miprimita.com

Crisálida (1)

en Lésbicos

            Aquel había sido, con diferencia, uno de los peores días de su vida. Él se había ido para siempre, sin posibilidad de volver atrás para reajustar los relojes e impedir que la maldita enfermedad se extendiese. Joder… ¡Había estado tan vivo hacía dos días! Y de pronto dio la impresión de que un grandioso agujero negro succionaba su vida desde el interior con tanta intensidad que su cuerpo dejó de pertenecerle, convirtiéndose en el frágil cadáver de piel ajada y huesos tiernos que ahora descansaba bajo la húmeda tierra del cementerio.

            La lucha había sido complicada, tan poco productiva como tratar de desplazar una montaña con la única fuerza de sus brazos, y aún así no había podido rendirse pese a lo mucho que le dolía ver que no solo no estaba avanzando, sino que el maldito cáncer le hacía dar un paso atrás cada día. En muchas ocasiones habían pensado en marcharse juntos, en escapar del infierno en que se había convertido sus vidas, pero ese sueño se había marchitado mucho tiempo atrás. Aún recordaba su voz, jadeante por el esfuerzo que le suponía articular palabras, alarmada por la propuesta:

-Solo tienes cuarenta años, Lucia. ¿Cómo vas a tirar todo el tiempo que te queda por la borda?

-Yo…

-No.- atrapó su mano entre las de él, plagadas de extrañas manchas que unos meses antes no habían existido.- Tú tienes que vivir por los dos, ¿me oyes?

            Y viviría, por supuesto que viviría, aunque fuese con un agujero sangrante en el pecho que en ese momento resultaba imposible de soportar.

            Había creído, ingenua, que no le quedaban más lágrimas que liberar por sus mejillas después de todo, pero cuando entró en casa y la encontró tan vacía, tan oscura, descubrió que se equivocaba. No solo él había muerto, sino todo cuanto alguna vez había tocado. Las paredes parecían ahora oscuras y distantes en lugar de acogedoras, las lámparas la amenazaban desde las alturas en lugar de arrojar luz en la oscuridad… Desesperada, se arrastró hasta la cama para tenderse sobre el edredón sin molestarse en cambiarse de ropa. Solo quería llorar hasta no poder más y así sumirse, de una vez por todas, en un sueño que la alejase de aquel horror… hasta que todo pasase.

*          *          *

 

            Terminó de ponerse los zapatos con nerviosismo, repasando su imagen en el espejo una y otra vez. Aquel día iba a regresar a las clases después de tanto tiempo. Seguramente todo seria distinto en la universidad ahora que su marido ya no estaba, del mismo modo que nada en su vida diaria le había parecido tan extraordinario o reconfortante como antes, pero era algo que necesitaba hacer. Si pasaba un solo día más enclaustrada entre esas cuatro paredes terminaría volviéndose loca. Demasiados meses había perdido ya en un dolor sin consuelo ni futuro.

            El verano había comenzado a despuntar después de un invierno que Lucía aún continuaba sintiendo por dentro. Aún así el calor comenzaba a hacerse insoportable, tanto que la obligó a desprenderse de los pesados y antiestéticos pantalones que la habían acompañado como una segunda piel durante el proceso de duelo. Una vez se vio en la tesitura de encontrar ropa fresca que ponerse, descubrió de nuevo el gusto por las faldas, por resaltar su figura, nada descuidada a pesar de los años, por verse atractiva una vez más. Lo que había comenzado como el simple hecho de ponerse ropa había terminado siendo la ruptura de una crisálida que había soportado el intenso frío para dar a luz a una elegante mariposa.

