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En la cochera de mi casa

en Gays

Hacía más de dos años que la vieja cochera del padre de Antonio, alias el «Quisquillas», habíase convertido en el centro obligado de reunión de toda la pandilla en domingos y demás fiestas de guardar. No es que el local se prestase mucho a ello; pero, a falta de cosa mejor, cumplía bien su cometido y allí se celebraban sus particulares guateques, en los que se comía más con los ojos que con la boca y se bebía más saliva que otra cosa.

Eran fiestas inocentes en las que ellas disfrutaban dejándose querer un poco más de lo normal y ellos sufrían porque no se dejaban querer bastante. El alcohol estaba vedado y sólo contaban para desatar la euforia con algunas cajas de Coca Cola y, en menor cantidad, de Schweppes.

Por lo general no solían juntarse más de una treintena de jóvenes, siendo casi siempre deficitario el número de chicas, por lo que los machos habían de poner habitualmente en liza todo su poder de persuasión para no pasarse el festejo en blanco. Los había privilegiados, como el híbrido Guzmán, que no se perdía ni un baile, y desventurados como el pobre Carlitos (a sus diecisiete años aún no había podido desprenderse del diminutivo), que había terminado por convertirse en el pinchadiscos mayor del reino.

—Carlitos, pon una del Dúo Dinámico.

—Carlitos, pon «La yenka».

—Carlitos, pon...

Su nombre corría de boca en boca seguido del invariable «pon», pues todo el mundo parecía tener asumido que su única misión allí era la de cambiar los discos en el plato del pick-up.

Carlitos, siempre tan repeinado y con sus gafas de cristales tintados, no era más guapo ni más feo que los demás ni más alto ni más bajo que la media; pero, en cuestión de mujeres, parecía tener la negra. Entre su apocamiento y aquella su inevitable estampa de empollón, aparte de sus limitadas dotes para la danza, las féminas parecían pasar de él por sistema. Ni siquiera la rubita Marisol, su amiga de toda la vida, le hacía mayor aprecio y a duras penas aceptaba bailar con él dos o tres piezas en cada sesión por mero compromiso. Amparo, la morenaza de ojos verdes, la presa más codiciada, jamás le había otorgado tal privilegio, pese a lo mucho que le gustaba coquetear con unos y con otros, sabedora de la expectación que despertaba.

Otra de las habituales era Guadalupe, quien desde pequeñita había perdido el «Guada» para quedarse únicamente con el «Lupe», como vulgarmente se la conocía. Era fea de solemnidad y encima tenía un gusto atroz para vestirse, pero su natural gracejo la redimía de todas sus faltas y carencias y gozaba de gran popularidad y aceptación, sobre todo porque poseía la virtud de ser de las que más se «arrimaban».

Una de las piezas más apetecibles, después de Amparo, era Isabel, bonita como la que más y simpática como pocas; pero el «Quisquillas», con quien se decía que estaba medio comprometida, la tenía siempre copada y nadie se acercaba mucho a ella por respeto al anfitrión.

En el bando opuesto, el apolíneo Pedro era quien se llevaba la palma. No era sino un aprendiz de mecánico, bastante tosco y ordinario; pero más de una y más de dos suspiraban por sus ensortijados cabellos y por sus pectorales, que parecían hechos de granito puro. Tampoco los mellizos Orencio y Arancio eran mal vistos por el grueso del pelotón femenino, pero en nada comparable con el éxito de Pedro y ni tan siquiera con el de Guzmán, quien, a pesar de sus ojos saltones, su tez cetrina y sus algo desbandadas orejas, sabía decir a todas la frase correcta en el momento oportuno, dominador como nadie del arte del camelo.

También asidua y de las más accesibles era Claudia, pero la pobre estaba como un cencerro y hasta el propio Carlitos la rehuía. Ella era quien más insistentemente pedía una y otra vez que sonara «La yenka», porque con su «izquierda, izquierda... derecha, derecha... adelante, hacia atrás... ¡un, dos, tres!» el tema del emparejamiento pasaba a ser secundario.

A pesar de su reducido número, había personajes para todos los gustos y no sería justo olvidarse, a pesar de su irrelevante papel en toda esta historia, de Lolita, la de carita de ángel, cuya deleznable salud la obligaba a no pocas ausencias. Nadie sabía a ciencia cierta cuál era el mal que sufría y, mientras unos daban por sentado que era anoréxica, otros hablaban de cierta extraña enfermedad del corazón; fuera cual fuera su padecimiento, todos y todas estaban muy sensibilizados y, cuando se dignaba aparecer por la cochera, la colmaban de mimos y atenciones, tratándola poco menos que como si fuera una minusválida. El más atento y considerado era Pedro, del que se decía se le había contagiado la «debilidad de corazón» de ella.

Y, para no hacer más larga la lista y no confundir más al lector con tantos nombres, dejemos que Sonia, la gran protagonista, se presente sola a su debido momento y pasemos a tomar el hilo de la trama.

Todos los mentados y algunos más formaban un grupo de amigos (en algunos casos puntuales, como el de Antonio e Isabel, ya empezaban a formarse lazos más estrechos) de edades que oscilaban entre los quince años de Lolita y los dieciocho de Guzmán. Unos con sus estudios y otros con sus distintas ocupaciones, rara vez se veían entre semana y esperaban ansiosos los domingos y festivos para reunirse. Un partido de algo parecido al fútbol por la mañana y un minitorneo de billar a continuación del almuerzo, dejaban los cuerpos listos para el gran desafío: el guateque, siempre esperanzador antes de su inicio y más o menos traumático al final, dependiendo de la suerte que en cada caso y a cada cual deparara el destino.

Aquel año, por primera vez y sin que se supiera de quién había surgido la idea, tras salvar algunas reticencias que en principio surgieron, principalmente por parte de las chicas, se acordó por mayoría celebrar una gran fiesta por todo lo alto para decir adiós al viejo año y dar la bienvenida al que ya estaba en ciernes. Ellos certificaron su presencia sin más; ellas dejaron la decisión final en suspenso, supeditada a lo que sus respectivos padres resolvieran, prometiendo hacer todos los esfuerzos habidos y por haber para conseguir la oportuna autorización. Las más afortunadas, las que antes obtuvieron el permiso de sus mayores, pusieron en marcha un intenso tráfico de influencias para derribar las barreras de los más recalcitrantes no dudando en elevar a sus compañeros de empresa a la categoría de santos varones incapaces de causar el menor mal a nadie y menos aún a quienes consideraban sus amigas. La estratagema dio frutos diversos según los casos, desde los que al final otorgaron su incondicional aquiescencia o los que sólo concedieron prorrogar hasta la una o las dos de la madrugada la hora del regreso a casa (habitualmente fijado en las diez de la noche), pasando por los que en modo alguno aceptaron bajarse del burro.

