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Trilogía

en MicroRelatos

“SEXOGENARIA”

“A veces, la tercera edad es la primera”

A Andrés le guardé luto tres meses. En el pueblo se formó un pequeño escándalo, de esos que les gustan a las devotas pías, pero en realidad yo pienso que me sobraron dos. Me dejó en el debe muchas sonrisas y en el haber demasiadas lágrimas. Andrés no era malo, ni bueno, era Andrés. Si estuve con él cuarenta y tres años no sería justo ahora echarle la culpa. Vendí el bar. Yo no podía atenderlo sola, y con sesenta y un  años y una economía ya saneada de por sí, no quise pasar un día más encerrada en la cocina. Debajo de la capa de grasa acumulada durante veintidós años apareció una mujer madura, aún atractiva y con cuatrocientos mil euros en la cuenta corriente.

Me compré un coche y me saqué el carnet. Una vez que dispuse de libertad de movimientos fui a la “pelu” todas las semanas, me compré ropa, mucha ropa, de colores, marcas caras, y me dediqué a cuidarme. “Spas”, masajes, tratamientos de belleza… todo lo que más podía molestar al “beaterío” del pueblo. “La viuda alegre”, me llamaron. Envidia cochina es lo que tienen, porque yo huelo a “Channel” y ellas a cera. Un curso de internet me abrió los ojos y las puertas de una nueva vida. A tan solo veinte kilómetros de casa, en la capital, había un local donde las señoras maduras acudían a bailar y conocían, en el sentido literal y en el bíblico, a jovencitos necesitados de alguien solvente que los invitara a una copa.

José Alfredo tiene nombre de “telenovela”, veintitrés años y unos ojos color caramelo que me derriten cuando me miran. Es de Colombia y tiene la inseguridad lógica de su edad. Intenta paliarlo mostrándose muy hombre cuando está conmigo, muy maduro, pero el pobrecito no sabe hacerlo y a mí me provoca una inmensa ternura. Es como si fuera el nieto que nunca tuve. Le dejo que crea que es él quien manda, en vez de decirle: “Vamos a bailar”, le digo: “Ay, como me gusta esta canción”. Entonces me saca a bailar y me mete mano. Me toca el culo en la pista, delante de todo el mundo, y a mí me gusta que me vean abrazada a mi efebo mulato.

Nos besamos y me lleva a su apartamento. Le dejo que conduzca él, le digo que maneja mejor que yo y sonríe con fingida autoridad. Se siente hombre y le gusta cuidar de mí. Me hace el amor con el entusiasmo propio de su edad, en posturas que yo nunca soñé, a cuatro patas, a horcajadas sobre él, ¡incluso sexo oral!… ¡Yo, que nunca pasé del misionero!

A él le gusta pensar que se está aprovechando de mí, que me saca el dinero porque pago las copas, pero yo veo cómo se le iluminan los ojos cuando me ve llegar. Él nunca lo admitirá, pero yo sé que, aunque le joda, me quiere.

Y de Andrés… de Andrés ya ni me acuerdo.

“¡SIÉNTATE BIEN!”

 

“¡La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ay, Dios!”

Aún siendo niña, sentada en el primer banco de la iglesia, ya te diste cuenta de que a Don Matías se le trababa la lengua cuando se te “olvidaba” mantener las rodillas cerradas. Siempre fuiste muy espabilada para estas cosas. Seguiste investigando la materia durante tu adolescencia y comprobaste el poder que sobre los hombres ejerce un cruce de piernas, sobre todo cuando se deshace. Sharon Stone te pareció una aficionada invadiendo un territorio que tú ya dominabas cuando le mostró a Michael Douglas lo que escondía bajo su falda. Desde los 12 años no te has vuelto a poner un pantalón. Los “leggins” te parecen una prenda grosera, nada comparable a unas medias enfundando tus largas piernas, trabajadas con esmero en el gimnasio para mantenerlas en perfecto estado a tus envidiables cuarenta y cinco febreros.

Por eso ahora estás desconcertada. Jugar con el precipicio que marca el borde de tu falda es tu negociado, podrías impartir un “Master” sobre cómo sentarse en el taburete de un bar con las rodillas juntas, tal y como mandan los cánones, para en un momento dado estirarte en un escorzo imposible para alcanzar las servilletas haciendo enmudecer a la parroquia masculina “descuidando” por un momento el recato propio de tu sexo y mostrando durante un instante fugaz la blancura de tus bragas entre tus piernas.

