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El viejo verde y la niña mala

en Sexo con maduros

Samuel llegaba quejoso, a las siete y media de la mañana, al quiosco. Abrió la portezuela y entró a la caseta de madera, el espacio interior era estrecho, y estaba abarrotado de cachivaches. Desplego la ventanilla, salió de nuevo y extendió los portones frontales quedando así listo el expositor. Tomó el paquete de diarios, anudados con una cuerda, que el repartidor había abandonado junto a la puerta, por la que entraba él, los dispuso en el frente, ordenándolos. Así, en media hora, maldiciendo cada vez que tenía que agacharse y levantarse, tirar y empujar, estuvo listo para empezar su jornada.

Se sentó en el taburete, al que había terminado por coser un cojín, que tenía dentro del habitáculo donde atendía. Había allí también, una estufa eléctrica, totalmente inútil con el caluroso verano que empezaba. Sesenta y un años gastaba Samuel, el pelo corto y plateado, pero aun ahí, bien afeitado de cara, ojos marrones que empezaban a clarear, conservaba cierto atractivo en su cara poco arrugada, una barriga pronunciada, y un cuerpo que conoció más fuerza y tensión, pero era lo normal al hacerse viejo pensaba.

Se sentía muy viejo últimamente, su nieto empezaría la universidad terminado el verano. Su hija tenía cuarenta años ya, cierto es que nació cuando eran jóvenes, él y su esposa, y más cierto que se casaron muy pronto, tal vez demasiado. Los últimos años los roces eran constantes, ¿se habían querido realmente alguna vez?, se preguntaba. Como fuere aguantaban juntos, durmiendo separados, y él pasando todo el día en el quiosco, aunque eso siempre había sido así, lo prefería, echar horas allí solo que sin decirse nada con ella.

En definitiva, Samuel era un hombre más envejecido por la vida y la rutina, que por el tiempo en sí. Sentado esperó, al primer cliente del lunes, llegaba pronto, puntual como un reloj. Samuel sacó el paquete, un conjunto de revistas eróticas, había de todo allí, todo lo que el buen solterón podía necesitar. El hombre al fin llegó al quiosco, con paso raudo desde que Samuel le vio doblar la esquina, recogió el paquete y se fue con un saludo cordial. Aquel habitual era un lustro menor que él, vivía aun con su anciana madre, y era consumidor de aquella prensa desde siempre. Poco mal puede hacer el hombre, pensaba el quiosquero, siendo esta su única diversión.

Nada más partió el cliente, Samuel se dio cuenta que había olvidado añadir una revista al paquete, le llamó la atención al verla en la balda bajo la ventana por que asomaba, también por que no solía tener mucho material de ese tipo en el quiosco. El habitual había marchado, rápido, y ya no podía echarle el guante, en cualquier caso, le daría aquello dentro de una semana, cuando volviese.   

A Samuel nunca le habían llamado la atención las revistas eróticas, ahora menos que en su juventud incluso, después de cuarenta y dos años de matrimonio no tenía intereses particulares. Pero la tentación es de esas cosas que empieza en silencio, poco a poco, y así sin darse cuenta, se encontró contemplando la portada. Allí una chica muy jovencita, ataviada de colegiala, se abría de piernas y tapaba su coño desnudo con una mano, exagerando un gesto de sorpresa. La chica era guapa, y por pura curiosidad dobló la primera página, allí había un aviso diciendo que todas las modelos tenían más de dieciocho años, debajo un índice. No le fue difícil localizar donde estaban el resto de las fotos de la chica de portada, achinó un poco los ojos y leyó el número de la página.

La mañana estaba tranquila, sin clientes a la vista, así que podía seguir distraído un poco más. Notaba que se le despertaba un impulso lujurioso, y si bien llevaba ya años sin acostarse con su esposa, no había sido por falta de fuerzas. Le hacía cierta gracia, que se le formase una erección mirando una revista, cosa que nunca había hecho. Así iba pasando las páginas, para encontrar a la colegiala variando posturas cada vez más explicitas al tiempo que perdía ropa. De empezar sin ganas y por pura curiosidad, Samuel, pasó a frotarse el bulto en sus pantalones mientras no perdía detalle. Un animal deseo se fue despertando, con una chica así, con una cría tierna y dulce, seguro se le pasaban todos los males.

