miprimita.com

Mi tía suburbana

en Fetichismo

Este breve relato contiene temas de fetichismo (de pies) y de dominación. Creo que cualquier fetichista verdadero la disfrutará. Es el primer relato que escribo y subo a este sitio, y por lo mismo, acepto cualquier crítica y/o sugerencia.

 

Mi tía suburbana

Durante el verano, el clima de esa pequeña ciudad es abyecto. El reflejo encandilador del sol en las anchas aceras y la casi total carencia de flora son problemas apenas compensados por la mezquina sombra de algunos edificios bajos, erigidos arbitrariamente sobre el conservador entramado urbano. En ese infierno de cemento, me considero sumamente afortunado de vivir en un buen barrio, alejado del centro de la ciudad y resguardado por hermosos e ingentes sauces, encinas, cerezos y muchos otros árboles que me acompañan desde mi más tierna infancia. Mi pequeña casa es herencia directa de mi madre Florencia, que falleció cuando yo tenía cinco años. Desde su muerte, me crio y cuidó Clotilde, una sirvienta a quien debo mi vida; de rasgos caucásicos, septuagenaria e instruida bajo una rigurosa educación religiosa, es una señora muy culta, que ha logrado en gran medida suplir el amor familiar que nunca llegué a tener.

Antes de morir por su infame enfermedad, mi madre se encargó también de que recibiera periódicamente la visita de su hermano Carlos, un bondadoso y cándido hombre que tuvo la mala fortuna de casarse con una mujer basta, superficial y un poco loca; me refiero a mi tía Jessica. Desde que ella apareció por primera vez en mi hogar, fue mirada por Clotilde con el más profundo desprecio, y no precisamente porque ésta fuese clasista, sino por la mala influencia que podría eventualmente ejercer aquella mujer sobre mi formación. Por lo mismo, de las cuatro o cinco visitas mensuales de mi tío Carlos a la casa, su mujer solo aparecía una o dos, o ninguna en algunos casos. Mis recuerdos personales sobre mi tía Jessica son, por otro lado, ambivalentes; conservo en la mente, desde mis cinco años, cosas buenas y malas de ella, pero es solo una, a la cual me referiré en esta oportunidad, la que realmente me marcó; una serie de circunstancias que se dieron durante sus primeras visitas hasta hoy, cuando ya soy un estudiante de veintiún años.

Mi tía Jessica ha cambiado muy poco desde los primeros recuerdos que conservo de ella. Es una mujer de algo más de metro sesenta y cinco, de tez blanca, pálida y algo grasienta y un cuerpo un tanto grosero, con algo de sobrepeso. Sus pechos son enormes, y siempre han destacado por las blusas sumamente escotadas que suele utilizar. Sus caderas son muy anchas y armonizan con su busto, y su culo, antes firme y abultado, aún conserva mucho de su antigua forma. Sus piernas son gruesas, y culminan en unos pies de dedos gordos y algo largos, con uñas siempre esmaltadas en un rojo intenso. El rojo es, de hecho, su obsesión. Muchas veces se viste una blusa roja muy escotada, unos jeans normales, zapatos con tacones o plataformas (siempre rojos) y el pelo liso teñido de un rojo muy poco elegante, casi caricaturesco. Para los cincuenta y tantos años que ahora tiene, se conserva estupendamente, aunque muchos de sus hábitos chabacanos le han dado una apariencia un tanto descuidada.