            Se sentía mejor consigo misma, la verdad, aunque no terminaba de acostumbrarse a ver la imagen que le devolvía el espejo. Vestía una falda negra un tanto ajustada, lo suficientemente corta como para que se insinuasen sus turgentes muslos sin llegar a mostrar demasiado, una ajustada camiseta de tirantes negra que realzaba la forma de sus senos y, sobre ella, una ancha camisa transparente. Los tacones hacían el resto. Se aproximó un poco más para observar mejor el aspecto de su rostro, un tanto pálido después del largo encierro. Decidió pintarse los labios de un rosa suave que inundó de color al instante sus mejillas. Ella nunca se había considerado una mujer guapa, eso desde luego, pero sabía que el cabello negro azabache rozándole la barbilla, completamente liso, le otorgaba un toque sofisticado, sensual.

            Salió de casa con un nuevo ánimo, casi sonriente. Siempre había presumido de ser fuerte, de no dejarse derrotar por los problemas. Su mayor problema había desaparecido meses atrás llevándose consigo a su esposo, de manera que ya había llegado el momento de reincorporarse a la vida, de continuar existiendo más allá de un colchón adornado con camisas que aún olían a él pero que, con el paso del tiempo, habían comenzado a tomar el perfume que ella misma desprendía. Tenía que hacerlo, debía hacerlo. Le había prometido vivir…

            La universidad no había cambiado un ápice desde la última vez que la había visto. Le resultaba un lugar extraño en el centro de la rugiente ciudad, un oasis de paz donde uno podía sentarse bajo la sombra de los altos árboles para saborear un buen libro en compañía de los trinos de los pájaros, que veían aquel lugar como un refugio al éxtasis urbano en que unos coches se pitaban a los otros y el aire resultaba prácticamente irrespirable.

            Respiró hondo antes de subir las empinadas escaleras que la conducirían a los despachos, preparándose para el alubión que la acompañaría. Todos querrían saludarla, todos desearían estrechar su mano, alagar su imagen, cualquier cosa en lugar de recordarle que, unos metros más allá de su propio habitáculo, se encontraba el del que había sido su pareja durante los últimos veinte años. Ella lo recordaba, claro que sí, pero prefería hacer oídos sordos a su propia y macabra mente.

-Oh, Lucia, que bien te veo. Estás muy guapa.

-¡Eh, me alegro de verte!

-Tenemos que tomarnos un café un día de estos, ¿vale?

            A algunos realmente se alegraba de verlos, especialmente a los que habían estado ahí en sus peores momentos para apoyarla, pero a otros simplemente les habría ignorado. La educación le impedía hacerlo, aunque se estaba cuestionando realmente para qué servía ser educado con los demás… Se abrió paso entre sonrisas forzadas y palabras vacías hasta su despacho, el último reducto de paz.  Se encerró rápidamente, apoyándose sobre la puerta una vez la hubo cerrado, y ante sí se mostró el paraje de siempre, la hermosura de las hojas de los árboles y el edificio aparentemente antiguo donde se impartían las clases. El aroma de los libros que recubrían las estanterías colindantes no había desaparecido, siendo ahora más fuete que antes. Allí, sobre la que había sido su mesa durante años, se extendían los últimos volúmenes que había consultado. Paseó por el interior, analizándolo todo, tocando, recordando. Cuando se tropezó con un ejemplar especialmente valioso que su marido le había regalado mucho tiempo atrás, antes incluso de que pudiese llamarle esposo, sintió un fuerte vacío en el estómago que casi la hizo caer. Se alejó de él como quien escapa de un monstruo, sin darle la espalda ni perderle de vista, y se obligó a centrarse en otros asuntos.

            Un buen montón de notas descansaban sobre su despacho. El falta acontecimiento la había alcanzado de lleno a principios del curso académico, un curso que ahora estaba tocando a su final. Varios profesores, a cada cual menos capacitado para impartir su materia, la habían sustituido en unas clases que no habrían llenado con conocimientos las mentes de sus alumnos. Todavía no tenía ni la menor idea de cómo iba a organizarse para examinarlos. Por lo pronto, aquel día lo tendría ocupado en recibir a un representante de cada clase con el que poder discutir qué habían estudiado por el momento para así poder reincorporarse desde donde otros lo habían dejado.

