Cristina, añadió:

"Podrías ganar muchísimo dinero con esa cara y ese cuerpo. Sé de quien pagaría trescientos euros por estar un rato con una nenita".

"Tú está loca" –me engallé.

Ni trescientos ni trescientos noventa. Han sido cuatrocientos para mí sola. Ocho billetes nuevos de cincuenta. Si escribiera una novela psicológica contaría con todo lujo de detalles el proceso de mi cambio…

Tú: ¿Pero qué cambio, nena? ¡Si llevas tal marcha que las braguitas se te bajan solas cuando pasa un tío a cien metros! ¡Si eres la más golfa de las golfas! ¡Mira la mosquita muerta! Deja, deja. Esta narración es para publicarla en Todorelatos, no en una encíclica del Papa de Roma. Hay que echarle morbo, cielo, y para eso no es preciso inventar nada, sino contarlo todo tal cual. Pero que conste que no somos putas. Puta puede ser cualquiera, basta abrirse de piernas y chupar el caramelo de carne. Nosotras somos especialistas y eso se paga mucho, tanto, que una deja de ser puta y se convierte en call girl, que ya es algo fino. Yo soy especialista en dominación, y tú ¿cómo diría? eres especialista en coartada, porque los tipos que se pirran por las menores pueden hacerlo contigo sin riesgo de ingresar en prisión. Lo que más me jode es que mi especialidad requiera tanto gasto –que si un traje de cuero nuevo, que si hay que renovar la ferretería- mientras tú, Sara, no tienes que gastar ni un euro en maquillaje. Con cualquier cosa encima, unas braguitas blancas con corazoncitos color de rosa debajo y una pastilla de jabón, vas que te matas, y encima te pagan más que a mí. Este mundo es injusto de veras Pero a lo que iba. Disfruté como una enana cuando buscamos tu nombre de guerra y decidimos tu "new look".

Yo: Tranquila, que ahora iba a eso. El día que pensé que por qué no, que bueno, que por probar no se iba a acabar el mundo y luego ya veríamos, era miércoles y recién había ido a la peluquería. Allí me decidí, hojeando una revista del corazón en que una famosilla presumía del coche que le había regalado no sé quién. Llamé a Cristina y a los diez minutos estaba en su apartamento. Me debió notar los nervios. Me dijo que me había quedado el pelo muy mono –y era verdad que sí- y después siguió:

"Iba a servirme un coñac –suele hacerlo cuando tenía la regla, dice que le sentaba bien- ¿te sirvo otro?"

No aguardó mi contestación. Sacó dos copas y la botella de Carlos I, porque Cristina, desde que se vestía de cuero, tiraba con pólvora de rey. Solo luego de beber un trago me animé a hablar:

"Oye, respecto de lo que estuvimos comentando el otro día…"

No me dejó seguir:

"¿Qué sí, verdad?"

Asentí con un gesto. Notaba que me ardían las mejillas no sé si por el coñac o por la excitación. De natural, tengo tendencia a que se me enrojezcan cuando me pongo nerviosa.

"Debo parecer Heidi…"-dije por decir algo.

"Sí –sonrió Cristina- pero en vez de "Abuelito dime tú" cantarás "Abuelito dame tú"".

"¡Chica, que cosas dices!".

"Bueno, a ver que te vea…No sé por qué has tenido que hacerte ese pelo. Es mono, ya lo he comentado, pero no es de chiquilla de catorce años. No te digo de llevar trenzas o cola de caballo, pero un peinado con raya en medio te iría más. La raya en medio cuadra con las ideas que tienen los hombres respecto a las Lolitas. En fin, ya pensaremos algo".

Cristina tiene alma de organizadora. Le encanta disponer.

"Tendrás que buscarte un nombre de guerra. Yo soy Abigail que es nombre que le va bien a un ama. Tú necesitas un nombre tierno que te ayude a crear ambiente. Por ejemplo…Sí ¿por qué no? Tú misma lo acabas de decir: Heidi"

No me disgustó la propuesta. Heidi. Sonaba bien. A caramelito de los Alpes.

"Ahora –siguió Cristina- vamos al espejo del armario del dormitorio y comprobaremos si todo está en orden."

