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La Otra. Historia de la Amante

en Hetero: Infidelidad

 

PRÓLOGO

Se me atragantaron sus palabras. Realmente, la sensación fue más como si hubiera recibido una patada en el centro del pecho, impidiéndome la respiración. No me lo esperaba, y más después de los meses que llevábamos juntos.

Dolía…

Mi mente luchaba entre la incredulidad del momento, pensando que simplemente era una broma de mal gusto, y la necesidad de no parecer tan descompuesta como me imaginaba que se me veía. Tenía ganas de vomitar, pero desde luego no era de las cosas que se podían catalogar como lucir impertérrita. No sabía si debía guardarme el disgusto, o reconocerle que había sido tan cruel que no estaba segura de poder perdonarle.

¿Cómo podía ser tan imbécil? ¿Perdonarle? ¿Estaba loca?

Llevaba saliendo con este hombre casi un año. ¡Doce jodidos meses! Y ahora me miraba con ojos caídos, como si en verdad mereciera que le acariciara con ternura el rostro y le dijera que nada había cambiado. Que le quería y que podría superar por él todas las adversidades.

Sabía mentir francamente bien, el muy mal nacido. Si por lo menos no estuviera tan enamorada… Yo no sabía hacerlo tan bien, y lo necesitada en ese momento más que nada en el mundo. Mentir me era tan necesario como respirar.

El que creía mi novio me tomó de la mano y la envolvió entre las suyas. Eran manos gruesas y fuertes, aunque bien cuidadas. Se notaba que habían trabajado poco en la vida, salvo para aferrar el manillar de su pesada Ducati, trabajar con las mancuernas y manejar mi cabeza mientras me guiaba para que le envolviera la polla en el interior de la boca. Esas manos, que me habían aferrado tantas veces el cabello para follarme, eran mi perdición. Siempre me había gustado sentir su contacto, y ahora luchaba por rechazarlo, apartar la mía y propinarle el fuerte bofetón que merecía, que le dejara la cara marcada durante lo que restaba de día.

Y con el que la otra le viera mis dedos pintados de rojo, decorándole la mejilla.

Al final logré apartar mi piel de la suya, y aunque de repente se me helaron las manos sabía que era lo correcto. Necesitaba tiempo para asimilarlo todo. La cabeza no paraba de darme vueltas y tomar decisiones sin reposar los sentimientos nunca solía salirme bien. Y aunque tenía claro que en esta ocasión no habría respuestas acertadas o equivocadas, simplemente porque con los sentimientos nunca las hay, necesitaba salir del interior del coche. Después de esos largos minutos tras su confesión ya me había convencido que no era una broma, y que el dolor que sentía en el fondo del pecho iba a durarme mucho más que cualquiera de los golpes que me había dado mi profesor de defensa personal en el gimnasio.

Aquello era real, y mi novio no dejaba de mirarme, esperando, con rostro lastimero.

¡El muy hijo de puta!

El cuero de la tapicería amenazaba con hacerme sudar con su contacto en los muslos, donde otras veces tanto lo había agradecido, mientras me aferraba a él en la intimidad de un aparcamiento en penumbra, cuando nos abandonábamos al olor a sexo. Poco importaba si nos retrasábamos con la reserva de la mesa para cenar en esos momentos. Me sentía la tela del vestido pegada a la piel de la espalda, y de repente no me gustó nada la idea de dejarle las marcas en el coche, signo de mi maldita debilidad.

Un año engañada…

Ciertamente necesitaba coger un poco de aire, escabullirme entre el bullicio del tráfico y no parar antes de sentir el dolor punzante del roce de los zapatos nuevos, de un escandaloso charol rojo, e imposibles tacones. Me imaginé arrojándoselos a la cabeza si se atrevía a perseguirme con el coche…

Un año era mucho tiempo. Ese dato no podía, sencillamente, pasar desapercibido. En un año se presentaban muchas oportunidades para sincerarse, para tomar la opción correcta, por dolorosa que pudiera ser para ambos, y comportarse como un adulto, asumiendo las consecuencias de los actos. En un año habían muchos abrazos en la cama tras las interminables horas de sexo, muchos almuerzos rápidos compartiendo confidencias, y hasta un par de mini vacaciones de un fin de semana, alejados del estrés diario.

Un año daba para mucho…

Me estaba asfixiando.

Abrí la puerta del coche y puse los pies en el asfalto. No recuerdo si fui yo la que recordé coger mi bolso o si fue él quien me lo tendió, entendiendo que no conseguiría meterme nuevamente en el habitáculo para hablar. La calle me daba vueltas, y los olores no me lo ponían más fácil. De pronto estaba al otro lado del suelo asfaltado, en la acera, y lo miraba con ojos perdidos, como si lo viera por primera vez.

Era un perfecto desconocido.

Su imagen recortada sobre el fondo oscuro del coche me evocó el recuerdo de la primera vez que me recogió a la salida del trabajo, hacía ya tantos meses. Entonces el automóvil era otro, él vestía ligeramente diferente y su sonrisa, desde luego, era mucho más excitante que el rictus de incredulidad que le adornaba ahora la cara. Teníamos muchas historias a las espaldas, muchos encuentros, muchas emociones.

Mucho sexo…

Y ahora lo miraba como si lo viera por vez primera, observando al capullo que me acababa de decir que tenía una amante desde hacía un año.

Simplemente no podía creerlo.

Las lágrimas me empezaron a rodar por las mejillas, estropeando el maquillaje de día. Ese maquillaje que había esperado descomponer con la saliva de su boca al besarme, con el sudor despertado con sus embestidas y mis lágrimas escapadas por descuido durante un magnífico orgasmo. En la entrepierna aún sentía el escozor de su polla, follándome minutos antes en el cuarto de baño de mi oficina. Olía a corrida apresurada. Ahora podía entender que deseara con tanta ansia empotrarme contra los azulejos del baño, abrirme de piernas mientras deslizaba con rapidez el bajo de mi falda hasta la cadera, y enterrarse de frente aun a riesgo de mancharse los pantalones del traje. La sorpresa de su deseo me había encendido, y no había encontrado resistencia en la decena de embestidas que duró hasta me llenó por entera de leche.

Aún podía escucharlo gemir contra mi cara.

Mi novio tenía una amante.

Me había follado antes de contármelo por si mi reacción acababa siendo precisamente la que estaba teniendo. Quería correrse, simplemente por si era la última vez que conseguía hacerlo dentro de mi cuerpo.

La última vez que obtenía el placer que tanto le gustaba.

Ahora, su leche resbalaba por el interior de mis muslos, y no sabía bien qué necesitaba hacer con ella. Mi lado vicioso me decía que podía retener a ese hombre a mi lado, y que lo único que tenía que hacer era ser lo puta que había sido siempre. Llevarme un par de dedos a los muslos, sin quitarle los ojos de encima, y luego probarlo mezclado con el sabor que siempre desprendía yo. Octavio no podría resistirse a eso, y yo debería olvidar todo el daño que me había hecho en unos insignificantes minutos.