Desde que tengo memoria, mis tíos viven en una humilde casa en un barrio grande y popular al otro extremo de la ciudad. Mis recuerdos sobre sus primeras visitas están algo fragmentados, y son casi todos sobre mi tía. Recuerdo las primeras rabias de Clotilde ante su llegada, y algunas reprimendas que le hacía. Que no se acostara en el sofá como le diese la gana, que no abriese el refrigerador y sacase la comida a su antojo, que por ningún motivo se acercase a mí y me distrajese de mis actividades… Mi tía a regañadientes obedecía la mitad de las veces, y en muchas otras le respondía en términos muy vulgares. Mi tío miraba esas escenas con su pusilanimidad usual, y apenas intervenía. Era, en cambio, muy trabajador y le gustaba ayudar a Clotilde a ordenar su biblioteca, sus discos y compactos de música clásica, a trabajar en el pequeño huerto que tenía en el patio trasero, a hacer compras, y muchas otras cosas. De cierto modo, las visitas de mi tío Carlos eran para la anciana un gran alivio, que ella pagaba teniendo que soportar a la “arpía” que lo acompañaba de vez en cuando.

Probablemente el aspecto que más me encanta de tía Jessica son, hasta el día de hoy, sus pies. Cuando ella se acostaba apoyando sus piernas en los brazos del sofá, a la manera tan relajada que Clotilde detestaba, sus pies descalzos eran prácticamente lo único en la casa que quería contemplar. Sus dedos rellenos, bien formados y largos a la vez se movían involuntariamente cuando estaba en esa posición, y yo los miraba hipnotizado cada vez que podía. Clotilde nunca se dio cuenta de esto, y menos aún mi tío, que se ocupaba de las faenas cotidianas, pero mi tía desde luego que sí. La escena se repitió muchas veces entre mis siete y doce años, y a mi tía siempre le daba curiosidad la manera en cómo los miraba, y mis claras intenciones de acercarme lo más posible a ellos bajo cualquier excusa. La atracción hacia esos pies nunca podré explicarla, pero fue lo que sin duda me hizo convertirme en un fetichista de pies. En la escuela, de hecho, siempre me fijé en los pies de mis compañeras, comparándolos mentalmente, buscando el que más se pareciera a los de mi tía, que eran auténticos modelos de perfección, y con los que, ya entrando en mi adolescencia, comencé a tener innumerables de fantasías. Lo que más amaba de esos pies era su forma, el olor que despedían, su superficie siempre sudorosa y su inherente voluptuosidad.

Mi tía, por su parte, siempre me vio como un juguete entretenido. Quizás era yo el motivo que más le impulsaba a acompañar a mi tío a mi casa. Apenas llegaba, aún recuerdo, me saludaba de manera muy incómoda, besándome y cubriendo gran parte de mi cara con esos labios carnosos y ese rouge tan innecesariamente excesivo, alcanzando a veces parte de mi boca y manchándome usualmente con saliva. Luego de ese inevitable y extraño momento, solía correr ruborizado y esconderme en el baño, donde aprovechaba de lavarme minuciosamente la cara, y luego volvía a mi habitación para evitar a mi tía al menos durante un rato. Mientras ella discutía y conversaba con Clotilde y mi tío en el salón, trataba de comportarse lo mejor posible, al menos hasta cuando ellos se disponían de una vez a faenar. Pasado ese momento, al cual yo estaba siempre muy atento, ella salía en mi búsqueda, y yo en búsqueda de un escondite, para evitar que me atrapara. Me buscaba por varios minutos, y si no me encontraba (aproximadamente la mitad de las veces) se acostaba en el sofá de la manera que describí antes, sabiendo que aparecería en cualquier momento para mirar sus pies.

El juego era casi una tortura, pues yo entraba en conflicto conmigo mismo y debía reconocer que era inevitable para mí no acercármele. Tímido como siempre he sido, me aproximaba primero asomándome en cualquier muro y velando sus pies desde varios ángulos, hasta que finalmente me descubría. Por lo general, esperaba a que me acercara lo suficiente para hablarme, y si yo vacilaba mucho, comenzaba a llamarme por mi nombre, hasta que finalmente me hallaba a unos centímetros de sus pies. Podían suceder muchas cosas entonces, pero lo más común era que me obligara a masajeárselos mientras comía algo o, como ocurría casi siempre, mientras fumaba un cigarrillo. Cuando yo le decía, en mi inocencia de preadolescente, que el humo del cigarrillo es dañino, ella aspiraba una bocanada, se acercaba a mi cara y soplaba con saña, haciéndome toser un buen rato y riendo malévolamente. La mayoría de las veces, sin embargo, me obligaba a cumplir con sus extraños caprichos.

