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¡Qué me has hecho!

en Hetero: Infidelidad

¡Qué me has hecho!

Subí las manos por sus piernas. Acariciaba y jugueteaba con las yemas de los dedos a descubrir sus muslos, que se mostraban cálidos y agradables. Al notar como la falda dejaba paso a la desnudez me sujetó las muñecas con sus manos. Me detuve e inspiré con fuerza, necesitaba llenar los pulmones porque mi corazón se debatía al ritmo que se iban retirando sus ropas. La miré a los ojos, pero bajó la vista; rechazó mis ansias. Emitió un suspiro profundo y gimió a escondidas. Quería continuar oculta, vencer el deseo de mostrarse. Ni siquiera su cuerpo le obedecía.

Decía que no, por favor, no; mientras arrastraba mis manos hacia el interior de sus muslos y las escondía bajo su falda. ¡Qué me estás haciendo! No la oía, era incapaz de prestar más atención que al tacto de su entrepierna: Suave, muy caliente; ardía a pesar de la humedad que inundaba sus bragas y su panty.

Para, déjame, por favor. Casi susurraba con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, descolgada del asiento. No quería escucharla, tan sólo sentirla, notar como me esposaba y aprisionaba contra su pubis. El deseo de alcanzar lo más íntimo la obligaba a levantar las caderas. Presionaba fuerte contra su raja, que se abría e hinchaba los labios con las caricias; sin dejar de apretar las piernas a modo de protección.

El fuego nos quemaba a los dos, que se propagaba imparable. Ella subía y bajaba, cada vez más deprisa, y yo no era capaz de apartar la vista de la hendidura que modelaba sus braguitas.

Recliné el asiento del todo y se derrumbó con él. Con la ayuda de los brazos, buscó acomodo lo más atrás posible. Apenas quedaba espacio para meter las piernas entre ella y la guantera, pero a pesar de las ansias, del volante, del freno de mano y la palanca de cambio, logré escalar al otro lado. Más que subirme, le caí encima con todo el peso. Para, por favor, para, eso no, eso no; repetía como si fuese el estribillo de la desesperación.

Una ola de embriaguez anegó mis sentidos. Notarla debajo, jadeante y sofocada, me enloquecía. El anhelo de perpetuar su proximidad, me inmovilizaba. Paralizado, mantenía los ojos cerrados para eternizar el instante. Me negó el beso, giró la cara hacia un lado. No, déjame. Por temor a perderla me apreté más a ella. Levantó las caderas, se la acerqué a la entrepierna y presionamos con fuerza. ¡Basta!, no sigas por favor. Por momentos, empujaba con las manos hacia arriba, separándome, y en otros, tiraba para estrecharse más a mí.

Recorrí su cuello, su cara y busqué sus labios, pero de nuevo huyó con su boca. Con gesto brusco, se tensó y me miró decidida, firme, directa, retándome. No, te he dicho que no. Se acabó, pensé.

Apenas era capaz de sostenerle la mirada, insistía pegándome más a su sexo. No me rechaces, ahora no, por favor; supliqué en silencio, temblando de miedo. Como si me oyera, cerró una vez más los ojos y movió la cabeza negándolo todo. ¡Dios mío, estoy casada!, dijo con un largo e intenso lamento. Al tiempo, su cuerpo se distendía y abandonaba. Sus piernas cedieron en la presión que las mantenía cerradas y, despacio, se fueron abriendo.

El posible rechazo me agobiaba, la ansiedad y precipitación acentuaron mi torpeza. Desnudarla se había convertido en un reto. No era capaz de retirarle la ropa, embrutecido como estaba, nada en mí obedecía. ¿Qué vas hacer? ¡Ay Dios! ¿Qué vas hacer? Fue ella quien se elevó casi a la altura de mi cara, para subirse la falda hasta la cintura. El olor a sexo, a hembra excitada, me trastornaba. Enardecido, creí reventar de placer. De un tirón, bajé los pantalones y arrastré los calzoncillos hasta los pies. Ella susurraba incoherencias, al tiempo que se doblaba para quitarse los pantys. Las braguitas se le quedaban pegadas entre los labios, empapados e hinchados. Ante mi erección salvaje, de entre sus piernas, surgió el coño en llamas. Un vello espeso, muy bien recortado, brillaba alrededor de la entrada roja y palpitante, impregnado de fluidos olorosos y candentes. Se abría y mostraba el interior rosa, profundo, y se cerraba para tornar a la línea vertical por la que se deslizaba el hilo de flujo; mientras doblaba y estiraba las piernas para desnudarse.

