miprimita.com

Sor Inés...

en Hetero: Primera vez

En la oscuridad del establo, apenas iluminado por la luz de la luna que se filtraba entre las juntas del techo de madera, ella separó su cuerpo aún sudoroso y palpitante de él. Ambos respiraban fuertemente, y aún conservaban en la mirada el brillo demencial de la locura pasajera que por un breve espacio de tiempo les había invadido.

Ella se incorporó desnuda y se vistió el hábito ante él, que permaneció tendido sobre la paja, desnudo a su vez, mirándola con indolencia. El rostro de la monja reflejaba serenidad, pero también preocupación. Inés, que así se llamaba, le lanzó una mirada tímida a modo de despedida y salió del establo, refugiándose entre las sombras de vuelta al interior del convento.

Una vez se hubo deslizado silenciosamente entre las frías sábanas del estrecho catre, repasó mentalmente lo sucedido. Se preguntó en qué momento se había vuelto inevitable.

Todo había comenzado hacía poco más de un mes, con un sueño. Inés era hija del Marqués de Añasco, que nada más nacer ésta su segunda hija había decidido que su destino era servir a Dios, la crió y adoctrinó exclusivamente para ello.

Por eso el sueño la perturbó sobremanera. Fue un sueño intenso, de imágenes borrosas que no lograba identificar, pero que le provocaban sensaciones en su cuerpo nunca sentidas, un anhelo en su vientre y en su sexo que jamás había experimentado. Mientras soñaba, su cuerpo se agitaba y rozaba, buscando algo sin saber exactamente el qué. En un momento de sueño, alcanzó lo que parecía ser una epifanía, un momento sublime, una plenitud absoluta que hizo que rozara el cielo con los dedos y que, durante un segundo, la hizo estar completamente en paz antes de despertarse bañada en sudor, temblando, con la respiración agitada y el sexo palpitante. A su encuentro acudió sor Ángela, que ocupaba la celda adjunta a la suya y la había oído gemir en sueños. La miraba preocupada tratar de recuperar el aliento, confusa y con los ojos brillantes, y le dijo que probablemente había tenido una pesadilla.

Sin embargo, a Inés no le pareció una pesadilla. De hecho, le había gustado. Se sentía más alegre, más activa, y su aspecto parecía más saludable. Su rostro, de rasgos finos y delicados aparecía ahora con las mejillas arreboladas.

Esto no le pasó inadvertido a la madre superiora, que la llamó a su presencia. Inés le explicó, no sin algo de pudor, lo sucedido en la noche. Lo explicó con esa inocencia que implica la ignorancia, y sólo se empezó a sentir avergonzada cuando vio que la madre superiora se ruborizaba y trataba de mantener la compostura. A la madura monja, de unos cincuenta años, le costaba mantener el rostro impasible, su mente se dividía entre echarse a reír o indignarse por aquel escandaloso relato. Decidió que no tenía por qué enfadarse, la pobre Inés no tenía idea de lo que le había sucedido y no había un ápice de pecado en su interior. Optó por lo más sensato, y, lentamente, vacilando, explicó el significado del sueño a grandes rasgos. Y le encargó que rezara todo el día para purificar su mente de cualquier pensamiento impuro.

Inés, por su parte, se sentía profundamente perturbada y le costó mucho concentrarse en las cuentas del rosario. Continuamente, su mente recordaba momentos del sueño, las sensaciones de su cuerpo, y las palabras de la madre superiora. Así que aquello era el pecado de la carne… Jamás había pensado que pecar podría hacer sentir tan bien, pero eso no lo diría jamás en voz alta.

El sueño se repitió un par de veces o tres esa misma semana, y siempre acudía sor Ángela al sonido de sus gemidos, cada vez más preocupada.

La madre superiora decidió que a Inés debía darle aire fresco, y le encargó que trabajara fuera del convento, en los campos arados del recinto, cuidando de la cosecha.

Cerca de los campos se encontraban los establos, de los que se encargaba Andrés, un chico que había llegado al convento de niño, huérfano y mudo, y trabajaba a cambio de cobijo y algo de comer.

Inés agradeció en un principio el cambio. Estar al aire libre y el trabajo duro la ayudaba a despejar la mente, pero cuando llevaba un par de horas al sol, el hábito estaba empapado en sudor y a ella estaba a punto de darle una insolación. Andrés estaba cerca de allí, la vio y fue corriendo a llevarle algo de agua, pues parecía al borde del desmayo.

Se conocían de antes, por supuesto, pero se habían visto muy poco. Inés casi no salía de las cocinas, era una experta en lo que se relacionaba con la comida. Él se fijó en su rostro arrebolado, completamente enrojecido y sudoroso por el trabajo duro, y en que se le estaba saliendo el cabello de bajo la capucha del hábito. Eso lo hizo sonreír abiertamente, y ella se fijó en que tenía una bonita dentadura.

