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Susana, Ricky y el tarro de mermelada

en Zoofilia

Susana, Ricky y el tarro de mermelada.

Nuestra querida Susana era un encanto de niña. De hecho, cuando hablaban de encanto, quienes la conocían acababan nombrando indefectiblemente a Susana. Por supuesto, no se llama Susana; he cambiado su nombre para preservar su identidad (si es que eso es posible) y ahorrarle vergüenza (ídem).

Como adolescente temprana que era (contaba los días para cumplir los catorce) tenía un cuerpo que a trozos parecía de mujer y en zonas todavía era de niña. No entraré en detalles escabrosos sobre incipientes pechos, pezones apenas puestos en relieve y montes de Venus carentes de vegetación; que cada cual cree su molde para el erotismo de esta historia. Baste decir, para no pecar de narrador que no hace su trabajo, que era y es una muchacha morena de la punta del pelo a la de los pies, y que, en contraste, tenía una dentadura tan blanca que más que sonrisa era flash.

Tiempo atrás, cuando Susanita cumplió dieciocho años, sus padres, orgullosos de la niña que estaban criando, decidieron concederle aquello que tan largamente había anhelado: una mascota. Hacía poco que se habían mudado a una casa terrera (esto es, una vivienda unifamiliar que generalmente posee algún tipo de terreno que la rodea) debido a un ascenso en el trabajo de su padre, dejando atrás el barrio de su infancia, y con él, toda la realidad conocida. Para paliar, pues, como decía, un sentimiento de tristeza y extrañamiento en su hija que aún no se había manifestado -tan excitada estaba la cría descubriendo cada rincón de la parcela-, como tratamiento preventivo los padres de Susana adquirieron un cachorro de Pastor Alemán, un animal de pedigree y pureza de raza demostrada mediante certificado sellado; un perro grande y valiente, que cuidaría de la casa y sus ocupantes y tendría espacio para desfogarse, y también listo y cariñoso, para que Susana pudiera encontrar en él un fiel compañero de juegos. En cuanto la niña posó la vista sobre aquella bola de pelo marrón sentada torpemente en la esquina de una enorme caja de cartón beige y parpadeando sin cesar, se enamoró de él. Lo llamó Ricky, y prometió cuidarlo, darle de comer y enseñarle muchos trucos, como a sentarse o hacerse el muerto. De ese día en adelante dueña y mascota fueron uno, y si bien es verdad que Susana jamás pudo enseñarle a sentarse o dar la pata, sí cumplió en lo de cuidarlo y darle de comer, y así Ricky llegó vivo y coleando a la noche que nos ocupa.

Faltaban dos días para su cumpleaños. En aquella época todavía no se hablaba del Euro (como mucho, de su fallido antecesor, el Ecu), el Partido Popular seguía en el poder y en la tele nos martirizaban con programas del tipo ¡Sorpresa-sorpresa! (todavía no había llegado la invasión del tele-corazón). Los progenitores de Susana llevaban tiempo advirtiendo a su hija que aquel año le darían el regalo de su vida y que se esperara cualquier cosa. Lo padres no pueden evitar sentirse emocionados por anticipado ante la perspectiva de hacer felices a sus hijos (los padres normales. Hay mucho zumbado por ahí), y se comportan como los críos que en el fondo sienten que siguen siendo sus descendientes, todo sonrisitas, bromitas y miradas pícaras. Sin embargo los hijos no suelen entender esto, y todos, en tanto hijos que somos, sabemos lo cargante que puede ser este comportamiento en nuestros padres.

Esa tarde-noche, cuando Susana llegó a casa tras los ensayos del conservatorio (había aprobado las pruebas de ingreso años atrás y era realmente buena tocando la flauta dulce) encontró a sus padres completamente enajenados de contento. Con sonrisas de oreja a oreja y los ojos brillando de emoción, intentaron meterle una trola diciendo que debían ir rápidamente al despacho de su madre (los dos) ya que había olvidado unos documentos vitales en su escritorio. Tratarían de volver los antes posible, aunque igual tardaban un poco; tenía pizza en el microondas, por si acaso. Antes de salir le arrearon sendos besos cada uno, y desde la puerta se volvieron una vez más para despedirse, emocionados y sonrientes. Su madre tenía los ojitos rallados. Susana puso en blanco los suyos y les deseó poco tráfico.

