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Ganar por puntos

en Sexo Anal

50 puntos o menos: No vale la pena

100 puntos: Interesante

150 puntos: Bueno para una temporada

200 puntos: Bueno para unos meses

250 puntos: Tío bueno muy recomendable

300 puntos: Relación hasta el fin

350 puntos: Tío bueno que no hay que dejar escapar, con derecho a recuperar la relación una vez extinguida.

Mientras el profesor de matemáticas disertaba en el encerado, Marguerite apuntaba su escala en la libreta. Tenía en cuenta todos los factores para ganar las luchas intestinas que se libraban de una forma subterránea en su instituto. Marguerite era una chica de baja estatura, discreta, que usaba gafas de pasta y llevaba el pelo recogido en una coleta. Había comenzado el curso relegada al grupo de las impopulares, no atraía las miradas de los chicos, ni protagonizaba rumores picantes y escandalosos. De nada servía que sacara buenas calificaciones. Ni que vistiera prendas cortas en la clase de educación física. Isabel, con sus escotes acaparaba las miradas masculinas. Se decía que Miranda, durante las vacaciones del verano pasado, se había follado al jefe de su padre en su yate en alta mar. Un día, María se presentó en clase con una enorme mancha en la falda, a la altura de la cadera; aunque nunca se comprobó, algunas lenguas decían que era un obsequio líquido de su quinto novio, después de compartir intimidad en la caseta de madera que hay en el parque próximo al centro educativo. Durante los primeros meses de curso, eran ellas las que se turnaban el trono de la popularidad. Popularidad sustentada por rumores de escasa credibilidad, nimios detalles que exacerbaban la mojigatería del centro y bravatas que conseguían crédito instantáneo elevándolas a realidad posible y veraz. Además, de entre todas ellas, ninguna había tenido la suficiente valentía de encarar el máximo tabú. Aquel del que nadie se pronunciaba y, cuando lo hacían, en tono confidencial  y con la boca pequeña, lo tildaban de sucio, pecaminoso, sórdido y doliente. Para Marguerite estos adjetivos solo servían para solapar sus inseguridades y cobardías.

Pero todo el imperio que habían cimentado con apariencias e imposturas, se iba a hacer añicos, sus cimientos temblorosos se agrietarían para derrumbarse sin remedio ante el inesperado movimiento realizado por la inocente Marguerite. De un tiempo a esta parte, servida por una web de contactos para buscar pareja, había dado con el candidato perfecto que haría morirse de envidia a todas esas falsas divas y elevándola al estatus de la chica más deseable del instituto, la que protagonizaba las furtivas fantasías de los chicos cuando sacaban partido de una aislada soledad para tocarse. Ella sería capaz de asumir el límite que marcaba la frontera de su espalda, un terreno misterioso, inexplorado y desconocido por la mayoría. El hombre en cuestión tenía muchos puntos para conseguir sus objetivos y convertirse en el hombre de su vida, a saber:

-Era extranjero: 20 puntos.

-Estaba tatuado: 40 puntos.

-No le gustaba a su padre: 50 puntos.

-No le gustaba a su madre: 75 puntos.

-Exconvicto: 90 puntos.

-Tenía coche: 40 puntos (presumiblemente robado: 60 puntos).

-Antecedentes como proxeneta: 85 puntos.

-Durante su correspondencia, se desprendía que maltrataba a sus exparejas: 90 puntos.

Era, lo que Marguerite y todas las chicas de su edad entendían como un buen partido. Por fin podría cantar en primera persona y por derecho “Criminal” de su idolatrada Britney Spears.

Cuando él pasó a recogerla con su coche con la radio a todo volumen emitiendo sonidos melodiosos desconocidos para la multitud que se congregaba a la puerta del instituto, pudo notar las miradas celosas y el disgusto de ellas y el sentimiento de impotencia e inaccesibilidad de ellos. Desde aquel día, Marguerite había ganado enteros en el estatus del centro y, ahora, solo quedaba difundir un rumor que fuera totalmente cierto para remachar su nueva y superior reputación. Un rumor capaz de romper moldes y ruborizar a los oídos más viperinos.

