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Engañado por la televisión

en Textos de risa

ENGAÑADO POR LA TELEVISIÓN

El gran espectáculo del porno comenzaba a las dos de la madrugada, cuando las cadenas normales se conformaban con emitir series de culto o anuncios de media hora, protagonizados por actores y famosos acabados, de sonrisas falsas y pulcras y vientres depilados.

En las otras cadenas, esas al margen de todo que durante el día emitían concursos telefónicos y tarot, era donde se concentraba el porno. Algunos días estos programas se atascaban, pero no era norma.

Y José no se perdía ni una noche delante del televisor. Distraía las horas con alguna serie o con una de las películas de su filmoteca, y si acaso leía alguno de los libros que, como una vieja pirámide de papel, se amontonaban en su mejilla de noche en estratos escalonados.

Luego sonaba su cronómetro, tan meticuloso era. Cogía papel, lo dejaba cerca y se sentaba en el sofá justo delante de la televisión con los pantalones bajados y el mando a mano.

Surfeaba entre los canales y la excitación, buscando el mejor polvo o la mujer más morbosa. A veces tardaba quince minutos, y otras se pasaba varias horas esperando, los ojos bombardeados por el torrente de sexo que lanzaba el tubo catódico.

El día en cuestión no prometía gran cosa: uno de los canales no se veía debido a interferencias, y otro tenía un culo masculino y peludo congelado en pantalla, con un mensaje de error de Windows justo en el centro; pasarían un par de días antes de cualquiera de los dos retomase su emisión.

Quedaba un canal, y la película no era de las buenas. Los dos primeros coitos fueron de dos mujeres de escaso atractivo (aunque, todo hay que decirlo, poseedoras de sendas voces deliciosas y tentadoras) y el doblaje de los hombres era ridículo.

Di que te gusta, perrángana. ¡Soy tu polla favorita! – dijo un bruto, escupiendo en el redondeado trasero de una jovencita rubia de pechos turgentes y pezones sonrosados y pequeños, casi afilados.

Era el inicio de la escena, y José se sorprendió de la poca pericia del director, aun sabiendo la falta de calidad técnica de ese tipo de productos.

Yo lo habría hecho mejor – dijo, acariciándose los genitales descubiertos.

Al poco se vio en primer plano la cara de la chica, preciosa. El rubio, aprecio por la raíz del cabello, no era tal sino castaño, pero los ojos verdes fueron los que atrajeron su atención después, monopolizándola: hipnóticos, sensuales, gritaban sexo por cada fibra del iris y cada pestaña. La boca era pequeña y en breves minutos tendría que devorar la enorme polla de su compañero; se excitaba al pensar en aquellos labios rojos y carnosos alojando su propio pene.

La actriz lo miró y dijo susurrando:

Fóllame.

José sonrió cómplice.

La actriz pareció excitarse ante la sonrisa. Más ansiosa, suplicó.

Fóllameee…

Ambos se estaban excitando y José comprendió que su momento había llegado.

Ven y fóllame.

Era una orden.

Atraviesa la puta tele y ven a follarme ¡joder!

Las palabras ardían, hirviendo con sensuales sílabas en los tímpanos de José. No terminaba de creer aquello, el plano no había cambiado, seguía fijo en la cara de la chica, como si esperaran su respuesta.

La imagen parpadeó para mostrar la vagina húmeda y enrojecida. De nuevo, la cara.

¿A qué esperas? – inquirió juguetona.

Esto no es real – se explicó a sí mismo.

Sí lo es.

El plano cambió y mostró su mano, la cual atravesó la barrera de vidrio, real e irreal, que separaba a ambos. La mano, fina y delicada, rematada en manicura francesa, estaba comprimida excepto el índice, que se alargaba y retraía invitando a José a su mundo de placer.

Las dudas de si aquello estaba sucediendo o no se despejaron en cuanto la carne se materializó delante. Extendiendo la mano izquierda (la derecha recorría verticalmente, arriba y abajo, nerviosa, la longitud de su pija) logró tocar la supuesta alucinación.

Era real. Suave, delicada, de olor a canela y a lascivia.

El plano se alteró otra vez, la cara de la chica resplandecía, desapareciendo la mano.

Coge carrerilla y ven a clavármela – gimió, alargando las sílabas, convirtiéndolas en gotas de un río; su frase, espesa.

Con un par de movimientos secos se desembarazó de pantalones y el calzoncillo arrullados a sus tobillos. Con los ojos desencajados por la calentura, se lanzó de cabeza contra la televisión.

Rompió el cristal y uno de los trozos seccionó parte de su cuello, derramando sangre en el circuito eléctrico y friéndole literalmente. El chisporroteo de los transistores parecía una risa traviesa y juvenil, hasta que los plomos se fundieron y la electricidad dejó en paz el cuerpo muerto y calcinado de José.

Así aprendería a fiarse de la televisión.