Excitado como un becerro, agarré y apreté la polla en busca del dolor. Quería calmar la ansiedad que me causaba el miedo de no alcanzar a metérsela dentro.

Se la acerqué, apoyé la punta en el comienzo de su raja. ¡Aaaggg!, gimió casi a gritos. Y se cubrió el sexo con la mano. No, no me la metas; dentro no. Un escalofrío me zarandeó de la nuca a los huevos. Apreté los dientes, el culo y cerré los ojos con todas mis fuerzas. No quería correrme antes de follarla, de clavársela en lo más profundo y romperla; antes de oírla aullar de gusto.

Levantó la cabeza para mirarme y dirigió la vista hacia mi erección. El flujo seminal lustraba el glande. Suspiró, gimió, sollozó. Mientras, se mordía el labio inferior en un intento de ahogar la pasión, pero las piernas se le abrían más y más. ¡Ay!, déjame; para, no sigas, no me conviertas en una puta. ¡Déjame! Sin mirar, me sujetó el pene y lo aferró por la base, rozando los testículos con los dedos. Por el otro lado de la mano sobresalía tieso, crecido, con la cabeza a punto de estallar. Lo dirigió a la entrada, muy abierta; acertó a la primera. Tan pronto sintió que comenzaba a introducirse, emitió un alarido que parecía desgarrarla por dentro. ¡Quiero a mi marido!, exclamó, mientras se cubría el rostro con las manos y subía las caderas; ensartándose de un violento golpe, por completo, hasta los topes.

Inició un mete-saca frenético. Subía y bajaba la pelvis, a cada acometida mas profundo se la encajaba. Mantuve la posición, duro, firme, y ella la iniciativa. Tan sólo cuando la tenía bien metida, le ayudaba con un empujón potente para oírla gritar. Contemplaba el ir y venir de su coño, sin esfuerzos; cuando se partía en dos para sentirla lo más hondo posible y al encogerse y retirarse hasta casi sacarla. Notaba como irrumpía entre las paredes de la vagina y las separaba. En el fondo, me presionaba y oprimía la punta del glande. Para perder la chaveta. ¡Qué manera de follar!

Se ensartaba y cuando más la llenaba, más alto chillaba. Las tetas se revelaban bajo la ropa. Aún no las había visto. Casi le desgarro la blusa y ella se desabrochó el sujetador. Las liberé y se volvieron locas. Las atrapé con las manos abiertas y presioné los pezones, que se colaban entre los dedos de lo duros que estaban. Pero no fue suficiente, me sujetó con las suyas y estrujó con más vehemencia los pechos.

Me miró suplicante, reclamaba ayuda; se veía agotada y sudorosa. Solícito, levanté y doblé sus piernas hasta romperla, para facilitar los movimientos y la penetración. Su cuerpo, su vientre, sus nalgas se estremecían con cada golpe de cadera. Me rodeaba y absorbía como una lapa. De la mirada perdida a los ojos en blanco, empezó a convulsionarse, ascendía imparable la intensidad de los espasmos. Sus gritos, sus chillidos, eran ayes cada vez más agudos. La follé con violencia. Aferrado a su pelo, golpeaba su coño y se la hincaba hasta la cruz. Intensificando el ritmo del clac-clac de nuestros sexos encharcados según aumentaban sus gemidos.

Se apoderó de mis nalgas y tiró de mí desesperada. No fue suficiente y me subió las manos por la espalda, clavó las uñas, se apretó y fundió conmigo. Ya no me dejaba entrar ni salir, iba y venía colgada, como en un columpio. Su sexo era una ventosa que me engullía por completo.

Intenté besarla de nuevo y otra vez retiró la cara. En ese mismo instante, se tensó y emitió un salvaje grito que retumbó dentro del automóvil. Para soltarse y caer desmadejada en el asiento.

Yo iba detrás, lanzado como un caballo, metiéndosela sin misericordia. Justo antes de explotar, recordé que no llevaba condón e inicié la marcha atrás. Me siguió para que no se la quitara y me conminó con un acaba. Estallé como las bombas de palenque; en estruendosas descargas y con la cabeza repleta de lucecitas.

Caí reventado y me desinflé sobre ella. Así, abrazados, en silencio, permanecimos largo rato. Por fin, me había aceptado el beso, las últimas fuerzas que me quedaban.

