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Vuelo nocturno

en Sexo Oral

-Buenas tardes señor, ¿en qué puedo ayudarle?

La dependienta se dirigió a aquel hombre, que pululaba por la tienda desde hacía diez minutos aproximadamente, tanteando prendas en las perchas y mirando los estantes.

-Sí… Quisiera ver la ropa interior… Qué sea sexy, ¿eh?

El último comentario lo adornó con una sonrisa a la par afable y un poco pícara. Ella lo consideró un poco atrevido pero ya tenía experiencia con los clientes occidentales, siempre mostraban un trato más heterodoxo comparado a su sobria y sumisa educación oriental. A pesar de su perfecto inglés, guardaba un poco de acento, de un lugar que ella no pudo precisar pero seguro que dentro del continente europeo. De mediana edad, complexión normal, vestía traje gris combinado con una aburrida corbata. Para entrar en aquella tienda exclusiva, la cuenta corriente de los clientes debía de albergar muchos ceros diestros, a pesar de estar en la zona duty-free del aeropuerto de Singapur. La mayoría de personas que paraban por allí eran turistas despistados y ejecutivos ultimando sus postreras compras antes de partir, y este señor concordaba con el segundo grupo.

-Aquí tiene señor. Nuestra variedad incluye bóxers, slips, calzoncillo largo, suspensorio… No, no, señor, esa es la ropa interior femenina…

Se sintió un poco aturdida aunque su profesionalidad no permitió que su expresión facial descubriese su verdadero estado. El hombre se había instalado al lado de las braguitas, fácilmente identificables, había cogido una e hizo un extraño ademan. ¿Se las había llevado a la nariz y había inspirado con fuerza?, ¿o tan solo estaba examinando la mercancía, a pesar del equívoco? Su reacción tampoco la apaciguó: en su rostro se dibujó por un instante la expresión de un chiquillo al que le pillan en una travesura. Hizo un ovillo y las lanzó de donde las había cogido.

-Sí, sí, de esos, de esos…-e hizo una vaga señal en dirección al montón ordenado de calzoncillos.

Conocedora de las costumbres de algunos clientes, vacilantes y dubitativos ante la decisión de que prenda comprar, cogió al azar uno de ellos, un slip, y se lo mostró esperando ahora la confirmación definitiva.

-¿Qué talla usa, señor?

-Pueeees… no sé. ¿Tú qué crees?-y se agarró la entrepierna con sus dedos en forma de pinza. Al apretar el pantalón, surgió un obsceno bulto tras la tela.

Mantuvo la sonrisa a duras penas porque aquel hombre comenzaba a ponerla nerviosa. Aquellas indiscreciones la violentaban sobremanera, pero se obligó a mantener el tipo. Las réplicas de aquel individuo no le agradaban nada y trató de reconducir el tema. Se disponía a explicarle la variación de tamaño de las tallas, según el país, cuando el hombre la agarró de la muñeca y atrajo su mano hacía sus gónadas.

-Vamos nena, compruébalo tú misma.

Consiguió retirar su mano, zafándose de la garra de aquel extraño a apenas unos centímetros de sus partes. La temperatura de la piel que cubría su rostro se elevó unos grados y, esta vez, no pudo reprimir una mueca de disgusto. Desconcertada y sin saber qué decir, fue él quien rellenó el silencio:

-Venga nena… Qué te parece si nos vamos tu y yo a los probadores…

Le costó descifrar la proposición que le acababa de hacer pero al esclarecerla, sintió la más absoluta repulsa.

-Sera un polvo rápido… Mi vuelo sale a las ocho, tenemos tiempo-dijo atendiendo a su reloj de pulsera.

-Señor, le ruego que se marche o me veré obligada a llamar a seguridad.

-Vamos nena, no seas así… Nadie se enterará… Lo pasaremos bien.