Un cliente le sacó de su estupor, tomó un diario, pagó y se fue. Luego llegó otro y así la mañana se animó, Samuel apartó la revista y la dejó medio escondida. Se alegraba de que el curso escolar, en el instituto cercano, hubiese acabado, no necesitaba niñas viniendo a por las chucherías que vendía, no después de lo visto en esas páginas. La simple idea le asqueaba un tanto, ese sentimiento estaba mejor dormido.

Así poco a poco y trabajando fue apartando las malas ideas, hasta que la vio. La chiquilla aquella, la hija de la nueva peluquera, la mulata. No sabía, o más bien no recordaba el nombre, llevaban en el barrio un par de meses, la joven ayudaba en la peluquería a su madre, todos los hombres se la comían con los ojos. Le bastaba con pararse, con su piel de caramelo, su melena rizada y castaña, sus ojos grandes de color avellana, con pestañas enormes, sus labios carnosos, su rostro algo aniñado, y su cuerpo matador, poco pecho, delgada, pero con unas caderas que se ensanchaban para recibir un trasero enorme, y duro a juzgar por la vista. Y ese lunes la vista era magnífica, llevaba una camiseta de tirantes, apretada, rosa, marcaba sus pechitos, iba sin sujetador, sin duda, además unos pantalones vaqueros, recortados lo más arriba del muslo posible, que a Samuel más bien parecieron simples bragas, pues solo recogían su culo y dejaban sus finas piernas al aire.

Terrible resultaba aquella imagen para exorcizar los fantasmas de la mañana, y daban ya las once, y volvía la erección a los pantalones de Samuel, que en parte se sentía como un chaval, por el poco control que tenía. No mejoró nada que tras otear el horizonte la joven se encaminara para el quiosco, al estar a una docena de metros al hombre se le aceleró el corazón, comprobó que la revista estaba bien escondida y se peinó tontamente.

-      Buenos días… - Saludó la chica, haciendo una pausa para intentar recordar el nombre del quiosquero.

-      Samuel. – Le apremió este. – Buenos días, vaya, yo…

-      Elizabeth, no nos acordamos ninguno. – La chica sonrió, una sonrisa preciosa y blanca, sincera incluso. – Venía a por un poco de cambio, si le parece, nos quedamos sin. – Samuel era hipnotizado por los labios, pintados de rojo pasión, y por el acento caribeño, leve tras pasar la mayor parte de su vida en España.

Elizabeth nació en República Dominicana, allí vivió hasta los ocho años, cuando ella y su mamá cruzaron el charco para acabar en España. Ahora, a sus dieciocho, llevaba más de media vida lejos de casa.

-      Don Samuel… - El quiosquero se había quedado atontado, siguiendo la figura de la chica, con el calor de aquel día una gota de sudor se le había derramado por el escote y esto cautivó al hombre.

-      Si claro, ¿cuánto quieres chiquilla?

-      Deme de veinte, y tantas moneditas como pueda, que nos quedamos sin recién empezó la mañana. – Bombardeaban a la mente de Samuel las imágenes de la revista, solo que ahora lo hacían con la cara de la joven que tenía delante.

-      Aquí tienes. – Le tendió el cambio, quince euros en monedas y cinco en un billete.

En eso que la chica fue a entregarle el billete de veinte, que el puro nervio, junto la suavidad de su piel, hicieron que Samuel no se atreviese agarrar nada. El papel azul, cayó despacio, dentro del habitáculo del quiosco, balanceándose, y escapando a los intentos de ser alcanzado por el hombre. Elizabeth, con bondad, se asomó, poniéndose de puntillas, por el ventanuco y trató de echarle mano. Se percató, entonces, de la situación de Samuel, al que le dio tremenda vergüenza que la chica se diese cuenta. Vio Elizabeth, en lo que el billete aterrizaba sobre el regazo del viejo, la erección marcada en los pantalones de fina tela, una buena polla se apretaba allí.