No quería ni pensar en olvidar el daño de doce meses. Eso era muy complicado de asimilar. Bastaba con olvidar lo que acababa de confesarme, sin más…

Pero mi lado enojado me arrastraba a bajarme las bragas, limpiarme en medio de la calle con ellas y arrojárselas lo más fuerte posible, tratando de acertarle en la cara. Sabía que estaba demasiado lejos como para que la tela no acabara cayendo en el parabrisas de cualquiera de los coches que circulaban por la calle, y que afortunadamente nos hacían en ese momento de barrera.

Lo odié con todas mis fuerzas…

Empecé a llorar sin poder controlarlo. Y con la poca dignidad que me quedaba conseguí darme la vuelta y empezar a avanzar sin rumbo, con la única necesidad de alejarme de él. No podría apostar si se quedó, mirándome marchar, o si volvió al interior de su Audi para alejarse de mí, arrancándome de su vida.

Pero a ese hombre siempre le había encantado mi trasero, y apostaría a que, aunque fuera sólo por si no volvía a verlo, esperó hasta que doblé la primera esquina, donde me derrumbé en el suelo y lloré amargamente durante lo que me parecieron horas.

Mi novio tenía una amante…

Y era yo.

1

Por tercer día consecutivo las ganas no me acompañaban a la hora de levantarme de la cama. Pero hoy ya era lunes y no me podía permitir el lujo de quedarme entre las sábanas, como había hecho ayer, esperando al reparto del pizzero.

La luz se filtraba entre las lamas del estor, invitándome a reaccionar. Lo cierto era que no me había molestado mucho darme cuenta de que había pasado otra noche en blanco, mirando el techo, agradecida por cada coche que pasaba e iluminaba las paredes. Pero los faros se marchaban y volvía a quedarme a oscuras.

No me gustaba sentirme así.

Yo no era así.

¡Malditos fueran los hombres que jugaban con los sentimientos de las mujeres!

Me giré en la cama, poniéndome otra vez la colcha sobre los hombros. Solía dormir desnuda, pero desde aquella horrible confesión me había enfundado un pijama de franela y no me lo había quitado sino para ir al baño. Menos mal que el fin de semana me había ayudado para desconectar de todo.

Un libro en la mesilla de noche y el televisor trasladado desde el salón al dormitorio por toda compañía. Daba gracias por tener una reserva importante de helado de chocolate en el congelador. Era el alimento perfecto para aliviar las penas mientras me tragaba toda la primera temporada de Juego de Tronos con las piernas cruzadas apoyada en el cabecero de la cama. A golpes de espadón esperaba olvidarme de todo, y en cada cabeza cortada vi el rostro de mi novio, ahora amante. Pero tras seis capítulos, y un montón de muertos ensuciando los terrenos del reino, empezaba a dejar de ser efectiva la terapia.

Juego de Tronos no lo curaba todo.

Me había pasado el fin de semana enfadada. Aunque el primer día había llorado como una tonta por la pérdida de la estabilidad que mi relación ficticia me había proporcionado unos meses atrás, tras la primera noche en vela decidí que lo que quería era descargar mi ira. Debí haberle pegado un guantazo en el interior del coche. Nunca había soportado estar mucho tiempo triste, y prefería cambiar esa sensación por una cólera que sí apaciguaba algo el helado.

El chocolate, y por supuesto, las cabezas rodando por el suelo, poniéndolo todo perdido de sangre. Menos mal que no me tocaba limpiar a mí el desastre.

Dos días de televisión y libro, amontonando cajas de pizzas en el suelo del dormitorio, con el fregadero lleno de cucharillas de postre y la basura repleta de envases de refrescos de cola y tarrinas de helado.

Menos mal que había llovido todo el fin de semana, y no me había perdido ningún plan interesante con mis amigas…

Bueno, a decir verdad no lo tenía muy claro, ya que había apagado el móvil en cuanto entré por la puerta de casa aquel viernes, con las piernas aún oliendo a semen y a engaño, y había desconectado el teléfono de la pared. El cable solamente volvió a su sitio para hacer el pedido de las pizzas a las horas en las que me entraba hambre.

-          ¿No le apetece una ensalada para la noche?-, me había preguntado el pizzero, el mismo que había acudido cinco veces a llevarme mi sustento. El tipo rondaba los treinta, y no supe decir si me lo aconsejó porque se empezaba a preocupar por mi dieta, o porque mi casa quedaba demasiado lejos del local y la lluvia no hacía llevadera la profesión de repartidor de pizzas en moto.

-          Lo pensaré-, le dije, temiendo que su plan era que me pidiera la ensalada en el restaurante del local que tenía al lado del portal de casa, y así se libraría de tener que volver a llegar tan lejos de la pizzería por la noche-. Pizza y ensalada me parece un buen plan.

El muchacho me miró muy mal.

Por supuesto, cuando apareció el hambre al anochecer, no encargué la ensalada, aunque sabía que en la pizzería también me habrían preparado algo que llevara lechuga.

Menos mal que no perdía el apetito cuando me disgustaba.

Únicamente con la muerte de mi madre había dejado de comer una semana. Me vi tan débil que me prometí a mí misma que sólo le guardaría ese tipo de luto a mi padre, pero esperaba que pasaran muchos años hasta que eso sucediera.

Un novio no podía cargarse la salud de una mujer, por muy enamorada que una estuviera, y por muy bien que se le diera llevarte a la cama.

¿Por qué, entonces, me resistía a meterme directamente en la ducha, como cada lunes?

Seguro que el agua resbalando por la piel se llevaría el malestar del cuerpo, y una vez en las cañerías del desagüe no me importaría tanto mi ex novio.

¿Ex?

¿Había llegado a romper con él?

Esa idea sí me hizo sentarme en la cama. El despertador marcaba las siete en sus numeritos rojos, a punto de volver a sonar para instarme a abandonar la cama. La función snoozer había sido un gran invento.

El televisor bloqueaba parcialmente el acceso a la puerta del baño. La de salida hacia el pasillo estaba plagada de cajas de cartón con el logotipo del restaurante y restos de las aceitunas que no me había comido. Tenía el consolador ocupando el otro lado de la cama, sobre la almohada. Allí lo había puesto al amanecer del domingo, para rellenar el hueco que la cabeza de mi novio había dejado. Me había resultado gracioso entonces pensar que se le podía sustituir por una simple polla de plástico, y reducirlo a lo que él me había reducido a mí.

A una amante.

Si eso era lo que en lo que mi novio me había transformado, era en lo que yo pensaba transformarlo a él.

No… mi novio no. Mi ex.

Por fin una sensación de inquietud hizo que tuviera ganas de saltar de la cama. Apagué el despertador justo antes de que volviera a sonar, subí la persiana veneciana y dejé entrar la claridad del día en la alcoba. Mi consolador me dio los buenos días, y yo se lo agradecí llevándomelo a los labios, y besando su capullo con toda la intimidad del mundo.

Los pantalones del pijama quedaron a los pies de la cama de un salto, y la camiseta fue a parar un par de metros más lejos, mientras avanzaba hacia el cuarto de baño. Abrí el grifo del agua caliente de la ducha mientras observaba mi aspecto en el espejo. Ojeras importantes, muchos mechones enredados en los cabellos, pero pocas señales más habían dejado las noches en vela en mi cuerpo. Estaba cansada, pero me sentía viva. Y el cansancio lo iba a retirar de mi rostro con una buena capa de maquillaje. Del pelo ya me encargaría tras la ducha, o se encargaría la peluquera si veía que merecía la pena una rápida visita antes de mi primera cita de trabajo de aquella mañana.