Sin embargo, aquel comportamiento tan extravagante por parte de sus progenitores le había llamado la atención. Escuchó el ruido del motor al encenderse y cómo el coche salía a la carretera cruzando el camino de gravilla y se animó a explorar la casa para ver qué tramaban sus padres.

Lo primero que hizo fue cruzar el pasillo hasta la cocina y, una vez allí, abrir la puerta trasera de la casa, que daba al jardín. El aroma de los árboles frutales (limoneros y naranjos) inundó sus fosas nasales. Junto los labios haciendo un chasquido, como lanzando un beso al atardecer, y al momento oyó un ladrido de respuesta. Ricky, que en estos años había crecido hasta convertirse en un lozano y hermoso animal de color pardo con una gran mancha negra en el lomo, avanzó hacia ella meneando la cola con frenesí. No importaba cuánto tiempo (o cuán poco) pasara Susana fuera de casa, Ricky siempre la recibía como si hiciera siglos que había partido y ya hubiera perdido toda esperanza de volver a verla. Tremendo huracán de afecto enternecía siempre el corazón de la niña, y es, supongo, una de las razones principales para la existencia del concepto de mascota: la necesidad del ser humano de sentirse amado de manera altruista e incondicional. Del mismo modo es más seguro volcar nuestro afecto en un animal que en otro ser humano, y así se junta el hambre con las ganas de comer.

-¡Hola, precioso!

Ricky se levantó sobre las patas traseras y comenzó a dar lametones a diestro y siniestro sobre la cara de Susana, que puso morritos y dejó que el animal le lamiera los labios a modo de beso de saludo. Al momento se apartó del perro y, limpiándose la cara de babas con un poco de asco y la manga de la camiseta, entró de nuevo en la casa, seguida por el feliz chucho.

Su primera parada fue el cajón del mueble de la tele, la típica gaveta a donde van a para los manuales de instrucciones de todos los aparatos que se compran, ladrones, adaptadores y las piezas viejas de la vajilla envueltas en papel de periódico desde la última mudanza. Allí estaba, mal oculto debajo de todo lo citado, un paquete plano y alargado embalado en papel carmesí con un lazo dorado. El ordenador portátil. Sólo eso ya hubiera compensado la falta de otros regalos. Realmente deseaba ese trasto más que ninguna otra cosa, pero no podía ser el motivo del extraño comportamiento de sus progenitores. El bulto llevaba allí unas tres semanas (Susana había roto una esquinita del papel para averiguar el contenido).

A su espalda sintió a Ricky, cariñoso como siempre, que posó la cabeza sobre su hombro y comenzó a lamerle la oreja. Susana cerró los ojos y ladeó la cabeza dejándose hacer con una sonrisa de satisfacción en los labios. Los lametones, torpes, rasposos y húmedos, en la oreja y el cuello le pusieron la piel de gallina al instante, al sensibilizarse la dermis en oleadas de placer. Al cabo de unos segundos el perro posó una de sus patas en el hombro de la joven, y esta se puso en pie.

-Quita -dijo secamente, frotándose el cuello. La saliva del animal había dejado al enfriarse una desagradable sensación. Ricky siguió a sus pies, mirándola fijamente y meneando la cola exactamente igual que antes.

Susana se dirigió al cuarto de sus padres, abrió el armario y rebuscó en el fondo. Más paquetes, pero ninguno que no hubiera visto ya, y lo mismo en el cuarto de la lavadora. Se arrodilló y sacó los tambores de detergente y botellas de suavizante, pero nada. En aquel momento Ricky, que la había seguido a todas partes, pegado a sus talones, trató de montarla, aprovechando que se había puesto a tiro. Se puso a dos patas apoyándose como pudo en los hombros y espalda de Susana e intentó frotarse contra ella de un modo muy complicado. La piel que cubría el glande del animal se había retirado en gran medida, dejando ver un pene grande y rosado, un poco deforme si atendemos a los estándares humanos: era ligeramente más estrecho antes del glande en sí, como un tubo de plastilina que alguien hubiera apretado y no hubiera podido volver a su forma original. Susana se zafó con un golpe de hombros y se puso en pie de un salto. Odiaba que su mascota se mostrase así de pesada. Le dio un coscorrón leve con los nudillos de la mano izquierda (nunca le pegaba fuerte, pero no por miedo ni mucho menos, sino por pena) al tiempo que le reprendía. Y sin embargo la idea de practicar algo de sexo comenzó a rondarle la cabeza.

