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Locura de los cuarenta. 2: Mi virginidad

en Hetero: Primera vez

2. Mi virginidad

3 de octubre

Aquí, el precedente, aunque no es necesario leerlo: http://www.todorelatos.com/relato/95628/

Es medio día y escribo en mi oficina viendo, en mi página porno favorita, despacio, fotografía por fotografía, la manera en que una ejecutiva vestida de gris se lo hace a cuatro empleados de corbata. Veo como toma, una a una, las cuatro vergas y las atiende con esmero. Mientras, me toco, me toco pensando en los besos de Marcos, saboreándomelos una vez más, porque nos besamos al despedirnos y nos prometimos vernos el próximo viernes. Dijo que no le convengo, que soy casada, pero, ¡qué caray! Lo tendré, lo haré mío. Estoy segura. Segura… si no, ¿por qué después de los besos, me citó para el otro miércoles?

Y mientras, me toco; mientras tanto, escribo… mientras tanto, espero. Aunque no esperaré tanto, al menos no inactiva: acabo de enviarle un msj a Nathaniel para ver si está libre esta tarde, en la que me hice un hueco por si acaso me encerraba con Marcos. Porque Alonso trabaja hasta tarde y hay que avisarle con tiempo. Ojalá me responda… o llegaré a casa a comerme a Marido. Mientras responde o no (¡por dios, que responda, quiero que me cargue, que me trate como a una muñequita, como suele hacerlo!), les sigo contando mi historia.

Aquella tarde dominical de agosto, con mis 21 años a cuestas y mi pesadísima virginidad, el amor, las ganas, el deseo, mis piernas desnudas bajo la falda, mis pequeños pechos que, sin sostén, subían y bajaban al ritmo de mi agitada respiración, con esa sensación que tengo siempre que me acerco a un hombre con ganas de cogérmelo (hoy mismo, mientras esperaba a Marcos, a quien vería luego de seis años, así me sentía), caminé, corrí a casa de Marido. Sería suya, le haría todo lo que él quisiera, me haría todo lo que deseara. Podría ser su esclava, su puta, podría maltratarme y venderme, subastarme, entregarme a quién él quisiera, podría fotografiarme desnuda y subir las fotos a la red, haciéndome lo que quisiera hacerme. Lo que fuera: era su esclava. Soportaría cualquier cosa… y la soporté, aguanté la peor humillación posible. Me rechazó.

Me han dicho que es cosa de mujeres eso del mejor amigo. Me han dicho que suele aplicarse a los amigos varones. Pues bien, Marido me lo aplicó durísimo… y yo sin sostén, casi sin bragas, enseñándome toda, fingiendo dureza. Me han dicho que no es de varones rechazar a una doncella que se ofrece de esa forma, y yo ahí, consolada y abrazada, cuando quería ser toda suya. ¿Es que soy fea, tan fea? ¿Huelo mal? ¿No exudo hormonas? Digna acepté ser su amiga para siempre, su mejor amiga “como hemos sido”, y me fui a casa a llorar como magdalena, a emborracharme como cosaco, a fantasear en el suicidio como heroína de antaño ¿Por qué después me casé con él, porque me le entrego tres veces por semana? Esa es otra historia, a la que ya llegaremos.

Yo, mientras lloraba, tenía cosas que hacer: estaba preparando los papeles para mi beca de doctorado en una universidad europea que, lo mismo que mi Facultad y mi carrera, no mencionaré en ningún momento. Sí, ya lo sé, a los 22. Ahora que descubrí la serie me siento una Leonard femenino (por supuesto, The Big Bang Theory). No me suicidé, subí al avión con una promesa: si en seis meses exactos nadie me lo hacía, lo pediría a gritos en el primer bar o me tiraría al río. Seis meses exactos me di y cinco meses y medio pasaron.

Exmarido estudiaba en otra universidad del mismo país, a media hora en tren de la mía. Estudiaba una vaina económico-administrativa-derecho-política o así y le faltaban dos años para terminar el doctorado. Lo conocí el 15 de septiembre en la fiesta de la embajada y tardé cuatro meses más en lograr el propósito que ese día me hice. Tenía 30 años y era el más guapo de los ahí presentes, o el más guapo sin pareja. Compensaba su baja estatura (casi la mía: 1:64) con una notable seguridad en sí mismo (falsa), un cuerpo esbelto y atlético (ciertísimo) y una muy agradable charla, que pasamos entre cerveza y cerveza hasta que me acompañó a la estación del ferrocarril, no sin antes quedar de vernos en mi ciudad el sábado siguiente.