—Huele mis pies entonces, a ver si te gustan más que el humo —ordenaba ella de forma autoritaria.

Y así, provechando que mis manos estaban masajeando sus pies, retiraba uno bruscamente y lo pegaba en mi cara, llenándola de un olor salado y algo sintético, probablemente por efecto de su calzado. Mientras yo seguía masajeando el otro pie, el que estaba en mi cara se arrastraba, y sus dedos jugaban con mi nariz, mi boca y mi frente sin parar, hasta llegar en ocasiones a lastimarme. Yo no replicaba nada, en parte porque, para la época en que comenzaron a suceder estas cosas, ya fantaseaba con sus pies. Ella probablemente lo notaba, y se aprovechaba de la situación, asfixiándome muchas veces con ellos y obligándome a besarle las plantas y los dedos.

—Piensa que estás besando a esa chica que te gusta… ¿Josefina, se llama? —me preguntaba, refiriéndose a Catalina, la compañera de clase que, efectivamente, me gustaba.

—Catalina —respondía yo secamente y algo molesto.

—Piensa que la besas en la boca.

—Pero tía, tú sabes que eso nunca… —y no alcanzaba a decir más, porque me volvía a pegar los pies, y yo los besaba pensando en que besaba a Catalina en la boca, sin siquiera darme cuenta de lo abusiva que era mi tía.

—Pero bésala con más ganas, bésala con lengua —me respondía, a lo que yo, no sin algo de asco, sacaba la lengua y lamía con suavidad entre medio de sus dedos, sus plantas completas y hasta sus talones. Ella movía sus pies a su antojo y yo sólo obedecía.

—Parece que te gustó Catalina —observaba ella entre risas, mientras yo seguía adorando sus plantas por varios minutos. Solo callaba y cumplía.

—Chúpame los dedos… comienza por el dedo gordo —me volvía a ordenar, viendo cómo me metía ese dedo gigantesco a mi boca y seguía con los otros, succionándolos sin parar hasta que ella me indicara.

Recuerdo que en muchas ocasiones, jugando con sus pies en mi cara, mi tía se abría un poco de piernas y se acariciaba la entrepierna de manera algo disimulada, y una vez hasta incluso se metió la mano por debajo de la ropa interior. En mi inocencia de aquel entonces, ese era un acto casi sin significado, pero no dejaba de mirarlo con curiosidad. Una vez que terminaba la tortura, mi tía me ordenaba volver a mi habitación callado y no decirle nada a Clotilde. Al cabo de unas horas, simplemente volvía a ponerse sus zapatos y partía con Carlos a su casa.

Ese era, pues, el juego al que jugábamos cuando ella no hallaba mi escondite. Sin embargo, esto no era siempre así. En muchas ocasiones, mi tía me encontraba en los rincones más insólitos de la casa, y el juego variaba notoriamente su curso. Recordando un solo ejemplo, una vez, hallándome desprevenido detrás de mi cama, me agarró y me apretó fuerte contra sus pechos, haciendo que mi cara quedase atrapado entre ellos, y luego me dio un beso parecido al que me da cuando me saluda, pero mucho más largo, lleno de saliva y directamente en la boca, llegando incluso a meterme la lengua. Eran situaciones entonces muy incómodas, pero a las que me fui acostumbrando con el paso del tiempo.