Las noches que siguieron, los sueños no desaparecieron. A ella, interiormente, no le disgustaban, pero no lo hubiera admitido nunca ante nadie.

Durante el día, trabajaba en el campo, y la visita de Andrés se había vuelto costumbre. No hablaban, pues él era mudo, pero se sentían cómodos el uno con el otro.

Para el día del solsticio de verano, las hermanas cocinaron pasteles y dulces. Inés se ofreció a llevar a Andrés alguno para que lo probara. La madre superiora lo aprobó, le tenía mucho cariño al joven y confianza en sor Inés.

Cuando llegó al establo, Andrés se estaba aseando. Vestido sólo con los calzones, su torso desnudo brillaba a la luz de la luna por efecto del agua con que se lavaba. Inés no pudo evitar recorrerlo con mirada tímida y curiosa. Era delgado y fibroso, y tenía vello en el pecho. Le gustó.

Él, algo avergonzado, se cubrió casi en seguida en su presencia y corrió a por el pastel, del que emanaba un olor delicioso. Se lo comió a grandes mordiscos, disfrutando cada bocado ante la mirada divertida de la monja, que se echó a reír cuando él se atragantó.

Intentó ayudarle a pasar la tos dándole algo de beber y unas palmaditas en la espalda, y cuando se hubo terminado el pastel, él, como agradecimiento, la abrazó espontáneamente.

El contacto no fue incómodo. El cuerpo del joven era firme y cálido, y a su contacto, el cuerpo de Inés reaccionó estremeciéndose. Él se dio cuenta y se separó, mirándola a los ojos. No pudieron evitarlo y se besaron levemente. El vientre de Inés era un hervidero de mariposas y un ardor insoportable invadió su sexo ante ese leve contacto. Tan fuerte fue su reacción que sus piernas flaquearon y estuvo a punto de caer, pero él la sostuvo entre sus brazos, mientras un gesto de preocupación se dibujaba en su rostro.

Inés recuperó algo de cordura, pensó en tantas cosas a la vez que la cabeza le dio vueltas, y salió a todo correr de allí, con la respiración tan agitada que corría el riesgo de hiperventilar.

Cuando llegó a la cama, no se durmió. Dio vueltas y más vueltas en el catre, recordando una y otra vez el contacto de aquellos labios sobre los suyos.

Era noche cerrada, el convento era el Reino Silencioso en aquel momento. A la hora bruja, sólo los fantasmas podían caminar por aquellos empedrados corredores iluminados apenas por la pálida luz de la luna.

Sólo los espíritus estaban despiertos a aquellas horas, y sólo ellos vieron aquella sombra negra que se deslizaba fuera de su celda, más silenciosa que el silencio mismo, y se dirigía hacia el establo.

Encontró a Andrés tendido sobre la paja, durmiendo a pierna suelta. Se acercó a él y le acarició el rostro con las yemas de los dedos. Él se despertó y la miró confuso. Cuando vio que era ella, sus ojos se despejaron. Reaccionó agarrando con las dos manos su rostro y besándola con pasión, invadiendo con su lengua la boca de Inés, que correspondió con una torpeza que compensó con pasión. Se sentó a su lado y siguieron besándose, explorando sus bocas, acariciándose las mejillas y los dientes por dentro con las lenguas durante un espacio de tiempo que podría ser una eternidad, o un solo segundo. Con la respiración agitada y manos temblorosas, empezaron a explorar sus cuerpos por encima de la ropa, y a cada roce un suspiro surgía de sus resecas gargantas. Inés estaba ardiendo, su sexo palpitaba anhelante y húmedo, y su olor les llegaba a través de las ropas, incitante. Las caricias se intensificaron, el reconocimiento debía pasar a la siguiente fase, el hábito de repente era un estorbo. Torpemente se desvistió ante él, que la miraba anhelante, los ojos nublados de deseo y mordiéndose el labio inferior al verla ante él completamente desnuda, su piel pálida y tersa, sus pechos enhiestos y llenos parecían llamarlo, invitarlo a saborearlos. Y no se lo pensó mucho antes de acercarse a ellos, acariciarlos suavemente, sopesándolos en sus manos. Ella se dejaba hacer, en su mente ahora sólo estaban ellos dos, ya habría tiempo de hacer penitencia. Él acercó su boca tiernamente a aquellos endurecidos pezones y los saboreó uno a uno, mientras ella suspiraba.