Fue lento: tardó un mes en pedirme que fuera su novia.  Y yo tardé en aceptarlo toda la tarde, hasta subir al tren de vuelta, con falsa timidez, acepté. Apenas entonces me besó. Una vez más quise ser suya en ese momento, su esclava, su perra, todo, pero achacaba equivocadamente mi anterior fracaso a mi acelere, todavía creía que a los hombres que valen la pena no hay que soltárselas a la primera. Ahora sé que quienes te rechazan después de dárselas así, son justamente los que no valen la pena, pero entonces no la sabía. No sabía muchas cosas, pero sabía que quería cogérmelo, que quería ser suya, y que me quedaban unos meses para hacerlo. Ese día, pues, nos besamos en el tren, de regreso de su ciudad a la mía. Le dije, “sí, si quiero”, y él me besó. Primero solo rozándome los labios, apenas tocándolos con los suyos mientras acariciaba mi cintura por encima de la blusa.

Pasaron casi cien días y cuando finalmente Exmarido me metió la verga, yo estaba casi tan loca como el día aquel en que Marido me despreció. Sudaba, no pensaba en nada más que en el garrote que tantas veces había acariciado por encima de su pantalón. Fue una dulce mañana en mi casa, en mi cama, cuando me desnudó toda, tras advertirme caballerosamente que iba a hacerlo.

Yo, empapada y ansiosa, anhelante, lo recibí. Ya había tenido mi primer orgasmo solo con ser tocada, sólo de saber que al fin pasaría. Estaba empapada y receptiva, erizados los pezones, gordos los labios y él la tenía durísima. Luego me confesaría que estaba excitadísimo, que saber que iba a romper un himen. Estrenar una nena lo ponía loco, casi tan loco como estaba yo. Trató de ser suave pero ni él ni yo estábamos para ternuras y la verdad es que ni sangré ni me dolió nada, al contrario, fue una montaña de placer, una locura, un día entero que dio inicio a seis años de relación, tres buenos y tres malos.

Porque habrán notado ya los clichés... y los que faltan: una virgencita que se hacía del rogar un poco; un caballero que quería respetarla; un señor al que excitaba sobre manera hacérselo a una virgen. Tanto, que habría de casarse con ella y no con las “putas” que antes había tenido. Él de 31 –cumplió años en el ínterin: es sagitario-, yo de 22. Y resultó ser posesivo, macho, celoso hasta las chanclas, y yo, pendeja que sabía que no debí casarme en el momento en que lo hice, pendeja que, para más clichés, me embaracé para retenerlo, para llegar luego al cliché del marido que ya no se lo hace a la santa madre de sus hijos sino muy de cuando en cuando, borracho la mayor parte de las veces. Y yo, la estúpida, que lo aguanté así tres años… o casi, porque en el último, le empecé a poner el cuerno.

Tres años, porque antes de que naciera nuestro hijo, amadísimo –una razón, entre otras menos importantes, para no arrepentirme ni un ápice de haberme casado-, tuvimos tres años de locura en las que me enseñó, o aprendí junto con él, a amar, a follar desaforadamente, a mamar una verga y a sentir cómo se succiona un clítoris, a derretirte en la espera –porque durante dos años vivimos a 60 kilómetros uno del otro- y entregarte en el encuentro, a enloquecer por una única verga y por su bellísimo portador, a pedir que la verga te parta en dos, y vuelva y vuelva a partirte.

Pero ya dije: aquello acabó... y en parte, como se lo conté hoy antes del beso, se lo debo a Marcos. Pero ya llega un mensaje: ¡Nathaniel me espera! ¡Nos encerraremos en un hotel las próximas cuatro o cinco horas! Marido hoy se encarga de los chamacos y, aunque no llegaré tarde, disfrutaré los labios de Alonso en mi clítoris, como siempre los disfruto. Ojalá tengan ustedes tan buena tarde como la que a mí me espera.