Sexo en Blanco y negro
Aquella tarde de aliento frío, adornada con un crisol de
colores regalados por el sol en su huída tras las montañas, prometía ser tan
anodina y solitaria como tantas tardes desde que él me dejó, sin avisar, dejando
como único legado un corazón hecho añicos y un manantial de lágrimas que no
dejaba de manar con su recuerdo.
El susurro de las olas del mar parecía hablarme. Contaban su felicidad junto a
ella, la escasa huella que dejaron mis besos en él, lo ilusa que fui imaginando
una vida juntos. Pateando conchas abandonadas en la arena recorrí la playa, sin
nada que pensar, escuchando el monólogo de las olas. Sobre la roca, la que
tantas veces me vio amarlo, posé mi ansiedad, oliendo su cuerpo, esperando su
regreso. Un hilo de lágrimas en mi mejilla me indicó que no volvería, que
encontró otro cuerpo al que amar, otros labios que besar.
Ensimismada y ausente, como la luz que ya se fue, me sentí sirena sobre la roca,
oteando el horizonte marino, en espera de quien alguna vez ha de llegar. Sabía
que todo era un cuento, como mi propia vida, llena de ilusiones. Contando
hileras del humo azulado del cigarro que fumaba, lo vi parado frente a mí, su
sombra proyectada por el haz de luz que, intermitente, lanzaba el faro que
avisaba de la cercanía de la costa a las embarcaciones. Sus labios, rojos y
gruesos, entreabiertos. Sus ojos fijos en mi figura. Sus manos ocultas en los
bolsillos. Lentamente, levanté la mirada para posarla en la suya.
¿Qué quieres? - pregunté, sin apenas voz
- Nada, solo contaba tus lágrimas - su acento latino me pareció dulce, de miel,
quizá.
- Son muchas, no las podrás contar todas - sonreí, aunque solo fue un gesto.
-Tengo paciencia, ¿me dejas?.
- Estoy asustada.
- Nunca hice daño a una dama - me miró intrigado y se marchó.
Su silueta se alejaba haciéndose a cada paso más pequeña. Mis ojos lo seguían,
ya solo era una sombra.
- Estoy asustada - grité.
Volvió sobre sus pasos, haciendo que mi corazón se agitara. Mis manos
enloquecidas acercaron otro cigarro a mis labios. Me tendió su mano inmensa. La
cogí como lo hacía con mi abuelo cuando era niña para levantarme del suelo tras
la caída.
- ¿Por qué lloras? - preguntó, después de un rato caminando por la arena.
- Las mujeres lloran - dije.
- Los hombres también - respondió.
Un pequeño bar, junto al paseo, una mesa orientada al mar calmado, como yo,
fueron suficiente para verlo en plenitud. Hermoso, todo lo hermoso que un hombre
puede llegar a ser. Su piel negra, su cuerpo esbelto y, por encima de todo, su
mirada, cautivadora, elegante, me hipnotizaron por completo. Me contó su llegada
a España, la inquietud de vivir en un lugar desconocido, su procedencia, su
ilusión de prosperar como futbolista para retornar a su país con "plata"
suficiente para construir una casa digna a sus padres. Sus palabras me
parecieron sacadas de un cuento o, quizá, me introdujeron a mí en su cuento.
Sacó mi risa, tanto tiempo olvidada, con su acento gracioso. Cenamos ligero,
tomamos una copa y nos marchamos. Me atreví a cogerle de la mano. Caminamos
largo rato hasta llegar a la entrada de mi casa.
Aquí vivo - le dije, aún atrapada por su embrujo.
- ¿Podré verte mañana? - preguntó expectante.
- Lo estoy deseando - salió de mis labios sin apenas pensar en lo que decía.
- Hasta mañana, muñeca - bajó la cabeza para besar mi mejilla.
Un fuego abrasador se alojó en mi interior. Tiré de él hacia el interior y
entramos en casa.
- No quiero que te marches - le dije con autoridad.
- No lo haré, si tú no quieres.