Aunque en las condiciones generales sólo se preveía la inclusión de algunas botellas de champán para acompañar a las tradicionales doce uvas, el bueno de Guzmán urdió que unas cuantas botellitas de ginebra para mejor digerir las tónicas y algo de ron para realzar el sabor de las Coca Colas no estaría nunca de más si la fiesta se animaba o para caldear el ambiente si sucedía lo contrario. Antonio fue el único que en principio discrepó del invento pero acabó cediendo, a regañadientes como siempre para hacer honor a su apodo.

Pedro, más que animado porque Lolita confirmó su asistencia, propuso una cena ligera como preludio de la gran fiesta, aunque comprobó con amargura que el único voto favorable fue el suyo.

El garaje fue enjalbegado y engalanado como nunca para la ocasión. Se adornaron con guirnaldas de culebrilla paredes y techo, y de este último se colgaron docenas de lucecillas y globos multicolores de papel trenzado, a estilo verbena, y brillantes bolitas doradas más a tono con la festividad sustentadas por invisible sedal que hacía que parecieran flotar en el aire. El suelo fue limpiado y aljofifado a conciencia hasta eliminar el último vestigio de grasa y también las puertas metálicas recibieron una agradecida capa de pintura que sepultó sus numerosas manchas de orín.

Todo el mundo se afanó en la puesta a punto del escenario y, como era ya costumbre, contribuyó a escote en los gastos, de los que gentilmente en esta ocasión fueron excusadas las chicas. Y, aunque un poco a marchas forzadas y apurando casi hasta el último minuto, consiguieron mal que bien los objetivos previstos.

La fiesta comenzó con los mejores auspicios. Se estableció un nuevo récord de asistencias, tanto masculinas como femeninas, y la animación general sobrepasó todas las expectativas; pero, una vez superadas las doce campanadas, las primeras deserciones no tardaron en producirse y, cuando entraron en circulación los cubatas y gin-tonics y sus efectos empezaron a dejarse notar, el número de participantes decreció notablemente. Al final sólo quedaron los doce personajes al principio presentados, dando origen a una situación ideal por ser coincidentes el número de hembras y varones; pero Lolita, que había intentado hacerse la fuerte en honor a las atenciones que constantemente recibía de Pedro, tuvo que claudicar y el tan deseado equilibrio quedó roto una vez más.

Carlitos, que animado por el alcohol se había acoplado a la perfección con Claudia, acabó viéndose relegado, como en tantas ocasiones, a su oficio de disc-jockey forzado, tomándose su pequeña venganza a base de no hacer caso a las peticiones que recibía y eligiendo a propósito los temas que sabía disgustaban más a la concurrencia, sin que de nada sirvieran las protestas que con ello se acarreaba, lampando como estaba porque alguien le sustituyera para así poder él disponer de alguna pareja. A tales alturas ya le daba igual una que otra.

Pero lo único que Carlitos consiguió con su actitud fue precisamente lo contrario de lo que perseguía. Terminó porque nadie le hiciera petición alguna y, lo que es peor aún, pusiera la música que pusiera, cada cual seguía abrazado a su pareja bailando a ritmo de vals hasta el más frenético rock and roll. Ni «La yenka» consiguió hacer mella en ellos y alterar su comportamiento.

Y fue entonces cuando entró en escena la auténtica reina de la fiesta.

—Hola, me llamo Sonia.

Carlitos, que ya había perdido toda esperanza y trataba de desquitarse bebiendo más cubatas que nadie, creyó en principio que el alcohol le estaba jugando una mala pasada. Lo que vio ante sí al darse la vuelta rompía todos los esquemas.

De no haber dicho que se llamaba Sonia, él habría jurado que se trataba de la mismísima Brigitte Bardot en persona y a punto estuvieron de caérsele al suelo todos los discos que en aquel momento tenía en sus manos. El tremendo parecido no se concretaba a su fisonomía (la misma melena rubia, los mismos seductores ojos, los mismos sensuales labios) sino que también se extendía, por lo que pudo vislumbrar a través del abierto abrigo que llevaba puesto, al completo de su anatomía. Debajo lucía un vestido rojo lo suficientemente corto como para apreciar sin temor a equívocos la excelente factura de sus piernas y buena parte de sus muslos. El talle, ceñido por un grueso cinturón de cuero negro plagado de remaches dorados, daba la impresión de que podía ser abarcado con las manos en todo su reducido perímetro; y tampoco de tetas parecía estar mal nutrida, aunque esto, con el subterfugio de los rellenos, siempre resultaba algo problemático. En cualquier caso, claro quedaba que se trataba de una tía de bandera, de un auténtico guayabo en toda regla como entonces se decía.

—Hola. Yo soy Carlos —contestó al fin el interpelado una vez recuperado.

—Es una bonita fiesta —dijo ella—. ¿Puedo quedarme un rato?

—Puedes quedarte todo el tiempo que quieras.

—¿Te importa que vea los discos que tenéis?

Nadie, al parecer, se había dado cuenta de la presencia de la intrusa. Pero cuando empezaron a escucharse los primeros acordes del Unchained Melody de los Righteous Brothers (el mismo que muchos años después volvería a la palestra arrastrado por el éxito de la película Ghost, que lo incorporaba como tema principal en su banda sonora), todas las miradas se centraron en el rincón en que se hallaba colocado el tocadiscos y todos, ellas y ellos, se quedaron boquiabiertos al ver a Carlitos con semejante bombón entre sus brazos, mucho más sobresaliente ahora que se había despojado del abrigo. Y, automáticamente, se desató la curiosidad general por saber quién era y cómo había llegado hasta allí semejante preciosidad (según los chicos) o fulana (según las chicas).

Nadie se decidía a preguntar nada, esperando que fuera Antonio, como dueño del local, quien asumiese tal responsabilidad; pero Antonio estaba demasiado amartelado con su Isabel, a la que tenía bien agarrada por la cintura, como para preocuparse de aquellas minucias.