Quita, dijo, mientras trataba de zafarse. Volví a mi asiento y nos arreglamos las ropas, sin prisa, callados. Cuando iba a ponerse las braguitas, no pude evitar acariciarle otra vez su sexo, mojado, chorreando semen muslos abajo. Permaneció quieta, con la cabeza gacha, dejándose hacer. Continué con las caricias, mimé su clítoris, olvidado por las ansias; descendí por sus piernas sudadas y al llegar a sus bragas, tiré de ellas en ademán de quedármelas. Me miró, fría. ¡Cabrón!, y me las arrojó a la cara. Las recogí y guardé igual que un tesoro.

Se subió los pantys y salió del coche para terminar de arreglarse las ropas. De pié, como estaba, con la puerta abierta, sentí la necesidad de volver a tocarla. Cambié de asiento e, instintivamente, acerqué una mano a sus muslos y levante despacio la falda. Deseaba contemplarla por última vez. Esperó, sin moverse, permitiéndome el adiós de aquellas piernas, de aquel triángulo oscuro, de su sexo, de la estela de fluidos y esperma que empapaban la tela transparente.

Callada, al mimar su botoncito, me miró de frente, decidida, y se bajó la falda. Se despedía, en silencio, pero se despedía. Y partió.

No sé cuánto tiempo permanecí en aquella postura, con la puerta del coche abierta, disfrutando del movimiento de su culo al alejarse. Aunque se había ido, su imagen perduraba en mi mente como un recuerdo que no concluye. Supongo que si la sonrisa de mi primo no me hubiese despertado de la ensoñación, todavía seguiría allí. ¡Qué!, ¿todo bien?, y se esfumó como fantasma que era; sin esperar respuesta.

Dos semanas después, como cada vez que los amigos no reunimos en torno a una comida, la volví a ver. Asistía acompañada de su marido, igual que el resto de las parejas. Ataviada con un vestido azul horizonte, destellos turquesa; de tirantes, muy escotado y abierto por detrás, la modelaba hasta la mitad de las pantorrillas. Los pechos asomaban como soles de primavera y la espalda desnuda se ocultaba debajo de la melena. Venus había descendido a los abismos. Aún así, sonreía y derrochaba alegría con todos. Feliz. No había ocurrido nada.

Por mi parte mantenía las distancias. Acobardado por el remordimiento y la culpa, rehuía cualquier contacto. La contemplaba desde lejos, a escondidas. Revivir nuestro encuentro me resultaba indecente. Debía de olvidar, sí; pese al dolor de su ausencia, era preciso borrar aquel enloquecedor paréntesis. Como había hecho ella. Si no sucedió nada, ¿por qué preocuparse?

Su marido insistía desde la trinchera de siempre a quien le presentara batalla. Las razones eran lo de menos: fútbol, cartas, religión, política; cualquiera servía para no darle descanso a sus oponentes, ni guerra por perdida. El cuadro de nuestras vidas, inconmovible.

Mi primo, un sujeto siniestro y timorato, parecía emerger de las brasas aquel día. Semejante euforia en un tipo que vivía cabizbajo, al acecho de todo y de todos, y aquella sonrisa de hiena resultaban por lo menos sospechosas. Mi inquietud se agravó al descubrirlo hablando con ella, apartado del grupo. Tanta desenvoltura. Lo vigilé. Conocíamos las casas de los amigos donde nos reuníamos y las utilizábamos con absoluta libertad, pero verlo entrar en el cuarto de costura, después del diálogo misterioso, me olió mal. A muerto cuando ella fue tras él.

Con la sangre golpeándome las sienes, los seguí. Empujé la puerta con discreción, y a quien primero vi, fue a mi primo. De espaldas a la entrada, pretendía chantajearla. ¡Qué gilipollas!

Vas listo, le dijo muy seria, segura, encarada en él. ¡Eres un cerdo!, si crees que voy a follar contigo vas listo. ¿Por qué no sales y se lo dices delante de todos? Anda ve, dile que le puse unos cuernos así de grandes. ¡A qué esperas mamarracho! Cuéntaselo y dile, también, que contigo no quiero ni muerta. ¡Ya verás como te rompe esa cara de puerco!

No hacía falta, yo mismo lo iba a machacar. Por imbécil, ¡maldito subnormal!

Entré y cerré la puerta. Cuando ella se dio cuenta, ya estaba a punto de echarle las manos al desgraciado. Me miró, al principio con sorpresa y después con un helado rencor. Para, de nuevo, encararse con mi primo.