Era la segunda vez que se veían. Le estaban concediendo permisos por buena conducta. Ella sabía que, después de tomar su batido de chocolate en aquella heladería, ellos dos se irían a un lugar recogido y él la poseería. Gracias a que Marguerite, en un descuido, había cogido el fajo de billetes que su padre guardaba en la cartera, pudieron pagar una habitación en una pensión de los bajos fondos. Su hombre se desenvolvía en aquel ambiente como pez en el agua, no como esos pipiolos que dedicaban poesías a chicas que no le hacían ni caso, o trataban de ser comprensivos escuchando dramáticas tribulaciones femeninas, incapaces de protagonizarlas nunca. Cuando se vieron solos en la habitación, se sentaron en la cama, como si nada, se diría dispuestos a reanudar la cháchara anterior, que cuanto tiempo, que como iban los estudios, qué tal durante el tiempo que permanecieron separados…

Mientras hablaban, Marguerite gesticulaba y aprovechaba para tocarle: depositaba su mano en su rodilla (él vestía vaqueros cortos y camiseta de tirantes) y examinaba por enésima vez los tatuajes que permanecían visibles. Albergaba la esperanza de descubrirlos todos aquella misma tarde y que el resto de la clase diera cuenta de cada uno de ellos. Sus manos repasaron la parte interior de sus muslos y, distraídamente se toparon con su paquete: había un poderoso bulto allí, un objeto estático que palpitaba y, a veces parecía moverse levemente. Investigó con el tacto y lo notó firme y macizo debajo de la tela del pantalón. Él reaccionó insertando sus dedos en el escote de Marguerite, ocupando sus senos con la palma de las manos, apretándolos, escudriñando entre sus pezones, repasando el aura, tirando de ellos como una pinza traviesa y juguetona. Sin desocupar las manos, los amantes acercaron sus bocas y unieron sus lenguas, antes que sus labios. Él tenía el sabor macerado de una bebida alcohólica que Marguerite no supo identificar y un regusto amargo de fumador empedernido. Su gusto era fuerte y áspero, como tiene que ser en un hombre. Ella, ansiosa, se desvistió, manteniendo su ropa interior, que cogió prestada a su hermana mayor sin ella saberlo. Era aquel conjunto tan sexy y caro que le regalo el novio que se echó el año pasado, si no recordaba mal. Él lanzó su camiseta a un rincón. Marguerite comenzó a tomarle la medida a aquella cosa oculta bajo las telas del tejano con la boca. Tenía que abrirla mucho para abarcarla toda, pues parecía aumentar de tamaño. Su curiosidad y ganas no pudieron más y, aplicadamente, desprendió el botón del ojal y bajó la cremallera. La agarró. Notaba la piel flexible en la superficie, pero la carne interior muy dura. La punta estaba húmeda en espesas gotas. Se acercó a ella. Desprendía un aroma parecido al salitre. Se preguntó si su sabor sería más gustoso que el batido que había digerido ya. Empezó a chuparla. Recorría toda su solidez, haciéndole una llave con los labios, repasando sus dimensiones con la lengua, comiéndola una y otra vez. Era un festín que nunca acababa. Él tomó la iniciativa y se quito los pantalones y los calzoncillos, quedando en cueros delante de ella. El tribal coloreado con tinta oscura que adornaba a su hombre, envolvía su torso hasta llegar a la rabadilla. Aquel novedoso momento íntimo con su amante se reveló valiosísimo, ardía en deseos de que su hombre la tomara ya. Él se planto delante de ella, y, tumbada como estaba en la cama, en una posición accesible y cómoda, reanudó la felación. Agarró su miembro desde la base, ejerciendo un poco de presión y dominando la dirección que debía tomar, se la trago todo lo que pudo. Sus labios fueron reptando por sus paredes, llenas de venas a punto de estallar, hasta que su nariz rozó el vello púbico. Reprimió una arcada, dispuesta a conservar el recuerdo físico de tener su ancha y dura hombría colapsando su boca y obturando la salida de aire de su garganta. Apretó con la parte interior de sus mejillas e intentó succionar toda aquella masa de carne. Si sus compañeras de clase la vieran, rabiarían de envidia. Se la sacó de la boca y, asiéndola con los cuatro dedos de un lado, del otro por el pulgar, que aprovechaba su longitud y posición para acariciar con su yema la punta del glande, empezó a lamerla, de abajo a arriba y de arriba abajo,  haciendo ademan de tragársela de nuevo, para repetir los lametones, cada vez con más hambrienta lujuria y frenesí. Él le acariciaba su espalda, posaba sus manos en su culo para apretarlo y pellizcarlo y repasar el contorno que dibujaban sus braguitas sobre su piel. Margurite adelantó acontecimientos desprendiéndose del sostén. A cuatro patas, sobre la cama, volvió a engullirla hasta el fondo, como queriendo tragarla para que formara parte suya. Quería seguir sintiéndola dura en el interior de su boca, que chocara violentamente con su campañilla y comprobar que aún le quedaba trecho para tragar. Gracias a las lides de Marguerite (era su primera vez pero había tomado nota de todas las conversaciones de sus amigas, legítimas y recónditas), él comenzó a reaccionar. La volteó de forma brusca, y apartó el fino hilo del tanga de entre los dos cachetes del culo. Empezó a recorrer el agujero, repasando sus contornos primero con el pulgar, después con los dedos índice y anular. Ella no dejaba de chupar y él se afanó en bajarle por completo el tanga y desprenderla de él para dejarla completamente desnuda. Ahora ya, con las tetas al aire, la vagina al viento y el culo en pompa, a cuatro patas y chupándosela, admiró su piel sin cortapisas ni velos. La agarró de los costados, poniéndola boca arriba. Ahora, tendida en la cama, podía contemplar mejor su desnudez y mirarla a los ojos mientras le practicaba aquella felación. Aquella chiquita exhibía un envoltorio de inocencia y candidez pero guardaba una viciosa sin remisión. Como todas.