Lo que más llamaba la atención (aunque por distinto motivo según el sexo del observador) era la forma en que la desconocida rubia rodeaba con ambos brazos el cuello de un Carlitos congestionado que, ajeno a cuanto alrededor se cocía, notaba como su excitación crecía más y más sintiendo sobre los suyos el roce de aquellos estupendos muslos.

—Como se descuide un poco —comentó una Amparo despechada—, terminará enseñándonos las bragas.

—En el supuesto de que lleve bragas —apostilló Marisol, aún más cáustica.

—Yo creo que no lleva —terció Claudia a modo de apuesta.

Los comentarios, aparte de su mala intención, tenían ciertamente su fundamento. Si el vestido de Sonia ya era corto de por sí, el tener los brazos en alto lo hacía subirse más aún, por lo que enseñar o no su prenda más íntima era sólo cuestión de centímetros y, a poco que se esforzara, el enigma suscitado hubiera quedado por completo resuelto.

Aparte de Antonio e Isabel, que seguían a lo suyo en un apartado rincón, ya nadie bailaba a pesar de la insinuante melodía que sonaba. Pedro hubiera intervenido de buena gana, pero después de las muchas vueltas que había tenido que dar para apoderarse de la maciza Amparo no quería arriesgarse a perderla ahora que el clima empezaba a calentarse.

Orencio, que no tenía tal problema y de hecho estaba deseoso de zafarse cuanto antes de una Claudia que parecía más descentrada que nunca a causa de los dos lingotazos de ginebra que se había metido para el cuerpo, no consideró oportuno tomar parte en el asunto y andaba más al acecho de que alguno tuviera el menor descuido para cambiar de pareja.

Cuando todas las miradas terminaron confluyendo en su persona, Guzmán, siendo el de mayor edad entre los presentes, comprendió que no tendría más remedio que ser él quien afrontara la situación de desenmascarar a la provocativa rubia; pero consideró que el paso que iba a dar bien merecía servirse antes otro cubata y aguardar a que la canción terminase.

Lo que nadie esperaba es que Carlitos, que le había tomado enorme gusto a la cosa, volviera a colocar la aguja del tocadiscos en el inicio del tema antes de que éste acabara y se fajara de nuevo a su providencial pareja, a la que en ningún momento llegó a soltar del todo, sin dar tiempo ni ocasión a que nadie se pronunciase.

Dispuesto a no permitir que se repitiese la jugada, Guzmán se fue acercando poco a poco a la pareja de la discordia y, entre trago y trago, aguardó pacientemente a que los Righteous Brothers completaran su segunda actuación.

Cuando Carlitos, cuyo calor corporal ya debía de haberse duplicado o triplicado, intentó la misma operación, Guzmán se interpuso elegantemente evitándolo.

—Hola —saludó con su habitual cortesía a una Sonia también acalorada—. Tu cara es demasiado hermosa para olvidarla si la hubiera visto antes alguna vez. ¿Eres nueva en el barrio?

—Hola, me llamo Sonia —se presentó la interpelada.

—Y yo soy Guzmán —correspondió él estrechando la mano que ella le alargaba en señal de saludo.

—Y yo soy Arancio.

—Y yo Orencio.

—Y yo Pedro.

Al final todos habían terminado arrimándose, menos Antonio, que ya tenía prácticamente acorralada a Isabel y andaba dándose la primera gran gozada del nuevo año metiendo mano por todas partes.

—De acuerdo, de acuerdo —se apresuró a intervenir Carlitos viendo peligrar su dicha e intentando apartarlos de allí—. Ya os conoce a todos, ya podéis volver a lo vuestro.

—¿Se puede saber qué mosca te ha picado? —se le enfrentó Guzmán; y acto seguido, suavizando la expresión, se dirigió de nuevo a Sonia—. Ven, Sonia; te presentaré a nuestras amigas.

Y las amigas, que lo que menos querían era ser presentadas, hubieron de hacer de tripas corazón y recibir, con forzadas sonrisas, a la indeseada fisgona que había venido a invadirles el territorio.

En el inevitable trueque que a continuación se produjo, a Carlitos no le quedó otra que volver a cargar con Claudia, pues Guzmán se apropió de Sonia y Orencio, como mal menor, recibió de buen grado a Lupe. Amparo parecía haberse convertido ya en patrimonio exclusivo de Pedro y Arancio estaba más que satisfecho con una Marisol que también empezaba a despendolarse a consecuencia de los sucesivos gin-tonics ingeridos. Antonio e Isabel, por supuesto, no contaban y libraban su propia batalla.

Pero entonces surgió un nuevo problema. ¿Quién se encargaba de la música? Aunque Sonia estaba en el punto de mira de todos, Guzmán no parecía dispuesto a renunciar al trofeo tan brillantemente ganado y ninguno se atrevía a mover pieza por temor a perder lo que ya tenía, sabedor de que, al menor descuido, siempre le tocaría algo peor.

Carlitos permanecía agazapado, pendiente del más mínimo movimiento para aprovechar la ocasión de medrar. Y Antonio, que era el único que podría haberse ocupado de cambiar los discos sin temor a perder su pareja, no necesitaba en absoluto música para lo que estaba haciendo. De hecho hacía rato ya que las bragas de Isabel descansaban en el interior del bolsillo derecho de sus pantalones.

La situación, en verdad, era harto comprometida se viese como se viese. Estar todos mirándose como tontos unos a otros no era lo más divertido; pero, ¿quién era el guapo que se distraía? Los cuba libres y gin-tonics sirvieron para llenar aquel vacío durante algún rato; empero, esa no era la solución. Si no había música, no había sobeo; y, si no había sobeo, ¿qué coño estaban pintando allí?

Sonia, en un gesto de gratitud por haber sido acogida en tan simpático grupo, intentó asumir la tarea que todo el mundo rehuía, pero de inmediato contó con la tenaz oposición de Guzmán.

—Eso no es cosa de chicas —alegó; pero él tampoco se movió de su sitio.

—¡Vamos, Carlitos! —se dejó oír la recia voz de Pedro—. ¡Pon algo de una puñetera vez!

—¡Ponlo tú si quieres, no te jode! —replicó el aludido haciéndose el fuerte.