Se dio media vuelta y, detrás del mostrador, cogió el telefonillo. Cuando respondieron a su llamada, alzó la vista; el hombre había desaparecido.

La cosa no había salido bien. Gabriel Vázquez había vivido aquella situación un montón de veces pero ya estaba acostumbrado. Ante la sorpresa y el posterior rechazo, virulento o apaciguado, su reacción era impertérrita. En pocas ocasiones el resultado de sus avances había concluido con su objetivo, pero tenía que intentarlo. Debía hacerlo. Llevaba casi una semana sin mantener relaciones sexuales y eso era mucho tiempo para él. Ya empezaba a notar la desazón, las palpitaciones, picores, irritabilidad. Los síntomas de abstinencia… del sexo.

Antes de irrumpir en la tienda de ropa, estuvo tanteando la entrada a los servicios femeninos, pero era tan fluido el transito que se abstuvo a emprender otra acción. Por los pasillos de la terminal, entabló un dialogo gestual con una joven, que al principio se mostró confusa, encogiéndose de hombros, hasta que Gabriel  cerró el puño de su mano derecha delante de su boca, adelantándolo y retrasándolo sin tocarla, y chocando su lengua contra su carrillo, al compas del movimiento de la mano. Parecía que iba a tener suerte, pues la chica adoptó una sonrisa maliciosa y desapareció unos momentos… para después aparecer junto a un hombre de su misma edad. Gabriel volvió a ampararse en la muchedumbre anónima. Se tuvo que conformar con la visión reflejada en las baldosas del piso de la ropa interior de las féminas que vestían falda. Era un ínfimo premio de consolación que no reducía sus dolencias. Al contrario, la aumentaba.

Sentía la presión sobre sus espaldas, la desazón en su organismo, la crispación en su sistema nervioso. Desde que aterrizó en Singapur, todo había salido mal. El jet-lag hizo estragos y permaneció catorce horas seguidas en los brazos de Morfeo. Cuando despertó, había transcurrido dos días, pero el cerebro de Gabriel solo asimiló uno, por lo que se ausentó a la primera reunión de la junta de inversores. La empresa se puso en contacto con él, amonestándole por su ausencia y apremiándole a no perderse ninguna de las cinco previstas. Sólo llegó a presentarse a dos. Nada se solucionó en ellas, ni se decidió ninguna gestión significativa. Recordaba el transcurrir de ellas enredado en un duermevela , con frases inconexas y perspectivas  baldías. Debido a lo infructuoso de las asambleas, volvió a recibir una llamada de la empresa, que le advertía que las siguientes reuniones se habían cancelado y ya podía regresar a casa. Debido a lo precipitado de la conclusión de los hechos, el vuelo reservado para su regreso era en clase turista, ¡vaya faena!

No había derecho. Ni siquiera dispuso del tiempo suficiente para escaparse al barrio rojo de Bangkok y haber gastado las horas con algunas muchachitas… porque del gasto económico se hubiese ocupado la empresa. Cuando los inversores asiáticos visitaron Madrid, el comité de bienvenida, del que él formó parte, les acompañó al Museo del Prado a admirar obras de arte, al Txistu a delectarse con los mejores platos y entrada la noche al New Girls, cerrado a cal y canto solo para ellos, bebiéndose de un mismo trago el mejor licor de doce años y las niñas más guapas de apenas veinte. En cambio, su visita a Singapur fue aséptica, casta, aburrida y somnolienta.

En la sala de embarque, hizo un barrido visual, en busca de alguna candidata dispuesta a tener sexo con él allí mismo. Los servicios del aeropuerto servirían. Sólo quería echar un clavo y ya está. Una mera transacción de fluidos rápida y concisa, para librarse de aquel malestar. Tampoco pedía mucho, incluso podrían disfrutar los dos. Al fin y al cabo, era un acto altruista, seguramente en aquella sala había un alma caritativa dispuesta a ayudarle. Pero las mujeres que coincidían con su mirada, apenas la aguantaban unos segundos. Solo una anciana acogió su ojeada, correspondiéndola con una sonrisa de dientes postizos y guiño de pata de gallo enmarcado en una pálida tez de uva pasa. ¡Qué asco! No ocultó su desagrado, maldiciendo por lo bajo. La voz de megafonía interrumpió sus tribulaciones: ya era la hora de embarcar.