Él también se desnudó. Ella acarició ese torso liso y peludo, enredó sus dedos en el vello que había bajo el ombligo, y su corazón comenzó una carrera al ver libre el falo erecto de Andrés. Nunca había visto uno, no sabía ni que existía, pero le gustó. De formas delicadas y color rosado, no resistió la tentación de rozarlo con sus dedos, y un hilillo transparente surgió de la punta y mientras él suspiraba entrecortadamente. Volvieron a besarse mientras se abrazaban fuertemente, acariciándose las espaldas, ella aplastando sus pechos contra él y sintiendo la presión del pene en su abdomen. Se sentían completamente enloquecidos, ningún pensamiento racional pasó por sus mentes mientras se tocaban enteros, mientras con sus lenguas reconocían cada centímetro de sus cuerpos, guardando en sus papilas gustativas el sabor del otro. Se encontraban estirados sobre la paja, ella acariciaba desde el pecho hasta el pene mientras él se estremecía de placer, y Andrés acariciaba la densa mata de pelo que había entre las piernas de Inés. Después de un rato, a ella le pareció insuficiente ese contacto, quería más, así que con su mano, guió la del chico más adentro. Él empezó a acariciar su humedad, reconociendo el terreno, descubriendo a sus dedos ese lugar inexplorado, inflamado de deseo que reaccionaba ante cada caricia. Encontró a su paso una pequeña protuberancia maleable, que al tocarla, hizo que de la boca de ella surgiera un gemido ahogado y que su cuerpo se arqueara, tenso como una cuerda. Inés abrió las piernas en un acto reflejo, ofreciéndose a él, que completamente excitado, casi se olvida de respirar ante esta visión. Se tumbó encima de ella, depositando su peso sobre el cuerpo que lo esperaba ahí abajo, abierto como una flor. Hundió su boca en el cuello de la monja, entre su cabello húmedo de sudor, y exhaló su aliento en el oído de ella mientras su pene encontraba el camino hacia el interior de la joven, que aguantó la respiración al sentir cómo algo pugnaba por introducirse en su sexo. Inconscientemente, actuando por instinto, le ayudó. Levantó las caderas, acompañando el movimiento, hasta que empezó a sentir que algo se abría paso en su estrecho interior, lentamente y con cuidado. Se asustó un tanto y toda ella se contrajo. Su sexo se estrechó y él exhaló un suspiro y tembló, deteniéndose. La miró y sus ojos estaban vidriosos y llenos de deseo contenido que hizo que ella se relajara y empujara con sus caderas para introducirse aquello más adentro… sólo un poco más adentro, un poco más a cada movimiento. Ambos suspiraban y sudaban, concentrados. Los dos gemían abiertamente hasta que el pene topó con algo hacia la mitad del recorrido. Se quedaron quietos, él pidió permiso con su mirada, y ella asintió mordiéndose los labios. Lo intentó con una leve sacudida, pero sólo consiguió hacerla daño, así que sin pensarlo más, empujó fuertemente y sintió cómo la barrera se rompía al tiempo que Inés se arqueaba y exhalaba un grito de dolor que, lejos de amedrentarlo, lo excitó aún más cuando ella se sacudió debajo de él echando la cabeza hacia atrás cerrando los ojos. A partir de ahí, el movimiento de vaivén fue acompasado, frenético. Agarrado a las nalgas desnudas y firmes de ella, la penetraba una y otra vez, intentando hacerlo más profundo cada vez, queriendo fusionarse con ella, traspasarla. Ella, agarrada a su espalda, abrazada a él, le mordió el cuello, paladeó el salado sabor de la película de sudor que les cubría, y cuando la fricción estuvo en su punto álgido, ella supo lo que iba a ocurrir; lo había sentido en sueños, y ahora empezaba, su mente se desvanecía en una ola de placer que lo llenaba todo. Su cuerpo comenzó a sacudirse en violentos espasmos, su sexo se contraía y se relajaba rítmicamente de una forma demencial que hizo que Andrés perdiera el control y se corriera fuertemente con un gemido casi doloroso, quedando tendido sobre ella, tembloroso, tratando de que su corazón recuperara el ritmo y su cabeza se asentara de nuevo sobre sus hombros. Ambos se sentían en paz, relajados.

Inés se separó de él suavemente, pensando en todo pero sin poder pensar en nada concreto. Lo hecho, hecho quedaba.

Cuando se hubo recuperado, se levantó y se vistió ante él, que la miraba tendido sobre la paja, aún desnudo pero sin vergüenza alguna. Con una mirada tímida, ella se despidió de él y volvió al convento.

Muchas cosas sucedieron tras esa noche, muchas cosas cambiaron. Pero, como diría un gran escritor, esa es otra historia y deberá ser contada en otro momento.