-      Ya está, ya no se va más lejos. – Dijo con forzada intención de broma Samuel.

-      Sí, ya se paró. – Le sonrió con algo de incomodidad ella, y con un gesto de la mano se despidió. – Gracias.

Mal se sintió Samuel, porque ella le hubiese visto así, como un viejo verde al que se le pone dura al ver a una cría. Por el contrario, incapaz de reprimirse, mientras se alejaba Elizabeth iba mirando para atrás. Ella no era una colegiala tonta, como la representada en la revista, ya había estado con chicos, e incluso con un hombre de treinta y tantos, sabía lo que se cocía en los pantalones de todos los hombres que la miraban, pero no esperaba ver algo como eso en los de Samuel. A golpe de vista, en ese instante, en la semioscuridad del quiosco, tenía un palmo de largo, pero, sobre todo, unos cuatro dedos de ancho. Buena polla se gastaba el viejo fue su pensamiento antes de volver a la peluquería.

Allí su madre terminaba de peinar a una clienta, otra estaba con el secador puesto, Elizabeth colocó los cambios en la caja registradora. Sonaba la radio, suave, de fondo, el ruido que predominaba era el cotilleo de las marujas, la chica estaba aburridísima. Así le dio por empezar a imaginar, o más bien a recordar, a intentar pintar con todo detalle lo que había visto. Se distrajo con eso un buen rato, dibujó en su mente la polla de Samuel, imaginó que sería gorda, al menos eso le pareció, venosa, cabezona, seguramente el hombre tendía una mata de pelo cano, ¿y cómo serían los huevos?, gordos y algo caídos. Le entraron calores, aun con la puerta abierta y los ventiladores encendidos el mediodía ardía.  

Elizabeth llevaba ya un tiempo largo con ese gusto por los hombres mayores. Con quince se desvirgó con un chico de su clase, mientras él se movía torpe sobre ella, pensaba en el padre de este, un tipo con aspecto de actor y un buen coche. Luego estuvo con otro, un repetidor, le sacaba dos años, poco, pero por algo se empieza. Le llegó el turno al de treinta, un cliente de la peluquería, un día entró cuando su madre no estaba, última hora de la tarde iba a cerrar, pero le hizo el favor de atenderle. Ella le cortó el pelo, moviendo su cabeza de un lado a otro, frente al espejo, él no perdía detalle de la chica. La mirada reflejada no podía ser más lasciva.

Cuando le quitó la bata, y el pelo cayó al suelo, no dijo nada él, agarró a Elizabeth por el cuello, y le comió la boca. La intensidad del beso le hizo buscar apoyo, contra el espejo, la boca de él bajaba ya por su cuello, sus labios se posaban y succionaban por encima de sus tetitas. Elizabeth estaba muy caliente, le ponía aquel hombre desde que entró por primera vez, pero tuvo la mente fría los segundos suficientes, para apartarle y echar las cortinas, que tapasen la cristalera que permitía que se viese toda la peluquería.

Era invierno, y a las ocho había anochecido, desde fuera, con cortinas echadas se veía el resplandor, y sí se observaba con atención las siluetas. Dentro, él volvía a estar sentado, y Elizabeth encima, sin camiseta, recibiendo besos en sus tetitas, sintiendo la succión, se mordía el labio inferior, ese tan carnoso, y se hizo un poco de sangre. Sus pechos eran apenas un par de pasteles de ese chocolate con leche que era su piel, coronados por una lagrima puntiaguda de un chocolate más puro y oscuro. Y para ella eran una fuente de placer inacabable, un pellizco, un mordisco, una buena chupada como aquella y se volvía loca.