            Uno por uno, los delegados de cada clase fueron desfilando por su despacho. Todos aquellos rostros jóvenes que parecían sonarle de algo pero cuyos nombres no era capaz de recordar pasaban como un ciclón dejando atrás palabras que ella apuntaba afanadamente. Los cafés comenzaron a amontonarse frente a ella. Sí, desde luego estaba de vuelta. El ritmo del trabajo le estaba haciendo mucho bien, la verdad. Tenía la mente totalmente centrada en la tarea, lejos, muy lejos de otros pensamientos negativo que ahora no parecían tener verdadera importancia.

            Las horas pasaron con mucha fluidez, demasiada, hasta el momento en que el ardiente sol alcanzó su mayor exponente. La persona que en aquel momento llamaba a su puerta sería la última a la que habría de atender y, después de entrevistarse con ella, podría ir a comer algo para después regresar y repasar todas las notas que había tomado en la mañana. El sonido inconfundible de unos nudillos sobre la madera la libró de remover por décima vez el mismo café ya frío.

-Adelante.

            La puerta se abrió para dejar paso a una mujer joven, de aproximadamente veinte años, cuyo aspecto rápidamente le resultó familiar a Lucia. La muchacha le sonrió con amabilidad antes de tomar asiento frente a ella, exhibiendo a través de su pronunciado escote unos senos grandes, redondos, que atrajeron la atención de la profesora por pura inercia. Sí, claro que recordaba a aquella chica. ¿Cuántas veces no había desviado la vista hacia aquellos mismos pechos durante las clases? A ella jamás le habían atraído las mujeres pero el descaro con que esta alumna mostraba su cuerpo hacía imposible no mirarla.

-Buenas tardes.- la saludó.

-Buenas…- rebuscó un instante entre sus papeles con la esperanza de encontrar la ficha que identificase a la recién llegada.- ¿Cuál era tu nombre?

-Bárbara, señora.

-¡Bárbara! Sí, eso es.- le sonrió, tratando de ser amable.- ¿Cómo han ido las cosas por clase en mi ausencia?

            La charla en sí resultó tan insulsa como en las ocasiones anteriores, con detalles o explicaciones que ya le habían relatado anteriormente, pero en esta ocasión resultó diferente. La chica gesticulaba muy efusivamente al hablar, moviendo sus desbordantes pechos de un lado para otro de un modo hipnótico que la profesora no pudo ignorar. En verdad su alumna resultaba exuberante. Grandes pechos, caderas anchas, culo grande muy bien definido… Puede que su rostro no fuese perfecto, pero sus grandiosos ojos castaños parecían querer traspasarla a cada palabra que decía, articulando con unos labios pequeños pero gorditos, sensuales. A tanto llegaba su embelesamiento, algo que no alcanzaba a comprender, que muchas frases se las perdía por completo.

            De pronto, atacándola como una verdadera descarga eléctrica, sintió el tacto de la pierna de la otra mujer por debajo de su mesa, rozando con su suave piel morena la de ella, mucho más pálida. Por un instante se quedó paralizada, realmente impactada. ¿Cómo demonios se atrevía a hacer algo así en un lugar como aquel? Intercambiaron una larga mirada en que mucho se dijo sin necesidad de pronunciar las palabras.

-¿¡Qué está haciendo!?

-¿Yo?- Bárbara ensayó su mejor gesto de inocencia.- Pensé que le gustaba lo que veía, profesora.

            Con un gesto descarado, la muchacha se agarró los pechos con ambas manos, tanteándolos. Eran tan grandes que le desbordaban por ambos lados. Lucia no hubiese sabido explicar porque, tal vez por mero producto de la prolongada soledad, pero verla hacer ese gesto obsceno junto con el roce anterior de su pierna le produjo un intenso cosquilleo en la entrepierna que le hizo separar un tanto las piernas en contra de su voluntad.