"¿Me pones antes un poco más de coñac?" –me faltaba un empujón minúsculo para asumir mi entrada en el mundo del sexo. Bebí la nueva copa de un trago y ya sí. Estaba preparada. Fuimos al dormitorio.

"Desnúdate".

Me pareció divertidísimo que Cristina quisiera que me desnudara. La verdad es que todo empezaba a parecerme muy divertido. Me quité el pantalón y la blusa y me quedé en ropa interior. Di una vuelta sobre mí misma frente al espejo y casi me pongo la zancadilla.

"Tranquila, cielo…-me serenó Cristina- No, esa ropa interior no me gusta. Quítatela".

"¿Quieres que me lo quite todo?"

"Mujer, si te vas a dedicar al asunto no puedes andarte con vergüenzas"

Me desnudé. Antes ya dije como es mi físico. No hace falta que lo repita.

Tú: Pues claro que hace falta, mona. Eres el sueño de un gozador de niñas. Si vivieras en Nueva York o en Londres te harías de oro. Sé que te has divertido lo que has podido, pero sigues rezumando inocencia. Lávate la cara. Estás mucho mejor sin pintar. Los pechitos los tienes ideales. Parece que están creciendo …y que todavía falta bastante para que lleguen a su tamaño. Tienes la cintura fina y la estrechez de caderas colabora a aniñarte más aún. El culito ¿cómo diría? es culito de torero, con las curvas justas. Los muslos, largos. No tienes mucho vello en el pubis, pero mejor te lo rasuras, Heidi.

Yo: Fue la primera vez que alguien me llamó Heidi. Me encantó. Allí me tenéis, desnuda como un gusano y contoneándome delante del espejo mientras Cristina buscaba los trastos de quitar pelitos. Me volví a poner el sujetador y la blusa para no coger frío, fuimos al cuarto de baño, me senté en el bidé, pero al revés, y me di espuma de afeitar en los bajos. Cristina me miraba muerta de risa.

"¿Me permites?"- me dijo.

Sin aguardar mi respuesta tomó la maquinilla de afeitar, la acercó a mi monte de Venus –yo había abierto el compás de los muslos, claro- y la deslizó sobre la piel recubierta de espuma mientras engolaba la voz

"Con esta primera pasada queda inaugurada la niña Heidi, y eso merece celebrarse. ¿Otro coñac?"

¡Ay, mi pobre hígado! Pero, en fin, una no tiene ocasión de convertirse en puta fina más que una vez en la vida.

"Sírvemelo mientras acabo con los pelánganos"-concedí.

La verdad es que había poco que rasurar. Tengo escaso vello en el cuerpo. Cuando Cristina puso con la copas, ya había acabado e incluso me había puesto las braguitas. Me enfundé los pantalones y volvimos a la sala de estar. Me escocía la piel del monte de Venus, irritada, pese a la espuma, por la hoja de afeitar. Iba a comentárselo a Cristina cuando sonó su móvil.

"¿Sí? –contestó- Hola, ¿como estás? No sabes cuánto me alegra que me hayas llamado, porque tengo una sorpresa para ti". Sí. Como quieras". "No". "Mañana me viene mal. Mejor pasado". "A las siete, pero no te retrases". "No te adelanto nada. Pasado mañana lo sabrás".

Dejó a un lado el móvil y alzó la copa con una sonrisa que le llenaba la cara.

"Brindemos por Lucas, nuestro primer cliente compartido". –dijo.

"¿Vamos a hacer un trío?"- pregunté.

Me estaba asomando a un mundo nuevo en que todo era posible. Lo que ignoraba es si sería capaz de aguantar el tirón.

"No, nada de tríos, mona, pero después comentamos. Ahora hemos de darnos prisa porque queda poco tiempo. Hablemos de cómo has de vestir. Para empezar, nada de pantalones. Con pantalones no hay "panchira" posible y los hombres se pierden por el "panchira".

"¿Por el panqué?"

 

"Pan-chi-ra, guapa. ¡Ay, cuánto tienes que aprender, Heidi mía! Si una se dedica a excitar, ha de estar informada. "Panchira" es un vocablo japonés que se ha extendido por el mundo y que,traducido, es como el atisbo fugaz de unas braguitas, o sea, esa mirada que se te cuela por debajo de la falda cuando estás descuidada. Eso también lo he aprendido en Internet. Lo que necesitas es una mini escocesa de tablas".