Me devolví la sonrisa a través del espejo, y me metí bajo el grifo de agua caliente. Disfruté de la ducha como si hiciera años que no me daba una. Sentí las gotas golpear mi piel, y esa presión me relajó lo suficiente para que se me fuera de la cabeza atacar el botiquín buscando alguna pastilla que me quitara el dolor de espalda. Aquella misma tarde tenía que volver al gimnasio. La falta de ejercicio no me había sentado nada bien.

Ritual completo. Jabón de spa, mascarilla para el cabello, crema hidratante, una buena capa de maquillaje... Todo para ahuyentar el fin de semana en vela.

La toalla fue a hacerle compañía al pijama en el suelo. Pensé que ese pijama no volvería al cajón nunca más. Siempre acababa enfundada en él en mis momentos bajos, y no me iba a permitir ni uno más por el momento. Mejor que acabara en el cubo de la basura antes de volver a sentir la necesidad de ponérmelo otro fin de semana.

Cogí un saco grande de basura y fui metiendo todo lo que me podía recordar los días metidos en mi dormitorio. Llevé el televisor a su lugar en el salón, y luego pensé que el pijama debía llevarlo a la parroquia en vez de dejarlo en la basura. Lo metí en el tambor de la lavadora y junto con las prendas de la semana anterior dejé puesto un programa corto.  

La casa volvía a parecer un sitio acogedor donde vivir.

Entré en el vestidor y elegí el conjunto más arrebatadoramente sexy que pude encontrar para el invierno. Arreglé mis cabellos lo suficiente para poder posponer la visita a la peluquería al menos una semana, y elegí complementos escandalosos que indicaran claramente que era la ex de alguien. Necesitaba sentirme atractiva, y que me miraran con deseo.

El reloj despertador no había marcado las ocho cuando me calcé los tacones y recuperé mi móvil. Lo encendí mientras me tomaba un café en la cocina. La fruta se había echado a perder, pero pude comer algo de pan con jamón mientras hacía una lista de la compra mental para aquella semana. Me estaba tomando el último sorbo de café cuando el teléfono cogió cobertura y empezó a descargar todo lo que no había descargado en aquellos dos días.

Se me hizo tremendamente largo esperar a que terminara.

Había más de quinientos mensajes de whatsapp, varios correos electrónicos, recordatorios en mi agenda de los diferentes cumpleaños de las amigas y familia y algunos mensajes de llamadas perdidas.

Y lo que más se repetía era el nombre de mi novio.

Octavio…

-          No. Mi novio no. Mi ex…

Me llevé el teléfono a la oreja justo tras marcar su número de teléfono. Tantas veces lo había llamado en aquellos meses que se me hizo tremendamente raro pensar que era la última vez que lo hacía. Su voz sonó esperanzada y alegre al descolgar tras el tercer tono. Casi me dieron ganas de susurrarle que necesitaba que fuera a buscarme para arreglarlo.

Pero duró la necesidad sólo un instante.

-          Olivia… ¡cuánto me alegro de que me hayas llamado! Estaba muy preocupado por ti.

Cogí aire, saboreando su alivio.

-          Sabes que eres mi ex, ¿verdad? Porque yo lo tengo muy claro.

2

Llevaba una semana siendo la perfecta trabajadora, la perfecta amiga y la perfecta deportista.

Necesitaba un respiro.

Las buenas intenciones se afrontan muy bien los lunes por la mañana (o los domingos por la noche) pero al llegar el viernes pasa lo que nos ocurre con la dieta. Tenemos ganas de pecar.

Y yo, tras una semana sin querer coger el teléfono a mi ex (que me llamaba varias veces al día), evitando los lugares donde podría encontrarlo, o al menos los horarios en los que sabía que podría cruzármelo, estaba como loca por marcar su número de teléfono y escuchar su voz.

La carne es débil. Al menos… la mía.

Necesitaba una buena juega con mis chicas. Ellas siempre habían sido la voz de la cordura en mis etapas de locura, y yo había tratado de corresponderles de la misma forma cuando andaban en sus peores horas. Todas las mujeres necesitábamos largas tardes de tertulia con un café entre las manos y algo de olor a chocolate como promesa. Mis amigas se habían portado como nunca conmigo.

Tenía el lujo de poder llamar amigas a las mejores mujeres de la ciudad, y estaba casi segura de que no estaba exagerando. Si había personas que podían sacarme una sonrisa en un momento de crisis como aquel, esas eran ellas. Y llevaban toda la semana turnándose para acompañarme a casi todas partes, las muy sufridas. Gimnasio, almuerzos y cenas, compras, paradas esporádicas para surtirnos de chocolate…

Las había tenido conmigo en el baño, incluso cuando me dio un ataque de lágrimas a mitad de semana.

Debía invitarlas a una cena. Se la debía por las horas en las que me había pasado comiéndoles el coco con mis historias. Las pobres habían tratado de consolarme y animarme a partes iguales. Además, habíamos tenido un par de magníficos momentos en los que, simplemente, lo maldijeron conmigo. Ninguna de ellas se esperaba que la relación perfecta que yo les había descrito durante un año hubiera acabado de aquella manera. Por lo tanto, el lunes en el almuerzo había tocado dejarlas a las tres con la boca abierta.

-          Lo he dejado-, informé, nada más sentarnos en la mesa del restaurante para almorzar.

-          ¿Te has vuelto loca?- me preguntó Olaya, que acababa de pedirle al camarero su sempiterna Coca Cola-. ¿Qué ha pasado?

No por nada las chicas me habían visto marcharme el viernes con él, luciendo la mayor de mis sonrisas. Nada hacía presagiar lo mal que acabaría la conversación dentro de su coche.

-          Resulta que es un enorme capullo y que tiene pareja.

Ojos como platos, manos a la cabeza, y unas cuantas maldiciones. Me uní a los insultos, por supuesto. Me acababa de levantar de la cama tras un fin de semana horrible, y cualquier cosa era preferible a volver a tener por compañero al televisor y al helado, y por único humano visible el repartidor de pizzas.

-          ¡Será hijo de puta!

-          Lo es, lo es…

Les conté lo poco que sabía, ya que yo, en verdad, no me había quedado a escuchar mucho las explicaciones de Octavio. Ahora tenía muchas más lagunas de las que deseaba, pero en aquel coche había empezado a hacer demasiado calor, y yo no tenía ganas de demostrarle lo mucho que me había herido echándome a llorar. Él habría acudido a brindarme su abrazo, a secar mis lágrimas con sus besos, y probablemente yo habría acabado sucumbiendo a ellos, buscando su contacto.

Tal vez habría perdonado a mi novio.

“No, mi ex. Tenlo muy claro.”

Eso había pasado el lunes.

Y ya estábamos otra vez en un jodido viernes.

Cinco largos días desde que me levanté y mandé a la mierda a mi novio, y había sustituido la quema de calorías del sexo con un extra de ejercicio en el gimnasio. Cambiando de horario, por supuesto. Que siempre quedaba con Octavio para sudar un poco juntos antes de seguir sudando en mi apartamento.