Fue uno de los primeros en entrar en el avión, y dirigirse amohinado a su asiento de la clase turista. Se sentía encogido y encajonado, replegando las rodillas ante el respaldo del asiento que tenía delante. Al mirar la butaca contigua vacía, se preguntó si aun no sería demasiado tarde. Tal vez podría echar un calmante durante el viaje. Gabriel era muy pequeño cuando su padre viajó a Perpiñán a ver aquel clásico erótico “Emmanuelle” en versión original. No sabía que, en su imaginación, pergeñaba llevar a cabo una de las más famosas escenas de la película: ayuntar en el estrecho escusado del boeing. No le complacía demasiado volar, y menos tantas horas, y encima enjaulado en la clase turista. Tenía en el bolsillo una caja de somníferos, que siempre redundaba en el jet-lag al arribar a su destino pero que aliviarían el trayecto. Se dio tiempo de tregua, hasta que comprobara quién ocuparía el asiento adyacente.

¿Sería una jovencita curiosa, dispuesta a experimentar y mantener aventuras sexuales en lugares insospechados para iniciar su historial de fantasías cumplidas? ¿O una mujer madura y valiente, que no le sorprendería aceptar una propuesta por muy indecente e intempestiva que fuera? Pues no. La persona que se sentó a su lado, saludándole con idéntica sonrisa, dedicándole la misma envejecida expresión, añadiendo el gesto de repasarse los labios con la punta de la lengua, era la picante octogenaria, que se adivinaba voluntariosa a cualquier demanda. Gabriel resopló malhumorado y reculó un poquito más hacia el lado contrario. Se mostró generoso en la dosis de pastillas: para asegurarse se echó a la boca cinco que masticó ruidosamente. A la espera de los efectos de las píldoras, empezó a ojear una de las revistas que reposaban en el respaldo, para evitar cualquier contacto visual con su detestable compañera de viaje. El letargo empezó a invadirlo, abandonando gradualmente la consciencia, descartó la lectura. Sus miembros se relajaron y adoptó una postura más cómoda. Había un señor alto, rubio, de piel blanquecina, en el pasillo, justo en línea con sus asientos. Su voz sonaba lejana, sostenía un legajo en una mano y con la otra hacía gestos señalando a algún punto por encima de la cabeza de Gabriel. Hizo un esfuerzo por sobreponerse: se dirigía a él. Las palabras sonaban envueltas en un confuso eco, no lograba distinguirlas, solo comenzaba a notar un deje de impaciencia que iba aumentando. Ejerciendo  como pudo una resistencia opuesta a la fuerza de la gravedad que tiraba imperiosamente de sus párpados, se levantó aun sin comprender qué es lo que quería aquel señor. Lo que sostenía era el pasaje y lo que señalaba era el número de asiento: 45J. El nórdico cogió la revista que Gabriel había desechado. En su interior reposaba su pasaje, a modo de punto de lectura. Se había equivocado de sitio, su lugar era el 45K, justo una fila detrás.

Bamboleándose, con paso errático y titubeante, se dejó caer pesadamente en el 45K. Con los ojos entrecerrados, notaba como un sueño pesado como el plomo le hundía en una confortable oscuridad. Oía como más pasajeros iban ocupando el avión. Los motores se encendieron, emitiendo un rugido amortiguado. Una voz señaló las salidas de emergencia y dio las instrucciones para ponerse el chaleco en varios idiomas. Abróchense los cinturones.

-Señor, señor-una azafata apretaba levemente su antebrazo-, tiene que abrocharse el cinturón.

