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Pretensión

en Lésbicos

Sentada en un sillón en el balcón no mirabas hacia el paisaje profundo y quieto de la noche allí afuera, sin luna. Te sentaste de manera de abarcar tu vista hacia el interior de la casa, aunque no hacia mi. En realidad, contemplabas tu cigarrillo embelesada, como si fuera la cosa más importante del mundo, de hecho lo era en ese momento quizá para vos.

Por mi parte, estaba recostada contra la pared, sin poder despegar mis ojos de tu figura. Vaciando mis sentimientos en ese instante de mirada. Instante hace un momento. Porque ahora eran más que instantes y momentos y segundos o minutos. Horas. ¿Cuánto tiempo habíamos estado así? No podría asegurarlo. En cada calada, elevabas tu cabeza apenas y tus ojos se fijaban luego en el piso, esquivándome.

Mis manos transpiraban tras mi espalda, tratando de evitar la tentación de llevarlas a tu lugar, de acariciarte. O de besarte la frente.

Un automóvil rompió el silencio abajo en la calle, donde la vida seguía su curso sin importar nuestro mutismo consciente y adrede y giraste tu cabeza hacia allí automáticamente y luego volviste a tu misma posición.

Inmutables, incomunicables, incólumes. Ninguna quería ser la primera en quebrarse. ¿Cuál sería la palabra? Dar el primer paso tal vez, estirar los labios al beso. Naufragar en él.

Llegó un momento en que tu quinto, sexto, que mas dá que número de cigarrillo, me llegó a exasperar tanto que mi brillo romántico y deseoso pasó instantáneamente a ese rencor tan conocido.

Si. Hasta me pareció verte sonreír por dentro y levemente por fuera como quien aguarda su triunfo. Tu seguridad insoportable me impacientaba tanto pero sin embargo allí seguía clavada. Ya no sabía si sonreías realmente o no. O era mi imaginación. Parecíamos un cuadro. Casi cero movimientos. Casi eternas. Pintadas. No dejaba de pensar mientras mis manos transpiraban más de la cuenta en la misma posición. Creo que mis piernas comenzaron a entumecerse.

Mierda, me decía. No quería ser la primera en hablar. ¡No quería!

Me conocías tanto que sabías que iba a llegar un momento en el que explotaría, de la manera más irrisoria quizás. ¿Por qué me hacés esto? Me preguntaba. ¿Por qué mi amor? ¿Y por qué estábamos ahí después de todo? Ah, yo te invité, entonces tenía que decir algo y el silencio era de una infinitud insoportablemente cargada de tantos sentimientos.

-¿Qué dijiste? –tu voz sonó como rozándome el oído, como caricia desesperada. Me sobresalté. Me miraste fijamente y me sonrojé tanto. Mi cuerpo, mi corazón, toda yo, iba a mil. ¿Es que habría pensado en vos alta? Me seguiste mirando ya con cierta irritación. Mierda.

-No, no… -dije torpemente

-No qué...-dijiste impaciente

¿Por qué te tuviste que reír así? Me decía... con esa dulzura tuya que escapaba de tu ser. Mi amor, te tenía frente a mí y no era capaz de emitir sonido alguno que no fuera atropellado.

Y viniste y me besaste.

Y luego todo pasó.

Y luego la canción se tradujo en nuestros cuerpos. Nada más y tanto más.