Por suerte, él no tenía mucha disponibilidad para intentar coincidir conmigo si yo empezaba a ir al mediodía al gimnasio, antes del almuerzo. Y, después de tantos meses, entendía el motivo.

¿Cómo no iba a tener siempre prisa, si tenía que complacer a dos novias?

Me daba rabia darme cuenta ahora de lo obvio. No se quedaba a dormir en casa salvo en contadas ocasiones. No podíamos quedar sino para cenar en mi piso entre semana, tras el gimnasio diario y un encuentro cuerpo a cuerpo en cualquier lugar de la casa. Si le pedía que se quedase me contestaba que al día siguiente tenía que madrugar mucho, y que necesitaba descansar en su cama. Fui una tonta pensando que tan importante era su propio colchón como para negarme su abrazo al menos una vez en semana.

Ahora me daba cuenta de las verdades que antes no vi, y que debieron hacer sonar mis alarmas. Fines de semana casi siempre ocupados con su familia, a la que nunca llegué a conocer. Trabajo enigmático que lo requería demasiado a menudo como para que no debiera cobrar un suculento plus de disponibilidad de veinticuatro horas, hoteles en vez de su casa, siempre en coche en vez de en moto, y preferiblemente por separado… Miles de datos que clamaban al cielo que me fijara en que aquello no era normal.

Pero yo, simplemente, estaba enamorada.

Cuando estás loca por alguien no le prestas atención a los detalles, y simplemente tratas de permanecer más tiempo con esa persona. Te vas creyendo las mentiras, porque al final quieres hacerlo, y porque el que miente suele tener una gran maestría para engañarte.

Octavio me engañó durante todos los meses que duró nuestra relación, pero no tenía más referencias acerca del engaño. Algo tan básico como si estaba casado o sólo convivía con la otra. Si había hijos de por medio, hipoteca conjunta y demás historias de pareja. No sabía siquiera si la amaba…

Si nos amaba a las dos, o si con cualquiera de las dos fingía.

Ahora imaginaba que cada vez que salía de mi apartamento a las diez de la noche era porque iba a recogerla al trabajo para luego dormir juntos en su acogedora casa de pareja respetable. Cada vez  que recibía una llamada del trabajo en plena cena y se disculpaba con un rápido beso para salir corriendo era porque ella lo reclamaba antes de la hora acordada por la mañana. Si lo llamaba por la mañana y no contestaba al teléfono era porque estaba su novia presente, o si era imposible quedar con él para una escapada de fin de semana era porque todos los tenía ocupados con la oficial.

Me imaginaba tantas cosas que a veces tenía ganas de tirarme de los pelos por idiota. De nada servía torturarme con tanta conjetura. Tenía una mujer a la que prefería estar unido en vez de quererme a mí en exclusiva.

Yo solamente era la amante.

Con esas ideas en la cabeza había ido lidiando hasta la llegada del nuevo viernes. Hora de salir de la oficina, hora en la que Octavio venía a buscarme en su precioso coche y pasábamos una agradable tarde en el hotel que hubiera elegido… hasta las diez de la noche. Alguna vez, las menos, me sorprendió diciéndome que se podía quedar a dormir conmigo, pero fueron tan pocas que debía forzar la memoria para recordar las fechas.

-          Mentirosa-, me dije, cerrando los cajones de mi escritorio, dando por finalizada la jornada laboral-. Las recuerdas todas.

Ciertamente, había atesorado esas pocas ocasiones en las que pude acurrucarme en el hueco entre su hombro y su brazo y me dispuse a dormir compartiendo el calor, además del sudor por el sexo desenfrenado. Había sido la mujer más feliz del mundo, y me habían servido para estar aún más enganchada a él.

Mi hermana hubiera comentado que se trataba de la misma táctica que usaba un pescador para cansar al pez una vez ha picado el anzuelo. Tira y recoge… Ella se habría dado cuenta del juego de Octavio. Una lástima que viviera en el extranjero y no lo hubiera conocido nunca.

Esas noches compartiendo cama me compensaban luego las largas semanas de vuelta a la rutina, a vernos un par de horas y siempre con los mismos fines. Algo de ejercicio, algo de sexo, algo de comida…

Se lo puse demasiado fácil al muy gilipollas.

Abastecía sus necesidades conmigo en una especie de avituallamiento amoroso. Se surtía de lo que necesitaba, y luego iba a buscar a su novia a su trabajo, o a donde fuera, para contarse mentiras sentados en el sofá de su casa, antes de irse a la cama. Tal vez incluso cenaban, que conmigo nunca abusaba. Y las calorías que ingería antes del sexo las compensaba luego follándome de pie contra la pared del salón nada más cruzar la puerta.

Y, sin querer, se me mojaron nuevamente las bragas.

El sexo con Octavio siempre había sido maravilloso. Agitado, morboso, pasional. Era un hombre que en cuanto me tenía cerca levantaba la trenza que adornaba mi pelo, la enlazaba entre sus dedos, y me susurraba al oído.

-          Te deseo…

Acto seguido se apoderaba de mis labios, y empezaba a sentir sus manos por todo el cuerpo, apremiante y posesivo, como si tuviera miedo de que fuera a desvanecerme de un momento a otro. Ahora, que me había desvanecido, me preguntaba si se empalmaría con igual rapidez con la que yo me había sentido mojada en mi silla.

Miré el teléfono.

Otra vez viernes.

Me llevé las uñas a la boca para contener el impulso de descolgar y marcar su número. Mis piernas temblaron ante la perspectiva de llamarlo, pedirle explicaciones, exigirle que dejara a la otra y se viniera aquella noche conmigo. Tenía que ceder. Me lo debía después de un año engañada, después de usarme como una muñequita, después de tantas malas noches que no compartió conmigo y sí con ella.

Aquella noche me la debía.

Me debía tantas explicaciones. Y yo le debía tantos insultos…

Menos mal que Olaya, que además de amiga era compañera de trabajo, entró en ese momento en mi despacho. Me vio mirando el teléfono como si lo odiara y amara al mismo tiempo, y se apresuró a levantarme de la silla y a buscar mi chaqueta que permanecía colgada en el perchero.

-          ¡Por fin es viernes!

Sí. Otro maldito y jodido viernes.

3

Cena en un japonés. Mis amigas me estaban mimando mucho.

Las otras dos del grupo ya estaban sentadas en la mesa cuando Olaya y yo llegamos. Ellas dos también eran compañeras de trabajo entre sí, y su jornada laboral terminaba sustancialmente antes que la nuestra. Normalmente cuando llegábamos siempre habían tenido tiempo de almorzar, ir de compras y tomar un par de copas para luego darnos una enorme envidia cuando nos sentábamos a su lado, con cara de “lo que os habéis perdido esta tarde”.

Casualmente lo que siempre nos perdíamos era a un dependiente de zapatería que estaba como un queso, o un camarero que pedía a gritos que le dejaras una buena propina, y que le dejabas porque tenía la mandíbula más sexo de toda la ciudad. Cuando llegábamos Olaya y yo ya quedaban pocos hombres interesantes a los que echar el ojo. Tendríamos que plantearnos lo de cambiar de trabajo, y pasarnos a la empresa de las Olga y Oriola, las dos afortunadas.