¿Es esto lo que quieres? Y se subió el vestido y bajó las bragas hasta las rodillas. Dio la vuelta, apoyó las manos en la mensa de costura y volvió a ofrecérsele culo en pompa.

Si yo no salía del asombro, supongo que mi primo menos. No le veía la cara, pero me resultaba fácil imaginársela: un sapo baboso. Creo que no era consciente de mi presencia, y si lo sabía, no le importó lo más mínimo. Se deshizo de los pantalones y los calzoncillos, los dejó caer sobre los zapatos y, polla en mano, recorrió a saltitos la distancia que lo separaba de aquel culo divino.

¿Por qué no lo detuve y le partí la cara? No sé. Por desconcierto, por como ella me miraba: sus ojos llenos de lágrimas, de rabia; cristales rotos, afilados. Porque no sabía a cuál de los dos dirigir la ira que me envenenaba o porque estaba más empalmado que un burro. Quién sabe, por todo a la vez quizá. Daba igual, mi primo se estaba cobrando el precio de su silencio. De puntillas, eso sí, aquel trasero le quedaba demasiado alto.

Se dejaba follar llorosa y resentida, sin dejar de clavarme sus ojos en los míos. Odio, amargo desprecio, no sabría decir si me ofendía o me resultaba más humillante.

Lejos, ajeno, mi primo se estiraba y gruñía como lo que era. Apenas tres o cuatro estirones y apretó el culo, tensó los músculos y se retiró entre convulsiones de semen. Justo en ese momento, fue cuando miró para atrás y se percató que no estaban solos. Eso creo, porque agachó la cabeza avergonzado y se apartó al otro lado de la habitación.

Tarde para arrepentirse, demasiado tarde. La había ultrajado, violado; su sexo manaba una leche que no quería, que se escurría por sus piernas. ¡Dios, a que humillación se había sometido! ¡Qué imagen! ¡Qué hermosura!

Parecía leer mis pensamientos, porque en ese instante sí me rehuyó y escondió la cara. Lloró. Un segundo, efímero, no mostró más debilidad. Se rehizo al momento e irguió la cabeza, orgullosa y desafiante.

Tú te conformas con esto ¿verdad?, y con absoluto desprecio, realizó el ademán de quitarse las bragas. No le di tiempo, encolerizado, me fui hacia ella. Es increíble la bilis que una persona guardar en su interior. Ni en las calenturas de la adolescencia abordé una mujer tan ciego. Sin permitirle reacción alguna, la embestí tal cual estaba. Como desabroché los pantalones y saqué la polla no me acuerdo, pero se la metí de un trancazo. Entró toda, con facilidad, su coño estaba absolutamente pringoso por la follada anterior. Un grito ahogado fue su única resistencia, el empellón la había arrojado de bruces sobre la mesa y no le permitía otra cosa que aguantar las impetuosas acometidas. Al principio creí que se retorcía y mordía el mantel de dolor, pero si abría las piernas y se esforzaba por ofrecerme cada pliegue de su coño, no era precisamente por el castigo que le infligía. Estaba caliente, a la muy puta le gustaba el nabo una barbaridad. Entre su lubricación y el esperma de mi primo, se la metía como quien la mete en una olla de caldo. A pesar de la excitación, al recordar que chapoteaba en la leche de otro me retrajo. Detuve los envites, indeciso, con la intención de parar. Fue ella, quien al darse cuenta, comenzó a moverse para continuar con el polvo. Ver aquel culo, como se golpeaba y aplastaba contra mí, para que el cipote perforara cumplidamente su coño, me volvió a encender sobremanera. Se la saqué y, empapada, se la froté y embadurné el agujero. Lo intuyó al instante y se envaró, muy tensa y muy quieta. Presioné suave, como llamando a la puerta, no sabía si también se había dejado follar el culo. Al darse cuenta que me había detenido en la entrada, miró para atrás y dijo: despacio. Se arqueó y, con las manos, tiró de sus nalgas, las separó para facilitarme la embocadura. Sin duda, había consentido con anterioridad y se mostraba dispuesta a repetir. Aún así, entré con precaución, introduje sólo el glande y aguanté. Levantó la cabeza y apoyó sus manos en mis muslos, necesitaba un tiempo para dilatar. Me volvió a mirar, no sabría decir si con deseo o animadversión, sus ojos ardían consumidos por el fuego. Agradecer a los dioses el disfrute de semejante hembra no parecía lo más adecuado, no ya por las circunstancias en que se producía, ni siquiera por como le había ensanchado el culo, sino por la manera en que ella lo aceptaba. Tanto que por sí misma llevó la humillación hasta las últimas consecuencias. Sin dejar de mirarme, se acercó y presionó, centímetro a centímetro, y se enculó a fondo. Mordía el labio inferior y se le pervirtió la mirada al notar los testículos aplastados contra su sexo. Me retiré con calma, sintiendo la presión del esfínter a lo largo de la polla. Su culo venía detrás, pegado y se cerró alrededor de la punta cuando ésta se salió del todo. Impregné otra vez el miembro en los flujos del coño y se lo restregué por el agujero. Estaba muy excitado, no iba a poder aguantar mucho. Se la clavé de principio a fin, de un solo empujón. No había sido la acometida deseada, pero lo suficiente como para que se le escapara un gemido lastimoso. Dos o tres penetraciones más y con el orificio agrandado al máximo, la embestí con todas mis energías. Sus gemidos ahogados se confundían con los violentos estallidos de sus nalgas al chocar conmigo. Me iba, me corría, sin esperar por ella. Disparaba semen a diestro y siniestro, regando sus entrañas. Tiré, presioné y se la metí lo más adentro que fui capaz. Ella apretaba el ojete y se restregaba el trasero contra los huevos, para exprimirme la última gota. ¡Buff, qué locura!