-Eso ha estado totalmente fuera de lugar.- trató de recomponerse.- Por favor, márchese antes de que abra un parte disciplinario en su contra.

            La mujer se levantó del asiento para enfatizar sus palabras con un firme gesto de su brazo hacia la salida. Bárbara, sin embargo, se puso en pie con parsimonia. Era más baja que ella, pero aún así resultaba más corpulenta por sus medidas. Al contrario de lo que habría esperado, la chica que inclinó sobre la mesa, aproximándose a ella mientras se aseguraba de mostrar bien aquellos pechos que tanto habían llamado la atención de su contraria.

-¿Está segura de que no prefiere quedar conmigo para que tomemos un café?

-¿¡Está loca!?

            Con una sonrisa juguetona en el los labios, la chica rodeó la mesa mientras el cuerpo de Lucia se descomponía lentamente. ¿Qué le estaba pasando? ¡Ni siquiera era capaz de hacer frente a una chiquilla con las hormonas revolucionadas como aquella! Trató de retroceder, espantada, pero la firmeza de la mano de su alumna se lo impidió, sosteniéndola por una muñeca. Su piel irradiaba un calor intenso, agradable al tacto, reconfortante. No hubiese sabido explicar porqué dejo que se aproximase tantísimo a ella, hasta el punto de sentir su aliento sobre el cuello, o como era que sentía su dormida entrepierna ahora tan despierta, palpitante. Sentía como los pezones se le endurecían con un espasmo eléctrico cada vez que aquella chica descarada respiraba sobre ella. La tenía tan cerca…

            La mano libre de Bárbara rozó la rodilla de una de las piernas de su superior. Un nuevo impulso placentero recorrió el cuerpo de la pobre mujer, demasiado atribulada como para pensar en algo coherente.

-Siempre me ha parecido tremendamente atractiva, profesora…- le confesó en un susurro al tiempo que sus dedos describían trayectorias dispares siempre en ascendente.- Pero veo que yo no he pasado desapercibida para usted.- comentó con una sonrisa al comprobar el modo en que la piel de la mujer se contraía con su tacto o el modo seductor en que sus pezones resaltaban sobre la estrecha camiseta negra.

-Suélteme.- su tono no fue convincente, ni por asomo. Cada vez aquellos dedos traviesos se estaban aproximando más a su objetivo, trepando ya bajo la falda.

-Puede obligarme si quiere…- liberó su mano deliberadamente, consciente de que no podría reaccionar.

            Su mano había alcanzado ya el delicado borde de sus braguitas negras, sobre el que paseaba con parsimonia, esperando excitarla al máximo. Lucia esta atrapada, indefensa… ¿Qué podrá hacer ella en contra de lo que sentía, de cómo su vagina se estaba inundando con los jugos de la lujuria? La chica introdujo sus dedos a través de las bragas con cuidado, penetrando lentamente en la zona más sensible de su cuerpo mientras su otra mano la sostenía por la cadera.

-No, por favor…- por un instante imaginó a su marido, al hombre que tanto había amado, sonriéndole con despreocupación, repitiéndole que debía vivir. Esta era… Ah…

            De algún modo, Bárbara había llegado a su zona más húmeda, acariciando lentamente los pliegues de su vagina sin llegar a alcanzar su clítoris. Dios, deseaba que lo hiciese. ¡No! Estaban de pie a plena luz del día en mitad de un despacho público, su despacho, a expensas de que nadie decidiese abrir la puerta o espirarlas a través de los ventanales. Ah… Las yemas de aquellos dedos malvados comenzaron a rozar su botoncito con suavidad, respaldados por lo mojada que estaba. Ella gimió más fuerte de lo que le hubiese gustado hacerlo y, sin poder evitarlo, se sujetó a los hombros de Bárbara, paralizada. Podía sentir la sonrisa malvada de su alumna burlándose de lo débil que resultaba, de lo fácil que había sido.