Eran amigas desde la infancia, al igual que Olaya y yo. Nos habíamos conocido en la universidad el primer año de carrera. Eran el tipo de chicas que atraen con mirada tanto si eres hombre o mujer. A mí, simplemente, me cautivó el buen rollo que había entre ellas. De primeras pensé que eran pareja, de lo tan unidas que las veía siempre. Cariñosas y simpáticas, con unas inmensas ganas de pasarlo bien. Olaya y yo habíamos sido siempre más dedicadas al estudio que a la juerga, pero al conocerlas eso cambio… para peor.

Nuestro primer año de carrera fue nefasto para las cuatro. Demasiadas salidas, demasiados chicos, demasiadas noches de tertulia en el piso que al final acabaríamos compartiendo juntas. Al llegar septiembre nos quedaban la mayor parte de las asignaturas a todas, lo que nos hizo replantearnos las cosas. Yo no estaba dispuesta a pasar otro verano estudiando a destajo lo que no había podido entender en los meses anteriores, y convencí al resto de que lo más sensato era moderar el ritmo de vida.

A alguna le costó más que a mí aceptarlo. Pero al llegar el nuevo verano teníamos todas las asignaturas aprobadas.

Ahora, sobre todo a Olga, le iba muy bien en su trabajo. Ganaba casi tanto como nosotras tres juntas. También era cierto que dominaba tres idiomas desde la infancia, al ser sus padres profesores de la escuela oficial de idiomas. Supongo que también ayudaba que se hubiera liado hacía unos años con su jefe y que le hubiera subido sustancialmente el sueldo, pero era verdad que la chica valía, y mucho. Era condenadamente buena en lo que hacía.

Y no me refería a chupársela al directivo que tenía por encima de su cargo en el ascensor del rascacielos donde su empresa tenía las oficinas centrales. Que sesenta y ocho plantas daban para mucho… pero no era el caso. Siempre se habían cuidado mucho de mantener la relación lo más en secreto posible, y salvo al departamento de nóminas, que seguro que se olía algo, nadie en la empresa, salvo Oriola, sospechaba nada. Incluso me había pedido alguna vez que Octavio fuera a recogerla a la oficina para que sus compañeros se creyeran que salía con alguien ajeno al departamento. Mi ex nunca había podido hacerlo (tan liado andaba siempre el pobre teniendo una doble vida como para fingir también una tercera novia), pero el novio de Olaya se había prestado unas cuantas veces.

Vigilábamos desde entonces de cerca al novio de Olaya, por si las moscas… Y no por Olga precisamente. Que todas sabíamos que estaba muy enamorada de su jefe, y él de ella. Teníamos la esperanza de que en poco tiempo nos hiciera vestirnos horrorosamente de damas de honor para su boda secreta en alguna isla paradisíaca, con todos los gastos pagados, por supuesto. Ya, después, podrían enterarse todos en la empresa.

Mis chicas habían comprado, como no, alguna prenda de ropa. Lo que no me esperaba era que hubieran dedicado el tiempo a renovar mi vestuario, y no el suyo. Al parecer, invitaba ese día el novio de Olga, que tras enterarse de mi mala suerte con mi novio (ex, que no me entraba aún en la cabeza), había insistido en que a las mujeres siempre nos animaba un par de prendas de vestir sexys.

-          ¡Mira qué cosas tan chulas te hemos traído!

Y me pasaron tres bolsas de tres tiendas donde ya te cobraban por respirar el mismo aire que rozaba las prendas.

Ciertamente, toda la ropa era preciosa. Tuve que llamar de inmediato a Orestes, el novio ricachón, para agradecerle el detalle. No era que me pareciera correcto que pensara que a un novio se le olvidaba sustituyéndolo por ropa, pero aquel mismo fin de semana había colocado yo mi consolador en el sitio de Octavio en la cama con las mismas intenciones. Así que el gesto era, en principio, igual de superficial que el mío.

Estaba mirando un conjunto de lencería del todo inapropiado para sacar de la bolsa en el restaurante cuando me llevaron la primera copa de vino.

-          Esto voy a tardar en estrenarlo-, les comenté, pensando que ponerse tales encajes sin que los fuera a disfrutar un hombre era una pena, y andar lavando a mano prendas de diseño no se me daba nada bien.

-          Eso ni lo sueñes. Tú te  buscas un amante esta misma noche, aunque valga solamente para dos polvos.

Oriola era la única que permanecía soltera, y creo que en su fuero interno se alegraba de poder tener ahora a una amiga que fuera a ir de caza por las noches con ella, en vez de sentirse simplemente observada por nosotras tres, que teníamos pareja.

-          Tú lo que quieres es que te quite a los moscones feos de delante, para que puedas ligarte a los hombres guapos.

-          No lo dudes…

Nos echamos a reír mientras mirábamos la carta, aunque en los restaurantes japoneses siempre pedíamos básicamente lo mismo. Nos gustaba hacernos las interesantes, mirándonos por encima de las hojas, a ver si alguna se atrevía a pronunciar el nombre de alguno de los platos, con tan poco acento e idea que acabara despertando la risilla disimulada del camarero. Oriola había optado por pedir los platos por el número que acompañaba a la foto, tras tenerla muy gorda con una camarera de un restaurante del que casi nos echan y al que nunca habíamos vuelto.

-          Lo de siempre, ¿no?

-          Lo de siempre…

Si teníamos claro que la noche de chicas era para beber…

Nos contamos a grandes rasgos las novedades del día, que no eran muchas. Y Olaya tuvo la indecencia de confesar que me había encontrado en mi despacho con pinta de ir a descolgar el teléfono para llamar a Octavio.

-          Traidora…

-          Lo hago por tu bien-, respondió ella, cruzando las piernas en plan diva, dando a entender que estaba muy orgullosa de sí misma por haber sido tan oportuna-. Si llego a entrar tres minutos más tarde la tenemos que ir a buscar al hotel donde hubiera quedado con el muy cabronazo.

Era una pena que a esas alturas de semana tuviera tan poca fe en mi fortaleza mental, pero al final estaba en lo cierto. Había tenido demasiadas ganas de llamar a Octavio como para poder negar la evidencia.

No iba de haber estado enamorada de él. Iba de que seguía enamorada de él.

Mierda.

Probablemente la idea de intentar ligar aquella noche no fuera tan descabellada. Cualquier cosa sería mejor que pasar la noche del viernes llorando en mi casa, reviviendo la escena de la semana anterior. Los aniversarios eran muy malos para los recuerdos, y ya se cumplía una semana desde que estaba sin novio.

-          No-, pensé-. Desde que te enteraste de que eras su amante. Rompiste con él el lunes por la mañana.

Mierda, dos aniversarios. Mejoraba la cosa por momentos.

-          Pues vale-, sentencié, levantando la copa para soltar un solemne brindis-. Por la noche en la que me pienso ligar al tío más bueno del Martinies.

-          Por la noche en la que piensas ligarte al segundo tío más sexy del Martinies-, contestó Oriola-. Que al más bueno me lo pienso llevar yo a la cama.