Un día, luego de varios años, invité a almorzar a Catalina. Ella era una hermosa chica de cabello castaño claro, tez blanca y ojos grises, de quien había estado perdidamente enamorado durante toda la primaria y parte de la secundaria. La conocía literalmente de pies a cabeza, porque éramos amigos íntimos y ya la había visto en muchas situaciones, pero siempre como amiga, y nada más. Tenía una estatura promedio, aproximadamente de un metro sesenta, una cara preciosa y un cuerpo bien formado, de curvas gráciles. Sus pies eran dos pequeñas joyas, totalmente distintos a los de mi tía. No eran voluptuosos, sino hermosos. De cualquier manera, esa chica era lo único que yo deseaba a esa edad, y tanto que hasta olvidé los juegos con mi tía. Intenté borrar todos esos recuerdos de adolescencia que tanto me afectaban y mirar a mi tía Jessica con otros ojos, pero era una tarea muy dura todavía. Pese a que era un poco más alto que ella, mi delgadez y timidez me hacían sentirme el mismo chico al cual ella siempre dominó, y eso se notó de manera muy clara cuando nos abrió la puerta a mí y a Catalina aquel día.

El saludo no varió en nada con respecto al de siempre, aunque al menos con mi amiga se portó relativamente bien mientras estuvo en la casa. No pudo dejar de lado sus comentarios groseros e incómodos, pero ya le había hablado a Catalina sobre eso, y ella lo sabía muy bien. Sumando y restando, para mi desazón, la visita de mi tía fue una sorpresa desagradable para ambos, y alteró completamente mis planes. No pude invitar a mi amiga al cine, donde planeaba confesarle mis sentimientos, porque ella tuvo que irse antes, inventando una excusa a último momento. Lo más probable es que se haya sentido incómoda por la presencia de mi tía Jessica, de lo cual no la culpo en lo más mínimo. Tampoco descarto la posibilidad de que sencillamente no quisiera ir al cine conmigo.

Apenas se marchó Catalina, el ambiente cambió completamente. La casa volvía a ser la casa de mi adolescencia, mi tía recobraba su extraño y aplastante carácter, el delicioso olor a la langosta que preparó Clotilde se disipó en cuestión de minutos, y tanto ella como mi tío se hallaron rápidamente en los distintos recovecos de la casa buscando algo nuevo que limpiar, ordenar o reordenar. El humo del cigarro invadía ahora el salón y mi tía, como siempre, ofrecía su espectáculo usual. Pero esto yo no lo estaba viendo, sino que lo estaba intuyendo, y era lo que efectivamente estaba sucediendo. Era evidente. Pero en esta ocasión quería ser fuerte, quería mostrarle de una vez por todas a mi tía que ya no era el mismo de antes, que podía prescindir completamente de ella e imponer las reglas de una casa que nunca tuvo dueño.

Dispuesto a comenzar mi estudio, me coloqué unos audífonos y reproduje en mi portátil el último compacto de Bach que le había robado a Clotilde, quien probablemente ya había notado su ausencia en algún rincón de la casa. Había conseguido el mérito de concentrarme y, teniendo a unos pocos metros a mi tía, olvidarla de una vez. Pasaron algunas horas y, para cuando ya creí que mis tíos se habían marchado, salí de mi habitación para dirigirme al baño. Abrí la puerta de forma despreocupada, porque era mi baño y nadie nunca antes lo había usado aparte de mí, y hallé a mi tía sentada sobre el inodoro, con el pantalón a la altura de las rodillas y la mano debajo de las bragas, moviéndose frenéticamente. No emití una sola palabra y en unos segundos ya estaba de nuevo en mi habitación, con la puerta cerrada, temblando y sudando. No sabía en qué pensar, y tampoco tuve mucho tiempo de generar una reflexión, porque a unos pocos instantes ella ya había irrumpido en la habitación y cerrado la puerta tras de sí.

Su presencia era más grande que nunca, y de un momento a otro, pasé a sentirme más impotente que en mis más tiernos años de infancia. De manera sumamente antinatural y torpe, me senté en mi escritorio como antes y pretendí seguir en lo que estaba. Ella avanzó sin decir una sola palabra y se sentó en la cama, detrás de mí. Al cabo de unos segundos, sentí su mano izquierda agarrando mi hombro, y su mano derecha, con la cual la vi masturbándose hacía un rato, en mi cara. Apoyó su dedo pulgar en mi frente y sus dedos anular y meñique en mi barbilla, y acercó el índice y el medio a mi boca. No tardé en sentir el fuerte olor con el que estaba impregnada esa mano, a la cual no ofrecí resistencia alguna. Los dedos entraron bruscamente, y obligaron a mi lengua a lamer esa salada esencia, aún más salada que la de sus pies.