Si bien la boca del hombre estaba condenada allí, sus manos ya buscaban otros lugares, y Elizabeth las ayudó. Lamió sus dedos, uno por uno, incluso el que lucía el anillo de casado, y los llevó hasta su pantalón, desabrochándolo ella misma, dejándolos sobre el tanga. Él por poco lo arranca, lo rasgó, deshaciéndose del triángulo que cubría la rajita, una grieta entre dos montes de carne, una grieta húmeda. Sus dedos se colaron, juguetearon y retozaron terminando de arrancar a Elizabeth los pocos gemidos que aún se guardaba, era bastante escandalosa cuando se trataba del placer.

La chica no podía más y descabalgando un segundo se terminó de quitar los pantalones, se quedó desnuda, con su tierno cuerpo al alcance de él. Este no tardó en abrirse su bragueta y sacar la polla que esperaba hiciese las delicias de la chica. Mal juzgó el hombre, y poco emocionó a Elizabeth lo que asomó, pero en fin estaba entregada. Le cabalgó, con la flexibilidad y las ganas que solo una chica de esa edad puede tener. Aunque él volvía a lamer sus tetas, amasaba su culo, amenazando con meter un dedo allí, nada sirvió para que llegase al orgasmo. No antes de que, gruñendo, y azotándole, el hombre, la sacase y se corriese sobre su vientre.

Elizabeth que recordaba ese encuentro, aun calentándole, mientras colocaba rulos a una maruja, no pasaba por alto la moraleja que sacó en claro: el tamaño importa. Al menos a ella, y por lo visto en el quiosco Don Samuel cumplía, además de ser un auténtico papi, casi un abuelo, lo que lo hacía todo mejor.

A todo esto, era la una del mediodía, Samuel se debatía, en el quiosco, entre dejar pasar lo ocurrido, o acercarse a la peluquería y disculparse con la joven. No era su plan ir exhibiéndose por ahí, a las chiquillas, era todo culpa de esa revista y el salido que se la había olvidado. Sin embargo, la voz de demonio en su hombro le decía que la chica no se había disgustado, y que poco importaba si así era, había tenido el lujo de ver una buena polla, que con gusto rompería ese, seguro, apretado coño que casi asomaba por esos pantalones.

A ninguno de los dos le hizo gracia volver a casa, a comer, con el calentón que llevaban encima. Emilia, la mujer de Samuel, ni se percató de la situación, algo desinflada, con que su marido llegó a casa. Por su parte Elizabeth, se metió nada más llegar a la ducha y allí logró apaciguarse un tanto, si bien autosatisfacerse con esa fantasía en mente no le hizo si no desearla cumplida aún más.

Así llegaron los dos personajes al segundo acto, Elizabeth dejada sola a cargo de la peluquería aquella tarde, tenían pocas citas, y Samuel de vuelta a su cubil, pensando en ojear de nuevo la revista, casi necesitándolo. El hombre pecó de presumido antes de salir de casa, se cambió de camisa, se perfumó con colonia y repeinó. La niña no cambió un ápice de su modelito, rehízo su maquillaje, borrado en la ducha, tan solo un poco de sombra de ojos y un repaso del carmín de los labios, podía así dejar una roja marca sobre la polla de Don Samuel.

Ambos se apresuraron demasiado en regresar a sus puestos, Elizabeth vio al viejo ya en el quiosco cuando se dirigía a la peluquería. Mientras la joven pasaba por delante, Samuel tenía sobre su abultado regazo la revista con la colegiala en la portada, exploraba ahora el resto de fotos, del mismo corte con distintas muchachas. Así estaban los dos igual de cachondos, esperando que uno diese el paso, o tal vez simplemente soñando con lo que se harían si uno diese el paso.