            Un solo dedo tomó el control de su clítoris, acariciándolo muy despacio, casi como en una tortura, en círculos concéntricos. La respiración de Lucia estaba cada vez más alterada por las oleadas de placer que un simple dedo le estaba provocando. Joder… Ella nunca… Dios… No… Sí… La chica había abandonado su botoncito, ahora hinchado, para penetrarla muy delicadamente, aunque con firmeza. Lo hizo primero lentamente para después incrementar su ritmo a medida que ella misma perdía el control. Sus piernas se separaban a una velocidad alarmante, dejándola en una posición ridícula que la avergonzaría a los ojos de cualquiera que pudiese descubrirlas.

            Las paredes de su vagina se estremecían de placer a medida que su cuerpo fue respaldándose, cada vez más, sobre el de la mujer que la masturbaba. Podía sentir sus grandes pechos apoyados contra los suyos, algo que le resultó sorprendentemente excitante. Estaba tan excitada que no le sorprendería sentir como sus propios fluidos le resbalaban por las piernas. De pronto, Bárbara abandonó su labor para dedicarse de nuevo su rosado botoncito, atacándolo ahora con una fuerza brutal. Lo estimulaba como una experta, zarandeándolo de arriba abajo, a los lados, a veces en círculos. Oh, Dios… Lucía comenzó a gemir cada vez en un tono más alto y, como si esto fuese una señal, la chica incrementaba cada vez más su ritmo hasta el punto en que todo le resultó una locura.

            De pronto se encontró totalmente sostenida por el cuerpo de aquella chica, respirando contra su hombro con la frente empapada de sudor y los ojos profundamente cerrados por el placer al tiempo que trataba de respirar en hondas bocanadas que no terminaban de llenar sus pulmones. Su clítoris se había convertido en el mismo centro del universo, un centro ridículamente pequeño pero con un poder inconmensurable. Sus dedos eran tan rápidos… Oh… ¡¡OH!! De pronto gritó si poder contenerse, experimentando un orgasmo salvaje que le recorrió el cuerpo entero a una velocidad de vértigo. Se desplomó, literalmente, sobre su compañera, quien la sostuvo a tiempo de sentarla sobre su silla, la misma que ahora, junto con su falda, se estaba empapando de fluidos. Sentía unos espasmos terribles recorriéndole las piernas, su respiración estaba totalmente alterada. Trató de mirar Bárbara (era gracioso que tan solo conociese de ella su nombre) y creyó ver como lamía los mismos dedos con los que la había masturbado.

-Bueno, parece que le ha sentado bien, ¿verdad?- se sonrió la muchacha. ¿Cómo era posible que nadie hubiese escuchado sus gemidos o el terrible grito final? Lucia estaba todavía tan excitada que tan solo podía escuchar el ritmo de su propio corazón.- Ya sabe donde encontrarme para la próxima.- con el mayor descaro del mundo, la muchacha se inclinó sobre ella y besó su mejilla antes de dirigirse a la salida.

            La mujer permaneció allí sentada, débil y extasiada, durante lo que le pareció una eternidad. El sol despuntaba en el exterior de tal manera que le pareció imposible que nadie hubiese visto lo que allí había pasado. Lo peor era que no podía sentir rencor por esa chica, ni siquiera castigarla. ¿Qué iba a decir, que la había masturbado? Dios, eso era ridículo. Pero lo peor era, sobre todas las cosas, que cuanto más pensaba en lo que había pasado, en lo satisfecha que se había sentido, más excitada se sentía de nuevo.

            Sus dedos comenzaron a explorar los mismos rincones oscuros que ella había recorrido recordando el tacto suave de los senos de otra mujer sobre los suyos, la maestría de sus caricias y su aliento sobre ella. Antes de lo que hubiese esperado, Lucia experimentó su segundo orgasmos después de meses de abstención.