—Ves que no te convenía esconderte de tu tía. Todavía eres un pendejo de mierda —me decía despacio al oído, mientras me apretaba el hombro con algo de rabia y revolvía sus dedos en mi boca. De vez en cuando, devolvía la misma mano a su entrepierna y me la ofrecía nuevamente.

El juego continuó por unos minutos, hasta que ella se levantó y me obligó a sentarme en la cama. Se sentó sobre mí, asegurándose que su entrepierna hiciese contacto con mi muslo derecho, y simultáneamente comenzó a quitarme la camisa y acariciarme el pecho. Con esto solo buscaba excitarme.

—Ahora te tengo atrapado… pero te apuesto lo que quieras a que seguirás obedeciéndome como sea —me dijo, mientras se levantaba y se acostaba en mi cama.

—Veamos… —pensó, y luego levantó ambos brazos hacia atrás. Yo callé y esperé, como siempre, aunque no pude evitar la expresión de asco cuando me mostró sus axilas, que pese a estar muy rasuradas e incluso algo brillantes, despedían un olor horrible.

—El desodorante es una cosa de ricos, como tú. Acerca tu cara acá, rápido —me dijo con algo de desprecio.

Yo solo cumplí y esperé a que sucediera lo evidente. Con la mano derecha, empujó mi cabeza hacia su axila izquierda y me forzó a aspirarla profundamente. Cuando me soltó ni me moví, e inmediatamente me ordenó que de esta vez la besara, tal como, nuevamente, besaría a Catalina en la boca.

— ¿Sabes en quién pensaba cuando me metía el dedo en el baño? … En el vecino guapo que tengo, ¿no te he contado?... el maldito cabrón me folla siempre, cuando el imbécil de tu tío sale a trabajar. Está tan bueno… y tiene un pollón —me decía excitadísima mi tía, volviendo a masturbarse desesperadamente. Yo besaba y lamía sus axilas y eso la mojaba visiblemente.

—Ya, está bien, quítame los zapatos ahora y límpiame bien los pies.

Yo solo obedecí, repitiendo lo que había hecho durante toda mi adolescencia: oler, besar, lamer y chupar sus pies, mientras ella se seguía masturbando y contándome las cochinadas que hacía con el amante. Cuando ya llevaba varios minutos en eso, se levantó.

—Estás tan flaco… si te aplasto te quiebro. Acuéstate sobre la cama —me ordenó, mientras yo cumplía temeroso con su voluntad. Se acostó de frente sobre mí inmediatamente, intentando acomodar sus dos pechos, gigantescos como melones, alrededor de mi cara.

— ¿Te gustan mis tetas? Tu novia las tiene diminutas… ¿No te ha atraído nunca una mujer de verdad? —me preguntó, intentando provocarme. Yo no podía responder a nada, en parte por mi excitación. Mi pene estaba a mil y ella lo sentía, sentía cómo palpitaba contra su entrepierna.

—Quítame la ropa, comienza por la camisa —me ordenó. Se me hizo un poco difícil hacerlo en esa posición, pero se la quité rápidamente, dejando que me invadieran aún más esas enormes tetas, solo cubiertas ahora por un delgado sostén.

Mi tía las agarró y comenzó a asfixiarme con ellas, apretándolas contra mi rostro durante varios minutos. No pasó mucho tiempo para que me hiciera besarlas y adorarlas, hasta que acabé quitándole el sostén.

—Chúpamelas todas, muérdeme los pezones —me dijo, y a medida que acataba sus mandatos, ella sentía cada vez más placer.