Entró de nuevo en la cocina y se dejó caer en una de las sillas, dando vueltas al tema del regalo. Ricky entró tras ella y se tumbó a sus pies, achicado. Trataba de darle pena, como siempre que intuía que había obrado mal. Susana siguió pensando un par de minutos más qué iban a comprarle sus padres que fuera más importante que el portátil, porque era obvio que habían salido a comprarlo, o por lo menos que en la casa no estaba. Al final se dio por vencida diciéndose que le quedaba poco para averiguarlo, y que cuantas más vueltas diese al tema más la decepcionaría a la hora de la verdad. Ricky seguía tumbado a sus pies, haciéndose el triste. A Susana ya se le había pasado el enfado (no podía estar mucho tiempo enfadada con Ricky) y observaba divertida la treta del chucho. Valiéndose del talón izquierdo se quitó la zapatilla derecha y, calzada sólo con el calcetín, propinó unos golpecitos en el lomo al animal.

Ricky se incorporó hasta quedar sentado y olisqueó el pie agresor, que Susana mantenía en vilo ante su hocico. Después de todo un día de andar de acá para allá imaginó divertida a Ricky resoplando fuertemente por la nariz, o apartando la cabeza con una mueca de asco (en la mente de Susana su perro era capaz de mostrar expresiones muy humanas). Pero Ricky no hacía ascos al olor corporal de su dueña y comenzó a lamer los dedos y el empeine. De haber estado descalza, Susana habría dado un buen respingo, pero sin embargo respondió dando unos golpecitos en el morro al animal. Ricky devolvió la pelota mordisqueándole el calcetín (siempre con cuidado de no hacerle daño) y comenzaron a jugar, forcejeando por la posesión de la prenda. Al final, Susana se alzó con la victoria, y fue cuando proclamó su "¡Ajá!" triunfal que le pareció oír pasos en el piso de arriba. Se sentó en la silla repentinamente tiesa, con los oídos bien abiertos. Incluso miraba al techo como si así fuera a oír mejor, pero nada. Silencio absoluto. Habían sido imaginaciones suyas.

Otra cosa muy diferente atrajo entonces su atención. Con el sobresalto instintivamente se había rodado hasta el borde de la silla, con las rodillas un tanto separadas por si tenía que levantarse con rapidez. Bajó la mirada del techo a su entrepierna y vio que su mascota había aprovechado para hacerse un hueco entre sus muslos y ahora proporcionaba lametones a su bragueta tan campante. El pulso de Susana se aceleró y su temperatura corporal aumentó otro tanto. No notaba nada a través del vaquero, pero la imagen de la cabeza de Ricky apretada entre sus muslos y el sonido babeante de sus lametones fueron estímulo suficiente para excitarla enormemente. Tragó saliva y se levantó con delicadeza para no golpear a su mascota. Cuando la vio dirigirse al aparador, Ricky redobló el ritmo de su coleteo, pues sabía lo que significaba eso. Tenía la polla dura y brillante, y una gota comenzaba a formarse en la punta. Susana sacó un bote de mermelada de naranja y un cucharón de madera del cajón de los cubiertos y salió de la cocina. Esta vez, en vez de seguirla, Ricky se le adelantó, plantándose ante el sofá del salón dando vueltas sobre sí mismo, excitado. Pero Susana pasó de largo y subió las escaleras. Había decidido hacerlo en su cuarto, por si, efectivamente, sus padres volvían temprano.