A su lado había alguien sentado. Una mujer. Rubia. Llevaba una de esas gafas de sol que cubren casi toda la cara. Pómulos marcados, labios carnosos coloreados de carmín rojo fuego. Iba de sport. Camiseta blanca inmaculada y leggins oscuros. A través del escote se adivinaba un busto generoso. Dos montañas redondeadas desafiaban la gravedad desde la cordillera de su pecho. Un par de buenas tetas. Seguro que las tenía operadas. Piernas largas y estilizadas que lucirían en una pasarela pero poco prácticas para la claustrofóbica clase turista.

La nena tenía un buen tipo, sí señor.

Me tiene cogido por el hombro, mientras yo la amarro por la cadera. Caminamos al mismo paso, nuestros cuerpos a veces chocan en un leve golpe, establecemos contacto intermitente con los costados apenas separados; puedo sentir el calor que emana su ser, el perfume barato que brota de su interior, tal vez obsequio de un turista,  con el que ha bañado la piel de su cuello. Cada vez que le doy un mordisco en la oreja, inunda mis fosas nasales de una forma descarada, recordándome que tal vez esa esencia fue moneda de cambio para favores sexuales, los cuales estoy a punto de gozar. Caminamos por el bulevar, con un bullicio interminable del ir y venir de la gente, a pesar de que la luna reina en el oscuro cielo. Hay chicas que reclaman a todo hombre con aspecto foráneo. Porteros de los locales te prometen placer sin límites si cruzas su zaguán de luces rojas. Todo son neones con letras inteligibles para occidentales. Mi mano traviesa, desciende hasta su delicado y esponjoso culito, tan redondo y tentador. Lleva un pantaloncito tejano corto, que apenas le cubre los cachetes. Mis dedos se recrean sobre la piel desnuda que no logra cubrir la basta tela, hasta que se cierran sobre ella apretando toda la carne que abarca la mano. Ella apoya una mano en mi pecho y con la otra me da un azote en el culo. Después me hace un guiño. Estos gestos me están poniendo a tono. Ya siento como brota la erección, enhiesta toda ella. Se va a notar mucho, pero me da igual. Todas estas personas que caminan por aquí han llegado con el mismo propósito que yo: aliviarse echando un clavo con alguna meretriz tailandesa experta en lides amatorias, de esas que te untan el cuerpo de aceite para deslizarse sobre él  desnudas.

Acerca su cara a mi oído y me susurra en tono confidencial:

“Señoras y señores, en breves momentos aterrizaremos en el Aeropuerto Internacional de Múnich- Franz Josef Strauss. Esta es la única escala, los pasajeros con destino a Madrid pueden permanecer en sus asientos”

Yo le hago ojitos porque siempre me gusta que las chicas guapas me digan cosas bonitas. Esto hace solidificar aun más mi erección. Tengo el arma a punto, como un sable puesto en guardia como distintivo de un alto mando de un oficial del ejército.

Nos detenemos frente a un edificio y ella le habla en su idioma al gerente que nos proporcionará una habitación por horas. Como me gusta vivir la vigilia del sexo, los momentos precedentes al encuentro íntimo, cuando sabes que ya es cuestión de un breve lapso de tiempo, instantes en los que te puedes deleitar y regocijar. Subiendo las escaleras, vuelvo a fijarme en ese capricho de las formas que es su culo. Como se mueve, como se bambolea. Como bota y rebota en cada peldaño. Vuelvo a echar mano de él, pero esta vez mi dedo índice inicia un rumbo descendente para después subir, rodeando con la yema la entrada a una gruta caliente y húmeda. Al introducir la puntita descubro lo lubricada que está. ¡Qué bien me lo voy a pasar!