Había sido un desahogo salvaje, egoísta, demasiado rápido; sin el tiempo necesario para que ella alcanzara la cumbre.

Acosado por los remordimientos, me subí los pantalones, así, mojado como estaba. Recogí un trapo de la mesa y se lo ofrecí, fue el único gesto de atención que le mostré. Di la vuelta, no quería verla. Ante semejante vileza, me sentía un miserable infeliz, deseaba esconder la vergüenza, huir de allí cuanto antes.

Al girar, descubrí a mi primo sentado en una silla, los ojos cerrados, boqueando, sin aliento y con la polla en la mano. El muy rastrero, se estaba pajeando, a punto de culminar. Sin pensarlo, le asesté un puñetazo con toda la saña que llevaba dentro. No sé enteró, sus narices estallaron al mismo tiempo que su rabo; sangre y semen brotaron al unísono. De esta guisa, desmadejado y sin conocimiento, lo dejé y salí del cuarto ciego de cólera.

Busqué un lugar donde refugiarme, hundido y desesperado. Sentía un vacío muy dentro y muy grande, la sensación de haber destrozado y mancillado el regalo más valioso que la vida me había concedido devastaba mis entrañas. Encontré refugio al lado de la botella, aislado en un rincón lejos de los demás. El resto de la velada discurrió sin sobresaltos. Al poco tiempo, la muy puta ya estaba sentada en el regazo de su marido, quizá con el culo irritado, pero con la alegría y sonrisa de siempre. Lo sobaba y acariciaba como sí fuera él quien se la había follado. Pero no, ajeno al río que fluía de la entrepierna de su mujer y al brillo de la cornamenta, debatía a gritos con los pobres inocentes que le prestaban atención.

Necesitaba un trago. Al levantarme para ir por otra botella, la cabeza se convirtió en una peonza y caí con todo lo que pude arrastrar a mi paso. La fiesta había terminado. Era la costumbre, la remataba el primer borracho que se fuera al suelo.

¿Quién si no?, el cornudo fue el primero en socorrerme y ofrecerse en llevarme a casa. Me negué de plano. Mejor que la duerma aquí, dijo alguien, probablemente el anfitrión, pero también rechacé la oferta. Que alguien esconda las llaves de su coche, se oyó entre los murmullos. Gracias contesté con sorna. Justo en el momento en el que ella se agachó. ¿Te encuentras bien?, me acarició las sienes con una mano y me ayudó a levantar. No ofrecí ni la más mínima resistencia. Cuando tiraba de mí, con disimulo, metió una mano en el bolsillo de mi chaqueta. Se despidió y comenzaron a desfilar los asistentes hacia la puerta.

Aproveché para comprobar lo que me había guardado en la chaqueta y creo que se me pasó la borrachera de golpe. Cuando los dueños de la casa se acercaron para ofrecerme acomodo, les dije que también me iba. Alarmados, insistieron en que no estaba en condiciones de conducir. Tranquilos, iré a pie, me espera una noche de estrellas. Confundidos y boquiabiertos, no sé si por mi pronta recuperación o mis desvaríos, me acompañaron a la puerta. Les dije adiós con el brazo extendido y la mano apretada. Ya de camino la abrí y contemple a placer sus bragas.