La cascada bombilla del techo (carecía de plafón), parpadeó varias veces antes de encenderse del todo, arrojando una tímida luz amarillenta sobre los muebles. Susana se paró en seco. Escritorio, mesilla de noche, cama, alfombra... ¡Todo estaba libre! No había prenda alguna colgando de la silla, ni estaban las botellas de refresco que llevaba una semana pateando de un rincón a otro sin acabar de decidirse a bajarlas a la basura. Los discos, en vez de estar desperdigados sobre el escritorio, formaban dos ordenadas torres en una esquina del mismo, y todas las revistas, que habitualmente se encontraban tiradas y abiertas como pájaros asustados a punto de alzar el vuelo, se hallaban en perfecto orden en la estantería. Incluso la cama estaba hecha, y la papelera vacía. Susana se puso furiosa.

-¡Joder! -gritó con rabia. Dio dos pasos hacia el interior y volvió a mirarlo todo. Odiaba (y odiaba muy pocas cosas) que tocaran sus pertenencias. Su cuarto era su espacio, y el caos reinante su hábitat natural. Allí se hallaba a gusto y en calma. El orden la desquiciaba, pulcritud y organización hacían que sintiera sus propios desequilibrios y altibajos emocionales (tan normales en esa edad, por otra parte), con mayor intensidad- ¡Me cago en mi madre!

Depositó la mermelada y la cuchara sobre el escritorio, agarró la papelera metálica, la puso en el centro de la habitación y, retrocediendo un par de pasos, la pateó con toda su fuerza. La papelera surcó el aire hasta estrellarse contra un póster de las Spice Girls, que colgaba entre uno de Ricky Martin y otro de Alejandro Sanz. Baby Spice acababa de perder la sonrisa de manera permanente. En el lugar que antes ocupaba su boca ahora había un agujero por el que se veía el blanco del yeso de la pared. El golpe había hecho saltar incluso la pintura. Más calmada, Susana se sentó en el borde de la cama. Ricky la miraba desde el pasillo, asustado. Había salido por patas al ver el arranque de ira de su dueña. Era un perro listo, y había vívido lo suficiente con esa niña como para recordar que lo mejor en esos casos era desaparecer. Sin embargo, el instinto suele primar sobre la razón (en eso los hombres somos muy similares a los animales), y todavía tenía una erección. Susana lo llamó con delicadeza y le rascó detrás de las orejas para calmarlo. La lengua del perro colgaba de su boca, en medio de una mueca de total felicidad perruna. La niña se estiró para coger el tarro y la cuchara y se tumbó en la cama, sin tomar ninguna precaución para que el perro no se le tirara encima. De hecho, Ricky, ahora que sabía que iba a tener lo que quería, esperaba con total calma, aunque sin quitar ojo de lo que Susana hacía.

La niña se desabrochó los vaqueros, deslizó los pulgares por la cintura de estos y las bragas, levantó un poco las caderas y ¡hop!, se había despelotado de cintura para abajo de un solo movimiento. Pantalones e interiores se habían enrollado en torno a sus tobillos, pero con un pequeño forcejeo acabaron cediendo sin más problemas, y seguía ahorrando tiempo respecto a la forma convencional de desvestirse. De una patada mandó las prendas al ángulo que formaba la puerta entornada de la habitación. El perro se acercó, y Susana lo recibió con las piernas abiertas, meneando las caderas de manera insinuante hasta deslizarse al borde mismo del colchón. Su sexo se abrió ante el animal, caliente y rosado, rezumando feromonas.

Ricky adelantó la cabeza lentamente sin dejar de olfatear con fuerza, de manera que el primer contacto que tuvo la niña fue con el aliento de su nariz, un chorro de aire fresco que le hizo dar un respingo al mismo tiempo que le hacía notar cuan caliente se hallaba allá abajo. Más cerca el morro, y más aire, y más excitación en el rostro de la niña, que observaba al animal tomarse su tiempo. Eso era lo que más le gustaba a Susana de su mascota: la calma que se tomaba para hacerla suya, como si en vez de una bestia peluda fuera un ser dotado de entendimiento y con un refinado gusto morboso, que extrajera su propio placer de saberse dueño de la situación y excitación de su compañera. Un apasionado de los preliminares, ese era su Ricky. Pero todos los preliminares tienen su fin, y por mucho que a la niña le excitara la contemplación del can entre sus muslos, no se podía comparar ni de lejos con la sensación de su lengua, húmeda y rasposa, hurgando en sus labios vaginales.

