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El silbo de mi abuelo

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El silbo de mi abuelo.

Cuando era pequeño vivía en Tenerife. Ahora soy grande y lo hago en Madrid. Pero cuando era pequeño y vivía en Tenerife, íbamos todos los veranos de vacaciones a La Gomera. Allí vivía mi abuelo, en un pueblo perdido en un valle en el norte de la isla. Vivía solo porque mi abuela murió, pero no sé cuándo. El caso es que todos los veranos íbamos, y él se ponía muy contento, sobre todo de ver a su nieto. El nieto era yo, no sé si lo he dicho.

A mí en parte no me gustaba ir, porque no podía salir con mis amigos, y en aquel pueblo en aquel valle no había niños de mi edad. Ni había niños de ninguna edad, de hecho. Pero por la otra parte me gustaba porque salía por ahí a pasear con mi abuelo, y sabía y hacía un montón de cosas cojonudas.

Por ejemplo, sabía saltar usando un palo. Eso es algo muy útil. Vas caminando por un puente chiquito, te das cuenta de que te has equivocado de camino, y ¡hop!, te lanzas con el palo por el puente que no te pasa nada. Si el puente es chiquito, claro. Mi abuelo llevaba algunas veces el palo con nosotros, y nos íbamos barranco abajo, por las veredas fáciles, porque yo todavía era un niño. Hay que tener cuidado cuando deslizas las manos por el palo para no quemártelas. Para eso puedes usar algo de aceite o el sudor de tus sobacos, si no tienes nada más a mano. A mí me daba un poco de vergüenza que alguien se enterase de eso, pero a mi abuelo le daba igual, y como a él le daba igual, a mí también. Mi abuelo era capaz de acertar con la punta del palo en una moneda dos metros más abajo. Pero ese truco lo hacía poco, porque luego las monedas agujereadas no se las aceptaban en la ventita.

Pero las habilidades de mi abuelo no se quedaban ahí. Mi abuelo sabía silbar. Y no silbar como cualquiera silba, ya sea con dedos o sin ellos. Mi abuelo sabía hablar silbando. Yo nunca he sabido silbar de ninguna manera. Lo he intentado con todas mis fuerzas, pero nada. Por eso me gustaba tanto oír a mi abuelo silbar cosas, aunque no supiera lo que decía. Nos sentábamos a la sombra de un pino a coger fresquito y mi abuelo sacaba un trozo de queso gomero y su navaja y nos poníamos a chascar mientas oíamos a los pájaros piar por encima de nuestras cabezas. Mi abuelo me decía:

-Anié...

El siempre me llamaba Anié. No creía en las iniciales y en las letras finales de los nombres, que no sé si se llaman de algún modo particular.

-Anié, de esto ni una palabra a tu madre, ¿eh? –y me sonreía con los pocos dientes llenos de queso, y yo me partía el culo y le decía que no.

Mi abuelo me revolvía el pelo satisfecho y cuando se le despejaba la boca, de improviso, se ponía a silbar. Todos los pájaros se callaban de pronto. Yo me los imaginaba acercándose en sus ramas, dándose golpecitos con las alas y preguntándose unos a otros quién sería ese pájaro tan grande y tan arrugado y con tan pocas plumas en la cabeza. Entonces me entraba la risa tonta y mi abuelo se ponía a hacerme cosquillas mientras me decía:

-¡De qué te reirás tú, iablillo!

Y a mí me daba más la risa, por las cosquillas.

Recuerdo que una vez le pregunté a mi madre por qué ella no sabía silbar. Quizá no lo hice en el mejor momento, porque estaba en la cocina y cuando está en la cocina siempre está apurada. Pero le pregunté en ese momento y ya no se puede volver atrás.

-¿No ves que estoy apurada, la cantidad de cosas que tengo que hacer, criatura? –me dijo- No aprendí a silbar porque me parecía una bobería, ya ves tú para qué servirá eso.

Pero a mí no me parecía una bobería, y le veía un montón de salidas. Como idioma secreto, o para desconcertar a los pájaros, por ejemplo, y hacer que se den codazos en sus ramas preguntándose por mí. Pero quizá sea porque no sé silbar que pienso eso. A lo mejor si pudiera también lo vería como una estupidez. Esa fue la única vez que me alegré de no poder hacer algo que me gusta.