Fue Arancio el que alertó a los demás e hizo que la atención general se desviara hacia el binomio Antonio-Isabel, que en aquel momento desaparecía discretamente por la puerta que daba acceso a la vivienda del propio Antonio.

—¿Estáis pensando lo que yo pienso? —lanzó al aire su pregunta Arancio.

Excepto Claudia, que bastante hacía con mantenerse en pie, todos confirmaron con sus gestos que pensaban lo mismo. Sonia no pudo reprimir una risita, lo que la convirtió en el blanco de las fulminantes miradas de las demás chicas.

—Ante la duda —expuso Guzmán divertido—, ¿qué os parece si vamos a comprobarlo?

—¡Eso, eso! —exclamó Marisol dando un par de palmaditas y llevándose a continuación una mano a la boca, horrorizada de su atrevimiento.

Siguieron unos momentos de vacilación y creciente complicidad hasta que Guzmán dio el paso definitivo, avanzando decidido hasta la entonces nunca utilizada puerta para detenerse al llegar frente a ella una vez comprobado que la misma no se hallaba cerrada bajo llave.

—¡Venga, vamos! —arengó a los demás, que no se habían atrevido a seguirle—. Si lo estáis deseando lo mismo que yo.

Carlitos, por si acaso, aprovechando aquellos segundos de confusión, se plantó al lado de Sonia dispuesto a no volverla a perder pasara lo que pasara.

El primero en decidirse fue Arancio, al que de inmediato siguió su hermano Orencio. Pedro no lo hizo hasta convencer a Amparo para que le secundara y, a partir de ahí, ya nadie titubeó.

—¿Ya nos vamos? —preguntó Claudia, con la mirada perdida, al ver que todo el cortejo desfilaba ante ella.

Al otro lado de la puerta, la iluminación era más bien escasa.

—Tened cuidado con los escalones —alertó con voz susurrante Guzmán, que fue el primero en traspasarla—. No hagáis ruido.

—¿Y si despertamos a sus padres? —objetó Arancio.

—Si sus padres estuvieran en casa —razonó Guzmán a su libre albedrío—, Antonio no se habría atrevido a meter dentro a Isabel.

Casi a tientas, la furtiva caravana avanzó por un angosto pasillo haciendo un alto en cada puerta que alcanzaba y aguzando el oído para intentar captar el menor ruido sospechoso. A pesar de que el suelo era de moqueta y amortiguaba bien los pasos, todos andaban de puntillas y en completo silencio. Amparándose en los inconvenientes de la oscuridad, Pedro, que se había dado traza y maña para que Amparo se situase delante de él, aprovechaba la ocasión para tomarle la medida a sus generosas ancas. Tampoco Carlitos perdía el tiempo y aplicaba similar procedimiento a Sonia, que no mostraba por ello el menor descontento sino antes bien todo lo contrario.

—¿Adónde vamos por aquí? —se oyó la aguardentosa voz de Claudia al final de la hilera—. No veo nada.

Todos se quedaron como petrificados y, mientras Orencio se encargaba de tapar rápidamente la boca a la indiscreta, aguardaron conteniendo la respiración hasta comprobar que seguía reinando el mismo silencio y no había motivo para que cundiera la alarma.

El pasillo no debía de medir más de diez metros, pero el caminar era tan lento y sigiloso que emplearon casi cinco minutos en recorrerlo. Como nadie había pisado jamás aquella casa, la desorientación era total.

El pasillo desembocaba en un enorme salón-comedor tenuemente iluminado por la luz del alumbrado público que se colaba por una ventana que permanecía con el cortinaje a medio correr.

—Esperad un momento aquí —susurró Guzmán a Arancio, que se encargó de correr la voz a quienes le seguían.

Con suma cautela, Guzmán avanzó hasta la ventana en cuestión y terminó de correr la cortina, lo que al menos permitió distinguir las siluetas de los distintos muebles que llenaban el salón.

—¡Cierra esa cortina, gilipollas! —sonó de pronto la voz del «Quisquillas» a plena potencia.

Luego se dejó oír un ligero chasquido y la estancia se inundó de luz. Aún asido a la cortina, Guzmán fue el que más en evidencia quedó. Los demás titubearon entre retroceder a toda prisa o quedarse donde estaban. Antonio les despejó de inmediato todas las dudas.

—¡Vamos, pasad todos! —casi ordenó.

Antonio estaba de pie junto a un sofá, con la camisa por fuera y el cinturón desabrochado. Isabel, semitumbada en el sofá y sorprendida por los acontecimientos, se afanaba en abotonar su blusa y alisar sus alborotados cabellos, olvidada por completo del panorama que ofrecía su arremangada falda.

—¿Qué queréis? —volvió a truncar Antonio el sepulcral silencio—. ¿Queréis ver cómo me tiro a mi novia? ¿Es eso lo que queréis ver?

Nadie osó abrir el pico.

—De acuerdo —siguió hablando Antonio tras una prudencial pausa—. Si es eso lo que queréis, por mí que no quede.

—¡Por Dios, Toño! —se escandalizó Isabel—. ¿Qué es lo que vas a hacer?

—¡Te dije que de esta noche no pasaba y estos cabritos no me van a joder los planes!

Y, sin pensárselo dos veces, Antonio se quitó los zapatos y a continuación hizo lo propio con pantalones y calzoncillos esgrimiendo una recia y ensoberbecida porra al límite de su capacidad de expansión.

—¡Por favor, Toño! —siguió escandalizándose Isabel.

—¡Déjate de gaitas, Cheli! ¿No habíamos acordado que esta noche sería nuestro estreno?

—Sí, pero... no así —intentó resistirse la joven, reparando al fin en el estado de su falda y poniendo término al espectáculo, en el que posiblemente, dadas las circunstancias, quizá nadie había reparado.

—¿Qué más da ya? ¿No te das cuenta de que, lo hagamos o no lo hagamos, ellos darán por supuesto que lo hemos hecho?

—Pero es que así... con tanta gente... me da vergüenza.

Aun no teniéndolas todas consigo, en un rasgo de valentía, Guzmán se atrevió al fin a intervenir:

—Oye, perdona. Sólo se trataba de una broma.

—¿Broma? —se encaró con él Antonio—. ¿A esto le llamas broma?

