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Manuel el macho (2). Encuentros en el descampado

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Después de nuestro primer encuentro en el descampado, me masturbaba sin cesar recreándolo. Recordar aquella polla, mi primera polla, en la boca, me la ponía dura sin remedio. Podía sentir en mi lengua su sabor, la rugosidad de sus venas, la insolencia de su capullo. Y su leche. Solía acompasar mi corrida rescatando de la memoria la sensación de aquellos latigazos de semen que inundaron mi boca y mi garganta.

Tardamos un tiempo en volver a vernos, pues su mujer y mi novia estorbaban nuestra próxima cita. Aunque Manuel había expresado su deseo de que nos encontráramos “por comodidad” en mi casa, no tuvimos más remedio que aplazarlo.  En dos ocasiones, volvimos al descampado. Le llevé “regalos”, como a él le gustaba decir.

-A un amo se le dan regalos, para cuidarlo. Debes atenderme en todo lo que necesite. ¿Entiendes?

Cómo decir que no a ese macho gigante, que me hacía sentir frágil y endeble. Ese macho dominante a cuyo lado yo no era ni medio hombre.

-Eres mío, pero no será así del todo hasta que te la meta – me decía.

-No estoy seguro…

-No tienes ni idea. Serás tú quién me lo pida. Te va a doler, y más con mi polla.

Su manera de hablar me ponía cachondísimo.

-Quiero sentirle dentro de mí, pero prométame que será poco a poco.

-Claro. Pero siempre hay que sufrir al principio. Si quieres ser mi zorra, tendrás que aguantarlo. Después, te gustará. Como a todas las zorras.

En la primera de estas dos ocasiones, le llevé un móvil nuevo. Pareció complacido. Ese día, me dejó lamerle los pezones un rato, hasta que me ordenó que se la mamara. De nuevo aquel miembro orgulloso, aquel cetro de virilidad.

-Mama, maricona. Hoy te has ganado mi polla. Toda tuya.

Yo asentí: quería complacerlo en todo. Me lancé sobre su tranca, dura como una piedra. La besé, la lamí, la chupé como un desesperado. Le mamaba y le pajeaba, mientras mi propia polla quería romper el tejido de mis pantalones. Al final, me apretó la cabeza contra su vientre y se derramó con otro torrente de esperma. Sentía que me asfixiaba, pero aguanté como un campeón. Exhaló un suspiró y relajó la presión. Me lo tragué todo y me incorporé.

-Eres de las putas que mejor me han mamado. Has nacido para mamar pollas. No sé qué haces con una mujer. ¡Si se nota que estás hambriento de macho!

No supe qué decirle. Luego, me hizo una seña y me bajé para sujetarle la polla mientras meaba.

Mi novia, Raquel, médico. Nos habíamos conocido hacía unos años y, al poco tiempo, comenzamos a vivir juntos. Yo soy profesor de universidad, y tengo 35 años. Raquel, apenas 29. En principio, estábamos destinados a ser felices. Ambos sumábamos buenos ingresos a final de mes, los dos poseíamos cultura y, por qué no decirlo, cierto refinamiento cultural. Vivíamos en un dúplex a las afueras de la capital en cuyo amplio garaje aparcábamos nuestros dos coches. La había conocido en su último año de carrera. Aquella chica bonita, rubia y delgada, pero de buenas curvas me atrajo cuando la vi en la fiesta de enfermeras de Navidad, una de las más famosas de la ciudad y a la que asistían todos los que lograban agenciarse una entrada. Yo había ido con un amigo, abogado, pero nos perdimos de vista nada más entrar. La abordé, hablamos mucho y esa misma noche tuve su teléfono. A la segunda cita, hicimos el amor. Desde entonces, todo había ido rodado.  A ojos de los demás, de nuestras familias, éramos un ejemplo de pareja bien avenida.