Cuatro paredes desconchadas, un camastro y buena compañía, ingredientes suficientes para disfrutar del desenfreno concupiscente y beberse lo que queda de madrugada. Me dirijo al fondo, donde hay un cubículo y en su interior un sucio retrete. Tengo que mear o si no, me lo hare encima.

Abrió los ojos y un pegajoso sopor acompañado de una sensación de desconcierto le venció por un momento. Se incorporó como pudo y no caminó hasta que se cercioró de que tenía el completo dominio sobre sí. Aun así, no pudo evitar un leve zigzag en el rumbo de sus pasos, camino del lavabo. Una vez vaciada su vejiga, de vuelta a su asiento, comprobó que había muchos sitios libres, pasajeros que habían abandonado el avión en Alemania. El resto que permanecía allí, dormitando silenciosamente arropados por mantas que les cubrían hasta el cuello al son calmo de la nana de los reactores. La próxima parada ya era su destino. Calculaba que debían de ser las cinco de la madrugada y que llegaría a Madrid sobre las seis o las siete. Seguro que, a pesar de esas horas, encontraría un lugar donde poder desfogarse y recibir su dosis de sexo largamente reivindicada. Se sentó, cubrió su regazo con la manta y miró a través de la ventanilla. El exterior era toda una sólida oscuridad, solo alterada por titilantes puntos brillantes si uno examinaba el fondo de aquel paisaje opaco y vacio. De vez en cuando asomaban nubes que se desvanecían después.

No se distinguía el horizonte, pero daba igual.

Abro la ventanilla para que entre una brisa y refresque la estancia. Precediendo al viento fresco  entra el rumor alborotado del gentío. Justo en frente hay un peep-show con un neón que representa una silueta femenina que arquea las piernas. Estoy sentado en el camastro esperando; ahora es el turno de ella para ocupar el aseo. Me relamo, me froto las manos. Aguardo el momento hasta que aparece con un picardías rosado, traslucido en su vientre, rematado con unas braguitas y medias a juego. La mortecina luz del retrete aviva sus formas, su larga melena es un manto misterioso, sus ojos dos perlas que me miran fijamente, brillantes de deseo.  Se acerca hacia mí, aun con los pies en el suelo, tumba mi espalda contra el colchón. Puedo ver reflejos y sombras que otorgan las luces callejeras en el techo. Noto que su aliento en mi bragueta, encendido, sediento, traspasa las telas hasta acariciar con su cálido hervor la piel que hay debajo. Mi corazón se acelera, retumbando en mi polla a cada latido. La libido se apodera de mi cuerpo con premura e impaciencia, deseando que los acontecimientos se sucedan deprisa pero a la vez paciente, seguro de obtener la inmediata y ansiada recompensa. Su boca encaja en mi enorme erección y unos dientes retozones la aprietan suavemente, se clavan en mis cuerpos cavernosos a rebosar de sangre, encajando en la mordida el pantalón y el calzoncillo. Ardo en deseos de desprenderme de todas mis ropas y acoplar todos los poros de mi piel en los suyos. Sus manos masajean mis partes como un bloque de arcilla, perfilando su contorno, apretando su solidez, acariciando el bulto, amasándola, agarrándola con fuerza. Quiero mirar la cara que pone mientras juega conmigo, pero no puedo.