Y sin más preámbulos, con su cipote al viento, se echó sobre Isabel y volvió a desabotonar la blusa que con tanto sacrificio había conseguido ella por fin abotonar segundos antes.

—¡Mirad, mirad! —volvió a bramar él echándose a un lado para que a nadie escapara la visión de los dos hermosos tesoros que sujetaba en sus manos—. ¿Os gustan las tetas de mi novia? ¿Alguna de vosotras las tiene más grandes y mejor puestas?

Sonia intentó decir algo pero un pellizco en su brazo la hizo desistir.

Y en medio de aquel pelotón de mirones, todos con cara de pánfilo, sin cortarse lo más mínimo, el «Quisquillas» comenzó su atracón de tetas, procurando hacer el mayor ruido con la boca para que el efecto fuera más contundente e intercalando de vez en cuando frases cortas de satisfacción.

—¡Dios, qué cosa más rica!

—¡Mamma mía, que maravilla!

—¡Virgen santa, qué pezoncitos!

—¡Anda, Cheli, cariño, chúpamela un poquito!

Y Cheli, cuya débil resistencia inicial era ya historia y empezaba a debatirse entre jadeos y sofrenados gemidos, ante el general asombro se aprestó a obedecer la orden de su amo, haciéndolo con tal arte y destreza que bien a las claras se vio que no era la primera vez que lo practicaba. Marisol, más que piripi, no pudo reprimir uno de sus típicos grititos, siendo difícil determinar si fue una muestra de aprobación o censura, aunque Arancio, interpretándolo por lo primero, detrás de ella como estaba, no dudó en aprisionar entre sus manos aquellos pequeños pero puntiagudos pechitos que tanto le encantaban. Marisol soltó otro gritito pero se dejó hacer.

Pedro, cuya estaca parecía acorde con su constitución a juzgar por el bulto que hacía, se apretó contra el trasero de Amparo, a quien poco duró el sobresalto y no sólo no se retiró sino que empujó hacia atrás para mejor sentir el contacto.

Carlitos no tuvo que hacer nada, pues fue la propia Sonia quien tomó la iniciativa, sacándole el pitorro de su escondite y compitiendo con Isabel en pericia y sabiduría. Y, al agacharse, dejó en evidencia que llevaba puestas unas braguitas tan rojas como su vestido, aunque tampoco nadie reparó posiblemente en tal detalle.

Orencio andaba también a la gresca con Lupe y Guzmán, el urdidor de todo, se vio de pronto acosado por Claudia, que con su voz atiplada y pese a su evidente embriaguez, repetía sin descanso:

—¡Yo también quiero! ¡Yo también quiero!

Isabel, mientras tanto, puso fin a su mamada y, abriéndose bien de piernas, quedó lista para poner fin también a su inocencia. Y el sacacorchos de Antonio, que no había perdido un ápice de soberbia, se aprestó a descorchar aquel fino cava que durante tanto tiempo se le había resistido.

—¡El condón, Toño, el condón! —reparó ella, siempre tan detallista.

—¡Oye, Guzmán, tú mismo! —dispuso Antonio sin perder la compostura—. Vuelve al pasillo por donde habéis venido y entra en la segunda habitación a la derecha. En el último cajón de la mesita de noche, debajo de los pañuelos, hay una caja de condones. Haz el favor de traerla.

Guzmán, que andaba ya con los calzones medio caídos, echó a andar a trompicones perseguido por una Claudia empeñada en chupar también de la misma golosina y allá fue como pudo a cumplir el encargo.

Pedro, a punto de reventar y no satisfecho con sólo arrimar el ascua a su sardina, deseoso de un contacto más directo dejó oír una vez más su vozarrón:

—¿A qué cojones estamos esperando? ¡Vamos a empelotarnos todos! Los condones ya están de camino.

—Pero, ¿qué dices? —se asustó Amparo—. Yo soy virgen.

—¡Y yo, y yo! —exclamó Marisol entre saltitos y palmaditas.

—Yo también —puntualizó Lupe afectando gran seriedad para acto seguido soltar una carcajada y añadir—: Pero no por mi culpa.

—¡Y yo también! —se escuchó a Claudia decir desde la mitad del pasillo.

Únicamente Sonia, ya sea porque mantenía su boca ocupada en otra cosa o porque no tenía nada que decir al respecto, se quedó sin invocar su integridad.

Después de Antonio, que ya llevaba algunos minutos en porreta, Carlitos era el que más camino tenía andado, con los pantalones y calzoncillos arrastrando por el suelo y la camisa sin un botón en su ojal.

Lupe tardó bien poco en quedarse tal como su madre la trajo al mundo en cuanto a vestimenta se refiere. No es que fuera una Venus, pese a que a Orencio se lo pareciera, pero había que convenir que distaba mucho más de ser un adefesio. Algo estrecha de caderas tal vez, pero tenía buenos muslos y unos pechos muy bien formados y firmes. Estos fueron los primeros bocados que Orencio cató de tan sabroso manjar mientras terminaba de desnudarse.

La segunda fue Marisol, aunque despojarse de la blusa le llevó su tiempo dado lo reacio que Arancio se mostraba a dejar de sobar sus tetillas siquiera un par de segundos.

El caso de Claudia fue diferente y su principal problema residía en que de ninguna forma acertaba con los botones (se había olvidado que llevaba jersey) y menos aún con los corchetes de su falda.

Tampoco para Sonia era cosa de coser y cantar. Deseosa de hacer un buen trabajo y garantizarse un halagüeño porvenir, seguía chupando y chupando la honorable verga de Carlitos, pero los incontables cubatas parecían haber puesto freno a los índices de virilidad del muchacho y la prometedora herramienta no pasaba más allá de morcillona.

—¡Concéntrate, Carlos, concéntrate! —trataba de infundirle ánimos su paciente mamadora.

Antonio, viendo que el asunto se enfriaba ante la inexplicable tardanza de Guzmán, empezaba a perder la paciencia.

—¿Por qué no empezamos sin condón? —propuso a su pareja—. Ya me lo pondré después antes de que me venga.

—¡Déjate, déjate! —le miró Isabel desconfiada—. Lo mejor es hacerlo bien desde el principio, porque estas cosas, una vez que se empiezan, no se sabe nunca cómo van a terminar... Si quieres, te la chupo otro poquito más.