Reímos de buena gana. Nos hacía falta.

Me hacía falta.

Mis amigas levantaron las copas conmigo, y menos Olaya, lo hicieron convencidas de que se presentaba una velada memorable. Pero era porque Olaya me había visto flaquear, y no por nada me conocía desde la infancia. Sabía que lo estaba pasando tremendamente mal, y que me iba a costar superar el golpe que me había dado el capullo de mi ex.

Y no iba mal encaminada…

4

Esa noche no pude ligar. Por más que lo intenté no tenía el cuerpo para estar tonteando con desconocidos que lo único que buscaban era sexo rápido y sin compromiso.

“Mira tú por dónde, como quería mi amante”.

Cuanto más le daba vueltas a la cabeza más entendía que había sido una estúpida al no darme cuenta antes de la vida que había llegado con mi novio. Vida de amante. Vida de mujer resignada que se conformaba con las migajas que le dejaba la otra. Vida clandestina.

Se acercaron un par de hombres interesantes, acuciados por mis amigas, claramente. Cualquier espécimen que le entrara a Oriola, Olga u Olaya venía rebotado hacia mi lado del reservado, donde nos habíamos sentado a beber mojitos, reírnos de la vida, y criticar vestidos de las otras féminas del local.

Y a observar al género masculino, por supuesto.

No me quité el abrigo en toda la noche. Habían bajado sensiblemente las temperaturas, y no estaba muy por la labor de coger un fuerte catarro que me tuviera otro fin de semana en casa, con un nuevo pijama (ya que el otro al final había ido a parar a la beneficencia) y más decapitaciones en la tele. De todos modos, como no tenía el impulso de ponerme a lucir vestido y curvas para levantar alguna polla que quisiera pasar un buen rato, no me quedó pena por el mal tiempo en la terraza. El cielo amenazaba lluvia, y yo tenía muy a menudo ganas de llorar, acompañando la humedad del clima.

Al tercer tío que vino a parar a mi lado, tras ser desviado sutilmente por mis amigas, me puse algo tiesa en el sillón de mimbre en el que compartía hueco con Olaya cuando se cansaba de bailar.

-          No sé qué te habrán dicho las lenguas viperinas de aquel lado, pero no ando buscando conocer a nadie esta noche.

Supongo que fui demasiado brusca, porque el hombre que se me acababa de presentar frunció el ceño hasta parecer enfadado. Me sentí mal por ser tan grosera. En verdad yo nunca había sido descortés con nadie, y no tenía que empezar a serlo aquella noche. Era mi primer fin de semana sin pareja, y tenía que dejar de comportarme como una mártir. Nadie en aquella terraza tenía la culpa de que a mí me acabaran de romper el corazón.

-          No por no andar buscando conocer a alguien se deja de conocer a alguien-, contestó, tratando de obviar lo grosera que acababa de ser yo al hablarle.

El rostro se le suavizó mientras charlaba, y me esforcé por mirarlo a los ojos, cosa que no había hecho con los dos tipos anteriores. No sabría decir quienes eran los otros dos hombres que se me habían acercado antes, y era toda una descortesía por mi parte. Me sentí mal, a la vez que me quedé sorprendida al darme cuenta de que me resultaba muy agradable mirar a mi interlocutor.

Era, sin duda alguna, muy atractivo.

-          Cierto. No buscar compañía no me exime de ser educada.

Me levanté del sillón no sin algo de dificultad tras tres mojitos y el vino de la cena. Le extendí la mano para presentarme tras estirar mi vestido y el abrigo por debajo del culo. El tipo siguió mis movimientos con la mirada, y pude notar que sonreía complacido cuando volví a mirarlo a los ojos.

-          Me llamo Olivia.

Rechazó mi mano y se apropió de mi rostro para darme un beso suave en la mejilla, muy cerca del oído.

-          Eso me ha dicho tu amiga. Un placer… Olivia.

Tenía una voz sensual que hizo que me temblaran un poco las piernas al aceptar su beso. Lucía una barba de tres días que me raspó la mejilla, haciéndome cosquillas. El beso fue húmedo, y cuando retiró los labios sentí frío sobre la piel que había dejado atrás.

Impulsivamente llevé los dedos a la zona, gesto que le hizo mucha gracia.

-          Yo soy Oziel.

Me quedé como una tonta mirando sus labios, enmarcados en la barba incipiente. Tenía unos preciosos ojos picarones, que jugaban con la idea de recorrerme el cuerpo para valorar si merecía la pena el esfuerzo de quitarme el mal humor. No puedo decir que me desagradara su disimulado descaro, ya que hacía un par de mojitos antes había decidido que aquella noche iba a meterme en la cama con un completo desconocido, y aquel lo era.

Y estaba realmente bien el muchacho.

Cabello oscuro ligeramente ondulado, lo suficientemente largo como para poder peinarlo y aferrarlo mientras se le besaba. Mandíbula cuadrada que me recordó a la del personaje de Batman bajo la máscara negra. Cuerpo esbelto aunque sin grandes pretensiones. Buena postura, y buena mirada…

Supongo que a él también le hizo gracia que lo valorara.

-          Siento que sea un mal día para conocer a alguien. Me habría encantado tomarme una copa contigo.

Volvió a darme un beso a modo de despedida, algo más largo que el anterior. Y muy húmedo. Sentí que me excitaba bajo la presión de sus labios, mientras sus palabras me acariciaban la piel cerca del oído, tratando de dejar huella en mi mente… y en mi entrepierna.

-          Espero que otro día quieras conocerme.

Su mano tocó mi cuello para terminar de embaucarme, y la otra mano rozó mi cintura. Temblé y sentí su sonrisa a mi lado, raspando con el gesto mi mejilla. La música sonaba alta en el local, pero no se me escapó ni una de sus palabras.

Hubiera quedado como una hipócrita si de pronto me entraban ganas de aceptarle esa copa tras haberlo mirado a los ojos, así que no dije nada. Me limité a asentir, como él intuía que haría, y lo observé con cara de lela mientras se alejaba, volviendo a saludar a Oriola, que era la que lo había conducido hasta mí.

“Gilipollas”.

Me lo llamaba a mí, no a él, que para nada se había comportado como tal. Acababa de dejar pasar al tío más atractivo, probablemente, de todo el local, y su beso de despedida había sido como un bofetón por la promesa de erotismo que escondía, y que me había privado de disfrutar.

Sentí el impulso de quitarme el abrigo y salir a bailar con Oriola, pero mi estado de ánimo se ensombreció ante la perspectiva de comportarme como una niña que trata de recobrar la atención del niño al que acaba de insultar. Seguí con la mirada su trasero, casi cubierto por el blazer que llevaba, mientras se alejaba de nuestro reservado y se confundía entre la masa que se movía al ritmo de las notas musicales.

No me gustó el sabor de boca que se me quedó al perderlo de vista.

Y no me gustó la canción que sonaba, por lo que volví a sentarme en mi sillón de mimbre, cruzando las piernas, y poniendo más tela del abrigo sobre ellas.

Mi humor había empeorado considerablemente.