Sin embargo, seis años después, la rutina, y no solo la sexual, habían hecho presa en mi ánimo. En el de Raquel, no se vislumbraba nada parecido, aunque a veces, me preguntaba si ella sentiría la misma sensación de aburrimiento que me embargaba a mí en demasiadas ocasiones. A veces, no hacíamos el amor durante semanas. Es más, a veces casi no nos veíamos, por sus turnos en el hospital. No negaré que, a veces,  no me molestaba nada que así fuera. Así fue que, por escapar de aquella monotonía, el morbo se canalizara en el sexo, y para más morbo aún, con el sexo con hombres. Eso fue lo que me llevó a frecuentar los chats y, finalmente, a conocer a Manuel. Visto con perspectiva, parece haber una concatenación de causa y efecto en esta historia, aunque a mí cada uno de los eslabones de esta supuesta cadena me parecieron casi siempre espontáneos o frutos del azar.

Volviendo con Manuel, en la segunda de las dos ocasiones, le llevé, a sugerencia suya, una cadena de oro, de la que colgaban unas letras que formaban su nombre. Se le veía contento, tanto que me atreví a preguntarle:

-¿Y su mujer, no se extrañará de verle con esas cosas nuevas?

De repente, su rostro afable se crispó y se tornó malevolente.

-¡¿A TI QUÉ TE INCUMBE ESO?! – me gritó. Se había puesto muy colorado, y una vena le brotó en medio de la frente. Yo estaba aterrorizado. Acerté a balbucear:

-Pe… perdón, se…ñor. Es verdad… No me incumbe en absoluto. Mil disculpas.

Me miró con temible fijeza unos segundos, al cabo de los cuales, Igual que había llegado, su furia pareció disiparse.

-Que no vuelva a ocurrir, puto. Me has puesto de mal humor. No sé si darte tu biberón hoy.

Uf, la perspectiva de quedarme sin saborear su carne casi me hizo desfallecer. Sentí como los ojos se me ponían vidriosos. Estaba a punto de ponerme a llorar.

-Suplícamelo puto. Suplícamelo como una buena maricona.

Y así lo hice, volviendo a pedirle perdón y prometiéndole que haría lo que fuera por él. En cierto momento, se desabrochó el pantalón. Antes de que me alegrara demasiado, me dijo:

-Hoy vas a hacer una cosa nueva. Me vas a lamer el culo.

Hizo hacia atrás el respaldo de su sillón y se tumbó, con el culo en pompa.

-Lame, zorra. ¿A qué esperas?

Aprendiendo a obedecer rápido, me situé entre sus piernas y comencé a lamerle las nalgas, que tenían algo de vello. Al cabo de unos segundos, me dijo.

-El agujero. El agujero del culo. ¿Es que estás tonto?

Y al agujero me fui. Con un poco de reparo, humedecí con la lengua aquel agujero rodeado de pelo. Gracias a Dios, aunque era fuerte, no noté el sabor de heces. Manuel, aunque bruto, era limpio. Así estuve un rato, mientras él gemía y suspiraba. Luego, se incorporó y sin mediar palabra, me cogió de la cabeza y me metió la polla en la boca. Me movió la cabeza de adelante hacia atrás, como si yo fuera un muñeco, hasta que se la sacó y, sin previo aviso, se corrió en mi cara. Fueron los seis o siete chingazos de rigor, pero a mí me pareció que no acababan  nunca, tal era la cantidad de leche viril que había arrojado.

Me quedé estupefacto, mientras él se reía con malicia.

-Así aprenderás a respetar a tu hombre.

Hice amago de coger una servilleta de la caja que tenía preparada para nuestros encuentros

-Ni se te ocurra. Te la vas a dejar así, con la leche de tu amo, hasta que llegues a casa. Sólo después de que me mandes una foto, te la podrás quitar.

Y así lo hice, todo el camino de vuelta, rezando para no cruzarme con ningún conocido. Menos mal que casi todo el trayecto era a lo largo de autovías sin semáforos. Después de mandarle la foto, me masturbé, me corrí sobre mi vientre. Recogí el semen y me lo tragué: el de Manuel, mi macho, sabía mucho mejor.