Eran las tres de la tarde, de un lunes de julio, en la calle no había un alma, muy pronto los dos habían acudido a sus puestos. El sol pegaba como un martillo, más de treinta grados. Convencido, más bien convenciéndose, de que podía tener algo con Elizabeth, Samuel, solo en el quiosco, se acariciaba el paquete, tenía la polla dura, pero sin llegar al máximo. Había dado dos vueltas a la revista, y ninguna de las modelos se le antojaba más que la de carne y hueso que estaba en la peluquería.

A Elizabeth su madre le hubiese dicho que esas no eran formas de atender el negocio, tirada en una de las sillas, dando vueltas sobre sí misma, con ganas de llevarse la mano derecha dentro de sus pantaloncitos, de sus apretados shorts.  La primera cita de la tarde era dentro de una hora, de sobra, pensaba, para un revolcón con el quiosquero, seguro que no le aguantaba mucho. Aun así, con ese tiempo podría probar el rabo que le tenía loca, necesitaba ya ver ese monstruo bien.

Finalmente, el calor y el calentón tomaron el control de ambos. Primero de Samuel, que apresurado cerró el quiosco y salió para la peluquería, no sabía muy bien que hacer, pero de perdidos al río. Un minuto, o dos más tarde, Elizabeth hizo lo propio, se colocó todo delante del espejó, incluso se pellizcó los pezones, sobre la camiseta, para ponerlos bien duros. Se cruzaron a mitad de camino, algo más cerca del quiosco pues la chica echó una pequeña carrera.

Ella sonrió al verle, no con bondad, si no con maldad y lujuria, sabía que le tenía en sus garras. Él se encomendó a Dios al fijarse en los pezones puntiagudos, en la cara de niña mala, y en todo lo que se le pasaba por la cabeza. Se terminaron de juntar, más despacio al final.

-      Buenas tardes. – Saludó Samuel, arrepintiéndose al instante de tan tonta presentación, iba a por la chica con intención de follársela salvajemente y saludaba con un “buenas tardes”.

-      Muy buenas. – Elizabeth buscó con la mirada la entrepierna del viejo, y allí estaba aún más marcada que por la mañana, no era un espejismo. - ¿Qué se le ofrece, Don Samuel? – Ella quería jugar un poco.

Por dentro él aún lamentaba el saludo, pero la actitud de ella le reconfortó, estaba interpretando el papel perfecto, el de inocente, pero por dentro cachonda perdida, el de niña mala. A él le tocaba ser el pervertido, el viejo verde, se auto-convenció y adelante fue.

-      Esta mañana, cuando has venido a por cambio, ¿qué has visto? – La calle desierta le daban ganas de coger a Elizabeth por el brazo, meterle a un portal y hacerle de todo.

-      Una cosita, que estoy volviendo a ver. – Como el tiempo sobraba, a ella no le importó un poco de desperdicio, acarició el paquete del viejo.

-      Ya me parecía a mí, que eras tú una niña mala. – Por fin Samuel se atrevió a tocarla, la cogió por la cintura y la acercó a él.

-      Mucho, y a mí que usted es un viejo verde. – Ya estaba dicho todo, ya notaba Elizabeth, en su muslo el rabo del quiosquero.

Estaban pegados en mitad de la calle, un coche paso en todo esto, el ocupante apenas dedicó una mirada, vio una joven, de metro setenta, mulata y culona, pegada a un viejo, de metro sesenta, panzudo y con cara de salido.

-      Venga conmigo Don Samuel. – Ella se separó e intentó tirar del otro en dirección a la peluquería.

-      No. – Samuel no se dejó llevar, en sus fantasías, tenía muy claro donde prefería que fuese el primer encuentro. – Tú te vienes conmigo. – Con más fuerza que la delgada joven tiró para el quiosco. – Entra. – Abrió la puerta de atrás y empujó a la chica con las manos en su culo con forma de enorme manzana.