—Vale, de acuerdo —se resignó Antonio, colocándose en pose con la espingarda apuntando hacia el techo—; pero dale también un repaso a los cojoncetes.

Ya estaba preparándose Isabel para su segunda serie cuando, al fin, apareció Guzmán, aunque sin nada en las manos.

—¿Cuál es el último cajón de la mesita: el de arriba, el de abajo o el del medio? —preguntó a Antonio.

—¡El de abajo, coño, el de abajo! ¡El último cajón siempre es el de abajo!

—Pues ni en el primero, ni en el segundo ni en el último hay pañuelos ni condones ni nada que se le parezca.

—¿Seguro que has mirado bien?

—Por lo menos diez veces cada cajón.

—¿Seguro que has buscado en la segunda habitación de la derecha?

—Por supuesto.

Antonio, cuya ira era ya considerable, cambió momentáneamente de interlocutor.

—Anda, Cheli, cariño, tú a lo tuyo —se dirigió a su amada, que había dejado en suspenso la prometida mamada; y, algo más reconfortado al notar el suave y cálido contacto de los labios de ella, retomó la conversación interrumpida—. ¿Estás seguro de que has buscado en la segunda habitación de la derecha según se sale?

Aquel nuevo matiz del «según se sale» dejó pensativo a Guzmán.

—¿Según se sale de dónde? —quiso precisar.

—¿De dónde va a ser? Del salón, joder, del salón.

—¡Pues haberte explicado, leches! —estalló también Guzmán no dispuesto a admitir que había entrado en la habitación de enfrente y saliendo lanzado como un cohete con Claudia agarrada al fondillo de su pantalón y pisándole los talones.

—¡Concéntrate, Carlos, concéntrate! —seguía insistiendo Sonia resistiéndose a perder la porfía emprendida.

Pedro ya había conseguido que Amparo descubriera sus senos (estupendos senos, por cierto, sin trampa ni cartón) y ahora pugnaba porque continuara con las demás prendas, pero la morenaza de ojos verdes se empeñaba en no desnudarse de cintura para abajo.

—Pero, ¿cómo vamos a follar así? —se desesperaba Pedro.

—Ya te he dicho que soy virgen —le recalcaba ella.

—Eres virgen pero no santa. Todas aquí sois vírgenes. También Lupe lo es y ahí la tienes.

Lupe se había derrumbado en un butacón y se dejaba llevar por las sensaciones que la lengua de Orencio le proporcionaba chapoteando entre sus piernas. Y, como si estuviera dirigiendo la maniobra de aparcamiento de un camión de gran tonelaje, gimoteaba:

—Un poquito más arriba, mi cielo... A la derecha, tesoro, un poco más a la derecha... Hacia el centro, mi rey, un poquitín más hacia el centro...

Marisol no quiso ser menos y repantigándose en otro sillón, ya vestida de Eva, exigió de Arancio el mismo trato que su hermano estaba dispensando a Lupe. Arancio debía de tener mejor tino o mayor experiencia, pues de punto y hora supo atender convenientemente a Marisol sin que ésta exigiera la más mínima corrección.

Entretanto Sonia, con los labios ya casi encallecidos, guiada más por el amor propio que por las esperanzas de éxito, probaba de conseguir con las manos lo que no había podido conseguir con la boca. Muchos «¡uf!» y muchos «¡huy!» soltaba Carlitos, pero lo que se tenía que soltar no acababa de soltarse.

—¡Concéntrate, Carlos, concéntrate!

Por fin Guzmán regresó con semblante bien diferente, enarbolando en su diestra la dichosa cajita de preservativos.

—¿Cuántos quedan? —preguntó Antonio, dejando otra vez al recadero con cara de circunstancias.

En el exterior de la caja rezaba «Diez unidades» y Guzmán había dado por sentado que se hallaba sin estrenar. Por fortuna, sólo faltaba uno.

—¿Con quién has usado ese que falta? —se incorporó Isabel mirando a Antonio con cara de pocos amigos.

—Eso son cosas de mi hermano pequeño —se excusó el interpelado—. Le gusta llevar siempre uno en el bolsillo para presumir delante de sus amigos.

Isabel no se tragó semejante explicación, pero estaba ya demasiado excitada como para dar marcha atrás. Cogió su correspondiente condón y ella misma se encargó de colocárselo a su Toño, quien rápidamente procedió a sepultarlo en su coño con todo el material que envolvía.

—¡Bruto, más que bruto! —se quejó Isabel apretando los dientes en un gesto de dolor—. ¿Crees que esta es forma de desflorar a una mujer?

Antonio, que no había encontrado traba alguna para meterla hasta el fondo, dudó que acabara de desflorar a nadie pero se abstuvo de manifestarlo. Según leyera en los libros, existían casi tantas clases de hímenes como mujeres y muchas hasta carecían de él. Tal vez Isabel fuera una de estas últimas; así que, tras la leve desilusión, consideró que lo mejor sería no pensar en tales cuestiones y disfrutar del momento.

Guzmán comenzó su distribución de preservativos. Arancio y Orencio se los enfundaron de inmediato y, teniendo ya bien preparadas a sus parejas de turno, se dispusieron a dar el asalto definitivo. Pedro, de momento, rechazó la oferta, pues seguía debatiéndose con una Amparo que se mantenía en sus trece y que a lo más que accedía era a quitarse la falda.

—¿Por qué no te dejas la falda y te quitas mejor las bragas? —le insinuaba él.

Tampoco Sonia conseguía muchos avances en su concienzuda tarea. Sudaba ya tan copiosamente a causa de su esfuerzo que prefirió hacer un alto para liberarse de sus ropas y en ello estaba cuando Guzmán llegó a su lado, el cual, a la vista de tantas excelencias juntas y sin necesidad de más aditivos, experimentó tan fuerte y súbita erección que la propia Sonia ideó el plan perfecto para aprovecharse de ésta sin renunciar a conseguir la otra. Se colocó a cuatro patas y, al tiempo que ofrecía su grupa a Guzmán para que hiciera adecuado uso de ella, volvió a tragarse el reacio miembro de Carlitos, que no se encogía pero tampoco acababa de estirarse lo suficiente.

—Conmigo no necesitas condón —previno Sonia a Guzmán—. Hace tiempo que tomo la píldora.