Como la respuesta de mi madre no me gustó, le hice la misma pregunta a mi abuelo. Eso es algo que hago siempre, pregunto y pregunto hasta que alguien me da una contestación que me parece bien. Creo que todo el mundo hace lo mismo, pero no lo sé porque no me importa mucho, la verdad.

-¿Que por qué tu madre no aprendió a silbar? –me contestó mi abuelo saltando un desnivel con el palo- Claro que aprendió. O por lo menos creo yo que sabía, no me acuerdo.

Se paró un momento a pensar y finalmente decidió que mi madre sí había aprendido a silbar de pequeña, pero que seguramente lo habría olvidado. A mí me parecía increíble que alguien pudiera olvidar algo tan alucinante y tan útil.

-Hombre, útil, útil, más bien poco. Eso se usaba antes pa cuidar los rebaños –señaló la montaña que teníamos enfrente- Si vías que a alguno se le escapaba un bicho, le silbabas pa decírselo, no le ibas a gritar que a esa distancia no te oye nadie. Pero ahora con el móvil puedes hablar con cualquiera en cualquier lao. Además, ya casi naide sabe silbo, sólo pués hablar con viejos. ¿Quién iba a queré aprender?

Le contesté que yo, y ese día cuando nos paramos a comer queso, sacó una pelota de gofio dulce. El gofio dulce es genial. Es como el gofio solo, pero con miel y pasas y almendras. El gofio dulce es mucho mejor que el gofio normal, que ese no se lo come nadie. O por lo menos yo no.

Aquella tarde me contó la historia del silbo gomero. Nunca me había puesto a pensar quién lo había inventado, así que el cuento de mi abuelo tenía perfecto sentido. Y no dudo que sea cierto.

Resulta que las cuatro tribus guanches que vivían en La Gomera antes de la llegada de los españoles estaban enemistadas entre sí. Un día era por el asesinato de una cabra y otro por el robo de unos kilos de plátanos, el caso es que guerreaban continuamente. Se acechaban unos grupos a otros entre los riscos de los valles y se atacaban con hondas, garrotes y piedras. Muchos quedaban heridos de gravedad, e incluso muertos por estúpidas reyertas. Hoy en día puede parecer una estupidez –o no, dependiendo de a quién le preguntes-. Sin embargo, los hijos crecían educados por el odio de sus padres para con sus vecinos, y la cosa parecía no ir a acabar nunca.

Los jefes de las dos tribus más importantes eran Agoro y Tinguaro. Ambos tenían un sólo descendiente. Agoro una hija, llamada Guacimara; Tinguaro, un varón: Tanausú.

Guacimara y Tanausú se encontraron un día en una cala. Guacimara buscaba conchas entre las rocas, cuando Tanausú surgió del fondo de improviso con una fula ensartada en el extremo de su lanza. Nunca antes se habían visto, pero se enamoraron perdidamente antes incluso de cruzar palabra. Sabían que su amor era imposible, pues sólo se podrían casar con alguien de su misma tribu. De hecho, Guacimara ya estaba prometida, por eso andaba buscando conchas bonitas con las que decorar su cabello el día del enlace.

Desoyendo su sentido común, se vieron durante muchas lunas a escondidas, buscando la protección de las numerosas grutas de la cala y atreviéndose sólo pasear a por la playa cuando la luna estaba oculta. La víspera de la boda de Guacimara los dos amantes se encontraron por última vez. Estaban desolados por tener que separarse, mas ninguno de los dos dio muestras de tristeza al otro, pues no querían que el recuerdo de su última noche juntos estuviera empañado por la congoja. Pasearon, fantasearon, rieron y, en la intimidad de una pequeña cueva, se atrevieron a darse un primer y último beso, más de amor que de pasión.

