miprimita.com

Tardío despertar

en Confesiones

Tardío despertar

La sexualidad me sorprendió en medio de la carrera. Acariciar sus piernas, subir despacio, muy despacio, recrear mis manos, mis dedos, mis ansias a lo largo de sus muslos, suaves, calientes y olorosos, latiendo a través de la licra de sus medias... Aventurarme por los pliegues de su vestido de fiesta, negro como la tentación del diablo y despertar en medio de convulsiones, casi sin aliento, empapado por el sudor y la polución nocturna; se había convertido en una obsesión que me iba agilipollando al mismo ritmo que bajaban mis notas.

Si no fuera un mal chiste, se podría decir que reunía las tres íes que les gustan a las mujeres: inteligente, interesante "ymuyrico". Herencia de mi familia, es obvio; física y económica. Conste que yo no tenía un duro, ni lo iba a tener mientras no lo ganase. Caprichos cuantos se me antojaran y más; ahora de dinero, ni el sonido de las monedas. La riqueza es así; casi siempre se cumple el dicho: es para quien no la gasta. Pero resulta prometedora y aporta un sex appeal que nos transforma a unos y a otros. Dos opciones, al fin y al cabo: rifarse entre las pretendientes e invadir las alforjas de los viejos para satisfacerlas y recompensarlas con la generosidad que corresponde o rehusar la condición de trofeo entre las féminas y dedicarse a una formación académica que un día las enredará en la red de la fortuna. Desde un principio había elegido esto último, no por prejuicios, qué va; sino porque las chicas no me inspiraban más allá de un: ¡guau, que bonitas!, pero que tontas y pesadas son.

¿Rarito?, nooo; para nada. Me gustaban las mujeres, ya desde principio de la adolescencia; pero me atraían más las de veintitantos o treinta que las de mi edad. Éstas, lo reconozco y pido disculpas, me parecían unas crías, por no decir niñatas superficiales y bobas (acabo de apuntarme un tanto entre las adolescentes, lo sé y no me siento orgulloso de ello).

Razón ésta, por la que pedí a mis padres que me enviaran a estudiar lejos, en busca de un entorno y escenario más discreto, menos conocido; donde pasar desapercibido. No resulta sencillo desmarcarse de lo que uno representa; ni siquiera para los ricos. Al contrario, se convierte en una batalla constante, que si bien no se le puede llamar acoso, sí se percibe como tal; hasta el punto de absorber y desgastar energías precisas para concentrarse, como era mi caso, en los estudios.

Sobresalientes y alguna que otra matrícula de honor ratificaron mi decisión los dos primeros años. Ni una aventura, ni deseos de ella; a diferencia de los menos pudientes, sabía que a su debido tiempo, todo llegaría. Y eso me daba la tranquilidad que otros, bien por la angustia que provoca la incertidumbre de no saber si se realizarán sus sueños, la sensación de vivir siempre alerta para no desaprovechar la oportunidad o, simplemente, por las prisas de lograr unas metas que en numerosos casos no se cree ni en ellas (en condiciones desfavorables, unas faldas al viento o un culo asfixiado por la tela vaquera, por muy simplonas que sean las niñas, son oportunidades que pasan una vez en la vida). Una ventaja, la mía; disponía de punto de partida, fin inalcanzable para una gran mayoría, y ahí iban a parar de un modo o de otro esas niñas. De sobras es sabido que dinero y sexo son los motores del mundo; el amor, como decía un compañero de clase: lo inventaron los franceses para follar gratis.

Quizá por eso, por ir "sobrado" –entrecomillado porque representa un multitud de adjetivos mucho más apropiados, pero tampoco es cuestión de flagelarse; que ya de por sí duelen los desengaños–, me pilló descuidado (léase me pilló en bolas) la sexualidad.

Dos peldaños más arriba de la entrada de mí apartamento, un individuo acosaba a mi vecina de planta. No sé si consentido a no, pero ella luchaba por zafarse de unas pezuñas que la tenían arrinconada contra la pared, con la pechera del vestido desabrochada y los bajos arrugados y más arriba que nunca. Sus piernas de mujer, mujer, no alambres de maniquí preadolescente, largas y torneadas; ajustadas en unos pantis negros que transparentaban una amorosa braguita blanca; se movían a impulsos, bailaban la danza de la desesperación.

–¡Cabrón!

–¡Puta!

Inmóvil, con las llaves en la mano, no sabía qué hacer. Supongo que mis temblores las hicieron sonar, porque los dos se percataron a un tiempo de mi presencia. El sujeto, de mejor presencia que espíritu, según lo visto, desistió de la presa y vomitó la frustración; amarilla como la bilis.

–¡Mojigata de mierda, calienta pollas de los cojones! ¡Que te follen, hija de puta!

Ella, se mostraba abatida por el esfuerzo y las palabras de ánimo; deslizando la espalda por la pared, se dejó caer sentada en los escalones. Con torpeza, intentaba recomponerse las ropas y secar las lágrimas sin conseguirlo del todo; se veía derrumbada.

Abrí y entré en casa, para, casi al instante, presentarme allí con un vaso de agua.

–Toma, bebe un trago –le dije mientras me acercaba.

–¿Agua? –preguntó con cara de circunstancias–, ¿no sería mejor whisky? –forzaba el gesto intentando ser graciosa, pero daba pena y ella lo sabía.