Samuel cruzó tras Elizabeth, quedaron los dos en la oscuridad del quiosco, el ventanuco cerrado, apenas si entraba una rendija de luz. El último segundo de duda, de silencio fue eterno, pero acabado las manos de él se lanzaron a recorrer el cuerpo de la chica. El tacto de la piel era una delicia, una mezcla abstracta de seda y melocotón, siguiendo esa dulzura recorrió las piernas, desde los tobillos hasta arriba de sus muslos, donde empezaban los pantaloncitos. Un ligero temblor acompañó sus manos todo el camino, hasta notar el vientre plano de la chica, y encaminarse hacia arriba, al tiempo que ella se libraba de la camiseta de tirantes. En la penumbra reinante, el viejo vio los pezones, duros y oscuros, allí dirigió sus dedos, a sentir esa dureza.

Las caricias de Samuel al fin llegaban a una zona donde Elizabeth era especialmente sensible. Se detuvo sobre las dos pequeñas y puntiagudas tetas un buen rato, amasando su escasa carne, masajeando y, incapaz de reprimirse, chupando de ellas. El quiosquero había ocupado su taburete, mientras la chica estaba de pie, dejándose hacer, así lo prefería ella, sumisa para su papi maduro.

-      Estás riquísima niña. – Lo dijo casi gruñendo. – Te comía enterita. – Eso trataba, besando y lamiendo cada trozo de piel de aquel cuerpo tostado y delgado que se erguía frente a él.  

-      Sigue así viejito, sigue. – Ella apretó la cabeza del quiosquero contra sí, ya aquel sitio era un horno y más que se iban calentando, tal vez pegándose se fundiesen. – Déjame a mí comerte ahora. – Dobló su cuerpo para susurrarle eso al oído.

Samuel se despegó, ya respiraba fuerte, acelerado el pulso. Sus ojos acostumbrados a la poca luz vieron como Elizabeth se agachaba, haciéndose hueco en el pequeño habitáculo, hasta quedar de rodillas frente a él aun sentado. El viejo no acertaba a abrirse la bragueta, la chica tomó sus manos y las apartó, a tientas buscó la cremallera y la bajó. Llevaba unos calzoncillos blancos, en este la marcada polla se dibujaba con más claridad que en el pantalón.

Elizabeth se curvó sobre el regazo de Samuel, manteniendo aún sujetas las manos de este por las muñecas, alejándolas del paquete. Ella a escasos centímetros de eso que llevaba obsesionándole toda la mañana, aspiró el olor a sudor y hombre, y se excitó más si cabe. La joven extendió su lengua, lamiendo por encima de la tela la polla del viejo, Samuel estaba en la gloria. Dedicó un par de minutos a ese tratamiento, hasta dejar la tela transparente y empapada en su saliva. Fue entonces cuando el quiosquero tomó la iniciativa definitivamente, librándose del agarre de ella, la tomó del pelo, levantando su cabeza hasta que se miraron.

-      Te voy a dar polla niña mala. – La mano libre del hombre sacó su rabo a relucir, duró, y gordo, de más de veinte centímetros, cabezón y venoso, justo como ella lo había imaginado. – Come zorrita. – Empujó su cabeza hacia abajo.

De un envite Elizabeth se tragó la mitad del tronco, la cabeza de aquel pollón, el más grande que había tenido el gusto de llevarse a la boca, le hincó un carrillo. Samuel le movía la cabeza guiando la mamada, hacía años que no recibía una de esas, desde una vez que, por sequía sexual, recurrió a una prostituta. Pero esa niña era mejor que cualquier puta, pues ella tenía más hambre incluso que el viejo. Ella terminó por agarrar el rabo y así dominarlo mejor, lo mamó con ganas y con talento, sabía hacer una mamada desde su primer novio, con la de Don Samuel, más grande y sabrosa podía tirarse días así.

El viejo se dejó hacer, liberando el agarre del pelo. Dejó que ella lamiese con un movimiento circular el glande, saboreando la salazón del quiosquero, que apretase sus labios y bajase, recorriendo el tronco, ancho, casi como el puño de ella. Elizabeth se esforzaba por llegar hasta la base, pero no era capaz, aun así, no dejó un centímetro de polla sin conocer su lengua. Lamió allí donde no llegó, agarrando el miembro sobre su cabeza se hundió en el bello cano y buscó sus huevos. Samuel bufaba de placer, no sabía cuánto más aguantaría.