Susana despegó las nalgas de la colcha al primer lametón, pues estaba tan excitada que incluso le incómodaba un poco el contacto "lengual" de su mascota. Con sangre fría logró contenerse y detener el movimiento reflejo de cerrar las piernas a cada pasada bucal de Ricky. El perro hurgaba, curioso, su lengua conquistadora y desafiante tratando de llegar a todos los rincones, y Susana intentaba no perder los papeles. Se le aceleró la respiración y su cara cambió, volviéndose más morena si cabe al acudir en masa la sangre a sus mejillas. La niña peleaba con sus propios brazos, que se balanceaban con movimientos espasmódicos a unos centímetros de la perruna cabeza, siempre a punto de retirar aquella lengua que tan exagerado placer le procuraba, hasta el punto de ser casi doloroso.

Poco a poco fue retirando las manos, intentando no reaccionar de manera impropia al increíble sexo oral que le estaba proporcionando su mascota, y acabó anclándolas a ambos lados de sus caderas, bien abiertas para poder aguantarse (pues el cuerpo le empezaba a fallar). Sus deditos se cerraron como garfios, apretando la colcha hasta que sus nudillos se tornaron blancos. Comenzaba a sudar, y cuando eso ocurría era señal de que el clímax estaba en camino... Cerrando los ojos podía visualizar sus propios genitales desde el punto de vista del perro, en un asombroso ejercicio de abstracción, deformados por los lametones. Un lametón, de abajo a arriba, con fuerza, y el labio derecho se estiraba empujado por la porosa lija perruna para volver a su forma natural con gracioso movimiento de contracción elástica. Ahora le tocaba al otro... Y ahora un movimiento circular, y ahí asomada el clítoris...

Ricky seguía a lo suyo, ajeno a la película proyectada en la mente de su dueña, perdido en el flujo que ahora manaba de las entrañas de la niña sin señales de disminución y que comenzaba a mojar la colcha. Todo su monte de Venus, ingle y muslos se hallaban completamente húmedos de fluidos y babas. El olor a sexo era tan intenso que dilataba las aletas de la nariz de Susana, y, como si aquello fuera el pistoletazo que su libido necesitaba, el aroma de su cachondez abrió las puertas a la llegada del orgasmo. Se echó hacia atrás, apoyándose en los codos, la cabeza colgando sin fuerzas de un lado a otro. Nunca había sido una chica silenciosa (ni lo había necesitado en aquella enorme casa), y sin darse cuenta prorrumpió en grititos que rápidamente aumentaron en intensidad. La sensación de total placer, demasiado personal para describirla con exactitud (todo el que haya experimentado un orgasmo sabe a qué me refiero), comenzó a formarse en sus entrañas, deslizándose en oleadas (¡marejadilla en el cuerpo de esta muchacha!) por la espina dorsal y por las piernas, a lo largo y ancho de su joven anatomía, excitando y anestesiando zonas completas de su cuerpo. Las planta de los pies le hizo cosquillas; los deditos se le durmieron; los pezones le molestaron un poco, enfadados en su prisión de tela...

Un orgasmo, sin duda. Qué os voy a contar.

Entonces oyó el portazo, abajo, la puerta principal. Y el grito:

-¡Para de una vez, so puta!

Todo color abandonó sus mejillas de golpe.

¡Su padre! ¡Oh, joder! ¿Acaso lo sabía? La gran pregunta quedó sepultada al instante bajo una única y vital necesidad: ¡pantalones! De un brinco saltó de la cama, cerró la puerta del dormitorio con brusquedad (dar un portazo era el menor de sus problemas en aquel momento) y echó mano a los vaqueros, que para su desesperación estaban vueltos del revés.

-¡¡Guarra!! ¡¡"FURFIA"!!

Su respiración seguía agitada, ahora por el miedo, pero la libido se le había bajado por completo. De hecho hasta se sentía mal, un poco mareada por haberse incorporado tan de repente. Sin embargo, por sus piernas todavía corrían regueros de sexo, enfriándose por momentos. Los pisotones de su padre resonaban por el pasillo a través de las paredes mientras subía los escalones de tres en tres cual manada de elefantes.

-¡Corta, Manolo, por tus muertos!