"Tengo por casa la falda del uniforme del colegio, pero llega por la rodilla".

"Pues se acorta. Tráemela hoy mismo y le diré a la ecuatoriana que viene a limpiar y que es una joya –sabe hacer de todo- que la arregle. Ella hace esas cosas en un plisplás. Vuelve a quitarte los pantalones y ponte una mini mía. Sí, ya sé que te caerá, yo soy más ancha de huesos, pero es para que estés sentada y abras un poco las piernas, a ver como se te da el panchira. Y esas braguitas no sirven. Han de ser blancas para que llamen más la atención, nena."

Tú: Creo que estás detallando demasiado, Sara. A este paso nos va a salir un relato de mil páginas. Resumo: quedamos en que te pusieras una camisa blanca de manga larga, falda escocesa, zapatos de cordones, y calcetines cortos, que fueras sin sujetador, que llevaras braguitas blancas y que te peinaras con raya en medio y con una cinta sujetándote el pelo. Ensayamos posturas, charlamos sobre tu inminente estreno en el golferío y quedamos en lo que habíamos de hacer con Lucas. Pasa a contar lo que ocurrió en este mismo apartamento, a las siete en punto de la tarde de dos días después.

Yo: Como quieras. Tú saliste del apartamento, tal y como habíamos convenido, un cuarto de hora antes. No puede decirse que me quedara sola, porque me acompañaban todos los nervios del mundo. No hacía más que mirarme al espejo. No me faltaba detalle. Era talmente una colegiala de uniforme…aunque en mi colegio no hubieran admitido el largo –bueno, el corto- de la falda. Sonó el timbre de la puerta del patio. Pasaría un minuto, dos todo lo más, desde ese momento hasta que Lucas llamó a la puerta del apartamento, pero ese espacio de tiempo se me hizo a la vez eterno y cortísimo, no sé como explicarlo. Abrí. Lucas me miró sorprendido. Era mayor, cuarenta y tantos años, traje y corbata, los zapatos relucientes –yo siempre me fijo en los zapatos-. No estaba mal del todo. No era Brad Pitt, pero tampoco un adefesio.

"Pasa, Abigail vendrá enseguida y me ha encargado que te entretenga hasta que llegue"-le dije con un hilo de voz.

Le acompañé a la sala de estar y le invité a sentarse en el sofá.

"Abigail me ha dicho que bebes ron Bacardi con cocacola. Ahora te preparo uno".

"¿Sabrás?"

"Sí. Mi prima me ha enseñado cómo he de hacerlo".

Mi prima…¡Si en la facultad me llaman la señorita Cubalibre! Pero, claro, ahora volvía a ser adolescente. No preparé un cubata sino dos. Le ofrecí uno y me senté frente a Lucas con el otro en la mano.

"No le digas a mi prima que estoy bebiendo ¿vale? ¿Querrás guardarme el secreto?".

Iba entrando en el papel. Empezaba a disfrutar. Bebí un sorbo y, como al descuido, separé las rodillas. La falda, de por sí, ya tapaba poco. Apenas me cubría la parte superior de los muslos. Con las piernas abiertas debía ofrecer todo un espectáculo. Un panchira en pantalla de plasma. Bebí otro sorbo, me recosté en el respaldo de la butaca y entrecerré los párpados.

"¡Que bueno que está el ron!" suspiré.

Lucas ni me oyó. Estaba de panchira. Creeréis que miento, pero no lo hago. Os juro que me había convertido, por dentro y por fuera, en una niña y que la mirada de Lucas me tocaba la piel, resbalaba por ella, surcaba mis piernas en progresión imparable hacia el triángulo blanco de las braguitas, llegaba al triángulo, se adhería a la tela, se impregnaba de la humedad de los jugos que la propia mirada despertaba en mí, y yo abría un poco más los ojos y un poco más los muslos, y la mirada crecía y crecía como la propia verga de Lucas que ya le abultaba la entrepierna, y otro trago, y otro, y el silencio pesaba de tan espeso y podía masticarse, y casi dolía, y me pasé la lengua por los labios y rompí la eternidad como si fuera cristal.