Por eso ahora no puedes comprender por qué se te traba la lengua y no puedes apartar la mirada de las piernas de Nuria, la nueva becaria, que masca chicle con descaro mientras toma las notas que le dictas sentada ante tu mesa, descuidando la postura, dejando entrever bajo su minúscula falda una leve línea negra que bien podría  ser un tanga o su vello púbico.

Y te ha puesto patas arriba tus cuarenta y cinco años, cazadora cazada en su propia trampa. Tú, que jugaste este juego miles de veces, te has transformado en la víctima de esa niñata que disimula haciendo como que no se da cuenta, pero sabes que sí, que lo hace adrede, te muestra y te esconde y se divierte con tu desconcierto ¡la muy…! Y te avergüenzas esta noche, recorriendo tu cuerpo con tus manos imaginando que son sus manos las que te acarician, hundiendo tus dedos en tu sexo soñando que es su sexo el que profanas, frotándote con lascivia, besando tu muñeca cuando llegas al orgasmo fantaseando que son sus labios los que besas.

La deseas, ¡ay, cómo la deseas! ¡Maldita niñata! Darías lo que fuera por poder escarbar con tus manos bajo su falda y por primera vez, en tu madurez, atisbas a comprender cómo se sintieron los hombres que se pusieron colorados y sudaron como cerdos cuando les dejaste entrever el secreto que esconde tu falda. Ya lo dijo “La Orquesta Platería”: “La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida ¡ ay, Dios!...”

“QUERIDO CARLOS…”

 

 

“Ten cuidado a quién dejas a cargo de tus bienes”

Las fotos, pretendidamente inocentes, hablaban por sí solas. Las miradas turbias, la cercanía de los cuerpos, las manos entrelazadas… hasta se podían adivinar los labios trémulos y enrojecidos tras el beso. Marta seleccionaba encuadres, añadía puntos de luz y reflejos en el “Photoshop”, eliminaba imperfecciones para hacer más bello lo que ya era hermoso al natural. Cuando Carlos las recibiera en Londres no podría quedarle el menor atisbo de duda de que su hermanita había ocupado su lugar. La dulce y pequeña María, con su voluptuosidad recién estrenada, con la inocencia de sus diecinueve octubres se enseñoreaba ahora del cuerpo que fue suyo.

No hizo falta forzar la situación. El sol, la piscina, el protector solar y kilómetros de piel recorridos por manos ávidas, eran terreno abonado para la lujuria. Confesiones adolescentes. Tardes ociosas. Cuerpos hermosos. Preguntas. “¿Has estado con una mujer alguna vez, Marta?” Miradas. Mojitos con hielo machacado. Bikinis desabrochados para no dejar marcas. Preguntas. “¿Crees que estoy buena? ¿Tengo los pechos pequeños?” Solo hubo que dejar fluir lo inevitable.

Un roce de manos involuntario, una mirada sorprendida, el roce se transforma en caricia y las bocas se funden. Nada nuevo bajo el sol, todo nuevo para ellas. Las lenguas se enroscan, los corazones se desbocan y los cuerpos se anudan.

Dudas, hubo dudas. “¿Esto está bien? ¿Y Carlos?” Las manos exploraban rincones prohibidos, antes ocultos, y las dudas se desvanecían disueltas en saliva. María tomó la iniciativa, su lengua dibujó senderos húmedos sobre la piel que antes acarició Carlos. Marta se dejó llevar. No intentó siquiera ofrecer resistencia ante el avance imparable de su boca hacia su sexo. Despojada del bañador, desnuda e indefensa, se limitó a entreabrir sus piernas para ofrecerse a su joven cuñada. María se adueñó de lo que ya era suyo. Hundió su cabeza entre los muslos de Marta y empujó con su lengua penetrando en su interior, como si fuera una polla húmeda y suave, invadiendo el terreno que perteneció a su hermano. Marta se contorsionaba al compás que le marcaba la joven, agarrándola por el pelo, sujetando su cabeza con sus piernas, explotando en un orgasmo interminable.

La escena se repitió una vez y otra vez, un día y otro día, durante noches enteras, hasta que asumieron que no querían que acabara cuando Carlos volviera de Londres.

Por eso Marta estaba retocando las fotos que le enviaría a Carlos, para usar las menos palabras posibles, porque no se podía explicar con palabras lo que había surgido entre las dos. María se acercó por detrás y acarició sus hombros. “¿Estás segura? Podemos dejarlo ahora y nada habrá pasado”. Marta levantó la cabeza y puso morritos para que María la besara. Ella la rodeó y se sentó en su regazo, le pasó los brazos por el cuello y le dio un beso largo, intenso. Cuando separaron sus bocas, Marta, con María aún sentada en sus rodillas comenzó a teclear en el ordenador:

“Querido Carlos, han pasado cosas…”