Se podía apreciar que allí debajo retozaba un cuerpo, pero la manta lo ocultaba casi por completo. Nadie parecía darse cuenta. Aparentemente la mayoría de los pasajeros estaba durmiendo, inmóviles en sus asientos; ninguna cabeza se giraba o movía. La noche seguía cerrada pero en el interior del avión el resplandor de lucecitas indirectas proporcionaba un aura íntima y clandestina, una quietud que incitaba a actos prohibidos. Todas aquellas personas que compartían habitáculo con Gabriel, los de las filas de delante, anteriores y a su nivel, pernoctaban ajenos a la incipiente felación oculta. Los dedos liberaron el cerrojo del botón. El pene dio un salto, amortiguado aun por el calzoncillo. Impaciente encerrado en esa celda de tela, dispuesto a un bis a bis con su amante. De nuevo mordisqueó su glande y esta vez la sensación fue más intensa, al verse liberada de una de las envolturas que la asfixiaban. Pero aun no era suficiente, él quería más. Una mano comenzó a bucear en la tela y cerrando todos sus dedos alrededor, asió el falo apretando un poco, cosa que estremeció a Gabriel. Empezó a acariciarla, sometiendo su dureza a toqueteos y pequeñas caricias. Comenzó a masturbarle, agitando su miembro con movimientos suaves, que aumentaban y disminuían en velocidad, embargándole, que, entregado, abrió más sus piernas, ofreciendo su picuda hombría. La lengua comenzó a serpentear por la unión de los muslos con el pubis para después escarbar por el perineo, dando húmedos latigazos de placer. La boca succionó un testículo, apropiándose de él, atrapándolo en el paladar; A continuación, fue a por el otro.

Gabriel tiritaba de gusto, las sensaciones le colapsaban, le mantenían inquieto entre espasmos de satisfacción y lujuria.

La lengua ascendió desde la base del pene, recorriéndolo entero en un adherente lametón hasta la cima del prepucio. Descubriendo el glande, empezó a picotearlo tímidamente con la punta, rodearlo con suaves lengüetadas, hasta cubrirlo todo causando fricción con su áspera superficie sobre la sensible piel llena de terminaciones nerviosas que empezaron a bombardear ráfagas chispeantes de estímulos al cerebro. Los labios, que Gabriel recordaba carnosos y escarlata, se cerraron en una llave en su pétreo miembro, estrangulándolo. Se encontró cobijado en el interior de su boca húmeda y cálida, íntima y reconfortante. Comenzó a notar cómo se introducía lentamente, centímetro a centímetro, hasta atrapar casi medio escroto. Gabriel calculo que había traspasado la campanilla y topado con la faringe en su travesía bucal. Ella volvió a retroceder para retomar el mismo movimiento y engullirlo de una forma ávida y cíclica. Él se encogió ante la enorme pasión y lascivia que lo embriagaba.

¡Otra mamada! Arriba y abajo, recorriendo toda la dureza del pene, lo recubrió con una película de saliva que lo lubricó, dando más juego al movimiento sincopado.

Gabriel  notaba tenso todo su abdomen y las piernas, el gozo le impedía relajar sus músculos, sorprendidos, bloqueados.

¡Otra mamada! Acompañó el vaivén con la mano. A veces, el miembro impactaba en el paladar, chocaba en los carrillos. La velocidad aumentó con gula.

Tenía los dientes apretados, su rostro se trasformó en una mueca, sus ojos se abrían y cerraban. Lanzaba irreprimibles suspiros al aire.

¡Otra mamada! La nariz se enredaba intermitentemente con el vello púbico. Los dientes rozaban el frenillo, causando un respingo en todo el cuerpo.

Apareció caminando por el pasillo un pasajero. Su paso pareció interminable, a cámara lenta. Gabriel fingió dormir, aunque sus espasmos lo delataban. Cuando volvió a abrir los ojos, había desaparecido. Si se había percatado, hizo caso omiso.

¡Otra mamada! Cada vez que la boca comía su miembro, era un paso más hacia el orgasmo. No había vuelta atrás. Estaba entrando en un punto sin retorno, se precipitaba irremediablemente al vacio donde, al fondo, estaba cada vez más cerca la eyaculación.

No podía sofocar los gemidos, que cada vez se hacían más audibles. Miraba nervioso a su alrededor, por si alguien le miraba curioso. Dejo de escudriñar hipotéticos testigos por el temor de dar con alguno.

¡Otra mamada! El cosquilleo era irreprimible, inaguantable, irresistible. Su miembro estaba a punto de estallar en su dureza e hipersensibilidad.