Me prometí que era la última vez que dejaba que Octavio me fastidiara una noche. No había nada entre él y yo, salvo las mentiras y mi corazón roto. Mi rabia y mi impotencia, y mi necesidad de volver a estar entre sus brazos. Necesitaba comprobar si esa necesidad se evaporaba al estar entre otros, que apretaran mi cuerpo con la misma fuerza.

-          ¿No te ha gustado ese muchacho?

Mi amiga soltera se había quedado también mirando la estela que dejó Oziel al alejarse, con mejores cosas en la cabeza que llamarse gilipollas a sí misma por haberlo espantado. Ella, probablemente, se veía ahora mismo acercándose a él, presentándose con una enorme sonrisa, y plantándole un enorme beso en los labios a modo de saludo. Si se lo follaría en alguno de los baños de la terraza, en el asiento de atrás de su coche, o en la cama de cualquiera de los dos, no me quedaba muy claro. Pero mi amiga se había puesto en modo caza, y Oziel iba a tener pocas posibilidades de defenderse de ella.

Me dio cierta envidia.

-          Todo tuyo. Disfruta de la noche-, le contesté, intentando sonreír-. Y dale recuerdos de mi parte.

Me dio un beso donde aún conservaba el recuerdo del anterior, y dando saltitos se perdió en la misma dirección que el primer hombre que había conseguido que se difuminara la imagen de mi amante, metido entre mis piernas, entrando y saliendo con ansia, apoyada contra la pared de mi piso una noche cualquiera.

Aquella noche iba a necesitar los servicios de mi consolador, lo estaba viendo.

Olaya me miró desde la zona de baile, y sonrió entendiendo cómo me sentía. A los pocos minutos se sentó a mi lado portando dos copas con sendos mojitos. Lamí el azúcar del borde del cristal para quitarme el amargor de la boca, y mordisqueé un poco de hielo. Olaya me abrazó cuando las lágrimas empezaron a correr por mis mejillas. Al final, había empezado yo a lloran antes que el cielo a llover.

-          ¿Qué voy a hacer contigo?

-          Perdonarme las malas noches que voy a darte…

Olaya cogió un poco más de azúcar con su dedo y me lo ofreció para que lo lamiera.

-          Todas las que hagan falta. Para eso están las amigas.

Y mientras lloraba y masticaba azúcar busqué con la mirada a los hombres que no podía identificar de aquella noche. Pensé que les debía una disculpa. Pero ya si eso para cuando pasara otra vez por delante de un espejo, que el maquillaje tenía que estar hecho una pena con las lágrimas.

“Olivia en modo mapache”.

Sí, me prometí que aquella noche era la última que me fastidiaba mi ex novio.

Era una pena que mis promesas me sirvieran de poco a aquellas alturas.

5

Levantarme el sábado añorando el pijama que di a la beneficencia no fue, para nada, iniciar el fin de semana con buen pie. Acostarme llorando pensando en Octavio… tampoco ayudó a que la cosa mejorara mucho.

La noche del viernes había acabado como se barruntaba, triste y lacrimógena. Después de perder de vista a mi amiga, en pos del amante que se me escapó de entre las manos por comportarme como una tonta enamorada (que lo era), la velada no había hecho sino empeorar. Y cuando ya ninguna de las chicas pudo consolarme nos metimos en un taxi y nos fuimos a casa.

Cada una a la suya, a compartir cama con su pareja. Yo, simplemente, abrí la puerta de mi casa y me derrumbé contra la pared tras pasar el pestillo. A rastras llegué al dormitorio, y sin quitarme la ropa me acurruqué bajo las sábanas.

Creo que eran las cuatro de la mañana cuando, tras cansarme de dar vueltas en la cama con los ojos en modo mapache, resultado de la mezcla del rímel y las lágrimas, cogí el móvil. No quise pensar en lo que hacía, en si estaba bien o mal, en si quedaría como una completa imbécil o en si me arrepentiría a la mañana siguiente. Encendí la pantalla y mis dedos teclearon un mensaje para Octavio.

“Te echo de menos, hijo de puta”.

Y lo envié casi a la carrera para no echarme atrás…

… Borrando el insulto.

Enamorada y gilipollas.

Para mi sorpresa, y después de enviar el mensaje, conseguí dormir el resto de la noche, tranquila y relajada, embadurnando de negro el forro de la almohada. También lo dejé algo mojado de lágrimas y saliva (aunque no pienso reconocer ni muerta que babeo por las noches cuando bebo tres copas) pero por la mañana casi sólo se notaban las manchas de rímel.

Al conseguir despegar los ojos la claridad de la mañana me golpeó de lleno desde la ventana. ¿O era ya por la tarde? Mi estómago me decía que llevaba demasiadas horas sin comer nada, y que no había sido buena idea lo de seguir bebiendo hasta tan tarde. Estaba algo mareada, me dolía todo el cuerpo, y el vestido me había dejado señales muy feas allí donde los broches habían presionado contra la piel durante las horas de sueño.

-          Octavio…

Su nombre se escapó de mis labios, y acto seguido el recuerdo del mensaje de hacía unas horas me golpeó en la cabeza como un bate de béisbol. Me senté en la cama, con el cuerpo tembloroso, y alargué la mano hacia el teléfono. Tuve que respirar varias veces antes de atreverme a encender la pantalla y mirar la hora que era, y todas las notificaciones que tenía en la barra superior de la enorme pantalla.

Las doce de la mañana.

Y cientos de mensajes aglutinados en un espacio tan pequeñito, con su diferente iconografía según el lugar de procedencia. Facebook, Twitter, Instagram. Recordaba vagamente haber subido un par de fotos a las redes sociales por la noche, presumiendo de amigas y de lo guapas que nos veíamos. También tenía la esperanza de que alguien que conociera a Octavio viera las fotos y le comentara lo bien que parecía haber superado yo la ruptura, aunque en verdad sabía que teníamos muy pocos amigos en común, y casi todos lo habían conocido a él a través de mí, como mi pequeño grupo de amigas.

Él se había cuidado mucho de no presentarme a sus amistades.

Entre todo aquel batiburrillo de notificaciones, y alguna que otra llamada de mi madre que había pasado desapercibida al poner el teléfono en silencio, encontré el mensaje que estaba buscando.

Octavio había respondido esta mañana, cerca de las ocho.

“Yo también a ti”.

Me dio un vuelco el corazón al leerlo. Por más que quería evitar pensar en la posibilidad de ceder a la necesidad de refugiarme entre sus brazos aquella mañana quería ser débil. Débil y tonta, y fingir que nada había cambiado entre nosotros. Que yo no sabía que mi ex tenía pareja, que yo era la amante y que me había mentido durante un año. Necesitaba que mi vida volviera a ser tranquila y monótona, con los pocos ratos que pasábamos juntos, con los fines de semana robados a su apretada agenda, y los instantes de sexo desenfrenado, comiéndonos el uno al otro como si no hubiera una segunda oportunidad.

Sabía que no conseguiría follar con otro hombre como lo había hecho con él… Y eso me angustiaba también un poco. Bueno, para ser sincera, me angustiaba bastante. Había pasado un año con una intensa vida sexual y me había acostumbrado a ella. Sabía que podía volver a enamorarme. Con mi edad tenía muy claro que las historias de amor empezaban y acababan tarde o temprano. Pero lo que también sabía era que enamorarte de un hombre maravilloso no te garantizaba buen sexo. Había tenido parejas a las que había querido mucho, pero no me habían complacido del todo entre las sábanas. Y eso deterioraba una relación, dijesen los románticos lo que dijesen.