-Estas hecha una buena putita. Mí putita-ella enlazó los dedos en los suyos.

Siguió chupándosela, con incursiones en sus huevos, que colgaban apetecibles y ella absorvía al vuelo. Mordisqueó la parte interior de sus vellosos muslos y lengüeteó su rugoso perineo. Volvió a su pene, duro y firme, para succionar la punta y colmarla a besitos cortos y reiterativos. Él la volteó, para mordisquear sus nalgas y refrescar su piel con su lengua. Después la llevó al orificio, para introducir su punta, inquieta y húmeda. Marguerite siempre había oído historias en torno a la vagina, pero su amante aun no la había estrenado. Insistía en parte de atrás, pero por delante, todavía nada de nada. Sin demandarlo previamente, su amante parecía leerle el pensamiento, dispuesto a romper límites. La empeñó contra el cabezal, retraso su culo y lo empezó a comer. Le metía lengüetazos, sorbía el agujero e introducía pequeños centímetros en su interior. A pesar de no ser exactamente lo que esperaba, Marguerite disfrutaba y, apoyando su mano en la cabeza de él, le apretaba contra su culo para que se lo comiera todo, para que fuera más allá, más profundo. Había una frontera que había que atravesar, costara lo que costara. De la superficie de la cabeza, sus dedos se deslizaron hasta su nuca, mientras él la chupaba. Se relamía embargada  en una sensación excitante y prohibida. El beso negro cosquilleaba y prendía una llama de excitación irreversible que, poco a poco, ocupaba su cuerpo, sus sentidos y sus entrañas. Ella le apretaba contra sus nalgas, deseosa que entrara, que profanara sus carnes vírgenes, que dejara el rastro de su pene en su interior, caliente y lúbrico. Él descansó un instante para tomar aire y después se irguió en su retaguardia. Marguerite, contemplándolo de reojo, se regocijo durante el momento antes del momento. De rodillas, sobre la cama, él se adelanto. Ella notó como la punta de aquella cosa larga y dura, tanteaba su orificio, intentaba introducirse clavándose en las paredes de la entraba, hasta, poco a poco, como resbalando, fue introduciéndose en su interior. Pero entonces, repentinamente, en una sacudida, de golpe notó como el pene le ganaba recorrido, entrando violentamente casi por completo. Al principio notó un respingo, como si restallaran dentro de ella, un arañazo interior que rasgó sus vísceras, seguido de un ardiente escozor que pareció marcar el recorrido del puñal de carne de su amante. Cerró los ojos y apretó los dientes. Gotas de sudor descendieron de su frente para columpiarse en su mentón. Del aquel soterrado dolor, emergió un placer indescriptible. Su chico era rudo y la lastimaba con cariño, como debía de hacer un verdadero hombre. Se la sacó y esta vez apuntó más certeramente. Desde que entró, en un segundo, llegó hasta el fondo, abriéndose paso abruptamente, dando de si las estrechas paredes, ensanchándolas por la fuerza de la embestida, como reventándolas por dentro para abarcar su tremendo grosor que imponía sus dimensiones haciendo ceder aquellas carnes tímidas y angostas. El dolor se hizo más intenso y el placer aumentó hasta cotas antes indescriptibles para Marguerite ¡Lo que iban a rabiar sus compañeras! Con las dos manos, agarró sus propias nalgas intentando separarlas para abarcar