Por la ventanilla empezaron a correr una sucesión de nubes. El aparato comenzó a vibrar. Atravesaban turbulencias. Algunas cabezas durmientes empezaron a moverse y cobrar vida. La incertidumbre comenzó a hacerse palpable

¡Otra mamada! Los labios aumentaron la presión alrededor. Parecía una bomba hidráulica que apremiante atraía a un próximo chorro de semen liberador y violento.

Se acercaba una azafata. Parecía examinar a los pasajeros. Gabriel retomó la treta de fingir somnolencia reprimiendo jadeos de puro vicio.

¡Otra mamada! El ritmo era demoledor. Los incisivos rozaron el glande en uno de sus viajes pero el traqueteo no se detuvo sino que aceleró incluso.

Gabriel no pudo reprimir un grito. En ese momento, la azafata estaba a su altura. Azorada por la inesperada reacción del viajero, le interrogó:

-¿Se encuentra bien, señor?

Gotas de sudor se deslizaban por las sienes de Gabriel. Tenía los ojos fuera de las órbitas y su boca en forma de v invertida. Tenía la intención de decirle que solo se trataba de una pesadilla pero de su garganta brotó un gruñido gutural que se extinguió en un seco carraspeo. Intentando mostrarse ajeno a la mujer cubierta con una manta que le estaba practicando la felación de su vida, asintió con la cabeza, esta vez en silencio.

¡Otra mamada! Iba a correrse. Lo iba a hacer, era ya una certeza absoluta. Los testículos mostraron actividad. Lo iba a hacer, quisiera o no, e iba a ser pronto.

La azafata se retiró y siguió su camino. Gabriel era incapaz de concentrarse y discernir si se había dado cuenta de que una rubia oculta le estaba proporcionando sexo oral sin decir ni mu. Por una parte estaba disfrutando como nunca y por otra quería, deseaba ardientemente que aquello concluyera en un definitivo desahogo.

¡Otra mamada! Se iba a correr. Un magma de semen inundó los conductos deferentes, remontando a la cima del pene erecto.

Las nubes se sucedían más rápido en el exterior. Las turbulencias eran cada vez más vehementes. En un momento dado el avión hizo un descenso brusco. Las mariposas en el estómago se arremolinaron con otras sensaciones y estímulos, magnificando sus efectos en una impúdica mezcolanza.

¡Otra mamada! El caudal de semen anegó las paredes del pene. El orgasmo era inaplazable, se abalanzaba como una fiera hambrienta a su presa.

El avión estaba sometido a bruscas sacudidas. Las luces se apagaban y encendían. La gente gritaba asustada momento que Gabriel aprovechó para desfogarse soltando un alarido creciente que acabó degenerando en sollozos apagados.

 ¡Otra mamada! Un geiser de semen explotó hinchando los carrillos, desembocando por fuerza por el desagüe de la tráquea como un remolino.

El avión volvió a guardar la compostura. El vuelo volvió a transcurrir tranquilo. Una locución femenina tranquilizó a la concurrencia asegurando haber dejado atrás las turbulencias y anunciando el próximo aterrizaje en Barajas. Gabriel casi se deshace en su sitio. Todas sus extremidades  y su alma se relajaron. Su respiración empezó a apaciguarse. Siempre había tenido la convicción de que una mamada bien hecha era mejor que un polvo y aquella era la confirmación. Había valido la pena esperar y sufrir aquella adicción para aliviarla de aquella fabulosa manera. Retrasó la cabeza en el respaldo y soltó un largo soplido. Apenas había distinguido a la rubia en la neblina del sueño. Recordaba que estaba muy buena. Ahora nunca olvidaría que la comía de maravilla. Sentía curiosidad por ver su cara, si había disfrutado tanto como él. Se dispuso a descorrer la manta pero algo le paró en seco. Encima de su cabeza, un pequeño cartel le informaba del número del asiento que ocupaba: 45J.