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Seda

en Sadomaso

Martín observó el cuarto sentado en su cama, con los pantalones bajados, los pies descalzos sobre el suelo de tarima y los brazos sujetando su torso sobre el colchón. Apagó la luz, se olvidó de cualquier cosa que hubiera a parte de él mismo y comenzó.

Palpó el glande, minúsculo y arrugado, y el pequeño cuerpo cavernoso que coronaba, reducido a su mínima expresión. Buscó el punto de unión del pene con el pubis, y empezó a apretar, suavemente, en rítmicas convulsiones con la yema del pulgar y el índice. Ya entonces, una pequeña sensación de placer recorrió su cuerpo.

Todo pareció alargarse progresivamente, no sólo su verga, que pareció quedarse estancada a medio tamaño de su proporción ideal. Los dedos de sus pies, que se apretaban contra el suelo con mayor fuerza según el rito de masturbación avanzaba, notaron un estiramiento del piso. De fondo, la puerta se agitaba suavemente en sus goznes.

Pero Martín tenía todo planeado; sabía que quedarse a media erección iba a pasar. Así que cogió un pañuelo de seda, y rodeó con él la base de su polla. La erección siguió su buen camino, y en apenas un minuto su aparato parecía a punto de reventar. Se sintió tentado de encender la luz, pero no era el momento.

Cogió ambos extremos del pañuelo, e inició una fricción a base de tirar de alguno de ellos, hasta que un leve escozor surgió, diluyéndose en las pequeñas oleadas de placer. Imaginó el placer como glóbulos rojos y luminosos en su torrente sanguíneo, y al dolor como glóbulos azul ultramar, que daban caza a los primeros, formando una sangre violácea que siempre buscaba. Tras muchas decepciones, tuvo que aprender a hacérselo él mismo, porque como Leo, ninguno. Leo era único, y le amó en el término más físico de la palabra. Tenía muchas y variadas cicatrices a lo largo del cuerpo gracias a él, desde costurones de piel nueva, lisa y reluciente hasta escarificaciones granulares, pasando por diversos piercings. Y recuerdos, muchos recuerdos como los puñetazos o las carreteras que le dibujaba Leo con un cuchillo, y que sólo ellos recorrerían.

La desesperación que sintió por su pérdida iba más allá de cualquier otro dolor que hubiera sentido antes, físico o emocional, y lejos de deleitarle, lo atormentaba día tras día, pensando en lo perdido. No podía concebir Martín que Leo olvidara el culto que le rendía a través de su ser, y eso era peor que cualquier aguja, ya fuese extremadamente afilada o estuviera a rojo blanco.

Con Leo en mente, endureció la presa de la seda sobre su miembro: apenas ejercía una décima parte de su fuerza, pero el orgasmo ya se estaba acercando. La puerta siguió temblando, al igual que la distancia que le separaba de ella se acrecentaba.

Los dedos de los pies se encresparon, las uñas se enfrentaron al suelo y con una retahíla de crujidos ahogados en ligeras hemorragias, cedieron, partiéndose. Más glóbulos azules se unieron a la mezcla, mientras el regocijo y la aflicción, agitados en su corazón como si fuera una coctelera, enviaba andanadas afiladas de excitación sexual entre su pene y su cabeza.

Su verga palpitaba con cada gramo de fuerza que añadía al pañuelo, podía notar como crecía y decrecía milímetros, forzando a la sangre a estancarse en el bálano. Deseó tener otra mano con la que masajear sus testículos con la cabeza echada hacia atrás.

Podía sentir al orgasmo apilarse en pequeños fragmentos dentro de la caja de su resistencia física. Cuando la caja rebosara, alcanzaría el clímax, el cielo azul, las nubes de algodón, las estacas del sol… y el cielo le bañaría, las nubes le acomodarían y las estacas le irían atravesando, todas de golpe por toda su anatomía.

La puerta se abrió derramando una luz, blanca, cegadora, cálida, silenciosa, y Martín vio lo largo que era su cuarto y razonó que era la flecha en la ballesta a punto de ser lanzada y el lazo cortaba la circulación de la sangre en su polla y ésta se resentía de los embistes de la sangre atrapada y miró y la tenía enorme y varicosa y morada y no podía respirar y la luz seguía entrando y se sumergió en ella dejando que el cuarto se replegara sobre sí mismo lanzándole hacia la puerta de su cielo particular donde quién sabe si hallaría la compañía que buscaba y ansiaba.

Martín se corrió, arrojó el pañuelo de seda bien lejos y se quedó sentado en la oscuridad de su cuarto, buscando a tientas en la mesilla de noche una de las diez agujas de veintidós centímetros y medio de acero esterilizado. Se palpó su cuerpo sudoroso, volvió a caminar con los dedos a lo largo de sendas de piel reciente, y la duda devoró lo poco de consciencia que el orgasmo le había dejado intacto.

¿Dónde, pensó, clavo ahora las agujas?