mejor toda la totalidad de la hombría de su amante, lujuriosa, insaciable, avariciosa la quería toda dentro. Notaba como sus testículos chocaban contra su entrepierna, como su abdomen daba palmas en su rabadilla. A cada impacto, parecía ganar terreno en una profundidad nunca antes descubierta que ahora afrontaba el reto de ser violada hasta el rincón más oscuro y recóndito. Notaba como su agujero se había dilatado muchísimo y apretaba el culo para estrangular su pene, para retenerlo dentro, duro como antes en su boca, y no dejarlo escapar nunca. Él la agarró de las caderas y siguió bombeando con firmeza. Otro límite había sido rebasado. Notaba como si un tronco, rugoso y astillado, la empalara y retumbara hasta su pecho. Un tronco que la tambaleaba, dirigiéndola desde dentro. Consiguió encontrar el compás de sus embestidas y, cuando él se disponía a entrar, ella se retrasaba y la conjunción de los dos movimientos estallaba en el interior de su culo en una pesada y ardiente explosión que absorbían sus carnes. Ella aguantaba en un gesto compungido mezcla de deleite y congoja, agarrada fuertemente al cabezal de la cama, hasta el punto de blanquear sus nudillos. Como seguía torpedeando su culo, Marguerite llevo sus dedos al clítoris y lo amasó con fricción y afán, para aliviar el ardor que largamente anidaba en su vagina y simultanear sensaciones.

Cambiaron de posición. Ahora ella estaba tumbada de costado con él, como siempre abrigando su retaguardia. Ella alzó la pierna, ayudándose de la mano que tenía libre, para abrirle más el umbral del placer antes desconocido. Y él la correspondió penetrándola hasta los huevos. Aunque el dolor persistía, ahora más mitigado porque su esfínter había adquirido más juego, ya reventado y dado de sí. Su vagina chorreaba mientras no daba tregua a su clítoris, haciendo pausas para agarrar a su amante y empujarle más dentro de ella. Cada empellón parecía como un vendaval que secuestraba las hojas secas en el lecho del suelo. Empezaron en una orilla de la cama y ahora estaban casi en el borde opuesto. Tenía que recuperar el equilibrio para no caer fuera de la cama, retrasando su posición, lo que hacía la penetración más honda y potente. Él la agarró del tobillo para abrirla más, pero Marguerite, que no se conformaba aun, se zafó y se sentó encima, sintiendo como una llama la recorría por dentro, desde su culo hasta su coronilla, donde terminaciones nerviosas chisporrotearon dentro de su cráneo. Empezó a botar sobre su base, notando como él la acompañaba en su movimiento. Volvía a  sentirse empalada sin piedad, la rigidez del miembro de su hombre contagiaba todo su cuerpo, que la ensanchaba por dentro, que la colmaba de carne, lujuria y pasión. Cada vez que entraba, la duda de abarcarla totalmente se disipaba con cada choque. De la vagina manaba un líquido espeso y lechoso que resbalaba por la entrepierna para regar sus huevos que aguardaban toda la longitud de su miembro cubierto, para que saliera y así reanudar el movimiento. Aprovechando que tenía sus manos libres, estrechó sus tetas hasta hacerle casi cardenales en la piel. Ella sentía su carne apretada entre sus dedos, sus pezones picudos y duros, cubrió las manos con las suyas, notando su piel caliente y estirada.