Susana se paró en seco, en mitad del movimiento de poner los vaqueros del derecho, con una pierna ya en el aire. Acababa de escuchar, con toda claridad, un susurro masculino que exclamaba: "¡corta, Manolo!". Muy despacio y con los ojos muy abiertos, como en las películas de terror, giró la cabeza hacia el armario. La voz había salido de allí. Para su horror, vio que no estaba del todo cerrada, sino encajada. Alargó la mano, repentinamente pálida, y movió el pomo. La puerta se abrió sola, deslizándose sobre sus goznes (estaba mal equilibrada) con un chirrido, también como en las películas. No había ropa. Ni siquiera perchas. En aquel diminuto armario sólo había dos hombres; uno en cuclillas, con una cámara de vídeo profesional al hombro y uno de esos aparatos que son a la vez auriculares y micrófono, mirándola como el que mira a un Mihura cernirse sobre él. En su camiseta negra había un logo blanco en el que rezaba "¡Sorpresa-sorpresa!". El otro era Ricky Martin. Ricky, Martin. Y parecía a punto de vomitar. Susana abrió mucho los ojos, más aún la boca, y comenzó a gritar con toda la fuerza de sus pulmones. Ricky Martin y el cameraman salieron de golpe del armario, y Ricky (el perro), comenzó a saltar a su alrededor enseñando sus enormes dientes, gruñendo y ladrando de un modo acojonante.

-¡AHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH! ¡AHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH!

-¡Señorita, "gamelfavor" y cálmese!

-¡AHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH! ¡AHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH!

-¡GRRRRRRR! ¡GUAU, GUAU! ¡WOF, WOF! ¡GRRRRRRRRRRR!

-¡El perro! ¡El perro!

Entonces se abrió la puerta, y un padre tres veces mayor que el que Susana había despedido minutos atrás apareció en el umbral.

-¡¡¡TÚUUUU!!! -rugió señalándola. Estaba más rojo de lo que había estado su hija durante el perruno cunilingus, las venas de la frente y el cuello hinchadas al extremo de parecer a punto de reventar. Había corrido desde el chalet vecino (sitio al que realmente había ido con su mujer), donde, como media España, acababa de ver a su hija realizando actos contra natura por televisión.

Susana miró a su padre y sin ningún tipo de pausa redobló la fuerza de sus berridos, tan agudos que herían el oído. Ricky no aguantó más y se lanzó a por el cámara, que al esquivarlo golpeó al padre de Susana con la ídem, que salió volando por los aires. Al apartarse el susodicho, Ricky quedó en la línea de tiro de su tocayo, y en él cerró la mandíbula.

-¡PUTAAAAA! ¡AY! ¡HIJOPUTAAAAA!

-¡AHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH! ¡IIIIIIIIIIIIHHHHHHHHHHHHHHHHHH! ¡IIIIIIIIIIIIIIHHHHHHHHHHHHHHH!

-¡Quítenmelo de "ensima"! ¡Socorro! ¡Socorro!

-¡Joder, que alguien me ayude con Ricky Martin, que el perro se lo come!

-¡ERA TU REGALO DE CUMPLEAÑOS, Y TE TIRAS AL PERRO! ¡AL PERRO! ERES... ERES... ¡ZORRAAAAA! ¡ZORRAAAAAAAAA!

-Heeeeelp! ¡Ayudaaaaa!

-¡IIIIIIIIIIHHHHHHHHHHHHHHHHHH! ¡IIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIHHHHHHHHHHHHHHHHHHH!

-¡Calla ya, coño! ¡Y usted, llame al puto perro!

-¡YO TE MATO! ¡TE DESHEREDO Y TE MATO!

-¡GRHRHRHRHRGRGAGAGAGHJRJRMAAJJDNCXSSSDA!

La cámara había caído sobre la cama de modo tal que continuó enfocando la dantesca escena, aunque bocabajo. Así, todos los telespectadores pudieron contemplar, torsión cervical mediante, el espectáculo de ver cómo un cámara trataba de desenganchar la pernera de Ricky Martin de las fauces de una auténtica bestia, que entre zarandeo y zarandeo se las había arreglado para vomitar (Ricky Martin, no el perro), poniéndose perdido, y fumigando todo lo que tenía alrededor (paredes, cameraman, chucho... Eso no le hizo demasiada gracia al animal); mientras en la parte izquierda de la pantalla un padre trataba de ponerle las bragas a su hija a hostias, hija que no dejaba de gritar ni para tomar aire.