"¿Quieres que ponga música?" –pregunté con una voz que no reconocí como mía.

Lucas dio un respingo. Le costó reaccionar.

"Como quieras".-contestó.

Puse un CD. No me preguntéis cuál. Solo había sido una maniobra, preparada de antemano con Cristina, para, al volver desde el equipo de música, sentarme en el sofá, pegadita a Lucas, en lugar de aposentarme enfrente de él.

"¿No te importa que me ponga aquí, verdad?"-sonreí.

"No, claro que no".

Noté el calor de su pierna. Era el momento de lanzarme. Ensayé mi sonrisa más inocente y le miré a los ojos.

"¿Te parezco guapa?" –le pregunté.

"Claro que eres guapa"- contestó Lucas.

"¡Tengo tantas ganas de ser mayor! Fíjate –le tomé una mano y la puse sobre la blusa, justo a la altura de mi pecho izquierdo- voy a cumplir quince años y todavía no tengo tetas.

Notaba su tacto a través de la fina tela de la camisa. Se me erizaron los pezones y me faltaba el aliento. Lucas mantenía su mano, quieta y a la vez firme, sobre mí. Apoyé mi cabeza en la hombrera de su chaqueta, cerré los ojos y aguardé. La mano se movió lentamente, despacio, muy despacio, hacia los botones de la camisa. Le dejé hacer. Desabrochó uno, dos, tres, hizo hueco y se coló, los dedos explorando la piel de mi escote, comunicándole un nervioso calor. A continuación Lucas se incorporó, se arrodilló en la alfombra, me tendió en el sofá, acercó su boca a mis pechos, libres ya de la camisa y comenzó a chuparme mientras con la otra mano tanteaba bajo mi falda. Fue el momento en que se abrió la puerta y entró Cristina en el apartamento.

"¡Lucas! ¿Qué haces con la chiquilla?"

La frase sonó como un pistoletazo. Lucas quedó en suspenso. Se volvió blanco. Yo casi me muero de la risa, pero supe contenerme.

"Nena, vete a la habitación. Yo tengo que hablar con este señor"

Me fui y aguardé tumbada en la cama. Un cigarrillo. Dos. Iba a encender el tercero cuando Cristina entró en el dormitorio.

"Todo en orden. – cuchicheó- Le he dicho que allá se las componga contigo. De los euros ya me he encargado. Después haremos cuentas. Tú quédate aquí. Y espera".

Esperé aunque muy poco rato. Se abrió la puerta del cuarto. Era Lucas.

"¿Y mi prima?" – fingí sorprenderme.

"Ha tenido que salir y me ha pedido que te cuide. No, no hace falta que te levantes de la cama".

Se le notaba un desparpajo del que antes carecía. Ahora irradiaba seguridad. Se acercó, se sentó en le borde de la cama, inclinó la cabeza hacia mí y me buscó la boca.

"Eres tan bonita…" murmuró.

Me sentí protagonista de un cuento de las Mil y una Noches: era una doncella comprada en el mercado de esclavas de Samarkanda. Se había ajustado un precio por mí y todo estaba en orden; lo que yo pensara o deseara no importaba en absoluto. Este Lucas, todo un caballero, traje de precio, corbata de seda, zapatos italianos, acababa de pagar por estar –eso creía él- con una niña virgen de catorce años que no sabía nada de la vida.

"Estaremos más cómodos sin ropa".

Así se corteja a una cría, sí señor. Tierno y romántico que era el Lucas.

Le dejé hacer. Incluso le ayudé: despasé el corchete de la cinturilla de la falda. El se desnudó en un santiamén. No estaba mal de cuerpo. Se conservaba bien. Se acostó a mi lado, todavía con el slip puesto que mal contenía la verga rígida y dura, y me abrazó.

"No me hagas daño, por favor".

Tenía que desempeñar mi papel en la función.

"No te preocupes. ¿Cómo te llamas?"

"Heidi" –contesté con vocecilla de Heidi.

"Es un nombre precioso" –concedió mientras me introducía un dedo ahí abajo.