Me abracé a él, buscando su boca, acariciando su musculosa espalda. Sorprendido,
siguió mi juego. Saboreé sus labios, lamiéndolos, mordiéndolos, loca de deseo.
Quise contemplar su cuerpo desnudo, musculoso, hermoso. Un pecho de animal,
esculpido en mármol, coronado por dos pezones diminutos. Abdomen como dunas del
desierto. Nalgas prietas, dando paso a unos muslos brillantes, formados a golpe
de deporte. Un miembro que jamás pensé que hombre alguno podría lucir. Su visión
inundó mis entrañas. Pegué su espalda a la pared, como poseída por mil demonios,
me arrodillé ante él y comencé a besar su pene que ya andaba a plenitud. Mi
lengua, en su recorrido, recogía el latir de sus venas, talladas en su tronco.
Me estaba volviendo loca, se me antojaba que la vida se me iba por entre las
piernas, en forma de jugos vaginales.
Me desnudé, sin dejar de mirarlo, observando cada poro de su erizada piel. Mis
muslos comenzaron a brillar, como el faro de la playa, inundados de líquidos.
Mis pechos erguidos, mis pezones salían de la aureola, tensos. Mi sexo parecía
cantar por los leves chasquidos que producían sus palpitaciones. Melodía de
deseo. Tendido sobre la cama, su erecto pene sobrepasaba ampliamente su ombligo.
Inmenso. La comisura de mis labios se tensaban hasta el límite cuando lo
introducía en mi boca, que nunca llegó a tenerla en su totalidad. No pude más.
Monté sobre él y dirigí su miembro a la entrada de mi vagina, que esperaba
ansiosa. Su rojo glande arrancó mis gemidos cuando exploró por primera vez mi
sexo. El delirio llegó con un movimiento de su cintura que alojó tan hermoso
pene en mi interior. Mis ojos se nublaron, mi voz quedó muda y mi mente
desapareció. No existió en el mundo nada más que su placentero pene. El mejor
orgasmo que jamás sentí.
Recuperé la cordura para invertir mi posición, dejando mi húmeda vagina sobre su
boca y posicionando la mía sobre su brillante pene, que no perdía su poderoso
vigor. El sabor de sus testículos me hizo desearlo de nuevo. Sorber su pene,
impregnado de mis propios líquidos, fue el mejor de los placeres. Cuando su
lengua lamió mi abierto y mojado sexo, una fuerte sacudida agitó mi cuerpo. Un
largo dedo se introdujo en mi ano, mientras su lengua continuaba con su labor de
masturbación deliciosa. Estaba entregada, sumida en el deseo de su potente pene.
Salió de entre mis piernas para colocarse tras de mí. Creí que destrozaría mi
ano, pero no me importó, arqueé mi espalda y se lo ofrecí, ansiosa. Cogió su
miembro y lo paseó por los pliegues labiales de mi vagina, recogiendo en su
glande todos los líquidos posibles, que servirían para facilitar la penetración
anal, que resultó suave, deliciosa. Era un maestro. Comenzó haciendo círculos,
presionando delicadamente sobre mi virginal ano. Pasaron muchos minutos de
preparación, hasta conseguir relajar mi agujero. Recogía una y otra vez mis
jugos. Cuando los músculos de mi culo estaban relajados, se abrieron como por
arte de magia. Fue penetrándome hasta que creí que llegó a mi garganta. Sus
manos en mi cintura acompañaba el balanceo. Mi cabeza sobre la cama y mi mano
tocando mi clítoris. Sí que estaba en el paraíso. Cuando su pene latió más
acelerado en mi interior, lo sacó de mi culito para alojarlo nuevamente en mi
vagina que sintió como una descarga de semen caliente me llenó por completo,
agradeciendo con intensos alaridos de animal su grato regalo.
Temblando de placer, dejé caer mi cuerpo junto al suyo, saboreé unos momentos su
leche y quedé profundamente dormida. La luz del amanecer y el sonido del agua
cayendo sobre su cuerpo en el baño, me devolvieron a la realidad.