Fue durante ese fugaz beso que fueron sorprendidos por Agoro y otros dos pastores con los que había salido en busca de su hija. El mencey, loco de ira ante lo que sus ojos contemplaban, mandó cortar la lengua del joven Tanausú. De nada sirvieron las lágrimas y súplicas de la niña. Tanausú fue mutilado, golpeado hasta el umbral de la muerte y abandonado a su suerte. Agoro arrastró hasta el poblado a su hija, que parecía haber muerto en vida.

Al alba, los gritos de Guacimara hicieron que todo el poblado saltara de sus catres temiendo un ataque. Cuando Agoro acudió en ayuda de su hija le bastó un vistazo para saber lo que había ocurrido. La joven se retorcía en el suelo, sangrando profusamente por la boca; a su lado, en un pequeño charco de sangre, estaba su lengua, junto a un adorno ceremonial de coral afilado.

Impávido por fuera, pero con el alma gritando desconsolada, el mencey Agoro expulsó a su hija de la tribu, convirtiéndola en una paria, una guanche sin clan. Guacimara corrió todo lo que su debilitado cuerpo le permitió hasta la gruta donde Tanausú deliraba moribundo.

Vivieron mucho tiempo allí escondidos, Guacimara velando por los dos, hasta que se repusieron de todas las heridas salvo la que les producía el no poder comunicarse ni decir con palabras el amor que se profesaban.

Los meses pasaron, y poco a poco, sin darse cuenta, fueron encontrando una forma de hablarse. Al principio silbaban para llamar la atención del otro; pero según afinaban sus labios y oídos los silbidos se fueron haciendo más complejos, hasta que no tuvieron problemas para entenderse. Su idioma silbado no tenía tantas palabras como el que hablaban antes, pues su vida era muy sencilla y no las necesitaban. Sin embargo, tenían más de diez formas de decirse lo que más importaba: te quiero.

Sinceramente, no conozco ninguna otra historia sobre un idioma, pero estoy seguro de que no es ni la mitad de guay y bonita que la del silbo gomero. Esa fue la única vez que mi abuelo me contó un cuento, y ninguno volvió a mencionarlo. Sin embargo, guardo un perfecto recuerdo de los jóvenes enamorados. Conozco incluso la cala en la que vivieron y criaron en paz a sus hijos, y eso que nunca he estado en esa parte de la isla.

A veces nos íbamos a amaestrar palomas a lo alto de un pico. Nos sentábamos en unas piedras planas que había, y mi abuelo sacaba una vara larga con un pañuelo. Cuando las palomas se acercaban en busca de comida, mi abuelo agitaba la vara de una manera determinada, y las palomas iban donde les decía. Podía pasarse una hora dándoles órdenes, que las palomas le obedecían.

-Esas palomas son de Jacinto el cubano. Cuando se murió, que en paz descanse, las dejaron libres. Empero eso fue hace ocho años, así que esas no puén ser las mismas palomas, digo yo. En to caso serán las hijas o las nietas, pero no las del cubano.

-¿Y cómo saben que tienen que seguir el palo? ¿Las enseñaste tú? –le pregunté la primera vez.

-Que va, yo soy muy bruto pa enseñarle na a un bicho. Las enseñó el Jacinto –y al verme la cara de desconcierto me guiñó un ojo y me tendió la vara.

-Ven pacá, que vas a aprender a acostumbrarlas.

Se puso detrás de mí y guió mis movimientos hasta que aprendí cómo se hacía. Estuvimos la tarde entera indicando a las palomas donde ir, y parecía que no se cansaban. Me fijé en que no todas las palomas eran adultas, las había también chiquitas, poco más grandes que pichones, siguiendo a sus mayores. Y llegué a la conclusión de que mientras mi abuelo subiera a aquel pico con la vara y el pañuelo, Jacinto el cubano seguiría amaestrando palomas desde la tumba. Otra más de las muchas cosas alucinantes que mi abuelo hacía. Lo que más me maravillaba de él es que no las ocultaba, pero nadie parecía darse cuenta del misterio que le envolvía.

Hoy ya mi abuelo no puede contar historias, ni silbar, ni amaestrar palomas con Jacinto el cubano. Tampoco voy ya a La Gomera, no tiene sentido sin él. Pero siguen habiendo valles, historias y palomas, así que no está todo perdido. O algo así diría mi abuelo, seguro.