-      Para niña, que te la quiero meter, te voy a romper entera. – Prácticamente le arrancó la polla de la boca, había dejado el rabo lleno de marcas de carmín.

-      Dale, rómpeme viejo verde. – Le soltó ella cachonda perdida.

Aprisa Elizabeth se levantó, se quitó los shorts e hizo el tanga a un lado, mientras manteniendo sujeta la polla, empapada en saliva, se sentó sobre ella. Liberó una bocanada de aire, y un gemido, cuando entró hasta el fondo, casi rasgando su apretado coño, que estaba encharcado. Elizabeth subió y bajó, tembló, giró y movió sus caderas de formas que el bueno de Samuel no había visto en años. Ella ahogaba sus gemidos mordiéndose sus carnosos labios, él la tomaba por las caderas e imprimía cuanto movimiento podía a la follada. Así estuvieron diez minutos, poniendo el taburete a prueba, forzando la madera hasta que esta crujió.

-      Levanta. – Azotó el culo que temblaba, y por el que resbalaban las gotas de sudor que nacían en su cuello. – Apóyate ahí. – Samuel guío las manos de ella hasta la repisa frente a la ventana cerrada.

Dobló su cuerpo, y sacó su culo, solo para recibir una lluvia de, suaves al principio, azotes por parte del viejo. Samuel se encaramó a la chica por detrás, dirigiendo su polla como una piedra al coño que se abría húmedo, rojo, caliente. Los dos chorreaban sudor, atrapados en el horno que era el quiosco follando como animales. Ahora mandaba Samuel, sujetando a Elizabeth por la cadera y el pelo. Los gemidos subían de volumen, la carne chocaba con su propia música, en la calle solo un par de palomas.

Samuel bufaba como un toro, con sudor en su frente, Elizabeth gemía sin cortarse como una perra mientras su culo temblaba con las embestidas del otro. De esa guisa la chica llegó al orgasmo, azotada por el viejo que cargaba desde detrás.

-      Ya llego mi papi, un poco más… - La joven se volvió con cara de placer y súplica, y estalló en gimoteos y alabanzas.  

-      Tómalo putita, toma. – Samuel tampoco aguantó más, y aprovechando la coyuntura se corrió, con la polla bien clavada en el coño de Elizabeth.

-      Viejo verde, cerdo. Podías haberla sacado, mira que llenarme de leche. – Lo decía entre respiraciones aún agitadas, pero con tono juguetón, mientras los dos aun culeaban unidos.

-      Así, bien rellena niña mala. – Agotado por el esfuerzo, aunque algo más joven Samuel se dejó caer en el taburete.

Mientras ella se vestía él observaba, su coño relucía, y por la raja se escurría el denso semen, hacía eones que no se corría el viejo, así que buena ración le había dado a la chica. Ella había disfrutado, ardía y el corazón le seguía latiendo a mil. Elizabeth le besó, con lengua, como a un novio.

-      Hasta la próxima, viejo verde. -  Salió, meneando el culo dirección a la peluquería.

-      Adiós niña mala. – Samuel siguió el pandero con la mirada mientras se alejaba, miró el reloj pasaban las cuatro menos veinte.

La calle recuperó la vitalidad minutos más tarde, los amantes el aliento, pero mientras se dedicaban a sus rutinas por dentro no paraban de desear repetir.

P.D:

Aprovecho este mi tercer relato para agradecer las lecturas de los dos anteriores y pedir alguna retroalimentación. Por favor dejad comentarios sobre que os ha parecido y que debería mejorar, además si lo preferís podéis usar el mail, para ello o para lo que sea. Agradeceré también las correcciones sobre errores que pueda haber cometido.

De este último relato me gustaría escribir una serie, si así os parece, comentadme al respecto. Gracias.

Un saludo, relatista130.