Si al final no te estremecías tras tener su lengua entre los pliegues durante un buen rato… podías ponerle a la relación fecha de caducidad. Y yo necesitaba a un hombre que me erizara la piel con el mero hecho de que me susurrara un par de obscenidades al oído, en el momento más decoroso. Que me hiciera tomarlo de la mano para buscar un sitio a solas y abrirle las piernas mientras él luchaba con la ropa interior y los botones de su bragueta.

Así había sido el sexo con Octavio. Violento, anhelante, sucio…

Así nunca me habían follado antes.

No podía reprimir la pregunta de si tendría sexo con su pareja de la misma forma, o si con ella hacía el amor y conmigo follaba. Había tantas cosas que se habían quedado flotando en mi cabeza que si no le preguntaba probablemente me obsesionaría con ellas. ¿Por qué había aparecido en mi vida si ya tenía pareja? ¿Había tenido otras amantes antes? ¿Mientras estaba con su pareja y conmigo veía a otras chicas? ¿En verdad me había querido alguna vez?

-          ¿Para qué quieres saber todas esas cosas?- me pregunté, sintiéndome aún más estúpida-. ¿Qué ganas con eso?

“Respuestas…”

Tenía el pequeño defecto de obsesionarme con las cosas. Necesitaba entender lo que me pasaba, y en ese momento me pasaban demasiadas cosas como para que la madeja se desenredara. Al contrario, con cada noche que pasaba sola en la cama el ovillo se liaba más y más, y me sentía atrapada.

“Es sólo cuestión de tiempo. Tienes que dejar que pasen los días.”

Pero las mañanas llegaban y me sentía tan mal como al acostarme, y tenía miedo de permanecer así meses, viviendo del recuerdo y de las preguntas no respondidas. Tenía miedo de convertirme en una mujer triste y rencorosa, que tratara a todo el mundo igual que al tío que había intentado ligar conmigo aquella noche. Me tenía merecido que me hubiera dejado plantada tras presentarnos por fin.

Maldito Octavio…

Y allí estaba yo, mirando la pantalla del móvil como hipnotizada, pensando en si debía contestarle algo o si esperar a que fuera él quien mandara el siguiente mensaje. ¿Qué más podía escribirle?

Pero tenía la respuesta, al menos, a esa pregunta.

“¿Por qué lo hiciste?”

Mis dedos teclearon la pregunta a la misma velocidad a la que apareció en mi cabeza, y la envié de la misma forma, sin pensarlo mucho. Al final, sabía que necesitaba respuestas para volver a la normalidad, para seguir con mi vida, para aceptar lo que había pasado.

No… No podía engañarme. Necesitaba respuestas para perdonarlo, para aceptar que era la amante de un hombre que de momento podía ser que estuviera casado y con hijos, para seguir con nuestra vida clandestina de noches quedando en el gimnasio, cenas frugales y sexo sin prejuicios. Necesitaba perdonarlo, y eso solamente lo conseguiría hablando con él.

Ciertamente, era mucho más gilipollas de lo que había pensado.

Tuve ganas de golpearme la cabeza con la pared donde se apoyaba el cabecero de la cama, pero cuando estaba a punto de levantarme sonó nuevamente la notificación de que otro mensaje había sido recibido. Casi se me cae el teléfono al suelo al intentar leerlo.

Porque te quiero”.

Mi corazón volvió a alborotarse. Nada podía importarme en ese momento más que el hecho de saber que sí le importaba a mi novio. A mi ex. A mi amante…

¿Qué coño era Octavio para mí?

No podía conformarme con ser su amante. No podría tener hijos con un hombre que simplemente me veía a ratos, escapándose a su vida ficticia conmigo. No podría presentarlo en las cenas de Navidad, e invitarlo a las bodas de mis amigas donde cualquiera podría reconocerlo. No podríamos tener una casa juntos, un baño en proyecto para reformar cuando ahorráramos algo de dinero, y un perro sacado de la perrera que estuvieran a punto de sacrificar.

No había futuro con Octavio…

Y, simplemente, lo que necesitaba en aquel momento era un presente.

Y lo quería en él.

-          Vas a cometer la mayor gilipollez de tu vida…

Y, aún sabiéndolo, mi alma había quedado sencillamente en paz al tomar la decisión. Necesitaba seguir con Octavio, aunque sólo fuera para poder resolver los asuntos pendientes, y aceptar que todo aquello había ocurrido en verdad. Estaba enamorada, y eso era algo que no podía negarme. Estaba enamorada, y el amor no desaparecía de la noche a la mañana porque de repente te enteraras de que tu pareja era un capullo integral.

Aunque debería pasar…

Ya habría tiempo de dejar de amarlo. Lo bueno de los desengaños era que al final desgastaban una relación. Y nos debíamos, al menos, las explicaciones.

No… Me las debía él a mí. Yo me debía a mí misma volver a ser feliz. Y aceptar que en aquello sólo tenía la culpa de haber sido tan tonta como para confiar en que Octavio estaba realmente muy liado con su trabajo y su familia como para dedicarme más tiempo. Me debía las noches que me había negado, los besos que no me dio por las prisas, y el sexo que tenía con ella.

Me debía tantas cosas…

¿Por qué iba a negarme yo estar con la persona a la que quería?

-          Porque está mal… Eres la amante.

Pero yo no quería ser la otra. Quería ser la oficial, la que saliera en las fotos de familia, la que fuera por la calle de su mano, en su coche al cine, y eligiera las sábanas de la cama.

Quería aquella locura, al menos… de momento.

-          Buena suerte…

Yo también te quiero”.

Acababa de enviar el mensaje cuando me llegó la respuesta.

Necesito verte”.

Y yo, que sentí que había ganado algo de confianza sabiendo que él estaba igual de enamorado que yo (o que al menos lo fingía) me llené de valor y pensé que no había que ponerle las cosas fáciles al capullo de mi amante.

Sí, mi amante… Era bueno empezar a reconocer las verdades.

Esta noche. Haz alguna reserva en un restaurante. Tienes muchas cosas que explicarme”.

Sabía que era sábado, que él nunca quedaba conmigo los sábados por la noche, y que para él sería muy complicado organizar su vida para poder acudir a aquella cita. Pero, al menos, necesitaba saber que si me iba a embarcar en algo… él iba a hacer también sacrificios, y no sólo yo.

Miré la pantalla durante un par de minutos, pero permaneció en silencio.

-          Capullo…

Estaba a punto de apagar el móvil y coger el panfleto de la pizzería para volver a embarcarme en la vorágine del fin de semana anterior, helado y Juego de Tronos incluidos, cuando llegó un nuevo mensaje.

“A las ocho en el Broidiese. Gracias por darme otra oportunidad”.

La suerte estaba echada, y se me había quedado la cara de piedra.

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Gracias por leerme. Espero que me busques... y que me lo cuentes. ;)

Hasta pronto.

Besos perversos.

Magela Gracia