-¡"TELASBRAGAS", PUTAAAAAAA! ¡INTERNA TE VOY A METER, Y A RICKY LO SACRIFICOOOO!

-¡No, por Dios, quítenmelo de "ensima", que yo no tengo nada que verBUAGGGGGHHH!

-¡GRRRRRGAHAJASJAGHRHRE! ¡COF, COF!

-¡AHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH! [Hostión] ¡AHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH! [Hostión].

-¡MecagüenlapuBUAGGGGGHHHGHGHGHG! ¡Joder... BUAAGGGGHGHGH!

Las últimas imágenes con las que los asombrados televidentes fueron bombardeados mostraban a Ricky el perro y el cámara doblados en el suelo, haciéndole los coros de pota a Ricky el cantante, que dirigía la actuación como un puto géiser mientras dos realizadores del programa que acababan de llegar a toda carrera sujetaban al padre de Susana antes de cometiera alguna locura. La niña se dio la vuelta en la cama, con las bragas por las rodillas y la cara como un melón, y dedicó un último alarido a cámara antes de que la imagen se cortase para dar paso a la cara de Isabel Gemio (la presentadora del programa) pálida como un fantasma, pidiendo disculpas tras cinco segundos de estupefacto silencio antes de dar paso a publicidad como alma que lleva el diablo. Ocho minutos de anuncios (y unos cuantos miles de llamadas telefónicas) después, casi el doble de espectadores que antes del corte salivaban ante la tercera cadena de la televisión española, ávidos de morbo, sexo, violencia y trapos sucios. También me consta que alguno simplemente quería ver a Ricky Martin mordido por un perro.

Sin embargo la (ahora) sonriente señora Gemio, recuperada de la primera impresión y tras asegurarse en urgentísima llamada al productor de que no iba a perder su trabajo, introducía en nuestras anodinas vidas la aún más aburrida existencia de Eutanasio, octogenario que hacía sesenta años que no veía a su hermano gemelo, emigrado a las Antillas. Decenas de millones de espectadores aguantaron unos minutos más, esperando que en cualquier momento el perro hiciera una magistral y repentina entrada. Pero fue en balde, y poco a poco se fueron cayendo del share para aterrizar en otras emisoras. No obstante, como en mi país este programa era tan importante (sic) que lo emitían una segunda vez, a media mañana del día siguiente, muchos de aquellos defraudados pusieron el despertador para no perderse la reposición.

Pero hete aquí, ¡oh, sorpresa! que el apartado de la niña había sido convenientemente suprimido, y de manera tan brillante que no se notaba ningún corte en la linealidad del programa. Aún así, el boca a boca tan típicamente español cuando se trata de marujeos cumplió su cometido, y para la tarde el país entero conocía al dedillo todo lo que había ocurrido en aquella pecaminosa casa. La centralita de Antena 3 (no es por hacer publicidad) se vio saturada de llamadas telefónicas exigiendo la reposición de ese episodio mítico de nuestra historia televisiva, la de la dulce Susanita, que a día se hoy se rememora entre otros tales como la entrada de Tejero en el Parlamento o el NO-DO de la muerte de Franco. Sin embargo, una y otra vez, las adiestradas operadoras de la cadena ladraban la misma respuesta antes de colgar:

-Está usted en un error, señor(/a), eso no ha sucedido, es un bulo. Ha sido usted víctima de una leyenda urbana.

¿Leyenda urbana? ¡Cómo se atrevían! ¡Pero si el programa de la mañana había durado casi quince minutos menos que el de la noche anterior! ¿Es que les querían hacer pasar por bobos? Menos mal que por mucho que intenten convencernos de lo contrario, el pueblo español sabe bien lo que ha visto, oído y sabe, y no se deja embaucar por las mentiras de nadie.

Aunque haciendo honor a la verdad... Yo jamás he visto el vídeo, pero... Vamos, que mi primo me jura y perjura que es cierto, y que incluso conoce a la chica, así que como si lo hubiera visto, ea.