Ni puñetera falta le hacía, ya había bebido por dos, por lo menos.

Le ayudé a levantarse, con una mano agarraba su muñeca y con la otra su cintura. De pie y en barca, se apretó a mí como a un mástil improvisado. A pesar de la brisa etílica, percibí la sutileza de su aroma de hembra, su calor, el frufrú de su vestido rozando en lo más profundo de mi hipotálamo. Me llegaba, qué manera de ahondar en la bestia que despertaba dentro de mí y como aullaba la condenada; ¡Dios! ¡Cómo comprendía los insultos del desdichado anterior!

Encontró su bolsito, colgado igual que un gallardete en medio del vendaval, y dentro sus llaves. Abrí yo su puerta, me concedió ese honor en medio de una sonrisa desdichada. Me guió y la guié a su dormitorio y la acosté en la cama, a lo largo, igual que la Maja Desnuda de don Francisco; pero con aquel vestido de noche, ligero y sensual hasta mostrar el triángulo de su braguitas, abarcaba en mi mente el abanico completo de colores. Al instante se recostó de lado, sin el menor recato, encogida como un feto en el vientre materno. Descubría y exhibía el culo; un mapamundi en todo su esplendor; el universo entero, el mío a partir de entonces. Me fui sin esperar las gracias, si no roncaba es que ya no lo haría en toda la noche.

Había trastocado mi existencia, patas arriba como la de un pelele; un atropello de sensaciones y sentimientos que me devoraban cualquier atisbo de razón. Por el día, su imagen, nítida como la luz de mayo, me acompañaba y absorbía hasta tropezar con la realidad –entiéndase farolas, columnas, o cualquier otro tipo de objeto que se interpusiese entre los dos–. Por la noche, una tras otra, intentaba ir más allá: acariciarla, olerla, recorrer con las yemas de mis dedos cada rincón, cada poro de su piel; colarme bajo su vestido, hasta la cintura de sus pantis negros, negros y transparentes como la perdición; arrastrarlos, tirar de ellos para salvar la curva de sus caderas y alcanzar la pureza de sus bragas; desnudar su secreto oloroso, húmedo y palpitante como pétalos rosados… Borracha, embriagada de placer, ella se acunaba y dormía sobre las olas del deseo y yo despertaba, justo antes de la rendición de sus murallas de algodón –seda egipcia para mí–. Abría los ojos entre sábanas encharcadas de sudor, olor a pescado y los calzoncillos pegajosos, rezumando mucosidad. Un punto menos en mis notas y así hasta el suspenso propio de la incontinencia mental.

¿Adónde había ido a parar mi voluntad?, férrea, como la educación recibida; ¿dónde estaba? –probablemente, en el mismísimo quinto coño–. Entre los resquicios de las neuronas enloquecidas, surgían como aguijones los consejos familiares, a modo de conciencia, me torturaban de forma salvaje e inquisidora. Deshazte de ese recuerdo, de ese fuego infernal que te devora y abrasa; susurros sin eco que se esforzaban por encarrilarme de nuevo.

Las alas de las gallinas cluecas son inmensas, se extienden y abarcan hasta el pollito más alejado. Lo supe, lo intuí, cuando el rector me llamó a su despacho.

–¿Qué le pasa, hombre?, un alumno como usted, con un expediente ejemplar…

Voz amable, gestos amables, comedimiento, reverencia; sólo faltaba pasarme la mano por la espalda y acariciarme. –Inocente cordero, anda, ven, vuelve al redil–, no sabía que bajo esa lana de oveja virgen ahora aullaba un lobo más negro y denso que el alquitrán.

Guardé silencio, si se lo cuento, el muy gilipollas, encima se ríe; seguro.

Como es seguro que mi apariencia no sólo no lo convenció, sino que debió de causarle una fuerte impresión. Aparte de concederme unas días de asueto, me aconsejó visitar al psicólogo del centro; una recomendación inexcusable. Al día siguiente, a las diez en punto, debía acudir a la consulta.

¡Qué remedio!, después de escabullirme un día más por las escaleras –a pesar de todo, intentaba evitar los encuentros con aquella mujer que se había instalado en mis sueños como una vulgar ocupa–, me presenté en lo que parecía una clínica particular.

Sin apenas demora, una auxiliar me invitó a entrar en la consulta y a acostarme en el diván.

–En un momentito le atienden.

Cerré los ojos y aproveché aquel momentáneo relax para explayarme –innecesario aclarar en qué ¿verdad?– Al abrirlos, las piernas continuaban allí, con otros pantis, de color carne; pero continuaban allí. Se cruzaron y descruzaron, cambiaron de postura, froté los ojos para abrirlos de verdad y levanté la vista para encontrarme con una sonrisa conocida, con una cara conocida. De un salto me incorporé del diván.

–¡Tú! –gorjeé.

–¡Hola! –nítido y con sonrisa –, ¡vaya!, te debía una, pero no imaginé que vinieras a cobrarla al diván de mis clientes.

Nota del autor: Temo que no se trate de un auténtico relato erótico, lo siento si les he defraudado; pero en el caso de que les haya gustado díganmelo y habrá, entonces, continuación en la sección de "Sexo con Maduras". Subiría mi relato número 6 (el número del diablo) con el desenlace de esta historia. ;)