Pese a que me sentía como un estúpido, ya no podía negarme a mis instintos más básicos. Me quería coger a mi tía antes de que la llamaran, así que intenté acelerar el paso. Arriesgándome un poco, conduje mi mano derecha hacia su entrepierna y comencé a acariciarla con firmeza durante algunos minutos. Sin duda a mi tía este movimiento le sorprendió mucho, lo noté en su cara en el mismo momento en que lo hice. Pero cuando intenté meterle la mano por debajo de las bragas todo cambió.

— ¿Quién pone las reglas aquí, ah? —me preguntó visiblemente molesta, aunque sin poder ocultar su ya muy notoria excitación.

Me quitó entonces el pantalón y la ropa interior rápidamente, y me obligó a hacerle lo mismo, quedando ambos totalmente desnudos en cuestión de segundos. Al verme la polla quedó más que satisfecha, porque seguramente pensaba que era más pequeña.

—Se parece un poco a la de José (su amante). Para un pendejo como tú… —terminó su frase con usual displicencia.

El castigo, sin embargo, no fue muy agradable. Colocó mi cabeza en un borde de la cama y, en contra de mis expectativas, se sentó sobre ella, acomodando los labios de su vagina alrededor de los de mi boca. La enorme masa de su culo apenas me dejaba respirar, así que me limité a meterle la lengua lo más profundo posible mientras ella gemía de placer y se acariciaba el clítoris.

Mi tía sabía que yo era virgen, y que estaba a punto de estallar, así que siguió torturándome por un buen rato sin siquiera tocarme la verga, hasta que finalmente se acostó conmigo y me dejó hacer, como una especie de premio al sufrimiento de toda mi adolescencia. El contacto de mi cuerpo desnudo con el de ella es algo inefable, que nunca sabré describir con precisión. Abrazar y revolcarme con ese cuerpo rebosante en atributos era una delicia; poder apretar, besar y chupar esas tetas a mi antojo mientras masturbaba a mi tía, besar su boca como si fuese mi amante, acariciar ese cabello penosamente teñido, meterle los dedos en el culo, morderle los pezones… estaba por acabar sin siquiera tocarme. Habíamos perdido en unos minutos la poca racionalidad que nos quedaba. Perdí la cuenta de las veces que le dije que la amaba, que le besé la boca y el cuello, que le practiqué el sexo oral, que le lamí los pies. Había olvidado completamente a Catalina, había perdido la noción del tiempo y solo quería seguir en ese estado permanentemente. Rápidamente mi tía se puso en cuatro, indicándome que debía terminar con eso de una vez.

—Fóllame bien sobrinito, demuéstrame lo que vales —me dijo desesperada, mientras yo preparaba mi verga. Me puse de rodillas detrás de ella y, sin pensar en nada más, le metí el miembro, ya con la consistencia de una roca, de una vez y con violencia. Entró con facilidad, y me permitió perder la virginidad sin el más mínimo dolor. El placer que sentí en ese momento tanto que, de hecho, me corrí dentro de ella a borbotones de esperma hirviendo, en un chorro que hasta a ella le sorprendió. Recuerdo claramente cómo la cama quedó hecha un desastre, y cómo se apresuró mi tía a vestirse y salir de la habitación como si nada hubiese sucedido, y cómo, luego de que ella se fuera, me masturbé durante un mes completo pensando en aquella noche, hasta que se volviera a repetir ese anhelado momento.

Actualmente estoy por cumplir los veintidós y ya llevo seis meses de novio con Catalina. Lo que siempre me pareció imposible lo logré ahora superando mis miedos, en parte a la confianza que me dio mi tía Jessica. El precio que pago, sin embargo, es el de estar atado a los caprichos de ella posiblemente durante varios años más, teniendo el privilegio de ser su amante, pero viviendo siempre acosado por las constantes amenazas de enviarle a mi novia las innumerables fotos y videos eróticos que, con el paso de los meses, ha capturado en mi habitación y en los distintos hoteles de esa pequeña ciudad de veranos insoportables.