Abrí los muslos y gemí. No fingía, que conste. Soy muy calentona, incluso más de lo que estoy dispuesta a reconocer. Él estaba excitadísimo. Le rocé la verga con los dedos y casi se corre.

"Heidi…¿Puedo llamarte Marta? "

"Claro"

"Mi hija se llama Marta y es de tu edad. Os parecéis mucho"

¡Acabáramos! Lucas en plan incesto, amor filial o como se llame, y yo con estos pelos. Di una vuelta de tuerca más:

"¿Te llamo papi?"

"No. Mejor papá. Pero deja que apague la luz".

Marta no lo sabe, ojalá nunca lo sepa, deseo que siga con su vida muelle de hija protegida por una madre amorosa y un padre solícito y responsable, hago votos porque continúe feliz en su ignorancia, pero su papá se acostó con ella en el dormitorio de Cristina. Doy fe de ello. Me sobó, me apretujó, me lamió, me mordió, me penetró, y cada vez que le murmuraba al oído "por favor, papá. No, papá" parecía crecer el fuego que le consumía, se le multiplicaban las manos, se le mineralizaba más y más la verga, una piedra, una broca, un taladro, "Marta…", las manos engarfiándome las nalgas. "Marta…", su lengua lamiéndome el sexo, "Marta…" "sí, papá, fóllame, papá", y su verga entrando en mí, "espera, ponte un preservativo. ¿No querrás tener a la vez un nietecito y un hijo ¿verdad?", y el clímax que sube y sube y sube, hasta que, de tanto hervor, se disparan los chorros de la hombría y yo los recibía pese a no hacerlo, ya que quedaban presos en el condón, pasó el huracán, "Marta…" "Papá", y ya no soy Marta, tampoco Sara: me quedé, a medio camino, en Heidi.

Encendí la luz de la mesilla de noche.

"¿Nos vestimos?"

Lucas miraba al suelo. Se le veía avergonzado. Me di cuenta de que sirvo para puta. Estaba como unas castañuelas. Me relaja mucho hacer el amor.

Me estaba poniendo la falda cuando se oyó la puerta. Era otra vez Cristina.

"¿Se puede saber que estás haciendo aquí, Heidi? Acaba de vestirte y vete inmediatamente a tu casa. Mañana hablaré con tu madre"

"No, prima, por favor" –le seguí la corriente.

Y me fui.

Tú: Y te fuiste y vino la segunda parte que resumo en pocas palabras porque el relato es demasiado largo ya y, si gusta y nos comentan que quieren detalles sobre lo que ocurrió luego, escribiremos otra narración explicándolo con pelos y señales. Baste decir ahora que Lucas tenía complejo de culpa por acostarse con la que creía una menor y jugaba a ser su propia hija, y que muchos hombres son así, no pueden remediar ser como son y temen, a la vez que desean, ser castigados por ello, y ahí entré yo con mi cuero y mis esposas y mi látigo. Tú, Sara, fuiste el crimen, yo fui el castigo. Liberamos a los demonios y redimimos al pecador. Hemos inventado el servicio completo para obsesos sexuales: el delito y la expiación de la culpa en el mismo lote. Lucas volverá a llamarnos, claro que sí, y en vez de seiscientos euros –doscientos para mí, cuatrocientos para ti por el estreno- le cobraremos mil e iremos fifty fifty, que él puede pagarlos, y vendrán más tipos como él, -con uno a la semana ya vamos de cine- y tú, Sara, serás a veces hija, a veces, vecinita y en otras ocasiones solo una chiquilla de catorce años, y yo seré la penitencia, el castigo que lava las culpas y deja a los hombres ligeros de conciencia y de cartera, la absolución pagana que les permite volver a casa con la frente muy alta y dar un beso a su santa esposa y otro a su hija Marta, niña buena e inocente que quiere muchísimo a papá con amor filial casto y limpio como el agua del arroyo. Después conectarán la televisión y verán las noticias, ya con la conciencia tranquila, aunque sus manos todavía olerán a ti, Sara, a ti, Heidi, a ti, Marta, y sus espaldas aún seguirán rojas, escocidas y lastimadas por las disciplinas con que el ama estricta Abigail las ha castigado.