Y Guzmán, encantado de no tener que hacer uso de la siempre enojosa defensa, liberó su maza, se hincó de rodillas y asestó tan certero mazazo a la sosia de Brigitte Bardot, que ésta a punto estuvo de atragantarse en el impulso con el morcillón que tenía en su boca.

—¡Yo también quiero! —berreó Claudia, que aún seguía buscando botones y corchetes.

Y Pedro, ya desesperado, le tomó de inmediato la palabra y despojándola de la prenda imprescindible, la tumbó sobre la moqueta, se echó encima de ella y se dispuso a darle a probar el bocado por el que tanto suspiraba, sin siquiera pararse a pensar en que le faltaba la funda protectora.

Aunque por razones distintas, las más escandalosas eran Lupe y Marisol. La primera porque ya bordeaba las delicias de su primer orgasmo y la segunda porque estaba provista de un himen que parecía indestructible y que se resistía a todos los intentos de Arancio por perforarlo, de forma que cada vez que éste intentaba forzar la situación, aquélla lanzaba unos gritos que le paralizaban de inmediato.

La que mejor se lo pasaba ahora era Sonia, no sólo por lo bien que Guzmán trabajaba su popa sino también porque empezaba a advertir una tímida reacción por parte de Carlitos, cuya obstinada polla hasta parecía tener mejor sabor.

El salón se vio inundado de suspiros y gruñidos entrecortados. Nadie hablaba y, excepto Amparo, que se dedicaba a mirar, todos desplegaban una febril actividad. De pronto, un grito estremecedor surgido de la garganta de Marisol, delató que la dura resistencia natural de la rubita por fin había sido vencida y que también para ella era llegada la hora de la vendimia. Poco después otro grito, más parecido a un aullido en este caso, indicó que Antonio había culminado su primera espectacular corrida, lo cual hizo que los demás incrementaran su ritmo en una alocada carrera por conseguir ser los segundos en alcanzar la misma meta.

—¡Despierta, coño! —se oyó mascullar a Pedro mientras zarandeaba a la desangelada Claudia.

Pero Claudia estaba bien despierta y lo único que ocurría es que, en vez de gemir como las demás, ella emitía un sonido muy similar al ronroneo de una gata que Pedro, en su monumental cabreo, interpretó como ronquidos.

A pesar del ímpetu desarrollado por los mozos, el segundo orgasmo manifiesto de la noche se lo adjudicó Sonia, aunque sólo centésimas de segundo por delante de Guzmán, que apenas tuvo tiempo de vaciarse dentro de ella, pues Sonia, viendo que al fin Carlitos alcanzaba su punto, no dudó ni un momento en cambiar de dueño y, tumbando a éste boca arriba sobre el suelo, lo cabalgó como la buena amazona que era, iniciando de seguido un más que alegre trote que no tardó en sumir a su cabalgadura en el más delicioso de los sueños tras experimentar el elixir de los dioses.

Guzmán, que no había quedado del todo satisfecho con el brusco final de su primera agarrada, hacía uso de todo su poder persuasivo para intentar convencer a Amparo de lo mucho y bueno que se estaba perdiendo con su insensata actitud, no desaprovechando la ocasión de manosear sus desnudos senos como medida de fuerza adicional.

Lupe, a juzgar por sus gestos y susurros, debía de andar ya por el decimosegundo cielo, a punto de alcanzar el decimotercero. Al parecer no tenía bastante con el trabajo que realizaba Orencio y frotaba desesperada su clítoris con una mano mientras con la otra estrujaba sus pechos como si quisiera despachurrarlos.

Marisol, superada la barrera del dolor, había vuelto a sus ambiguos grititos con un Arancio que se crecía por momentos. No muy lejos, Isabel instaba a Antonio a que rematara bien la obra, pues entendía que ella no había sentido lo que se supone que debía sentir y tanto murmullo de placer a su alrededor la tenía cachondísima. Por suerte para ella, Sonia acertó a escuchar sus quejas y gustosa pasó a demostrarle que una lengua y unos dedos bien manejados pueden también obrar milagros en un momento dado.

Y Sonia adoptó postura tan sugerente para impartir su lección que, cuando quiso darse cuenta, ya de nuevo tenía asaltado su orificio de la fertilidad, y el osado asaltante no era otro que el mismísimo Antonio, que no pudo ni quiso desaprovechar la oportunidad de atacar aquel nuevo recinto, sabedor de que el de Isabel ya tendría múltiples ocasiones de hacerlo.

La labor de zapa que Guzmán ejercía sobre Amparo empezaba poco a poco a dar sus frutos desde el momento en que consiguió infiltrar su mano bajo las bragas y alcanzar la zona que más insistentemente ella se esforzaba en proteger. El persistente traqueteo de aquellos finos y largos dedos y las sabrosas sensaciones que empezaron a recorrer su cuerpo, consiguieron que la morena albergara las primeras dudas y que su curiosidad fuera en aumento. Indirectamente, también las continuas imploraciones de Lupe, pidiendo más y más a un Orencio ya derretido en sudor, dejaban sentir su influencia.

Cómodamente tumbada en el sofá, Isabel estaba tan a gusto y conforme con el trabajo de Sonia que ni siquiera reparó en la infidelidad de un Antonio que se debatía frenético delante de sus propias narices.

Y en esto vino a suceder algo que, sólo momentáneamente, acaparó la atención de todos. Fue lo más parecido a un relincho y surgió de la garganta de Marisol, que también había conseguido alcanzar las estrellas. Quizá aquello contribuyó a que Carlitos saliera de su breve pero reparadora somnolencia, observando no sin cierto asombro que su verga se mantenía ahora tensa y dura como acero templado.

—¿La habrá usado alguien mientras dormía? —se preguntó.

Y sintiéndose más ligero a pesar del aparente mayor peso, se puso en pie y miró a su alrededor a la búsqueda de algún agujero que rellenar; pero el único que vio más asequible fue el de Antonio y, aunque a él no le hubiera importado demasiado, no le pareció prudente someter a su amigo a semejante prueba sin previa consulta. Además, un poco más allá Arancio empezó a rebufar y de inmediato se separó de una lánguida y desmadejada Marisol que parecía querer retenerle.

—¿Puedo? —preguntó Carlitos a Arancio.

—Adelante, adelante —dio su autorización el interpelado.