Volvieron a cambiar de posición. Esta vez, cara a cara, abierta de piernas, con las rodillas en sus pechos, volvió a penetrarla por detrás. Marguerite en ese momento tomó conciencia de que su vagina tendría que esperar para hospedar a su apetitoso huésped para otra ocasión. Le daba igual. Estaba asumiendo el reto que ninguna otra había hecho antes. Él comenzó a zumbarla y hasta el último cabello vibraba al son de sus cargas. Cada vez se notaba más encogida contra el cabezal, sus piernas flexionadas, sus rodillas golpeando sus pómulos. Él seguía con su expresión ensimismada, sus rasgos apretados delatando tesón y vigor, esfuerzo en la labor y contundencia sin florituras ni delicadeza en el hacer. Marguerite, cada vez más incómoda en la posición, sentía calambres en los muslos y las caderas, se decidió a hacer algo para aliviarse. Rodeó el tronco de él con las piernas, agarrándolo con fuerza, ayudándose con las manos, balanceó su cuerpo y, sin permitir que su amante saliera de ella, tumbo su espalda en el colchón, poniéndose a horcajadas encima. Ante la osadía de su aparentemente cándida compañera sexual, el empezó a escarbar en su interior con su miembro en pico. Clavando sus uñas en las nalgas, obligándola a abrirse hasta el límite, continuó punzando cada vez más profundo, clavándola bien adentro. Ella botaba, describiendo un prolongado salto en el aire para caer otra vez, atrapar el miembro, hacer diana en su culo y enhebrase de nuevo en él.

Entre suspiros y resuellos, Marguerite empezó a notar mariposas en su interior, era como aquella visita al parque de atracciones, cuando la vagoneta de la montaña rusa encaraba la pendiente final y parecía precipitarse al vacío. Descargas interiores colapsaron su organismo y el orgasmo la invadió. Un chorro salió de su vagina como un torrente, llegando a salpicar el quicio de la puerta que estaba unos metros más allá, empapando en línea recta las baldosas de terrazo. Él salió de ella y la arrojó al suelo mojado. Cayendo de bruces sobre su eyaculación, Marguerite se volvió para contemplar como su hombre, que exhalaba rápidamente, meneándosela, los tatus cubiertos de perlas de sudor, se corrió encima de ella, duchándola en semen, vistiéndola en un espesa y tibia capa de seda.

Mientras se relajaban, tumbados en el lecho, él le pidió el resto de billetes para el viaje de vuelta a prisión y ella se los regalo generosamente. Que menos podía hacer por su hombre, que la había complacido como ningún otro. La verdad, es que nunca hubo nadie anteriormente. Ni falta que hacía. Cuando se lo contara a su amiga Mónica, que era una chismosa, no tardaría en propagar la historia por todas las alumnas, que, atónitas, escucharían con atención lamentándose no ser las protagonistas de aquella épica gesta colmada de inédito atrevimiento, audacia, pasión y, sobretodo, amor mucho amor.

-Follar como el mismísimo diablo en celo, aunq