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Siempre La Espera

en Lésbicos

Siempre La Espera

 

Resbalaba, caía, resbalaba y caía. Tantas veces que el tiempo se esfumó en mi piel. ¿Entre qué brazos me encontraba? ¿Por qué no eran esos brazos que quería que fueran solamente para mí? Debo recordar que en ese momento estaba acompañada, porque… ¿de donde salían los gemidos que escuchaba? ¿Desde donde me resbalaba? ¿Hacia dónde caía? Me agotaba de las mismas respuestas.

Éramos dos cuerpos inexactos unos con el otro. No encajaban. Porque en sus ojos estaban los tuyos, en sus caricias, las tuyas. ¿Qué caricias?, me pregunté como quién descubre lo absurdo de una idea, de una realidad ilógica. Y por un breve lapso de tiempo contuve la lágrima y la herida. ¿Qué caricias?, me repetía para lastimarme más. Y antes de sucumbir al sollozo recordé el cuerpo alrededor mío, sus piernas y sus gemidos, y automáticamente aceleré  mi ritmo junto al suyo.

La humedad mojaba y mojaba, nos resbalaba, aumentaba, al tiempo que caía cada vez más rápidamente. ¡Qué hermoso! decía ella. La miraba con los ojos más vacíos que recordara tener, sentir. Igualmente para ella, yo era una extraña, lo único que hicimos fue juntar dos cuerpos necesitados de algo.

Súbitamente era “tu voz” quien me decía aquellas palabras, “tus ojos” quienes me miraban con exquisita ansiedad y entonces el ritmo se volvió un demente frenesí y tomé sus cabellos, “tus cabellos” y mis uñas rasguñaron su espalda o la tuya a lo largo de la columna para que sientas un poco de mi sufrimiento, si se pudiera, unido al placer y arqueé mi cintura para unir más al sexo. Reprimí el quejido, no sabría decir por qué. Quizás no quería que fuera para ella, ¿o para vos? Luego se ofreció el silencio nuevamente. La oscuridad. Quizá el “techo” de mi caída.

-¡Que hermoso… niña…! dijo suspirando y sonriendo ¿niña?, me dije y lancé una sonora carcajada tan violenta que me asqueó, casi como un latigazo sordo y frío hacia los recuerdos puros que tengo de vos.

Ella dijo unas palabras que no alcancé a comprender a través de mi torbellino, mis pensamientos y los cuerpos desnudos y los sentimientos amontonados. Salió despaciosamente como una intrusa de la habitación, luego de darme un beso en la boca al que le respondí casi egoístamente autómata.

Y dormí ¿cuántas horas? No lo sé. Luego salí a la luz del día. Abriendo y cerrando los ojos para acostumbrarme a la luminosidad perfecta del hoy. Aún con mi vista nebulosa, alcancé a ver una forma humana del otro lado de la calle, que venía hacia mí con pasos lentos y tranquilos y luego la forma tomó “tu” forma. Y esa mujer cuyo ser escribía en mis sentidos y cantaba en mis oídos una preciosa música y aguijoneaba sin contemplación mis adentros, me tomó del brazo sin palabras, suavemente, y me llevó contra una ruinosa pared.

Tus ojos, sí, los de esa mujer, no rebalsaban un brillo cruel, eran tan inquietantes, tan ensordecedores, que tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no nadar en ellos y contemplar en cambio el cielo tan azul de ese invierno, que dolía menos que tu mirada.

Esa calma tuya me atormentaba. ¡Después de todo, dónde habías pasado la noche y cada noche de cada día de estos días! “No podías estar más bonita”, te decía con mis pensamientos y escondí mi cabeza en tu cuello, apretando con fuerzas mis labios sobre él, sin marcarlo, sin besarlo, como ahogando un gemido que finalmente no se ahogó y comenzaron a caer las lágrimas una tras otra. Y me maldije por ser tan débil. Supongo que te abracé. Ya no era yo sino eras vos en mí, como siempre guiándome, y acariciaste mis cabellos y me incliné ante esa caricia con tanta sed, con tanta urgencia, con tanta necesidad en carne viva que hubiera querido que fuera eterno… no lo fue.

-Te voy a esperar -dijiste con voz enronquecida y tu beso en la frente y tu calma arrolladora y tus dedos pasando por sobre mi boca con una suavidad insoportable.

Te fuiste.

Olvidé decirte que también te esperaré y antes de seguir hablándote, giraste sobre tus pies como leyendo mis pensamientos, me miraste y sonreíste… sonreíste yéndote.

Seguía apoyada contra la pared, luego fui cayendo hacia el suelo hasta que todos los fríos juntos parecían penetrar en cada resquicio cerrado de mi ser. Pero entonces no lloré. Tampoco me dormí. Me abrí y me levanté y empecé a correr, correr, correr, casi volaba, tenía que alcanzarte, sabía tu camino. Llegué cuando subías al taxi. Malditos taxis que te llevan siempre. Te llamé y te diste la vuelta… llorabas. No sabría decir cual de las dos tenía más tristeza en los rostros.

Sin embargo subiste al coche y al poner mi mano en la ventanilla, rozaste tus dedos en los míos  y dijiste:

- Mañana, mañana -repetiste- habrá más que un silencio para hablar. Mañana la realidad matará a la otra realidad y seremos eso, eso que surgió de la nada… mi amor. Esperar el mañana. Si, así será. Como vos y yo lo soñamos.

- Mañana es hoy -dije- ¡Hoy, hoy! -casi gritando, me contuve.

- El hoy es parte del mañana -dijiste con cierta melancolía todavía en tu rostro. -Vos y yo somos hoy y seremos mañana. Seremos nosotras, afirmaste.

Y allí me quedé observando tu cuello alejarse en ese taxi, el cuello en el que minutos antes me había sumergido.

Sé que nos vamos a encontrar desbocando a la vida. Sé que nos reiremos en nuestro espacio. En un ahora, juntaremos de a pedacitos el dolor y luego nos despojaremos de la ropa que impide nuestra total desnudez. Aunque sea poca ropa.

Hoy y mañana no es lo mismo que ayer. Es y será.

-Tiene que ser - te respondí con mis pensamientos. Sabía que los leerías.

Porque yo a donde voy

hablaré de tu amor

como un sueño dorado;

y olvidando el rencor,

no diré que tu adiós

me volvió desgraciado.

Y si quieren saber de mi pasado

es preciso decir otra mentira,

les diré que llegué de un mundo raro,

que no sé del dolor,

que triunfé en el amor

y que nunca he llorado.

 

(Un Mundo Raro, José Alfredo Jiménez)

 Me encanta…