Y, olvidándose también de que no contaba con goma de contención alguna, Carlitos pasó a llenar el hueco que Arancio acababa de dejar vacío y se entregó con el máximo ardor a arrancar nuevos relinchos a la rubia potrilla.

Lupe, por su parte, ya no sabía cómo ponerse pues había prácticamente agotado todas las posturas que pueden adoptarse en un butacón. Hacía rato que la explosión de Orencio parecía inminente, pero estaba claro que la eyaculación precoz no era su principal problema y tanto retardo empezaba a ser un inconveniente pues Lupe sentía cada vez más irritada su entrada a causa del tan intenso e ininterrumpido ajetreo a que estaba siendo sometida.

Mientras Pedro también escanciaba su prolífico líquido entre estertores de muerte, Guzmán conseguía dar un paso más en su difícil pelea y ya había conseguido suplantar sus dedos por su furibundo miembro, cuya punta jugueteaba con el frondoso pelambre que adornaba la vagina de Amparo, aunque sin iniciar penetración alguna.

En una demostración de coordinación sin igual, Isabel, Sonia y Antonio se corrieron al unísono y, mientras la primera y el último se quedaban derrengados sobre el sofá, la intrépida Sonia, que parecía dispuesta a pasarse por la piedra a todo quisque, se incorporó de inmediato encontrándose de bruces con un Arancio que parecía estar guardando turno y al que, amablemente, no quiso hacer esperar más echándose sobre él y pasando a mostrarle su dominio de la jineta.

—¿Sabes lo que te digo? —sonó por primera vez la voz de Amparo—. ¡Que a la mierda el pudor, la virginidad y demás zarandajas!

Y aquellas blancas bragas, que ya no lo eran tanto, volaron por los aires y al fin el tesón de Guzmán halló su justa recompensa y la punta de su falo dejó de juguetear para empezar a cumplir su más profundo cometido.

Aunque Pedro ya había terminado, Claudia seguía con su ronroneo, tal vez porque para ella todo aquello no dejaba de ser un sueño. Rabioso al ver que Guzmán había conseguido lo que a él se le había negado, el apuesto galán de ensortijados cabellos se levantó hecho una furia buscando un pozo donde saciar su sed de venganza y, viendo que todo lo demás estaba ocupado, su mirada se clavó en las hermosas posaderas de Sonia, que seguía montando a Arancio, y tanto se excitó de nuevo con la visión de aquel oscuro y rugoso agujerito que entre ellas se divisaba, que sin pensárselo dos veces arremetió contra él, primero con cierto reparo y luego con total decisión al ver que Sonia, lejos de rechazarla, acogía la propuesta con el mayor de los beneplácitos.

Para alivio y descanso de Lupe, Orencio alcanzó por fin lo que parecía inalcanzable y, si relinchos semejaban los ruidos de Marisol, lo de Orencio fueron auténticos rebuznos.

Tal vez se debiera a la habilidad de Guzmán para avivar las pasiones dormidas, mas es lo cierto que Amparo pasó sin solución de continuidad de su anterior estado de aparente frigidez a una desinhibida fogosidad que hizo palidecer incluso a la de la mismísima Sonia, que a la sazón se sentía como en la gloria siendo simultáneamente atacada por ambos flancos y ya andaba pensando en un intercambio de trancas, pues la que la hostigaba por detrás le resultaba más convincente que la que la acosaba por delante.

Isabel, ya recuperada de su particular trance, volvía a instar a Antonio a que le diera más de su medicina; pero el pobre Antonio, después de sus dos exhibiciones, no estaba para expender más recetas. Y como cuando se tiene hambre bueno es cualquier bocado, a pesar de la personal animadversión que siempre había sentido por los mellizos, Isabel reparó en que Orencio andaba suelto y a por él se fue para poner remedio a su pena.

Pedro, que no se hallaba muy a gusto ni con su forzada postura ni con el hecho de compartir merienda, avistó a Lupe solitaria y allá que se fue también a consolarla.

—¡No, por favor, otra vez no! —protestó ella por puro instinto; pero al ver que su nuevo inquilino era el Apolo del grupo, cambió radicalmente de actitud y, apretándolo entre sus brazos, aceptó de buen grado el suplicio.

Con razón se dice que cada persona es un mundo. Si unas relinchaban y otros rebuznaban, a Amparo le dio por llorar. Mientras mayor era su calentura, más gruesos eran sus lagrimones; y cuando su temperatura alcanzó el punto de fusión, lo suyo ya fue un llanto desconsolado. Guzmán bien creyó que se lamentaba por perder la virginidad, pero lo que en realidad lamentaba la morena era el no haberla perdido antes.

Sonia ya había acabado con Arancio, que quedó lívido y yerto como un cadáver, y andaba a la caza de su siguiente víctima. La única disponible era Antonio y no ofrecía mejor aspecto que Arancio, desechándola no sólo por eso sino porque, habiendo variedad, no le agradaba repetir el mismo plato. En vista de ello, y como mero entretenimiento hasta que se produjera alguna vacante, se dedicó a estimular a la ronroneante Claudia, actividad que dejó de inmediato en cuanto se percató de que Pedro daba por concluido su personal pleito con Lupe.

Un nuevo relincho anunció a todos que Marisol acababa de traspasar otra vez las puertas del paraíso, aunque Carlitos, que seguía hecho todo un toro, parecía aún lejos de conquistar tal privilegio.

Amparo, deshecha en llantos y orgasmos, suplicaba a Guzmán que no acabara nunca aquel tormento; pero el aguerrido lancero estaba ya lanzado y nada ni nadie pudo evitar el desenlace, aunque aún, en generoso y noble gesto, se mantuvo dentro de ella mientras ello fue posible.

Inevitablemente, las fuerzas se fueron debilitando y los ardores apagándose. Aún Carlitos tuvo bríos para atreverse con la deseada Amparo, la que ni una sola vez aceptó bailar con él; y, no sin esfuerzos, Sonia consiguió doblegar a Pedro, pero todos sus intentos por reanimar el pene dormido de Orencio, último de la lista para ella, resultaron baldíos.

Repuesta de su largo marasmo, Claudia se incorporó con ganas de guerra pero no encontró guerrero que la secundara.

Al despuntar el alba, la escena era desoladora. Mientras ellos dormitaban hechos polvo, ellas formaban círculo tratando de consolarse entre sí.

Una vez más, el sexo débil había demostrado ser el más fuerte.